2: Martina y Brillantina


La mudanza ocurrió porque a mi padre le ofrecieron un trabajo en Larem. Al comienzo yo solo sabía que papá era el mejor policía del mundo y que si alguien podía atrapar los malos ese era él. Pero solo eso, no tenía detalles de su misión ultra secreta.

Mi héroe no tuvo nombre por mucho, fue «papá» casi toda la vida. Sus compañeros tampoco usaban su nombre de pila, le decían capitán. «Capitán Garfio», lo cual era irónico ya que vivíamos en el interior de un naufragio.

No comencé a mostrar interés en el caso que nos llevó a aquel lugar hasta que fui víctima de uno de los primeros crímenes de un pueblo chico: el boca a boca. O, como se llama de manera coloquial: el chisme.

Mi abuela había tenido razón todo el tiempo, no tardé en conocer el nombre de mi vecina, de su hija, su gato y el búho que a veces sacaban a pasear. En gran parte, esto se lo debo a mi madre.

—Estoy aburrido —le dije en la cocina luego de desempacar mis cosas.

Tenía una habitación para mí, grande y con una litera por si algún día quería dormir abajo y otro arriba, y un espacio debajo de la escalera para guardar mi ropa y mis pertenencias, al vivo estilo de Harry Potter.

—Pues sal a jugar, ¿no?

—¿Qué?

Mi madre apartó del mesón sus manos llenas de masa para ponerlas a ambos lados de sus caderas sobre su único delantal. Me miró como al bicho más raro que había pasado por nuestra casa.

—Jugar —repitió como si yo fuese mongólico—. Con la pelota, o con lo que quieras.

—¿Afuera?

—¿Y para dónde más se puede salir, Iván? —Mi mamá volvió a su tarea, golpeaba la masa de las arepas como si esta, y no el encierro, fuese la culpable de su infelicidad—. Anda, vete. Te llamo cuando esté la comida.

—Mamá, pero está lloviendo.

Ella me miró como si acabara de decir que la ley de la gravedad era un decreto que penalizaba los delitos según la severidad de estos.

—Aquí siempre llueve, Iván. ¿Sabes qué? Ve a explorar la casa.

—Pero...

Su mirada fue suficiente para callarme la boca y mover mis pies en busca de lo necesario para la que sería mi primera misión detectivesca.

Empecé por ir al despacho privado de mi padre en busca de una lupa.

Yo no sabía nada de intrigas o estrategias policíacas, pero sabía que toda persona que se dedicara a resolver misterios tenía que tener sí o sí una lupa. Y ya fuera porque tenía razón o por casualidad, en medio de los cajones conseguí una.

La lupa pudo haber sido enorme o una miniatura y a mí igual me habría parecido perfecta. Ya tenía la parte más importante para caracterizar mi disfraz.

Lo siguiente fue buscar en la habitación de papá un saco del color adecuado. No podía ser negro ni muy marrón, el color debía oscilar entre el beige y un tono verdoso para que la gente supiera lo que era sin necesidad de una identificación. Lo conseguí, de nuevo por suerte o porque la casa lo había puesto en mi camino de forma disimulada para que yo no sospechase de su implicación, y me calzó bastante bien. Tuve que doblar las mangas, pero como este estaba diseñado para tapar poco más que la mitad del cuerpo de un hombre adulto, a mí me cubría casi completo. Perfecto para un Sherlock diminuto de grandes cachetes.

Lo siguiente fue ponerme a andar en busca de anormalidades en el lugar. En aquel entonces no había leído Coraline, pero justo ahora encuentro similitud entre aquella niña que exploraba su hogar contando puertas y ventanas, y mi yo del pasado que buscaba pasadizos secretos en medio de un barco iluminado solo por candelabros y lámparas de aceite.

Encontré lo que no sabía que buscaba. Dentro del hueco debajo de la escalera, detrás de un cuadro de Drácula ilustrado por un amigo íntimo de papá, había un círculo —del tamaño de una olla grande— hecho de un plástico opaco con un discreto pasador a un lado.

