19: Una sombra mutilada


Lo hice a principios de enero. Una época de calma y recuperación por los despilfarros y trasnochos navideños, sin el peligro de toparme con una armoniosa reunión familiar. Enero eran treinta y un días de resaca, enero era el mes perfecto para mi crimen.

Martes a las cuatro de la mañana, tomé la réplica de la llave hecha por Don Esteban y me encaminé a La llovizna. Carl, el cartero, nunca salía al trabajo antes de las siete, y no me daba la impresión de que necesitara tres horas para arreglarse, así que estaba muy seguro de que a las cuatro sería mi momento, además de ser un punto ciego de Larem, donde ni las ancianas se han levantado todavía.

Llevaba un par de calcetines en cada bolsillo de mi gabardina. Usar zapatos anticiparía mis pasos a cualquiera que estuviese cerca, necesitaba la ventaja muda del algodón y la ligereza de mis pies en su más óptima condición.

Al quedar frente a la puerta de Carl me quité mis zapatos y cambié mis calcetines por un par seco, introduje mi llave en su cerradura y abrí la puerta apenas lo suficiente para que mi cuerpo delgado se escurriese dentro antes que la luz y la lluvia.

Si se lo preguntan, no sentí miedo. Era apenas una sombra deambulando en medio de una oscuridad a la que estaba acostumbrado, haciendo menos ruido que el viento. Meses enteros transcurrieron en la anticipación de aquel clímax, momentos en los que me convertí en el titiritero del pueblo, en un maestro de costura hilando hasta el último de los cavos para que encajara en mi plan. Me convertí en una extensión de Larem, en su silueta. La gente me aceptaba como a la lluvia y, cuando quería, podía incluso ser ignorado como ella. Estar ahí, al fin en marcha, era como aventarse de un avión sin paracaídas, sintiendo la adrenalina del vértigo sin el freno del terror, porque sin importar nada, abajo me esperaría una limpia caída coordinada por mí.

Me atreví incluso a entrar al cuarto de Carl. El único rasguño en el silencio eran sus ronquidos, yo había puesto en mute mis pensamientos y mi respiración y de él me valí para desplazarme con el sigilo de la muerte, robar el manojo de llaves, el uniforme, la ficha de trabajador y el documento de identidad.

Tan osado me sentí que me tomé el tiempo de conseguir lápiz y papel y dejar un mensaje sobre su almohada: «La sombra de Larem volverá a dejar lo que se llevó».

Me vestí en el recibidor de la casa y guardé mis cosas dentro del bolso de Carl.

Desde luego, ni con todo el disfraz me parecía a un adulto, pero sí un joven lo bastante grande como para trabajar de voluntario en una agencia de envíos.

Salí, me monté en su bicicleta, cerré la casa con llave y emprendí el viaje.

Como dato curioso, esa no era la primera vez que me subía a su bicicleta, aunque esa sí había sido la primera bicicleta que manejaba. Con ella, y gracias a varios robos esporádicos de los que nadie se enteró jamás, aprendí a montar. Mis rodillas no se habían curado del todo de los raspones y magulladuras producto de las infinitas caídas que tuve que superar al nunca haberme visto interesado en aprender un arte tan esencial en un pueblo como ese.

Pasé por Panes y Calabazas —una distribuidora de alimentos que lo menos que vendía era panes y calabazas—, me identifiqué con la ficha de la agencia de correo y nadie cuestionó que un joven tan educado, sonriente e inofensivo, que incluso hacía elogios de la horrible y mal puesta corbata del encargado, fuese una farsa o tuviera un plan tan irracional y peligroso en proceso.

Llegué a la reja del caserón Pan, el primero de los puntos en la lista que me hizo temblar las manos. Puede que parezca una nimiedad temer a un conjunto de varillas de metal que me separaban de la construcción más sombría y enigmática de todo Larem, pero aquel lugar era mi adicción, era como plantarse frente a la propiedad de tu artista favorito y a la vez como estar frente a la jaula de una manada de lobos mutantes a sabiendas de que mi deber era encerrarme con ellos.

