22: No la conocía
Lo peor de todo pueblo es la lengua de quienes lo habitan.
Al cerrarme a recibir visitas, al no agradecer los regalos a la cara y en ausencia de cualquier explicación con respecto a mis días desaparecido, se comenzó a especular todo tipo de cosas.
Bebía café en la sala de Anita en la misma mesa en que Martina hacía su tarea cuando esta levantó el rostro de sus cuadernos y me miró.
—Ya saben lo del garfio.
—Bien. —Asentí, aunque no estaba bien—. Tarde o temprano se iban a enterar, no es como si pudiera salir siempre con las manos en los bolsillos.
—¿Salir a dónde, señor? —inquirió con sarcasmo—. Si apenas vienes a mi casa y por la ventana de la alcoba bajo la escalera, no dejas que te vea ni Dios.
—Bueno, me metí no con uno, sino con todos los Pan que hay en Larem, tengo razones para estar enterrado en mi aislamiento.
Martina resopló con escepticismo.
—A veces me pregunto si de verdad viste lo que dices que viste ahí.
—No estaba drogado, Marti, y volví sin una mano. ¿Qué más prueba necesitas?
Mi amiga fingió pensárselo mientras jugaba con su lápiz.
—¿Un cocodrilo? —inquirió tan ceñuda que me quedé pasmado por cómo se veía. Sus mejillas graciosas habían desaparecido dejando en custodia unos pómulos realzados, el comienzo de una profunda definición en su rostro. Sus pecas menguaron, más espolvoreadas que antes, y sus cejas estaban depiladas y peinadas hacia arriba.
Había crecido frente a mis propios ojos y jamás percibí el cambio.
—Tal vez el dolor te hizo ver cosas —siguió al meterse una galleta en la boca—. Yo apuesto a que te hicieron algo más normal, como agarrarte con un machete. Tu mente debió alucinar el resto.
Negué para deshacerme de mis pensamientos previos, adoptando de súbito una estupefacción por sus palabras.
—Martina, por Cristo, ¿en dónde es normal que te agarren con un machete y te quiten la mano?
—Bueno, es normal si te metes a robar a la casa de cualquiera…
Mi amiga todavía no me perdonaba lo que hice, no solo por el susto que pasaron ella y su madre, sino todo lo que estuve ocultándole, las cosas que hacía a sus espaldas. Me reprochó desde mis días de vigilancia, cada una de las conversaciones que entablé con personas del pueblo sin hacerla partícipe, hasta el momento en que se me ocurrió la brillante idea de meterme en esa casa y el instante en que di el primer paso dentro de la cerca de entrada.
Le conté con pelos y señales hasta el más insignificante de los detalles de mi investigación, mi travesía dentro de la propiedad y mi intento de escape de ella. Ni siquiera edité los detalles que incluían las fotos de mi madre y padre. Le conté todo. Menos mi incursión a Nunca Jamás con un Pan al que ni siquiera le conocía el verdadero nombre, esa parte era mía y de él, y en algunos y muy vagos detalles también de mi padre.
—Lo importante es que tengo el libro, ¿no? Eres una insaciable. No te llenas con nada. Además, no es como si tu fueras la mata de la transparencia, últimamente actúas muy raro. ¿O crees que se me olvidan tus escapadas y las veces que llegabas tarde y asustada después de decirle a tu mamá que habías estado conmigo?
—Déjame tranquila, Iván.
Me crucé de brazos, tan testarudo como ella me había enseñado a ser.
—Cuéntame —exigí.
—No te voy a contar nada, y tengo que hacer tarea.
—No me salgas ahora con eso.
—Vaya a leer su cosa —dijo haciendo un gesto de despedida con su mano—. Yo necesito estudiar.
—¿Quieres que crea que no te dan ganas de leer el tan esperado epílogo?
—Bueno, dudo que el libro se vaya a evaporar, o que los Pan... —Se detuvo a suprimir el comienzo de una risa burlona—. Los Pan, qué chistoso suena. ¿Te imaginas tener un apellido así?
Rodé los ojos.
—Martina, definitivamente, entre todas las cosas para las que no sirves, la más clara es que no puedes mantener el hilo de una conversación.
—¡¿Para qué otras cosas no sirvo según tú?! —saltó indignada, pero aguantaba las ganas de reírse.
—Ah, yo qué sé. —Me encogí de hombros—. Tú siempre dices que yo no sirvo, era mi turno.
—Pero yo lo digo con bases.
—Tú lo dices porque eres insoportable.
