20: El apellido maldito

El siguiente recuerdo que tuve fue sobre la copa de un árbol. La inesperada comodidad de un lecho de hojas tiernas, entre fuertes y quebradizas, amontonadas sobre una cuna natural hecha del punto en que todas las ramas convergen; eso fue lo que me recibió.

Mi desorientación era tal que no solo no procesaba las señales de dónde estaba, sino que tampoco entendía cómo había llegado hasta ahí.

Pude haber compuesto los relatos más oscuros esa noche, ambientados en mi temor y en la incertidumbre; pude hacer de las siluetas enmascaradas de los árboles más lejanos un ente de maldad acechando entre los puntos ciegos para devorar todo atisbo de paz, cualquier rastro de una sonrisa, aunque sea interna. Pude haber transformado los movimientos fugaces, a los que no conseguía explicación, en la mano de la muerte que certera y presurosa barría las hojas secas en busca de vida, opacando hasta el más sencillo de los verdes para dejar el bosque sumido en una perpetua mezcla de marrones, grises y negro.

Pero no escribí nada, por supuesto. Despojado como estaba, no solo de lápiz y papel sino de toda capacidad para razonar, ¿quién habría podido?

Estaba inmerso en mi estupor, incapaz de conectar dos ideas o de retroceder en mi memoria para darle un sentido a mi situación.

Me asomé hacia abajo, todo desde mi posición se veía distorsionado, como si la oscuridad que bailaba alrededor de todo hiciera mutar las cosas de tamaño y posición.

Me agarré a una de las ramas para colgar mi cuerpo y colocar mis pies dispuestos para el descenso, pero cuando me quise sostener con la mano izquierda, descubrí el artefacto que, irónico, la sustituía.

Una base cromada semejante a una manga cubría mi muñeca. No sentí nada bajo la extraña manga metálica, ni siquiera su presión, pero deduje que estaría sujeto con dientes internos pues al tratar con todas mis fuerzas de tirar de esta ni siquiera se movió. Y donde debieron haber estado mis dedos, estaba una larga varilla curva con punta de flecha. Un garfio.

Quien lo puso en el lugar de mi mano tenía bastante sentido del humor.

La imagen me invadió tan de improviso que me solté de la rama de la que me sujetaba.

Sentí con pavor todo el poder de la fuerza gravitacional que me arrastraba hacia abajo, y grité, agitado, a la vez que intentaba por cualquier medio detener aquella aciaga caída. Me agarré a una rama que se quebró enseguida, y de ella me aferré al tronco con tal fuerza que el inevitable descenso me arrancó las uñas y raspó mis brazos.

Por suerte, en un palmo mi caída se interrumpió de forma tan abrupta que sentí un tirón doloroso en el brazo. El hombro y parte del cuello me quedó doliendo, estaba seguro de que me había dislocado algo, pero al mirar hacia arriba bajó un poco mi temor y solo pude sentir el alivio de haber burlado a la muerte una vez más pues el árbol tenía al menos unos quince metros de altura y sin ese freno milagroso la caída me hubiese matado.

El garfio había encajado en una grieta en el tronco sin mucha profundidad. La teoría de las púas que aferraban el garfio a mi carne comenzaba a tener sentido mientras veía chorrear un débil hilillo de sangre del interior de la manga metálica.

Volteé varias veces en buscar de un nuevo anclaje para apoyar mi mano sana, pero cada movimiento ocasionó una avalancha de fragmentos de la corteza en la zona donde estaba el garfio. Hasta que se rompió la base de la grieta, dejándome sin ningún otro soporte, lo que terminó por desplomarme.

Quedé tendido de espalda, con la cabeza palpitando y mi pecho en una lucha desesperada por conseguir algo de oxígeno. Sentí, por un par de agónicos segundos, que me iba a morir en ese estado, hasta que una bocanada de aire me desgarró la garganta y me salvó la vida.

Solo entonces mis ojos se desempañaron y la visión, aunque todavía difusa, de otro personaje se personificó frente a mi rostro. Alguien me miraba desde arriba, mismo que con sus brazos intentaba ponerme de pie.