Abrí con la copia de la llave de Carl y entré. En mi caminar intenté no alzar la cara aunque sabía que por aquellas horas ningún ser vivo se asomaba por las ventanas del inmenso caserón, la mayoría ni siquiera estaban abiertas.

Dejé el paquete en la entrada justo donde una alfombra color vino con una gran y ornamentada «P» recibía a los visitantes. Quedé frente a una puerta de madera blanca, altísima y con forma de arco en la parte superior. Toqué el timbre, una única vez pero en una nota larga para que se extendiera mientras me alejaba a toda prisa. Lo hice pegado a la piedra para no ser visto desde arriba, hasta llegar al primer arbusto, donde me tiré al suelo y arrastré hasta perderme en el bosque personal de la familia.

Así empezaba una nueva fase del plan: esperar. La mujer del servicio abriría la puerta, recogería el paquete, algo extrañada por la ausencia del cartero pero sin darle gran importancia, cerraría la puerta y no se volvería a abrir por el resto del día.

La estructura del caserón sugería un piso principal o planta baja que sería el de las ventanas más bajas y más pequeñas, un segundo piso con enormes y alargados ventanales que iban de la base al techo, y luego había un espacio de piedra vacía de más dos metros por encima de las ventanas del segundo piso, lo que podía significar que tenían un techo inmenso, o un ático secreto construido arriba donde no querían que se asomara ni la luz de la luna.

Por meses ese espacio en blanco me tuvo la cabeza llena de teorías, y pese a ello, en el fondo siempre sentí que no importaban, que fuera lo que fuese tendría que ver con Peter.

A diario cubrían las ventanas con cortinas, pero algunas de estas eran removidas a la altura de las seis o siete de la noche por los dos niños de la casa: el rubio que solía espiarme y una muchacha un palmo más alta con cara de sentir un asco absoluto por la humanidad. Ellos no solo movían las cortinas sino que abrían las ventanas, luego se sentaban a leer o solo a observar, por lapsos que variaban de la media hora a un máximo de dos enteras.

A las nueve, sin falta, se cerraban todas las ventanas, pero la del último cuarto, donde siempre estaba el supuesto «Nadie», permanecía abierta.

Esto no se advertía de lejos pues se apagaban todas las luces y de todas formas se extendían las cortinas, mas al observar con mi telescopio, confirmé que esa ventana no se cerraba excepto por las mañanas, lo cual supuse que era para mantener las apariencias con los demás miembros de la casa.

Así que para mi plan solo tenía que aguardar a que las luces se apagaran.

Puse una alarma para la medianoche en mi nuevo reloj para irme a lo seguro. Mientras me camuflé entre las únicas hojas secas de todo Larem y me cambié los calcetines para estar listo cuando llegara el momento.

Por una razón me aprendí hasta última muesca de la estructura del caserón y lo dibujé al menos en diez hojas distintas, por una razón practiqué a subirme en muros, colinas y paredes de todo Larem, y es porque pronto me tocaría escalar el más grande de los obstáculos.

Llegar a la última ventana del segundo piso no me costó más que un par de pasos en falsos y un ligero resbalón que me provocó un raspón en el codo y el antebrazo. Por lo demás, solo me quedó un enrojecimiento anormal en las palmas de las manos y la punta de los dedos.

Sin más contratiempos logré entrar por la ventana abierta, lanzándome a ciegas al único lugar de todo Larem que no era principalmente de cobre y borgoña, donde la luz de la luna proyectaba una penumbra azulada que me hizo sentir en convivencia con un ente sobrenatural, vagar junto a un espectro del firmamento.

El cuarto, más pequeño que el mío, era todo plata y gris. Un telescopio acechaba junto a la ventana, cosa que no me sorprendió teniendo en cuenta de quién era la habitación.

Seguí caminando y tropecé con un baúl. Encima de este, un barco dentro de una botella se tragaba el brillo más puro del cielo y lo desperdigaba a su alrededor como solo un diamante podría hacer. Un halo de luz proyectado por la botella me guió a un globo terráqueo; mis ojos se desviaron a su lado, al escritorio en desorden: mapas, coordenadas y escritos en braille se extendían a lo largo de cientos de hojas esparcidas estratégicamente para conectarse y crear un único y gran algo que me era ininteligible.

