31: La sombra del garfio.


La muerte es una descarada, alguien a quien me tuve que acostumbrar a la fuerza. Si bien ya habíamos cruzado varias veces en el camino con todas mis travesuras que llamaban su atención, ella siempre terminaba evitándome, como si yo no fuera de su tipo. Pero aquel, el instante en que al fin la vi a la cara, no había venido por mí. Ni siquiera había llegado, solo estaba ahí, sobre el cuerpo de alguien que no tuvo mi suerte, y me retaba «descúbrelo, Iván, descubre quién me invocó. Para eso viniste a Larem».

Su cuerpo, rígido y frío como un muñeco de mármol; sus ojos, abiertos, intoxicados de la única enfermedad sin cura. Me hicieron plantearme por primera vez la durabilidad de mi existencia. Yo, al igual que cualquiera, no estaba exento del irrevocable destino de perderme, caducar antes de haber siquiera descubierto lo que quería hacer con el poco tiempo que se me había permitido.

¿Y si moría?

Los niños desaparecían todo el tiempo en Nunca Jamás, pero, ¿morían?

Y si moría... ¿qué? ¿Qué quedaba luego?

¿Era Dios, o su metafórica existencia, tan indiferente a la insignificancia humana que durante todas las eternidades vividas en su trono jamás movió un dedo para acabar con la horrible inminencia del final que nos compete a todos? ¿Era de verdad tan inmune a empatizar con nosotros que, viéndonos sufrir al anticipar lo peor, todavía permitía que cayéramos en ello? ¿Incluso los niños, que según se decía estaban hechos a su imagen y semejanza, tenían que atravesar este cruel destino?

Pensé en todo sentado frente al pórtico de Don Esteban, esperando su aparición luego de que tocara la puerta como un fantasma al que se le ha concedido una última oportunidad, dejando que la lluvia barriera de mí el contacto de aquel desgraciado sin vida que dejé pudrirse en la textilera.

Cuando Don Esteban al fin salió me miró con horror, sus manos temblorosas fueron a su boca, sus rodillas cayeron al suelo junto a mí. Creo que quería abrazarme, pero mayor era su consternación que su incondicionalidad.

Era como si de verdad viera, como si la lluvia hubiese alborotado el olor de la muerte impregnado en mi piel, como si mi ropa desprendiera la esencia del cadáver que dejé atrás pretendiendo que no existía.

¿Lo vería en mí?

¿Será que al haber mirado a los ojos abiertos de aquel cuerpo ya sin vida, habría de forma inconsciente entregado la mía, adquiriendo así una maldición para mí, y para ella la opción de mirar a través de mis ojos? ¿Sería eso lo que veía Don Esteban? ¿A ella?

—Pasa, Iván. Vamos adentro.

Don Esteban comenzó a forcejear conmigo para meterme a la tienda, pero por algún motivo que ahora no comprendo yo no quería despegarme de la tierra mojada, de los charcos que abrazaban mis piernas, del torrente que descendía de la negrura del cielo para arroparme. Así que me resistí, sin decir nada ni siquiera mirarle la cara, hundí mis dedos en el barro para anclarme al suelo, y al no conseguir un agarre decente me poseyó una ira tan desmedida que comencé a arrancar pedazos grandes de tierra para arrojarlos a la cara de Don Esteban.

—¡No, suélteme! —gritaba mientras lo bombardeaba con mis balas de barro—. ¡Déjeme, déjeme aquí!

—¡Iván! —Mi amigo consiguió agarrarme la mano del garfio y someterla, pero la otra seguía descontrolada haciendo estragos en los charcos de lodo—. ¡Iván, que te calmes! ¡Cálmate! ¡¿Sabes la hora que es?! ¡QUE TE CALMES!

Imagino que entonces me golpeó, porque luego de ese grito no recuerdo nada más.

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Volví a soñar después de muchas noches de negrura absoluta. Un monstruo de cera estaba sentado frente a mí con sus manos chorreando, el suelo ondulaba a su alrededor, y sus ojos eran dos huecos oscuros rellenos de la llama de una vela que flutuaba con el viento inexplicable dentro de la hermética habitación.

—¿Qué quieres de mí? —le pregunté.

—Que me descubras.