Me resistí como un animal, me alejé a rastras de aquellos ojos tan claros y a la vez impenetrables, de su tacto frío como de muerte, de todo lo que significaba la figura de ese chico. Después de todo lo que descubrí quería estar tan lejos como fuera posible de cada Pan sobre la faz de la tierra.

Al ver que no me seguía me recosté de las raíces de un árbol con el que había tropezado y me detuve a jadear sin quitarle la mirada de encima. Verlo me daba tanto miedo como la idea de darle la espalda.

—No te asustes —pidió tan sereno que era ofensivo.

—No me pidas una cosa así después de lo que sé, después de… —Levanté la mano mutilada, temblando—. Mira.

—Ese terror en tus ojos me ofende —dijo con los ojos entornados, su cabeza ladeada ligeramente—. No te comprendo. No te he hecho nada. No te he dado razones para que te alejes así de mí.

Yo estaba tan pegado al árbol que daba la impresión de que quería traspasarlo.

—¿Cre-crees que no sé dónde estoy? Esto es Nunca Jamás, sé a lo que me has traído aquí y no te lo voy a hacer tan fácil.

El rubio se agachó, tomó una manzana verde del suelo y la lustró, embelesado y con una antinatural sonrisa aislada. No volvió a mirarme hasta que sus dientes se encajaron en el cuerpo de la fruta, y cuando al fin arrancó el primer pedazo, sentí el crujido como un desgarro en mi corazón y su masticar sereno como una amenaza.

Al terminar de tragar me extendió la manzana mordida, sin sonreír, con una aprensión expectante en los labios pero una extraña amabilidad en los ojos que solo podría evocar un chico tan raro como él. Sin embargo, decliné la oferta.

—¿Crees…? —preguntó mientras volvía a lustrar la manzana—. ¿Crees que te he traído aquí para lavarte el cerebro, contarte cuentos extraños y transformarte en un Niño Perdido?

Tragué en seco. Era justo lo que creía, y a pesar de ello mi respuesta llegó no carente de cierta altanería.

—Bueno, puede que esa sea una idea muy acertada de lo que creo.

—Pues estás mal, Barrie.

Hice una mueca de completo desagrado al escuchar el modo en que me llamaba. Era mi segundo apellido, el de la madre muy poco sana que tenía cautiva en el sótano para que no intentara matarnos o algo peor. Así que no me hizo nada de gracia el apelativo.

—Soy Garfio —corregí—. Siempre seré Garfio, si pudiera arrancarme el Barrie de la piel con lija lo haría.

El chico sonrió, aunque el gesto no fue nada amigable, más bien de lástima.

—No puedes arrancarte de la piel lo que eres, y podrás ocultarlo de todos, menos de ti.

—Ah. —Me senté más recto, con una sonrisa burlona. El miedo comenzaba a pasarse y daba paso al desafío—. Supongo que eso dice alguien que sabe de lo que habla. ¿Cuánto duró tu lucha contra lo que eres? ¿Tres años? ¿Cuatro, los mismos que pasó tu tío durmiendo con los cerdos?

Lo vi tensar la mandíbula, casi podía sentir contra mi pecho la fuerza con la que apretaba sus dientes.

—¿Y qué soy yo, según tú, Garfio? —preguntó poco amigable.

—Un Pan —espeté en respuesta— y eso es suficiente para decirlo todo.

Él suspiró. A pesar de la noche penumbrosa, casi pude verle exhalar un vaho helado, tan blanquiazul como el espectro que arropaba su hogar. Pareció que en ese gesto se transformaba, renunciando a su agria manera de responder y volviéndose más tolerante.

—Eso es suficiente para decir nada —me contestó con las manos, entonces enguantadas de blanco, siendo introducidas en sus bolsillos—. Porque «nada» es lo que sabes de mí y de los míos. Si hubiese venido a matarte, secuestrarte o hacerte olvidar no estaría hablando contigo, no habrías bajado de ese árbol. ¿No se te ocurrió que la razón por la que estás aquí es para recordar?