Bastó con echarle un vistazo a la cama para saber quién dormía en ella. Pese a ser tan espaciosa, Nadie estaba acostado como en un ataúd, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza dolorosamente recta con vista al techo.

Al salir, lo último que vi fue una pizarra, y mi nombre grabado en tiza sobre ella.

♧♧●♧♧


El plan era, suponiendo que el piso de abajo apenas tendría el recibidor, la sala, baños, cocinas y almacenes, buscar entre los entresijos de pasillos del piso dos una puerta que me sugiriera la entrada a la habitación del padre de Nadie, quien por el relato de la señora Cleo ya me quedaba claro que debía ser Pencil, segundo hijo del señor Pan y hermano gemelo de Penny Pan.

Sin embargo, hubo un ligero cambio de idea apenas vi la escalera de plata alfombrada de azul rey que ascendía en espiral.

Esa escalera sugería que yo estaba en lo cierto, que los metros de piedra que sobraban arriba no pertenecían a un techo alto sino a una habitación secreta. ¿Quién podría culpar mi curiosidad?

Subí con mis pies en silencio y el corazón en un bolsillo. El camino cuesta arriba adentrándome a la más espesa oscuridad se me hizo eterno. Mientras más escalones me alejaban del segundo piso más ganas tuve de regresar, pero siempre me repetí que ya estaba un paso más cerca, que devolverse no era opción.

Así que al final entré y confirmé más de una sospecha.

Para empezar, el ático estaba vacío de toda presencia humana. Dos lámparas de aceite colgaban de cada enorme pared de piedra. Ese pedazo del palacio Pan podría haber sido una casa en sí misma, y si no fuese por la falta de cocina habría pensado que esa era justo su utilidad. No podía dejar de pensar en la similitud de aquel sitio con el que confinamos en casa para mantener a mi madre.

Había una cama individual de madera vieja que crujía con la simple presión de mi mano y un sofá pequeño de frente a la pared exterior. Ese detalle me descolocó. ¿Por qué colocarlo en esa posición si no había ninguna ventana allí?

El lugar estaba alfombrado por una infinidad de juguetes entre los que conté dinosaurios, robots, aviones, barcos, mochilas, timones, anclas, botellas, bates, guantes, pelotas, trenes y más. Eran muchísimos, algunos repetidos hasta seis veces.

Había un área con un orden más claro, donde una gran casa hecha de cubos de madera era el centro de atracción.

Me fijé especialmente en una cocina bien equipada donde una muñeca con un delantal lavaba los platos y otra servía un pollo a la mesa, mesa donde tres pequeños esperaban con cubiertos en las manos. Me gustó que esa casi tenía al menos diez habitaciones, cada una con una temática. Unas con guitarras, cornetas, discos y pósters de bandas de rock; otras eran más rosa, con repisas de maquillaje y murales de pinturas hechas a mano por el autor de aquel mundo miniatura.

La casita incluso estaba rodeada por un bosque, un estacionamiento, piscinas y toda una fauna propia. Era más que una vivienda, era una ciudad que abarcaba medio ático a la que no le faltaba un cine o un restaurante. Incluso había estaciones de policías.

Juro que tenía más ganas de quedarme a jugar que de completar el plan que me había llevado hasta ahí.

Me levanté y sacudí la cabeza para poder deshacerme del trance, si no empezaba a actuar como un detective centrado jamás sería como Poirot.

Gracias a una pequeña repisa llena de libritos con el grueso de una revista fue que confirmé quién era el dueño de ese diminuto planeta infantil.

Todos eran cuentos de terror con una misma particularidad: estaban protagonizados por un animal. Uno de ellos, el segundo que tomé, era narrado por un gato que temía que su humano fuese a matarlo mientras dormía.

Atestado por la curiosidad, comencé a hojear los relatos hasta que uno de ellos se me cayó de las manos al descubrir como narrador a una araña que en las noches era poseída por el esqueleto de su antiguo amo que le obligaba a transportarlo para robarle el alma a todos los que en vida le dañaron.