—Insoportables son las nalgas tu…
—Vaya, qué amistosa la conversación de estudio que están teniendo.
La señora Anita entraba en ese momento con unas bolsas de papel que envolvían unas humeantes empanadas, y en su otra mano sostenía unas maltas.
Se me hacía difícil pensar en cómo pudo abrir la puerta con todo eso.
Martina no esperó una invitación del cielo para correr tras la comida. En cuanto me entregaron lo que me correspondía percibí el calor brotar de la empanada y el frío de la botella a su lado contrastar ambas en mi única mano.
Tras un mordisco hambriento, el queso de la empanada de mi amiga se estiraba y dejaba brotar su olor en nubes de esencia calurosa que le acariciaron el rostro y luego se desplazaron hacia mí para provocarme. La mía, crujiente por fuera pero con toda la suavidad de la masa tierna por dentro, desplegaba sus alas de sabor al mejor guiso de carne mechada que había probado en mi vida. A cada mordisco que daba le agregaba un chorro de salsa de ajo gloriosa que preparaba María la empanadera del pueblo.
Se habla de que Venezuela se hacen las mejores empanadas, pero hasta que pisé Larem no lo había podido confirmar.
Morder aquella delicia y acompañarla con un trago de una fría y gaseosa malta fue como sentirme por primera vez parte de mi propia cultura, y amarla sin reservas.
—Wow.
Fue todo lo que dije.
—Sí, wow —secundó Anita—. ¿No habías probado las empanadas de la señora María?
—No, qué desgracia por mí, pero no.
—Ay, Ivancito… —suspiró Anita con una sonrisa amable—. ¿Cómo sigue la mano?
—Ausente.
Martina casi se atraganta con su empanada por mi respuesta. Me miró como si quisiera pegarme por ello, pero su madre no se lo tomó tan mal.
—Tienes razón —dijo Anita con una ligera risita—. ¿Qué tal el garfio?
—No jode tanto.
—¡Iván! —me regañó mi amiga.
—Perdón, Anita, es que mi papá últimamente usa esa palabra con más libertad y se me está pegando.
—No te preocupes, hay un momento en el que parece que no hay otra manera de decir las cosas y recurres a palabras como esas.
—¡Mamá! —Se quejó Martina—. Eso no es lo que me dices a mí de las malas palabras.
—No te he mentido a ti ni le estoy mintiendo a él —dijo su madre antes de meterle otro mordisco a su empanada—. Esas palabras son la salvedad para las personas que no tienen un amplio vocabulario y aquellas que sí lo tienen pero están en situaciones en las que simplemente no les da la gana de recurrir a él. Además, a veces son adecuadas.
—¿Adecuadas? —Marti veía a su mamá como si lo hiciera por primera vez en la vida, con asombro y repulsión a la vez.
—Claro, ¿qué iba a decir él si no? ¿Qué el garfio ya no fastidia tanto? Es posible, pero es él el que tiene que vivir con ese aparato, y tal vez dentro de la convivencia se dio cuenta de que no es algo que fastidie, es algo que simplemente jode. No hay otra forma de decirlo.
Se sentía exquisito ser defendido por la madre de mi sabelotodo mejor amiga, pero ella no parecía tener la misma opinión con respecto a la situación. Por la mirada que nos echó se podía deducir que encantada nos hubiese enterrado vivos.
—Bueno, los dejo para que sigan «jodiendo» —terminó Martina con aire digno—. Yo me voy.
—¿Para dónde? —pregunté a toda prisa.
—¿Qué te importa?
—¿Qué se supone que haga mientras tanto?
—Buscarte una vida.
Mi amiga se encogió de hombros y se levantó. Yo la miraba con los ojos entornados y, al ver que no prestaba atención, levanté el garfio.
—Esto pasó la última vez que quise buscarme una vida.
—Bueno, pues búscate una menos interesante. ¿No hiciste amigos en todo Larem? «Jódele» la vida a uno de ellos, anda.
—Tina —la regañó su mamá—, Iván no quiere estar solo luego de lo que ha pasado, ¿y si pospones tu visita para otra…?
—Genial, que no se quede solo —zanjó mi amiga y miró a su madre con una sonrisa triunfal—. Cuídalo tú, yo tengo cosas que hacer con mi independencia.
—Tú no eres independiente.
—Ay, mamá. —Martina resopló con cansancio extremo mientras sus dedos iban a sus sienes con dramatismo—. Quise decir independiente de él.
—¿No vas perdonarme nunca? —interrumpí.
—Adiós.
Y salió de la casa.