Entonces sopló y todo mi entorno se desdibujó hasta que de golpe desperté sobre la cama de Don Esteban.

—¿Qué pasa contigo, pequeño demonio? —preguntó al verme abrir los ojos y llevarme las manos al pecho por la falta de respiración.

No le contesté, no entonces. Fijé mis ojos en el desastre de piezas en el suelo: tuercas, resortes, un cepillo de dientes con las hebras sucias de aceite y grasa, una lupa... Me fijé también, y por primera vez, en que mi amigo llevaba un monóculo colgando fuera de lugar, entonces lleno de barro por mi rabieta de antes. Había estado arreglando, o construyendo, un reloj.

De pronto, ya no estaba ahí, sino un par de años en el pasado, durante mis primeros días en Larem.

Era un pequeño niño de doce años que empezaba a usar al fin sus lentes de montura cuadrada porque de otro modo no podría evitar las jaquecas luego de devorar los cuentos de Edgar Allan Poe. Sentado en una locomotora en desuso, enterrada en el suelo y el tiempo, rodeado de niños, ruido, y mucha, mucha, lluvia. Y ahí estaba, frente a mí, el inventor que más he admirado en toda mi vida, el segundo amigo que hice en Larem. Claxon, el que luego pasaría a ser poco más que un Niño Perdido. Un Niño Perdido que recordaba mi nombre.

—Creo que maté a alguien.

Esas palabras, si bien salieron de mi boca, no las había autorizado yo. De haberlo hecho habría pensado en que solo una cortina nos separaba de la litera en la que dormía el hijo de mi amigo, de haber pensado habría mantenido la boca cerrada. Sin embargo, una vez ellas salieron no me pude retractar, solo bajar un poco la voz.

—Y usted lo sabe, ¿no? Lo vio en mis ojos cuando me recibió.

—¿De qué estás hablando, Iván? —Don Esteban se sentó junto a mí, hablaba en susurros, pero su voz sonaba a regaño—. Yo lo único que vi fue a un niño desolado a las dos de la mañana, sucio, jugando con tierra bajo la lluvia, perdido. ¿Qué te pasó?

—Ya le dije, maté a alguien.

—¡Por el amor a Cristo, Iván! ¿A quién pudiste haber matado tú?

—A Tinker Bell, o al menos eso creo. Es la primera vez que la veo.

—¿Qué...?

Su voz cambió, ya no era un regaño, era una súplica. Él me rogaba, sin siquiera terminar una oración, que le dijera que estaba jugando. Pero ahí estaba, la duda haciendo temblar su nuez de Adán, robándole las palabras que culminaban su pregunta.

—¿Co-cómo matas a alguien a quien nunca has visto? Estás cansado, Iván, es eso...

—No lo sé, Don Esteban. Yo tampoco lo sé. No sé por qué la mataría, no lo recuerdo.

—¿Entonces por qué dices esas cosas?

—Es rubia. Tiene los ojos de Alister. La piel de Perry. Es una Bell, mayor que Perry, menor que Alister. Es Tink.

—Hay que llevarte con un doctor, Iván...

—¡No, no, no! —Enloquecí, empecé a retorcerme en la cama, a alejarme de él hasta quedar pegado a la pared—. ¡NO ME ENTREGUE, POR FAVOR, USTED ES MI AMIGO!

—¡IVÁN, COMPÓRTATE YA! —Cesé de moverme, pero solo porque su voz me dejó aturdido. No tenía idea de que alguien podía gritar tan fuerte, su voz todavía retumbaba en las paredes de la habitación.

El ruido de sábanas y un colchón atravesó el otro lado de las cortinas y vino hasta nosotros. El hijo de Don Esteban debió haberse despertado, pero no salió ni hizo ningún otro ruido.

Don Esteban me puso ambas manos sobre los hombros.

—Mírame a los ojos, Iván —dijo en un susurro mínimo— y dime por qué crees que mataste a esa mujer.