Me aterró la similitud con la criatura que me visitó en mi pesadilla la noche que mi madre intentó escapar, pero también intenté convencerme de que estaba siendo irracional en mi miedo.

Cuando quise salir de aquel lugar mi rostro se estrelló con algo liviano. Me detuve para descubrir que se trataba de una fotografía, una de las muchas que pendía de un cordón que atravesaba el ático de extremo a extremo.

De haber sido la fotografía de cualquier otra cosa, incluso la de un cadáver, me habría ido corriendo con el miedo latiéndome en la garganta, pero aquella no era cualquier cosa. No era la foto de cualquiera. Era mía. Era yo.

La arranqué del gancho que la unía al cordón y la examiné con una plegaria a media voz que repetía más rápido de lo que podía pronunciar mi nombre.

Me confundió ver que yo no estaba solo, y quedé todavía más pasmado al ver junto a mí a un chico que no reconocía. Su piel era color marfil, su cabello blanco y sus ojos grises casi no tenían color. Como la señorita Bell.

Entonces lo supe. Ese no era yo, era mi padre con su uniforme de un colegio que el fuego borró de Larem, sentado a las escaleras de este en compañía de uno de sus mejores amigos. Alister Bell.

Lo que tenía en mis manos era una ventana al ayer que tanto me ocultaban.

Me metí la fotografía en uno de los bolsillos internos de la gabardina y me dispuse a contemplar las demás. Eran muchas, en su mayoría de personas que no conocía, y en otras tuve que aventurarme a adivinar.

Vi a esa chica de ojos dorados y refulgentes como un rayo solar, de cabello claro pero más amarillento que el de mi antigua institutriz. Tenía que ser una Bell, y si me pusieran a apostar diría que era la infame Tinker mencionada en la discusión de mis padres.

De ella había varias, desde niña hasta adolescente, pero no era la más fotografiada. La ganadora era, sin duda, mi madre.

Fotos individuales, en grupo, distraída, a cuerpo completo, de busto y hasta selfies con el fotógrafo. De no ser por esas fotos no habría conocido a Peter Pan. Su cabello rubio tenía un brillo rojizo distinto al de Nadie, sus ojos se confundían en algún punto entre el azul y el verde, y su sonrisa portaba una inocencia que no recordaba haber tenido en mi rostro ni en la etapa más plena de mi infancia.

Se sonreían como si la vida fuese un columpio y el mundo pasara fugaz alrededor de ellos, como si sus risas fuesen lo único verdadero, inmortales dentro de imágenes que solo captaban un segundo de una realidad. En varias ella le besaba la mejilla a él, en otras se veían a los ojos con una devoción que se respiraba más allá de la tinta y el papel de foto. ¿Cómo podría ese ser el autor de las atrocidades de las que se le acusaban?

Me senté en el sillón frente a la pared con intensión de prolongar el estudio de esos rostros del pasado, pero lo que descubrí detrás de la estructura de cojín y madera casi me hace llorar de miedo.

Había un hueco en la piedra de la pared. No más grande que la base de una botella de vino, solo más que suficiente para ver hacia afuera.

Todos los meses que pasé estudiando el caserón habían sido en vano, me sabía la rutina y los puntos ciegos de todos los rincones del lugar, menos de ese. ¿Por qué no estaba Peter ahí si ese era su sitio y era tan tarde por la noche?

La respuesta era tan clara que hizo subir la bilis a mi garganta.

Él me vio, me vio mientras creí que nadie más lo hacía, y fue a avisar de mi visita.

Bajé corriendo las escaleras sin ver nada a mi alrededor, tropecé en los últimos escalones y caí. Me di tan fuerte en la cabeza que no era capaz de distinguir si lo que ocurrió después lo inventé estando inconsciente o de verdad pasó.

Unos dedos largos, pálidos y huesudos como las garras de un esqueleto, se cerraron sobre mis raquíticas extremidades y me levantaron para cargarme. El resto solo fue oscuridad.