—¿De qué estás hablando? Recuerdo todos los años que estuve con vida, recuerdo todo perfectamente.

Oí su risa amarga, y me atraganté con ella.

—Ni siquiera sabes que naciste en Larem, ¿verdad?

Fue como si el frío que escapaba de su aliento hubiese atravesado mi pecho para congelarlo en un proceso tormentoso. No pude más que ponerme a la defensiva y negar cualquier posibilidad de que lo que él decía fuese cierto.

—Cállate, en serio —escupí—. Basta ya.

Me puse de pie limpiándome la tierra húmeda de la ropa. Me sorprendió notar que no era pantano, y que no había forma de que lo fuera ya que no estaba lloviendo.

—Aquí no llueve —dije más para mí que para él.

—Sí, es uno de los misterios y bendiciones de Nunca Jamás.

Volteé a mirarlo con brusquedad.

—¿Cómo puedes hablar de bendiciones cuando te refieres a la escena de los mayores crímenes que se han cometido en Larem?

La sonrisa que me dedicó entonces era más compasiva.

—Este no es ni de cerca el peor de los crímenes, pero de eso sabrás más cuando hayas leído esto.

Sacó del interior de su saco, pieza inmaculada del traje de esa ocasión, un libro que reconocí de la mayor locura que había cometido en mi vida: la expedición al caserón Pan.

Motivo para matar —dije en un hilo de voz.

Él asintió, solemne.

—¿Por qué? —indagué, enfrentándolo con el ceño fruncido.

—Te jugaste la mano por conseguirlo, lo menos que podía hacer era traértelo.

—No es una justificación para…

—No, es verdad —reconoció con un asentimiento que aceptaba toda la culpa—. Y de todos modos te pido que no me juzgues a mí por los pecados de mi familia. Eso hizo mi abuelo con Alice, y con el tío Peter. Todos deberíamos venir al mundo como un lienzo limpio, que las manchas por las que se nos juzguen sean las que nosotros mismos nos hagamos.

Como no quise contestar desvié mi vista en otra dirección, testarudo.

—Ni siquiera habrías tenido que entrar a mi casa, yo te habría traído el libro sin necesidad de eso. ¿No te lo ofrecí?

Me miró con los ojos ligeramente entornados, como si en serio no entendiera la respuesta a ese irónico planteamiento.

De hecho, se me hizo tan absurdo que le respondí a mitad de una risa impulsiva.

—¡Sí me lo ofreciste! ¡A cambio de entrar contigo a Nunca Jamás! —bufé, apenas domando esa risa nerviosa—. ¿Estás loco, no? ¿Cómo crees que iba a aceptar una cosa así?

Él solo se encogió de hombros.

—Estás aquí, conmigo, y no ha pasado nada.

—Estoy aquí contigo y no ha pasado nada, todavía. —Lo señalé con desconfianza—. Imagino que tienes a tu tío acechando detrás de los árboles.

—El tío Peter no le haría daño a nadie, nunca —dijo con ese tono hostil que la condescendencia se había llevado.

—Pues, ¿te digo qué creo? Que es culpable. Los niños solo lo recuerdan a él después de… convertirse, quieren que les cuenten cuentos y sé de buena fuente que tu tío se echa unas historias de terror que te dejan sin dormir una semana. Además, él se llevaba a los niños al bosque cuando era más pequeño, se los llevaba y les contaba cuentos hasta que la noche caía. ¿O esa parte es mentira? —El chico permaneció en silencio, estudiándome—. ¿Entiendes? ¡¿Entiendes?! Después de todo lo que he descubierto de tu familia debería… debería estar llorando de miedo de estar aquí contigo.

—Pero no estás llorando de miedo.

—No —concedí—. Porque tal vez… Tal vez me intriga saber quién eres, «Nadie», y qué demonios es lo que quieres conmigo.

El rubio bajó la cabeza, cosa que no impidió que me percatara de cómo la sombra de una sonrisa se deslizaba por sus labios.