Miré a su madre como si buscara en ella la respuesta al acertijo o instrucciones de cómo proceder, pero ella se veía tan perdida como yo, solo pudo dedicarme una expresión de disculpa que me sobrecogió el estómago.
Martina se había expropiado de mi vida, llegó a ella con las manos detrás de la espalda ocultando el cuchillo de su amistad con el que me apuñalaría en el primer y descuidado abrazo. Martina se convirtió en la niña en la que pensaba cada vez que algo me hacía gracia, la primera persona a la que quería contarle mis planes y secretos, la que salvó mi alma llevándome a un portal de letras que formaron historias que a su vez se tatuaron en mi piel. Sin Martina habría sido un Iván distinto, sin Martina seguiría muerto.
Me metí el resto de la empanada en la boca y apuré el fondo de la malta haciendo un ruido desagradable con el pitillo mientras la vaciaba, y solo entonces me lancé a la calle detrás de mi mejor amiga.
Llegué a tiempo para verla montarse en una bici alquilada, uno de los pocos transportes que le quedaban a Larem. En un pueblo tan pequeño se puede llegar a todos lados caminando sin cansarse. Yo mismo lo comprobé en los meses que estuve recolectando información sobre los Pan.
Se puede ir caminando a La llovizna, lugar donde vivía mi víctima Carl, de la oficina de correo. Hay todo un abanico de leyendas de por qué ese sector es como es, una aglomeración de casas rodeadas de una circunferencia perfecta hecha de un charco poco profundo, como una pequeña isla. Entrar o salir de La llovizna, ya sea a pie o en bici, implica mojarse hasta las rodillas, pero no queda lejos.
La locomotora era tal vez el punto más cercano al que con una carrera emocionada se llegaba en dos minutos.
Colinas, cuna de la relojería de mi amigo Don Esteban, estaba a unas calles de la locomotora. Las únicas ubicaciones lejanas que se me ocurrían eran algunos comercios, la oficina de correos y el caserón Pan; y a todas se podía llegar caminando aunque tardaras, no había necesidad de alquilar una bicicleta. Solo había un lugar de Larem tan lejano y empinado que hacía falta una bicicleta y una buena fuerza de voluntad para llegar al mismo: Lomas del viento.
Solo se me ocurrió una cosa que tenía Lomas del viento capaz de hacer a mi amiga escabullirse, evitarme y desaparecer sin dar explicaciones: Eliot Marquina, su primer mejor amigo.
Era una locura, por supuesto, en la historia de su amistad con Eliot, Martina me mencionó que el hermano de Eliot se volvió un Niño Perdido y que a raíz de eso a ninguno le dejaban salir ni atender el negocio del queso, pero ¿a qué sino iría mi amiga a Lomas del viento?
Eso suponiendo que estuviera en lo correcto con mi sospecha de que hacia allá se dirigía mi amiga.
Por alguna razón la idea de perderla o pasar a segundo plano en su vida me enloqueció, no olvidaba la historia de su mejor amigo y cómo ella vivía tan fascinada por él. Yo dormía en su casa, jugábamos todos los días, nos conocíamos desde los doce, su madre se ofreció a organizar mis fiestas de cumpleaños años. Sabía todo lo que es posible saber sobre ella y ella de alguna forma conocía más de mí que nadie. Éramos un equipo en los misterios, nuestro propio club de lectura. Cenas, almuerzos y desayunos; todo lo hacía en su casa cuando quería.
No conocí ninguna amistad como la suya que me hiciera sentir tan en familia.
Por eso no podía dejar que ningún fantasma del pasado me la robara.
La alcancé medio corriendo mientras todavía no llegaba a grandes velocidades con su bicicleta y me interpuse entre el vehículo y el camino. En mi apuro no medí los daños que podía ocasionar, no pensé en el tiempo que le tomaría a mi amiga procesar mi presencia y detenerse sin atropellarme.
En un intento suyo por frenar con el golpe de la sorpresa, la bici derrapó manteniendo el equilibrio de lado por eternos diez segundos que me robaron la respiración al parecerme la brecha entre la vida de un niño detective y la de un miserable lisiado.
Al final la bicicleta cayó hacia el otro lado y la única afectada fue Martina a la que le cayó todo el cadáver encima como si los raspones y comer tierra mojada no fuesen daño suficiente.
Me apresuré a ayudarla en parte sintiendo que toda la culpa era mía —lo cual era cierto— y por otro lado con miedo a que estuviese menos dispuesta a escucharme.