♧♧●♧♧


Me desperté entumecido con el recuerdo de unos labios anestésicos sobre la tierna piel de mi cuello, aturdido e inútil a la hora de darle un sentido a mi situación. Me encontraba en una penumbra casi absoluta, solo rota por la bruma azulada que se escapaba de una ligera abertura en la única puerta.

Yo estaba en un sillón, cómodo como un trono, y sin necesidad de estar atado supe que no debía siquiera intentar moverme.

Los goznes de la puerta hablaron antes que nadie más, anticipando la entrada de una alta mujer, pálida como la muerte. Sus labios eran rojos, brillaban como humedecidos por caramelo. Tenía un cabello negro y lacio que le acariciaba las caderas, y un flequillo que cubría gran parte de sus los ojos.

Podría resultar irrelevante su vestimenta, mas no lo es para mí, no si ayuda a entender el motivo por el que no sabía si sentirme aterrorizado, o rogar la muerte si la recibiría a manos de ella. Y es que al verla en su vestido de cintura estrecha, de un verde casi negro, con un corsé y un escote que desafiaba al decoro, sentí que había viajado en el tiempo o entre dimensiones a algún espacio en el que el diablo era mujer y debía ser venerada.

Ella no habló, solo se encargó de abrir la puerta y dejar entrar aquella tiniebla azulada que me ayudó a visualizar a otra persona en la habitación. Era un hombre rubio con ojos azules y mirada sagaz. Regía en silencio con los brazos reposados en su propio sillón, el doble de grande que el mío.

Su traje pulcro y su cabello peinado a la perfección lo delató como Pencil Pan. No imaginaba a otra persona capaz de concebir a Nadie, excepto tal vez la mujer a su lado, cuyas facciones había heredado mi acosador.

Una voz sibilante como de víbora, profunda y cargada de aire, salió de aquel hombre mientras decía:

—Ella es Morgan —Elevó uno de sus brazos para señalar a la mujer—. Morgan de Pan. Los presento porque imagino que a ella no la has investigado aun, ¿verdad, Garfio?

Abrí la boca para decir todas las excusas que me cruzaron por la cabeza, pero eran tantas peleándose por salir que ninguna hacía más que obstruir la oportunidad de las otras.

Los dedos huesudos de Morgan se cerraron sobre mis hombros inyectándome dosis descomunales de escalofríos que me llevaron al borde de salir corriendo. Si no me moví fue por temor a que me clavara sus garras y que resultaran ser venenosas.

—¿Quieres que me encargue del niño? —preguntó la mujer, tan indiferente y que parecía que la misma apatía hablaba a través de ella.

—Morgan, Morgan. Es solo un niño, amor, tú lo has dicho. —Aunque sus palabras eran tranquilizadoras, su voz era satírica—. Démosle el derecho a un juicio. ¿Qué haces aquí, muchacho?

El hombre me miró, todavía con rastro de ese ánimo bromista que había compartido con la tal Morgan, y yo me cagué, casi literalmente. Sin un plan más allá del instinto de supervivencia, comencé a balbucear por mi vida.

—Yo solo no soy no sé, ¿okay? —Juré negando frenético con la cabeza—. Nada robar, lo juro. Yo, ladrón, jamás. Tampoco matar. Bueno, sí robar, pero no matar. Yo estoy aquí por un libro. Un libro que su hijo me dijo que tienen aquí, solo vine a leer el epílogo y me iba. Me voy. Yo irme y volver jamás. Lo juro.

El hombre sonrió y alzó una de sus manos donde un libro color vino con una correa dorada me saludaba con una sonrisa burlona.

—Qué irónica es la vida en Larem —dijo Pencil, mirando curioso la portada de Motivo para matar—. Un día un hombre malgasta su vida en un intento de incriminar a tu hermano, al otro su mocoso entra a tu casa a robar un libro.

Entonces me volvió a mirar. Habría preferido que me pegara.

—¿Qué quieres con Motivo para matar, niño?

—Solo leerlo —respondí veloz, asintiendo mucho y con el latente temor de que los dedos de Morgan sobre mí se movieran—. Quiero saber cómo acaba, solo eso.