Me quedé esperando un rato su respuesta, pero contra todo pronóstico lo dejé sin palabras.

—Nunca Jamás es más ordinario de lo que esperaba —señalé mirando mi tétrico alrededor, con el libro aferrado contra mi pecho como un talismán.

—Es solo un bosque —dijo por respuesta, hasta añadió un encogimiento de hombros que pretendía simplificar todo—, lo llamaron Nunca Jamás solo después de que el primer Niño Perdido desapareciera aquí hace quince años.

—El primer Niño Perdido… —Me volteé hacia él—. No, no puede ser, así no puede ser Nunca Jamás.

Me desconcertó tanto la diversión con la que Nadie comenzó a reír que no supe si sentirme estúpido o victorioso por haber conseguido algo tan atípico.

—Bien —concedió, todavía asediado por la amenaza de su risa—, tal vez tienes razón y esto es una alucinación conjunta, compartida por culpa del medicamento que te pusieron para aminorar el dolor de tu... mano. Y yo estoy aquí en esta misma fantasía por estar inhalando el tu mismo oxígeno.

—¡No te burles! Esto no puede ser Nunca Jamás, esto es… aburrido. Aquí deberían haber fuerzas mágicas, monstruos, algo así esperando para chuparnos la memoria y meternos ideas locas.

Él ladeó la cabeza, mirándome con un interés descarado que de haber podido penalizaría.

—Esto es lo que hay y siempre ha habido —respondió—. Es así desde que vengo aquí.

—Pero… si solo es esto, ¿cómo es que nadie más ha entrado aquí?

Él sonrió de oreja a oreja y yo solo me confundí más.

Pero entonces, como si recién apareciera por arte de magia, noté que él tenía mi gabardina encima de su hombro, y entonces sentí una inusual corriente de frío.

Sin que hiciera falta que dijese nada, él mismo me la tendió, con sus manos enguantadas resaltando en la oscuridad. Yo la tomé, apenas inclinándome un paso  para alcanzarla y volviendo de inmediato a mi resguardo lejos de él. Estaba ansioso por ponérmela, mas lo hizo la mayor lentitud posible para disimular mi desespero, y siempre manteniendo esa mirada de desconfianza hacia el desconocido.

—Piensa —me dijo al fin, cruzando sus brazos—. La mayoría no se atreve a entrar aquí por miedo a lo que le ha pasado a los demás, pero si algunos lo han hecho, ¿crees que no habrá otros que también y de los que no sepamos nada? Obviamente no dicen lo que han visto por el peligro que significa haber entrado, pero estoy más que seguro que la principal razón por la que no dicen nada es porque Nunca Jamás, el verdadero Nunca Jamás, es aburrido. ¿Quién querría asesinar un mito tan mágico y espeluznante que mantiene a los niños lejos del bosque, a cambio de una realidad monótona y aburrida? Es pecado matar un misticismo como ese. Nunca Jamás es lo que es, pero la gente prefiere creer que hay algo más para no darse cuenta que lo que sea que pase aquí con esos Niños es obra de alguien a quien tal vez saluden con una sonrisa a diario, un buen vecino.

Su emoción era vibrante, casi pude sentirla adhiriéndose a mi piel y navegando por mi torrente sanguíneo.

—Sé que no me quieres creerlo —añadió—, que es más sencillo descansar si le echas la culpa al monstruo detrás del castillo embrujado, al marginado que no puede crecer, al de la familia maldita. Pero él no es el responsable de lo que sea que pase aquí, no puede ser. Vive encerrado. Día, tarde, y noche. Nunca sale, está custodiado a cada momento.

—Ya —rezongué—. No quiero hablar más de crímenes y menos aquí. Me da escalofríos. Tú lo dijiste aquella vez, estamos tentando a la suerte al estar aquí, y ya no quiero, hay personas que me esperan del otro lado.

Él asintió, serio de repente.

—Bien, pues vete.