—Eres un gafo sin cura, Iván —precisó mientras se levantaba y limpiaba por su cuenta sin aceptar mi patética ayuda—. ¿En qué estabas pensando?
—Eh… Tengo algo que contarte.
—¿Y no podía esperar a que volviera?
—Bueno… ya vez que no.
La convencí de sentarnos en la acera mojada para hacer menos incómoda la conversación, y entonces le conté todo.
Relaté paso por paso todo lo que mi padre me contó el día que volví, desde su amistad con Alister y Peter hasta el triángulo amoroso con mi mamá y cómo acabó este. Cuando llegué a la parte que me incluía no me dejó terminar y se deshizo en un llanto desgarrado que me dejó sin defensas. La lluvia desdibujaba sus lágrimas pero el enrojecimiento en su rostro y la bestialidad de sus sollozos no daban paso a dobles interpretaciones: mi amiga se había entregado a una desolación que no tuvo el valor de explicarme, y antes de que pudiera detenerla corrió a su bicicleta con el corazón derramado sobre sus ojos y desapareció a toda la velocidad que le permitieron esas dos ruedas.
La conmoción me detuvo por más minutos de los que me gustaría reconocer. Me convertí en un cobarde, aterrado del desconocimiento. Una vez dije que tenía mucho que aprender sobre las mujeres, pero con el tiempo, y mientras más personas conocía, descubrí que no son distintas, solo personas; y si alguna vez lo vi de otra forma fue para tapar el hecho de que poco era lo que comprendía de mi amiga, y eso no tenía nada que ver con que fuera mujer, sino con que no la conocía realmente.
Ojalá pudiera solo haberla visto llorar y descifrar el lenguaje de sus lágrimas, pero era un idioma que no me había dado la oportunidad de aprender y la verdad es que era un incompetente y tenía que pedir una traducción.
Al final vencí la enajenación y conseguí mi propia bici para ir detrás de mi mejor amiga y sostenerla. Ya sea que no pudiera evitar su derrumbe, estaría ahí para recoger sus escombros y ayudarla a volver a construirse piedra por piedra.
No aceleré demasiado, quise mantener una distancia prudencial que no revelara mis intenciones de seguirla, al final de cuentas yo tenía una clara idea de hacia dónde se dirigía.
Al llegar al pie de Lomas del viento dejé la bici en el punto de entrega y pagué lo que correspondía para embarcarme en el peliagudo ascenso por las colinas más empinadas de todo Larem.
Se dice que las casas de arriba rozan el cielo, que están por encima de la lluvia y que las nubes son otro peatón más, como una oveja incorpórea. Se dicen muchas cosas de Lomas del viento como se dicen de cada rincón de Larem, y tal vez no sean mentiras.
La lluvia en la cima era más amena y las nubes habían descendido en una neblina espesa que te abrazaba al pasar; pero el cielo, pese a que todavía era de día, se había teñido del color del humo de un incendio y evaporó todo indicio de luz sumiéndonos en un temprano anochecer acompañado del rugir de los truenos y la furia de los relámpagos. Se venía una fuerte tormenta.
Las casas antes acariciadas por la neblina blanquecina ahora eran engullidas por una oscuridad de mal augurio que las hacía resaltar por la anormalidad de sus edificaciones lo cual a su vez las hacía muy tenebrosas. De repente, rodeado de torreones larguiruchos, retorcidos y doblados hasta dar la impresión de estar a nada de desplomarse contra el suelo, me acobardé. No había sido buena idea llegar ahí solo, con aquella regia tempestad rugiéndome encima, nada más para seguir una corazonada.
Sin embargo mientras deambulaba conseguí a la niña que me había arrastrado a ese sitio. Discutía con el portador de una carroza, parecía desesperada por conseguir que se moviera pese a los presagios del cielo.
Eso me desconcertó más todavía. En el centro de Larem solo se veían carrozas una vez al mes y únicamente para hacer un transporte pesado, eso suponía una oportunidad de viaje para aquellos que querían alejarse de los terrenos habitados del pueblo. Como el lago y las cascadas, a las que rara vez alguien quería acercarse teniendo en cuenta la perpetuidad de unas lluvias que no favorecían a las ganas de un baño helado.
Ese hecho me desconcertaba más. ¿A qué parte de los límites de Larem querría ir mi amiga con tanta urgencia? No me creí que le urgiera un baño con la tormenta que ya empezaba a derramarse.
Solo había una forma de saber hacia dónde se dirigía y correr detrás del carro no era una opción ni siquiera considerable.