Una ventana. Un pasadizo a otra dimensión, a otro espacio debajo de otra escalera.

Cuando la abrí, estaban unos grandes ojos negros esperándome del otro lado.

—Sabía que la abrirías algún día.

Del susto me caí hacia atrás sobre mi patineta, con la mano golpeé la repisa de la ropa y una lluvia de calcetines se derramó sobre mí.

—¿Quién eres? —pregunté al sentarme en el suelo, todavía quitándome los calcetines de encima.

—Tú eres el nuevo vecino —respondió la chica rara que me veía como a un vaso de leche en medio del desierto.

—Sé quién soy, niña tonta. ¿Quién eres tú?

Gracias al maullido que salió de entre su cabello comprendí que la pelusa negra que había sobre su melena rojiza no era una boina ni un decorado. Se trataba de un gato, un gato con un parche sobre uno de sus ojos y dos pares de botas púrpuras distribuidas en sus patas.

No paraba la lista de cosas sin sentido que me regalaba Larem mientras más tiempo pasaba allí.

—Ah, ella es Brillantina —dijo la niña señalando su mascota.

—No me importa el nombre de tu gata —repliqué en un odioso tono—. ¿Quién eres tú?

—¿Yo? —Ella sonrió con el brillo victorioso de toda sabelotodo—. Soy tu nueva mejor amiga.

—¡¿Qué?!

Sus mejillas pecosas, como galletas de vainilla espolvoreadas de canela, se le enrojecían cada vez que se elevaban para sonreír. Un sistema de rubor automático más fascinante que las leyes de la física.

—¿Quién te dijo a ti que yo quiero ser tu mejor amigo?

Ella ladeó la cabeza, extrañada.

—¿Tienes otro mejor amigo?

—No, pero...

—¿Tienes algún amigo siquiera?

—Yo...

—¿Al menos conoces alguien de por aquí? —insistió con sus tupidas cejas casi tocándose por el ceño fruncido.

—Ehh... no todavía, pero...

—Entonces he llegado más lejos que cualquiera, eso me convierte en tu mejor amiga.

—Pero yo no sé nada sobre ti.

—Claro que lo sabes. Sabes que vivo al lado, que también duermo bajo la escalera, que te esperaba aquí, y que mi gata se llama Brillantina. Ah, mi nombre es Martina.

No me extendió la mano, solo la agitó con animosidad y sonrió enseñando sus dientes de castor. Si los castores pudiesen tener los dientes más torcidos, sería tal cual como los tenía Martina.

—Bueno, pero tú no sabes nada de mí —repliqué con un intento de arco en mi ceja.

—Sé todo de ti y de tu familia. Eres el hijo del capitán Garfio, el hombre que vino a salvar a los Niños Perdidos.

—¿A los qué?

Martina me miró con la cabeza ladeada, tratando de decidir si estaba jugando con ella o, en efecto, no tenía idea de lo que me hablaba.

—Ah. No sabes.

—¿Qué es lo que no sé?

—Es una tontería, descuida. ¿Quieres venir a jugar? ¿O jugamos fuera?

—No, lo siento. Voy a seguir explorando. Chao.

Me levanté, con mi cuerpo pesado y mi mente diciéndome que había sido engañado de alguna forma que todavía no lograba descifrar, y cerré la ventana diciéndome que nunca más la abriría.

Era un niño muy mentiroso.

🧚‍♂️🧚‍♂️💫🧚‍♂️🧚‍♂️

🧚‍♂️Ilustración hecha por mi amada LinMaddiee 🧚‍♂️

Este es el momento donde yo les pregunto qué opinan de Iván, qué piensan de la aparición de Martina, y de la pequeña cosita que mencionó. ¿De qué creen que sea el caso del Capitán Garfio?

Cualquier otra cosa que quieran decir de la historia y de su proceso es bienvenida.

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