—Porque... —Se me salieron las lágrimas—. No lo recuerdo. Ese es el problema, Don Esteban. No lo recuerdo. Sé que salí de mi casa, quedé en verme con ella a la medianoche, pero no recuerdo nada más hasta que desperté sobre... Su cuerpo estaba muy frío, Don Esteban. No hay nada más frío en el mundo. De ahora en adelante cuando quiera decir que algo estaba frío diré "frío como su cuerpo". Y no se movía. Tenías los ojos abiertos, pero no veía nada. Y por más que la moviera o pellizcara ella nunca reaccionó. Eso es estar muerto, ¿no? Y si yo era el único ahí significa...

—Significa que tus huellas están en el cuerpo, y que si alguien te citó ahí a la medianoche no fue ella. Alguien te quiso inculpar, Iván, y si tú mismo dudas de tu inocencia dudo que tengas muchos medios para defenderte.

—¿Alguien quiso...?

—Iván, es probable que en la mañana haya policías buscando el cuerpo, el mismo asesino los alertará. Y conseguirán tus huellas.

Lo miré entre horrorizado y confundido al decirle:

—¿Entonces no la maté?

—No, pero todo Larem creerá que sí, e irás a la cárcel.

—¡¿Qué?! No, no puedo, yo...

—¡Claro que no irás, escúchame! —Me tomó por los brazos—. Si te digo todo esto es solo para que entiendas lo serio que es esto. Necesito que te vayas a bañar, que te bañes muy bien, ¿entiendes? —Asentí—. Echa tu ropa en la chimenea, te prestaré algo de mi hijo, y si alguien pregunta todos diremos que pasaste la noche aquí, ¿entendiste?

—¿Y si consiguen mis huellas...?

Don Esteban hinchó su pecho con una profunda respiración.

—Ese es el otro tema. Yo iré por el cuerpo, tienes que decirme exactamente dónde...

—¡No, no, Don Estaban, por favor, no vaya!

—¡Debo ir!

—No a esta hora, no.

—¡Es la única hora posible! Quien te haya hecho esto no te dará un respiro de un día, tengo que adelantarme a él y a la policía. Si consiguen el cuerpo estás jodido, ¿entiendes? Jodido.

—¿Y qué hará con el cuerpo?

—Lo llevaré al único lugar donde nadie irá a buscarlo, y ahí lo enterraré.

—¿Nunca Jamás?

Don Esteban asintió. Me puse a llorar de inmediato.

—No lo haga, Don Esteban, quédese, no lo quiero perder. Usted tiene un hijo, piense en él, le podría pasar algo.

—No me pasará nada, y Sebas no es lo único que tengo en la vida, también te tengo a ti, y no voy a dejar que ningún maldito te arruine la vida así. ¿Me entendiste? —Me dio dos palmadas en los cachetes—. Ve a bañarte, Garfirito. Nos vemos antes de que amanezca.

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No me conocieron ayer, han leído más de setenta mil palabras de una narración que recorre mi historia desde la ignorancia de mis doce años hasta la flor de mi insensatez en la segunda mitad de mis quince. Ustedes saben quién era yo entonces, confío en que podrían anticipar mis decisiones. No puedo engañarlos.

Decir que esperé sentado a que Don Esteban volviera sería escupir a la cara de la relación que hemos formado durante estas páginas.

Aguardé, sí lo hice, pero solo los minutos suficientes para luego salir tras su rastro sin levantar sospechas.

Manché mi rostro con barro para camuflar el color de mi piel, no me deshice de la gabardina pese a lo empapada que estaba, su color azul era tan oscuro que la lluvia me hizo el favor de transformarlo en negro. Así, yo era una sombra más de la noche. Una sombra con un garfio.

Cuando llegué a la textilera me conseguí con la sorpresa de que Don Esteban no estaba ahí. No entré, por supuesto, pero esperé oculto desde afuera minutos más que suficientes para ver salir o llegar a alguien, o al menos para escuchar pasos desde el interior.

Nada de eso ocurrió. Yo salí minutos después de mi amigo, él ya debería estar ahí.

De pronto el frío se me hizo más cruel, la noche más susurrante. No importa cuánto me acurrucara con mis propios brazos no dejaba de temblar, y mientras lo hacía la voz de Larem me susurraba al oído. Empezaba a cuestionar la soledad que hasta entonces había creído definitiva.

Cuando sentí que no podría más, que el miedo a los susurros de la noche me había ganado, el traqueteo de una carrocería y el relinchido de un corcel me detuvieron. Segundos después lo vi, un carruaje pequeño de un solo caballo arremetió con violencia hasta frenar de súbito muy cerca de la entrada de la textilera.