Me acerqué al transporte. Su carrocería era de un negro fúnebre que manaba un olor a flores muertas capaz de producirme tal repugnancia que tuve que empezar a respirar por la boca.
La puerta estaba trancada, no cedía por más fuerza que usara para tirar de ella y solo pude acceder a su interior con mis ojos por medio de una rejilla. Había un candelabro de bronce encendido en su interior, mismo que prometía una añorada calidez junto a unos acolchados asientos de terciopelo rojo sobre los que habría dormido hasta un insomne.
Quise quebrar la puerta y entrar, pero el tiempo se me acababa y no podía darme el lujo de perderlo. Sabía que Martina tarde o temprano convencería al chofer de lo que sea, era su súper poder.
Me fui a la parte de atrás del carro esperando encontrar una mejor opción que las nulas que se me presentaban. Encontré, sujeto a las barras de carga trasera, un ataúd de un negro impoluto, con una hilera de crucifijos cromados alrededor de la tapa y una corona de hojas marchitas con flores violetas podridas.
Si mi sentido común me hubiera acompañado en esa misión me habría ido corriendo en busca de refugio para luego volver a casa, pero al verme abandonado por cualquier posibilidad de razonamiento, abrí el sarcófago de una muerte anónima y me introduje en el con los ojos cerrados para restarle horror a la escena.
Sabiendo que reducía mis probabilidades de poder respirar pero que no había otro modo de no ser descubierto, dejé la tapa caer sobre mí y me entregué a la espera.
En segundos supe que no había un cuerpo debajo de mí, al menos no uno entero. Estaba tendido sobre un montón de cenizas que se me pegaban a la piel como sanguijuelas, y a cada centímetro que me movía se clavaban en mi espalda pedazos de una solidez desconocida. Entrar a ciegas había sido una mala idea, le di rienda suelta a mi ya de por sí descarrilada imaginación. Me creí nadando en los restos de cientos de niños, y que los trozos que sentía eran los huesos de sus deditos intentando atraparme y sepultarme con ellos. Tuve que apretar con más fuerza mis ojos para disimular mi propio temor, y cerrar la boca con fuerza por miedo a lo que se me pudiera meter dentro.
La carroza comenzó a andar y con ella se desbocó la tormenta.
Las gotas caían como martillos sobre el ataúd, extendiéndose en un eco en el interior más fuerte que el sonido de los cascos de caballos al galope. Me creí en una carrera contra el diablo seguido de sus corceles mientras intentaba alcanzar las almas de los pequeños atrapados debajo de mi cuerpo. Yo, inocente de sus asuntos, pagaría por estar en el lugar equivocado en medio de los demonios equivocados.
El carro se batía sin control entre charcos y baches, la que más de una vez sacudió el ataúd haciéndome pegar de los lados y de la tapa, dando vuelo a las ceniza que de pronto se creyeron con la libertad de habitar mis fosas nasales y me hicieron estornudas más veces de las prudentes para un prófugo. La ventaja era que el cielo estornudaba más fuerte, así que nadie me oyó.
Cuando el chofer se detuvo al fin no esperé que lo hiciera por tan escasos segundos. No los aproveché porque aguardaba un tiempo prudencial para salir, no podía bajar a la vez que Martina si esperaba no ser visto, pero en mi espera dejé pasar los seis segundos de oportunidad y la carroza volvió a arrancar.
Abrí la tapa que me mantenía a oscuras en un mundo de descomposición y muertes anónimas, y me enfrenté a la ira del cielo. Hasta entonces no me había puesto a pensar que tal vez Larem lloraba con mi amiga, tan desgarrado como la había visto a ella, pero con más potestad para hacerse oír. Eso, si se puede, me asustó más. ¿Qué iba a hacer Martina a la boca de una nada oscura y vertiginosa como la que se desdibujaba a mi alrededor tan rápido como el carro podía alejarse? Tal vez Larem no me había hecho seguirla para vigilarla, sino para salvarle la vida.
El viento me azotaba el rostro, la ropa y el cabello, yo era mi propio remolino humano y aún así no me salvaba de las piedras y ramas que se arrancaban del camino y arremetían contra mi cuerpo. Mientras más tiempo pasaba agazapado en el carro, aferrándome al ataúd con mano y garfio para evitarme una desgracia, menos posibilidades tenía de conseguir a mi amiga en medio de aquella oscuridad absoluta y prematura.
Así, armado de un irreverente valor, me deshice de todo agarre. No hubo necesidad de saltar, la cola del viento me hizo el favor de azotarme sin piedad contra un terreno encharcado y pedregoso.