—Pero…

Es ilógico, lo sé, pero apenas me dio la posibilidad de irme con tanta accesibilidad, cortante y sin un plan que prometiera un reencuentro, toda la calidez que no sabía que estaba alojada en mi cuerpo me abandonó, de pronto dejándome apático.

No sabía cómo proceder. Sería extraño decirle que ya no quería irme, e inconcebible aceptar alejarme. Él al parecer leyó ese conflicto en mi mirada, pues miró con una intensidad petrificante y dijo:

—Eso... —dijo señalándome de arriba a abajo con su dedo enguantado—. Es justo lo que yo siento.

—No sé de qué me hablas.

—Lo sabes, solo no lo entiendes, ni sabes explicarlo.

Me reí por lo bajo, cínico, pero él solo se alentó más a continuar.

—¿Quieres que adivine? —me retó con una sonrisa ladina.

—Adelante —respondí encogiéndome de hombros y arreglando los lentes sobre mi nariz.

—Quieres conocerme.

Bufé.

—Eso estuvo fácil —me burlé.

—Y es que no es más complicado que eso, Barrie. —No sé si lo imaginé, pero creo que me guiñó un ojo—. Yo también quiero.

Por alguna razón eso no se sentía como debía sentirse. No era como Martina imponiéndose como mejor amiga, o como Don Esteban invitándome a un café y algunos chismes. El «yo también quiero» de Nadie implicaba cosas que no supe cómo interpretar, que francamente me aceleraron de forma vergonzosa.

—Quiero conocerte, niño Barrie —rectificó, haciendo que me sintiera pequeño en su presencia. Y sí, él era un poco más alto que yo, pero no debía ser mucho mayor para justificar su altanería—. Quiero saber todo.

Me crucé de brazos y lo miré con una ceja arqueada.

—Quieres decir que necesitas una justificación a tu acoso, ¿no?

—Llámalo como quieras.

—Bien. ¿Cómo piensas conocerme?

—No lo haré.

Eso me borró cualquier gesto que tuviese en mi rostro en ese momento.

—Pero...

—No si no me dejas —añadió—. No si huyes cada vez que nos vemos. Quiero sentarme a explicarte todo, a decirte lo que sé que tú deberías saber… Pero eres difícil, Barrie.

—¿Difícil? —respondí a la defensiva—. Tú no has sido precisamente fácil.

—¿De qué hablas? He sido bastante accesible para ti.

—Aterradoramente accesible, no has hecho nada normal. Eso es difícil.

—Así soy yo —respondió con su ceño fruncido, como si no entendiera de qué lo acusaba.

Resoplé, frustrado. Tendría que aprender a tratar con el extraño muchacho asumiendo que su extrañeza era normalidad para él. Así que cedí, un poco, y le dije:

—Volveré, ¿está bien? —Sigo sin tener idea de qué me hizo afirmar eso—. Volveré en un momento más tranquilo y… hablaremos todo lo que quieras.

—¿Cuánto tiempo?

—Toda la noche si deseas. —Eso lo hizo sonreír—. Pero… ¿cómo sabré cuándo es oportuno volver aquí?

—No lo sabrás tú, pero yo sí. Y te buscaré, siempre he sabido cómo encontrarte.

—Bien.

Sonreí, me sentía extraño, pero era una extrañeza agradable. Me alejé de él con paso vacilante, sabía que era lo que tenía que hacer, mas no era la que quería y eso podía reconocerlo en cómo todo mi ser parecía desinflarse con cada paso que daba en busca de la salida de Nunca Jamás.

¿Qué había detrás de sus palabras el día que me dijo que los Barrie y los Pan estaban destinados a obsesionarse mutuamente?

Yo mejor que nadie sabía de obsesiones, pero la naturaleza de esa me parecía por completo distinta. Eso me dejó confundido y sin saber por dónde continuar mi línea de investigación.

Al lado de Nadie era un detective ciego y desarmado, y aunque no lo admitiera estaba muy dispuesto a seguirlo siendo si por ello no sacrificaba la embriaguez de su compañía.

De un momento a otro volví mi rostro y él estaba ahí, mirándome sin pestañear.