Don Esteban soltó las riendas del animal y bajó de este de un salto que prácticamente lo impulsó también hacia adentro del hueco de las puertas. Se le veía en extremo apurado.

¿Un carruaje? ¿Por qué alguien alquilaría un carruaje en Larem, y a las tres de la mañana?

La respuesta era tan obvia que me sentí estúpido de solo haber pensado en tal pregunta: para transportar un cadáver.

Si Don Esteban estaba tan apurado no tardaría nada en recoger el cuerpo y cargarlo, así que me obligué a hacer a un lado el shock para correr al carruaje, abrir la puerta y meterme dentro.

Una vez ahí comprendí que había un problema todavía más grande que perder el carruaje: mi amigo llegaría con el cuerpo y me vería adentro. Opté por meterme debajo de los asientos, recoger mi cuerpo lo más posible para que no se notara ni mi sombra y contener mi respiración y mis pensamientos para no ser escuchado.

De inmediato sentí la puerta abrirse, un peso nuevo sobre los asientos acompañado del sonido sordo del cuerpo al impactar sobre los cojines, seguido del portazo reglamentario antes de que Don Esteban volviera a las riendas, el caballo diera relinchara y la marcha empezara de nuevo.

No era la primera vez que estaba de incógnito en un carruaje, ni siquiera era la primera vez que estaba de incógnito en un carruaje acompañado de un ser sin vida; pero en serio, en serio, esperaba que fuera la última.

Don Esteban corría con una premura insólita, en Larem no había necesidad de excederse con la velocidad, en circunstancias normales ni siquiera habría necesidad de usar un carruaje porque en general no había distancias tan largas como para prescindir de una caminata. En mi mente existía una alegoría entre el traqueteo de los cascos del caballo y los latidos del corazón de mi amigo.

Odiaba haberlo puesto en esa situación, pero odiaba mucho más en la que me había puesto a mí mismo, ya que en medio de los charcos, pedruscos y baches, el cadáver de Tinker acabó cayendo de su asiento para quedar tendido junto a mí.

Estaba acostada de lado con los grandes ojos violeta fijos en mí. Pensé en voltearme, pero la perspectiva de darle la espalda a un cadáver a las tres de la madrugada rumbo al bosque más siniestro jamás conocido dejaba mi piel con una sensibilidad que nada tenía que ver con el sereno o la hipotermia que estaba a punto de matarme.

Así que la observé, soportando con ojo clínico la intensidad de las perlas verdes y vacías con las que me escrutaba. Ya sin la manta de la textilera pude notar que ella llevaba un vestido verde satinado con escarcha dorada que la cubría hasta los hombros. Tenía un corte limpio en la garganta a modo de sonrisa. Estaba seco, pálido, sin rastro de sangre. Quien sea que la asesinara la dejó desangrarse y luego la aseó, vistió, creó rizos con spray en su cabello, y luego la tendió en el sitio donde la encontré.

Pero, ¿quién? ¿Quién querría matarla? No había salido de su torre en… ¿qué? ¿Una década? ¿Más?

A menos, por supuesto, que Don Esteban tuviera razón y el objetivo de la muerte de la mayor de las Bell no fuese otro que incriminarme. Entonces, mi pregunta principal pasó a ser otra: ¿por qué?

Sin embargo, y aunque mis dudas tomaban un protagonismo arrollador en mi mente, no pude evitar notar lo que sobresalía del escote de la muerta. Un trozo de papel, papel del costoso, el papel de un escritor.

Lo saqué de su lugar con una necesidad frenética, la idea de manosear los senos de una mujer recién asesinada no me parecía atractiva pero era mucho mejor que la posibilidad de toda una vida con la incertidumbre.

No pude leer su contenido al momento. Sin darme cuenta ya cruzábamos hacia La Locomotora camino al sendero que nos conduciría a Nunca Jamás, pero en medio del trayecto el caballo se encabritó, las correas se rompieron y el carruaje se volcó. Quedó dando tumbos y volteretas hasta quedar anclado al suelo, medio enterrado en el terreno fangoso, al igual que la locomotora de cobre en la que tantos recuerdos había depositado.