Supe que sangraba sin necesidad de ver la sangre o sentir el ardor de la herida, lo supe como uno sabe que en todo el día nunca se ha dejado de respirar.
El latigazo del destino era una prueba, la forma en que me preguntaba si estaba dispuesto a aguantar el dolor por salvarla a ella. Y sí, lo estaba, así que no iba a quedarme tirado a lamentarme sin importar cuántas vueltas hubiese dado por el suelo y cuánto me doliera hasta el más insignificante miembro de mi musculatura.
Corrí contra el aliento de un Larem embravecido; ciego, no solo por la bruma de oscuridad grisácea que me envolvía sino al no poder enfrentar mis ojos a tan recias gotas de lluvia. No me detuve aún cuando el ardor de mis pantorrillas pasó a ser fuego ni cuando mi respiración se tornó la de un moribundo. Avancé, aunque no sabía qué buscaba ni cuándo iba a encontrarlo, hasta que un rayo imperioso iluminó la magnificencia de una catedral de piedra, apuñalada de mugre, surcada de huecos habitados por plantas moribundas y murciélagos rapaces que sobrevolaban en un enjambre violento que aterraba no solo de mirarlo, sino al oír el batir de sus alas.
Me adentré en la catedral pero apenas crucé las ruinas de lo que fue alguna vez su entrada, percibí las voces de quienes habían incursionado en ella antes que yo. Así que me arrastré entre los escombros con cuidado de no ser visto, solo moviéndome si tenía alguna piedra o un banco maltrecho detrás del cual ocultarme. Cuando creí que era prudente me detuve y observé desde mi escondite.
Martina estaba rodeada de un círculo de velas encendidas, sentada sobre una manta y arropada por otra mientras un chico la abrazaba. El joven era delgado pero no enclenque, con la piel morena y cabello color caramelo que le rozaba las cejas, el cuello y las orejas con sus hermosos risos. El chico le hablaba, pero mi amiga no hacía más que estar hipnotizada por la llama de una vela, ausente de sí misma, lagrimeando en silencio y sin dar muestras de ser consciente de ello.
—Di algo, por favor —rogó el muchacho que no dejaba de arrullarla.
—¿Qué quieras que te diga si no sé qué decirme a mí misma?
La voz de mi amiga era irreconocible, envenenada de un dolor que lastimaba con solo escucharlo.
—Lo siento, Marti.
—No es tu culpa. No tienes la culpa de nada, pero yo… —Mi amiga sorbió por la nariz y lo miró, desconsolada—. ¿Qué voy a hacer, Eliot?
—Pensaremos en algo.
—No podemos seguirnos viendo a mitad de la nada.
—Esta no es la mitad de la nada, es un lugar importante para mí.
—Importante para ti pero no suficiente para mí.
No la reconocía, y no solo por lo lastimada que sonaba. Si mis propios ojos no fuesen los que veían sus greñas rojizas gotear sobre su pálida y apenas pecosa piel, o sus manos retorcerse como era tan propio en ella, o la inmensidad de sus penetrantes pupilas, habría creído que era una persona completamente diferente, alguien más adulta.
Pero no, era ella. Era mi Martina.
—Marti, sé que quieres más que esto, pero por ahora es todo lo que te puedo dar, todo lo que tenemos. Aquí venía cuando quería escapar de casa —empezó a decir el muchacho mientras pasaba la mano por encima de las velas más cercanas—, ahora parece que este es mi único hogar. A veces preferiría que hubiesen matado a mi hermano, así al menos yo podría tener una vida y no desperdiciarla cuidando de él.
—¿Te volviste loco? —Martina se deshizo de sus brazos y con furia le sostuvo el rostro como si quisiera hacerlo reaccionar—.Te he visto llorar por él y maldecir Nunca Jamás, ¿cómo puedes ahora decir eso?
—No lo entiendes. Me dolió lo que le pasó, mataría por saber qué fue, quién y por qué, pero odio que mi vida se dé por acabada solo porque mi pequeño hermano no puede recordar mi nombre.
Eso hizo que mi amiga bajara la guardia y que las manos que antes usaba para espabilarlo ahora le acariciaran el rostro al chico de forma compasiva.
—¿Sigue sin…?
—Parece que el único puto nombre que recuerda es el de Peter. —Él, quien gracias a Martina identifiqué como Eliot, dio un manotón a tres de las velas y las arrojó tan lejos que no se detuvieron hasta que una media pared de piedra se interpuso en su trayectoria y quedó manchada de cera—. Pero está bien. Nos está conociendo de nuevo. No seré su hermano de sangre para él, pero soy su mejor amigo, y dado que soy el único pronto al menos me aceptará como hermano adoptivo.