—Tengo algo que decirte —declaré.
Él solo asintió y se mantuvo impasible esperando la continuación a mis palabras.

—No le guardo rencor a tu familia. Ya sabes, por… —Levanté el garfio—. ¿Sabes qué? Agradéceles de mi parte. 

No hubo movimientos visibles en su rostro, pero sí una variación en su mirada que me recordó a la manera en que Claxon me escrutaba con las manos en sus inventos.

—Sé que no lo entiendes —le dije, alejándome de espaldas con tranquilidad—, pero ellos me hicieron inmortal. La gente contará historias sobre mí hasta que no quede un ser en Larem capaz de recordar. Solo entonces mi nombre, el del chico que pasó toda su vida con un garfio por mano, será borrado.

Ojalá pudiera poner en palabras lo que pasó en mi pecho cuando vi que sus ojos brillaron y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba con admiración.

♧♧●♧♧

Salí de Nunca Jamás a una muerte más probable: la que vendría de manos de mi padre cuando averiguara dónde había estado y lo que me había pasado allí. Incluso si mi excursión al otro lado del bosque y mi posible vínculo con uno de los chicos Pan se mantenía tras las sombras de los demás escándalos, las probabilidades me declaraban hombre muerto, y antes de que me saliera el tercer pelo de la barba.

La gente de Larem abarrotaba las calles, histérica y aglomerada en una necesidad colectiva que jamás había presenciado. Antorchas bajo paraguas y lámparas de aceite se mezclaban con los gritos que intentaban arañar la ceguera que los envolvía a todos. Coreaban mi nombre, apellido, incluso mi nombre completo. Me buscaban a mí.

Los vi tan determinados que supe que entrarían juntos a Nunca Jamás si hacía falta.

Avancé a escondidas, tratando de hacerme invisible tras los callejones menos concurridos, camuflado detrás de botes de basura, farolas, casas, verjas abiertas. Pero ni siquiera hacía falta. Era tal la cantidad de gente que se unió en mi búsqueda que podía pasar entre ellas con la cabeza gacha, la mano y el garfio dentro de los bolsillos de la gabardina, y no ser reconocido. Daban por hecho que si yo aparecía lo haría gritando de gratitud por su esfuerzo y salvación, y no que me escabulliría avergonzado por todo el desastre que provoqué con mi desobediencia.

Crucé frente a la relojería de Colinas, el sector de Larem en que vivía y trabajaba Don Esteban, y la encontré muerta, sin una vela en su interior y con el cartel de cerrado pegado a la puerta.

No era de extrañar, unas calles abajo mis ojos se toparon con la silueta larga y flacucha pero abultada por la cantidad de abrigos y recortada por el ligero encogimiento de espalda del relojero, mi amigo. Me sorprendió verle fumar su pipa con las manos temblando, sentado sobre un banco mojado y con una mirada muda que intentaba ocultar esos evidentes temores que le erizaban la piel. Más me sorprendió ver a su inaccesible hijo, del que me aproveché para entablar nuestra amistad, parado junto a él, con el sombrero de su padre puesto, una lámpara de aceite en una mano y la otra hurgando en el entrecano cabello del Don.

La gente a su alrededor me llamaba a gritos, y de vez en cuando uno se detenía a darle una palmada en el hombro al relojero.

Por él estuve a punto de echar a correr y revelar mis propios crímenes.

Pero me fui, y en la plaza antes de llegar a la comisaría vi la siguiente imagen que me estrujaría el corazón. Varias de las mujeres y ancianas que conocí en medio de mis preparativos para mi misión detectivesca estaban amontonadas junto a una persona en particular que se desangraba en lágrimas por los ojos con un búho silencioso abrazado. Anita.

Tuve que correr lo que me faltaba para llegar a la comisaría, si veía a otro conocido desolado o llorando, me entregaría cual ladrón que ha dejado de temerle a la condena.