Salí despedido por la puerta, mi cabeza derrapó por el fango llenándome de barro, monte, e insectos desde el cabello hasta los pulmones. Y lo peor de todo fue que al detenerme de súbito contra una roca, los brazos de Don Esteban me voltearon como si yo no fuera yo, sino mi versión demoníaca.

—¡Iván!

—¡No grite! —Levanté las manos—. Ya hemos hecho demasiado ruido.

—¿Qué demonios haces tú aquí si te dije que te quedaras? ¡Esto es peligroso, Iván!

—Por eso mismo no iba a dejar que viniera solo.

—¡Vete a la casa, ahora!

Se dio la vuelta, introdujo la mitad de su cuerpo tanto como pudo y a duras penas en el carruaje volcado. Sacó las piernas del cadáver de Tink a empujones, y la arrastró fuera tirando de sus tobillos hasta que todo el cuerpo quedó expuesto. Entonces la colgó de sus hombros con su cabellera rubia colgando debajo de la cadera de Don Esteban y avanzó hacia el sendero.

—Si me persigues, me entrego. Estás advertido.

Podía ser una amenaza vana, como podía estar hablando con total seriedad. No valía el riesgo averiguarlo. Esa noche volví a su casa y lo esperé sentado frente al pórtico para no tener que tocarle la puerta a su hijo. La espera se prolongó tanto que con el cansancio, la adrenalina y el shock de toda una noche de mucho barro y un cadáver, que de un momento a otro me quedé dormido bajo la lluvia.

Cuando abrí los ojos ya había amanecido, y Don Esteban todavía no llegaba. No me quedó otra opción que volver a casa, pero no podía hacerlo así, hecho un desastre, con las huellas del cadáver sobre mí, con su olor impregnado en mi piel y su celaje en mis ojos.

Me deshice de la gabardina, me paré debajo de un chorro de agua de lluvia que caía del techo de la tienda de Don Esteban y con ese me lavé tanto como pude. Por suerte el barro no había hecho costra en mi piel por haber pasado la noche bajo la lluvia, metí mis dedos entre las hebras de mi cabello restregué para arrancar las hojas, ramas, tierra y toda la suciedad que se había alojado a vivir ahí.

Exprimí mi ropa para que drenara la mayor cantidad del agua mugrienta, pero sabiendo que era imposible que dejara de estar empapado. Parecía un charco ambulante, con el cabello hecho un huracán y un espantoso olor a muerto remojado. Me sentía como un vagabundo, pero no había tiempo de lamentarme. Llevé mi vagabundez rumbo a casa de la señora Anita, y para mi sorpresa me intercepté con ella a mitad de un sendero.

Corrió hacia mí, tan alarmada como estaba ni siquiera reparó en mi aspecto deplorable.

—Iván, gra-gracias a Dios que volviste… Oh, Dios mío…

Me tomó entre sus brazos y me apretó con fuerza. Si lloraba era imposible de deducir de tanta agua que caía ya sobre mi cuerpo mojada, pero respiraba como un animal herido que lucha por alejarse de los brazos de la muerte.

—Gracias a Dios, Iván. Gracias a Dios. ¿Martina dónde está? ¿A dónde fueron?

—¿Martina? ¿Qué pasó con Martina?

La señora Anita me soltó y se llevó las manos temblorosas a la boca mientras me observaba con horror.

—¿No estaba contigo?

—¿Conmigo? ¿Por qué estaría conmigo? ¿Dónde está Martina, señora Ana?

La mujer cayó de rodillas, ancló sus codos en el piso y pegó su rostro de sus manos mientras dejaba salir alaridos de dolor entre cada «¿por qué, Dios mío? ¿Por qué?» que dejaba salir.

Un par de vecinos acudieron corriendo a consolar a la madre.

—¿Qué le pasó a mi amiga? Que alguien me diga.

Uno de los hombres que acudió en ayuda me miró mientras levantaban a la señora Anita por las axilas y la obligaban a caminar.

—Nadie sabe qué le pasó. Teníamos la esperanza de que estuviera contigo. La vieron entrar a Nunca Jamás a la medianoche y desde entonces no hay ni rastro de ella.

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Preguntas y teorías aquí.

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