—¿Has dejado de perseguir Nunca Jamás? —preguntó mi amiga, aunque se notaba que no esperaba mucho de la respuesta.
—No, creo que ahora es cuando más lo persigo. Peter Pan… si es verdad lo que tu amigo te contó...
—Iván no me miente, no así —espetó Martina con demasiada brusquedad—. Puede no contarme algo o decir un no cuando la respuesta es un sí, pero jamás me inventaría una historia así. No lo conoces.
—Perdón, perdón. —Eliot le besó la mejilla—. Amo cómo enrojeces cuando te enojas. —Ella, pese a que con toda evidencia acababa de ser elogiada, no fue capaz de sonreír—. Odio verte así, Marti…
—Así voy a estar hasta que consiga cómo salir de esto. Anoche soñé, soñé con una risa que me atormentaba… me desperté sudando y vi que en mi habitación todo daba vueltas alrededor de la risa de mi sueño.
En ese momento un relámpago rompió el cielo y tuve que ahogar un grito de sorpresa. Por suerte, ambos quedaron tan impactados que ninguno pareció notarme.
—Casi… —siguió mi amiga, su voz estrangulada por una mano invisible, más propensa a derrumbarse que las ruinas que nos rodeaban—. Casi me asfixio llorando esta mañana. No quiero vivir así, no quiero…
—No, por favor… por favor no te derrumbes…
Ambos se abrazaron con una fuerza que solo era superada por los sollozos de mi amiga que competían con la tempestad del cielo. Larem y ella eran uno en su melancolía, en su ira contra la maldad de la existencia, en su latente dolor; y yo seguía sin saber qué pasaba.
Cuando Martina se quedó dormida en sus brazos aproveché para irme de ahí.
Caminé lo que quedó del día viendo el cielo mutar del gris a un violeta encendido por los rayos. Soporté vientos devastadores, caídas, resbalones, y agua, mucha agua. Vagaba sin prisa, roto de ver a mi amiga en tan deplorable estado, y pensé que si hablaba con los padres de Eliot Marquina tal vez me dieran una idea de qué ocurría y desde cuándo.
Llegué a su casa temblando de frío, sediento, cansado y con el estómago adolorido cuando la lluvia ya comenzaba a apaciguar y sin duda ya se había hecho muy tarde ya que la mayoría de las tiendas comenzaban a cerrar, las pocas que se mantuvieron abiertas durante la tormenta.
Alcancé al señor Marquina justo cuando cerraba la ventana desde donde atendían el negocio familiar del queso, y le pedí por favor que me escuchara. Era un hombre robusto, alguien que podría haber sido intimidante de no ser por el cansancio de su rostro y la moribunda agonía de su mirada. Cuando pregunté las intenciones detrás de las reuniones de Eliot y mi amiga, el hombre llamó a voz en grito a su esposa. La señora Rosa Marquina era una mujer menuda, pero de rostro severo. Lo entrecano de su cabello y las arrugas alrededor de su rostro solo contribuían al respeto, al temor, que exhumaba su persona.
Cuando repetí mis interrogantes a la señora, esta corrió al interior de la casa sin siquiera disculparse y volvió al cabo de un momento, energúmena, tropezando y tumbando cosas a su paso.
—Se fue —anunció, como si yo no lo supiera. El señor a su lado sostenía la puerta con la cabeza gacha y las manos temblando—. Y dejó la ventana abierta. Escapa y vuelve por ahí, pero esta vez tendrá que tocar la puerta. Tú, pasa.
—Pero, yo…
La señora Rosa me asió por el brazo y sin mayor diplomacia me introdujo en su casa y me tiró en uno de los muebles.
—¿Desde cuándo se escapan? —me interrogó.
—Yo-yo no lo sé, señora, en serio. Y en serio me tengo que ir.
Traté de ponerme de pie pero su grito me volvió a sentar.
—¡NO TE MUEVES DE AHÍ! Nadie se mueve de esta sala hasta que…
—¿Mami? ¿Por qué gritas?
Un mini Eliot apareció en la sala, estaba disfrazado de príncipe con una corona hecha de ramas sobre sus rizos color caramelo. Sus pequeñas manos aferraban un muñeco hecho de hojas, ramas y materiales reciclables. Parecía un hada. Un hombre hada.