Al llegar vi que tenían a una chica pelirroja esposada esperando en los primeros asientos. Me dio un vuelco al estómago, pensé que era Martina, pero pronto comprendí mi estupidez. Mi amiga no sería la única con una melena pelirroja larga, y tampoco la había visto nunca con el cabello recogido. Además, esa sin duda era una joven de más de diecisiete.

Me senté a su lado mientras localizaban a mi padre. Estaba nervioso, preocupado y no comprendía cómo alguien como la chica a mi lado podría haber sido arrestada. Tenía una camisa verde de cuadros, un pantalón acampanado con un cinturón negro y unos botines de charol. Además, estaba toda llena de pulseras y otros accesorios. Solo era una niña, ¿qué pudo haber hecho?

Como si me hubiese leído el pensamiento, se giró hacia mí y me dijo:

—Traté de entrar al caserón de los Pan.

—¡¿Qué?! ¿Por qué?

Cínica mi pregunta teniendo en cuenta que yo había hecho lo mismo, solo que sin fallar. Al menos no del todo.

La chica, que hasta entonces había estado cabizbaja y abatida, sonrió de oreja a oreja.

—Porque amo a Peter, claro.

Bufé, aunque solo fuera para contener el miedo que me produjo la devoción en los desenfocados ojos de la chica.

—¿Cómo vas a amar a un loco?

—Sé todo sobre él. Estoy… estoy enamorada, aunque él no me conozca. Se dice que es un hombre maldito, que no puede crecer, que tiene una guarida mágica a donde se lleva a los niños y los cría ya que nunca podrá tener los suyos propios. Peter me aceptará cuando sepa que le soy fiel, sé que podremos casarnos, yo tampoco creceré, lo prometo. —De repente había dejado de hablar conmigo—. Será una madre cuentacuentos, podrás hacerme lo que sea que te hicieron a ti para no crecer, y viviremos nuestra historia de amor lejos de cualquier adulto…

—Mira, loca... —No tenía paciencia para otra pelirroja en mi vida—. No sabes lo que estás diciendo. No quieres pasar por lo que ha pasado el pobre Peter, no si supieras lo mismo que yo. Así que vete a casa cuando salgas de aquí, o a un manicomio, y aléjate de él y de Nunca Jamás. Si yo pudiera retroceder el tiempo le haría caso a mi consejo.

Alcé el brazo con el garfio para asustarla, necesitaba salvarla de mi propio destino. Pero solo conseguí que sus ojos brillaran más.

—¡¿Lo has visto?! ¿Te hizo eso? ¿Te dolió? ¿Te dijo que me ama?

—Ginny, llegó tu madre, ven conmigo —dijo un oficial de pronto y se llevó casi a rastras la loca a mi lado. Temía terminar como ella, aunque en el fondo sabía que estaba destinado a algo peor.

Me levanté, de pronto acobardado y sin ganas de enfrentar a mi padre, el dolor y la decepción en su mirada. Me escondería hasta que todo el mundo se olvidara de mi nombre, el tiempo suficiente para que mis pecados fuesen perdonados, y solo entonces saldría a contar mi crimen.

No obstante, al llegar a la salida de aquel lugar me detuvo algo más imponente que una puerta: la figura de mi progenitor.

Vi la bofetada con anticipación, clara y certera contra mi rostro sucio y erizado por el frío, la exposición y la lluvia. Sí, la vi, pero jamás llegué a sentirla porque fue solo un producto de mi imaginación.

Mi padre, que temblaba de alivio en medio de un llanto que avergonzaría a cualquiera menos a un hombre que acaba de recuperar a su hijo desaparecido, me abrazó con tal fuerza que sentí la paz y la confianza de que nunca más iba a soltarme.

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●Ilustración de Iván en este capítulo hecha por LinMaddiee


Nota:

Ginny, la pelirroja que aparece al final, es un cameo de ginnysima ganadora del sorteo que hice en mi Instagram por mis 2k de seguidores aquí. Espero que te haya gustado tu momento de fama, Ginny, y espero haber representado tu locura por Peter, y a los demás lectores espero les haya gustado el capítulo. Me encantaría saber qué les pareció.

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