Pude haberlo dejado ahí. Debí haberlo dejado ahí. Pero no, la mención de mi padre en boca de aquel desconocido le dio cuerda a mi petulancia, así que hice una innecesaria acotación tal vez demasiado altanera.

—Y mi papá no quiere incriminar a nadie, quiere la verdad. Él piensa que todos son sospechosos y a la vez todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Si Peter no…

Morgan me tapó la boca y la nariz con su pálida mano, con tanta fuerza que no pude respirar. Estuve retorciéndome y pataleando un buen rato mientras mi alrededor se desdibujaba a medida que el oxígeno abandonaba mi cerebro. De repente paró y respiré como si llevara horas debajo del mar.

—No vuelvas a mencionar el nombre de mi hermano, no si quieres salir vivo de aquí —dijo el nuevo señor Pan—. Mira, niño, a mi hijo le agradas, y yo no quiero ensuciarme las manos con criaturas tan pequeñas sin importar su insolencia. Así que te dejaré salir, e incluso te dejaré llevar el libro, ya que mi hijo fue el que te habló de él. No voy a hacerlo faltar a su palabra. ¿Entiendo por qué siente agrado hacia un Garfio? No. Pero un error se le perdona a cualquiera, en especial a un Pan. Así que sí, te daré el libro y te dejaré irte por donde viniste. Pero con una condición.

Tragué saliva, las manos de Morgan se removían excitadas por mis hombros y Pencil Pan me enseñaba todos sus dientes en una reptiliana sonrisa.

—¿Qué condición? —pregunté al armarme de valor.

—Vas a tener que salir de la casa por tu cuenta. Sin ayuda.

Morgan me levantó por los hombros y me empujó hasta el señor Pan para que recogiera el libro. Lo tomé como si estuviese dentro de un lago de aceite hirviendo y tuviera que sacar la mano a toda velocidad para no freírmela.

Escapé con Motivo para matar pegado a mi pecho. Hiperventilaba ya a los primeros pasos, pues no me deshacía de la sensación de que el matrimonio Pan se arrepentiría de nuestro acuerdo, o que solo lo había sugerido para verme correr, reírse y atraparme. Así, escuchaba sus pasos sin oírlos realmente, detrás de mí y dentro de mis orejas.

Sentí sus pisadas demasiado cerca, demasiado encima, mientras bajaba los peldaños de dos en dos. Se suponía que estaba en el segundo piso, pero tuve la impresión de que bajaba por horas, kilómetros, y que los escalones se multiplicaban mientras más dejaba atrás. Si pisaba uno aparecían dos más y nunca se reducía el pozo de oscuridad líquida del fondo.

Esto se prolongó tanto que, damnificado por la desesperación, me lancé de cuerpo completo hacia el vacío oscuro escaleras abajo.

Choqué contra el suelo descartando mi miedo anterior, mas, si la caída me hubiese dejado inválido no habría estado tan aterrado como con la imagen que se plantó frente a mis ojos.

Primero vi sus colmillos a escasos centímetros de mi nariz, húmedos, filosos e infinitos. Enormes fosas nasales absorbían mi oxígeno y me pagaban con miedo, pues un cocodrilo con piel de negruzca piedra me acorralaba.

Eché a correr antes de poder idear un plan decente, pero él era el tripe de veloz. Habría acabado por arrancarme los tobillos de un zarpazo si no hubiese optado por arrojarme de un brinco a la primera mesita que se me atravesó.

Veía desde arriba el feroz animal, cómo abría y cerraba sus fauces, rodeado de una oscuridad demoníaca que parecía retorcerse a su alrededor mientras su cuerpo chocaba contra las patas de la mesa. Temblaba. Si la mesa no caía yo terminaría por perder el equilibrio y caer a su merced para ser devorado. Tenía que moverme, preferiblemente más cerca de la salida.

Vi una lámpara de araña que colgaba del techo a metro y medio de distancia. Una loca idea me cruzó por la cabeza. En situaciones normales la habría desechado, pero dadas las circunstancias cualquier plan era mejor que morir entre los dientes de un pariente de Gotzila.

Me preparé, flexioné las rodillas y sin más impulso que el de la adrenalina de quien se aferra a la vida, me arrojé al aire.