El niño corrió al regazo de su mamá y sostuvo sus manos temblorosas y le arrancó lágrimas de los ojos a la mujer. Sonreía con una inocencia perturbadora, sin entender el caos a su alrededor.
—¿Por qué lloras, mami? ¿Peter vino a buscarme?
—Peter no existe, ya te lo hemos dicho. Nadie vendrá por ti, Elías. Nosotros somos tu familia.
—Claro, mientras Peter viene con mi familia de verdad.
—Vete a tu cuarto, Elías —rogó la madre, desviando la cara para no verlo—. Hoy no estoy para ti.
Cuando el niño se iba con la cabeza gacha, la mujer le arrancó de las manos el muñeco.
—¡¿Otro más?!
Corrió a la chimenea y lo arrojó. Inmediatamente el juguete comenzó a incendiarse y la mujer cayó de rodillas con las manos sobre la cara, sollozando. El señor Marquina fue hacia ella y la sostuvo mientras temblaba, pero la mujer lo apartó y entre gritos le dijo:
—Dile que se vaya, dile que se vaya no lo quiero ver…
—Es nuestro hijo.
—¡Es un demonio!
No hizo falta que nadie le pidiera al pequeño Elías que se marchara, él mismo se alejó llorando como un bebé.
En ese momento, mientras más incómodo y aterrado me sentía en ese lugar, un tímido golpeteo surgió de la puerta de entrada.
—Es él —dijo la madre al levantarse. Se secó la cara y abrió la puerta de inmediato.
Tenía razón, Eliot estaba del otro lado.
Lo hizo pasar por los pelos, quise irme corriendo de ahí pero a la vez me sentí petrificado y con derecho a una explicación, así que no me moví.
—¿Desde cuándo te escapas? —exigió su madre hacia Eliot.
—Déjame que te…
—RESPONDE LO QUE TE PRGUNTÉ.
—Rosa, Rosa… —El padre corrió a su lado para apaciguarla, pero su intento fue como querer detener un huracán con las manos.
—¿No sabes lo que significa para nosotros? —dijo la madre hacia Eliot, histérica—. ¡¿No te parece que esta familia ya ha pasado por suficientes cosas?! Si algo te pasara también a ti…
—¡No me fui a Nunca Jamás! ¡¿Bien?! —se defendió Eliot—. Y ya no soy un niño al que puedan monitorear cada movimiento, casi tengo dieciocho y tengo derecho a…
—¿Qué edad tiene la niña? —preguntó entonces el padre, dejando a Eliot frío y sin respuesta inmediata.
Los ojos del padre se entornaron con más profundidad e insistió diciendo:
—Eliot, te hice una pregunta.
Eliot abrió la boca, pero le temblaban los labios. La volvió a cerrar y tragó en seco antes de decir:
—No entiendo la pregunta.
—La niña con la que te escapas —escupió la madre acercándose iracunda a Eliot—. ¿Qué edad tiene?
—Va a cumplir…
—No te pregunté cuántos va a cumplir. ¡¿Qué edad tiene?!
—Qui-quince.
—Maldita sea. —La consternación vino del padre, quien parecía a punto de desmayarse por la respuesta, apenas tuvo la suficiente lucidez para en su ataque nervioso señalar a su hijo y revelar su sentencia—. No la verás más.
—Ustedes no entienden, no pueden...
—Sí puedo y mira cómo te lo repito: NO LA VAS A VOLVER A VER EN TU PUTA VIDA.
—QUE SÍ.
El padre agarró a Eliot por el cuello de la camisa, pude sentir en mi propia piel lo intimidante de su tamaño y la fuerza de sus enormes manos.
—Si te le vuelves a acercar primero te mato a golpes y después hablo con los padres para que la policía te remate, ¿entendiste?
—¡Que está embarazada!—Un meteorito fue lo que salió de su boca—. Está embarazada y tengo que hacerme cargo.
El señor Marquina lo soltó y se sentó con las manos en la cabeza, Rosa se tiró al suelo a llorar a gritos por segunda vez y Eliot parecía al borde de unirse al coro de conmocionados. Pero yo… yo partí mi primera quijada ese día, y si el padre de Eliot no me hubiese detenido tal vez también habría cometido mi primer asesinato.
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Nota:
Sin dudas el capítulo más largo e intenso que he escrito hasta ahora, me gustaría saber cómo creen que quedó todo y cómo les ha caído la noticia.
Algo más, con lo que llevan de historia, ¿piensan que "La masacre de Nunca Jamás" es apta para transformarse en un libro publicado en físico? ¿Verían una serie/película/animación de esta historia?
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