Apenas mis pies se despegaron de la madera de la mesa, esta cayó retumbando en el suelo y la lagartija mutante se arrastró en mi búsqueda.

Para mi suerte alcancé la lámpara aferrando una mano a las barras curvas que sostenían las velas. La cera me quemó la mano, petrificándose a medida que se enfriaba en mi piel. Por desgracia, para cuando me abalancé a tomar con mi otra mano la siguiente barra de bronce, mi cuerpo había estado el tiempo suficiente ladeado y rozando el suelo. El cocodrilo se clavó a la pernera de mi pantalón.

Me sacudí entre gritos, me vi con toda claridad dentro de la garganta del monstruo y ganas no me faltaron para llorar, pero estaba demasiado distraído aferrándome a las barras, y rezándole a un Dios sin rostro ni nombre al que raramente recurría que las grietas en el techo no se extendieran más. Pero era inútil. Si no conseguía una solución de inmediato me iba a caer un enorme bloque de concreto encima.

Mientras más me sacudía más se bifurcaban los canales del techo, casi como si se tejiera una enorme telaraña. Alcé los ojos para comprobar el estropicio y más cerca caliente me cayó encima. Ahogué un grito a duras penas, mis párpados cerrados fuertemente mientras pasaba el ardor de la cera que los sellaba.

Me obligué a abrir los ojos, la situación ya era lo suficiente alarmante con mi vista intacta, ciego me mataría primero un infarto que el techo o el cocodrilo.

Iba a quedarme sin pestañas, pero era el menor de mis males.

El animal tenía tal fuerza en su mandíbula que nada de lo que yo hiciera lo arrancaba de mi pantalón, solo hacía levemente más pronunciada la rotura en la tela que su peso provocaba.

Impulsé mi cuerpo una última vez hacia atrás solo para multiplicar la fuerza con la que me lancé hacia el otro lado de la sala. Por suerte, a mitad del vuelo improvisado el animal se retorció asustado y se soltó, y yo caí en un mueble que destruí con mi peso. Quedé adolorido, pero con vida.

Solo era cuestión de tiempo para que el animal me alcanzara, así que no pensé más y me lancé a la masacre camino a la puerta.

Cada vez la veía más cerca y a la vez más lejos, cada paso que daba era un desafío y una victoria a mi propia muerte, el corazón me latía como un martillo en la garganta y a punto estuve de vomitarlo al escuchar derrapar al cocodrilo a mis espaldas.

Iba a morir esa madrugada, y no precisamente en paz y sin dolor.

Voltear fue la peor idea que se me pudo ocurrir, pero tal vez me salvó la vida ver cómo me saltaba encima su figura de piedra. Quisiera decir que recordé aquel documental de Animal Planet que decía que los cocodrilos tenían la fuerza de un tiburón al cerrar la mandíbula y la de un bebé a la hora de abrirla, pero la verdad no pensé en nada cuando ataqué con mis manos extendidas, cerré sus fauces y juntos rodamos por el suelo.

Quedé debajo de él sin dejar de hacer presión para mantener sus dientes ocultos y lo más lejos posible de mí, pero sus patas forcejeaban con determinación y su cola, por otro lado, me castigaba sin piedad. No iba a aguantar mucho, no quería hacerlo, solo deseaba salir de ahí.

Lo empujé lejos, sabiendo que volvería, y busqué con la desesperación más grande de mi vida entre mis bolsillos algo que me salvara. Solo encontré el reloj de Don Esteban.

Cuando me giré para lanzárselo, él se adelantó a engullirlo con todo y mi mano izquierda. Lo demás lo bloqueé de mi cabeza, y espero que se quede enterrado donde está.

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Nota de autora:

¿Qué les ha parecido el capítulo? Este me tomó una eternidad, definir cada detalle de la propiedad de los Pan, del plan y la escena con el cocodrilo ni se diga, casi me deja sin un hemisferio de cerebro. Así que me encantaría saber sus opiniones al respecto de todo, y qué piensan de cómo está yendo la historia.

Pregunta extra: ¿cuál es su opinión de la familia Pan?

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