18: En un laberinto de relojes
¿Conoces ese momento en que la vida se te desploma? Los hay de varios tipos. Todos son ocasionados por pequeñas fisuras que nos hacemos a lo largo de los años; y por los pesos excesivos que soportamos, las fisuras se transforman en grietas, las grietas se alargan y al final no somos más que un delicado adorno sin utilidad a la espera del último golpe del cincel, el que terminará por desmoronarnos.
Yo me rompí muchas veces, pero todas por separado. Verlas como fracturas independientes me hizo suponer que todo seguía estando bien aunque me quebrara por dentro con más frecuencia de la que cualquiera querría soportar.
Pero con el último eslabón pude conectarlas todas, comprender que las torturas no eran independientes y que eran parte de un todo que yo no comprendía porque no había vivido. Al igual que en la vida del pequeño Peter Pan o de la gran Alice, mis males eran producto de decisiones pasadas, de historias que empezaron antes de mi nacimiento y que no cerraron a la hora de concebirme.
Hasta entonces no supe que no era protagonista de mi propia novela, era una pieza de una obra todavía más grande en la que ni siquiera conocía a la mitad de los protagonistas.
¿Qué había detrás de mí? ¿Por qué hasta entonces creí que papá había nacido en la ciudad y que solo mi abuela había visitado Larem antes de la mudanza? ¿Cuál era la necesidad de mentirme? Y más importante aun, ¿qué había en los detalles omitidos que empujó a mi familia a sepultarlos debajo de historias de años inventados?
Qué tanto de mi vida era un engaño y cuánto conocía en realidad era el nuevo misterio. Empezaba a pensar que me moriría antes de ponerle fin a la mitad de ellos.
—Lo sabía, Iván. Sabía que ocultabas algo.
Martina no había hablado en todo el trayecto de regreso, creí con alivio que iba reservarse sus comentarios, pero apenas mi llave entró a la cerradura de mi casa su voz destruyó la poca esperanza que me quedaba de ello.
—Martina, estás loca —dije, esta vez con mucho más cansancio y resignación que de costumbre—. Estoy tan sorprendido como tú.
—¿Crees que para ocultar algo se necesita saber qué es? Hay algo raro contigo, con tu familia. En tu pasado está una pieza muy importante de todo esto, yo lo sé.
—Mira, Martina, no me malinterpretes pero métete en tus asuntos y saca tu chismosa nariz de mi vida, ¿sí? —La encaré, mis manos metidas en los bolsillos de la gabardina—. Soy un niño completamente normal y lo que sea que creas saber de mí...
Ella frunció el ceño ante mis palabras, como si yo no hubiese entendido nada, y luego dijo:
—No es lo que yo sepa, es que me sorprende lo poco que tú mismo sabes.
Bufé, lo que ella tomó como una licencia para continuar.
—¿Sabías que tu papá vivió y estudió en Larem?
—No es como si le hubiese preguntado —discutí—. Me alarmaría si me mintiera sobre dónde nació, pero no es como si fuese raro que no me contara sobre cada escuela que pisó.
—Ah, claro. —Martina asintió con una mueca sardónica—. Quítale toda importancia al asunto.
—¡Es que no la tiene!
—Entonces tengo que suponer que sabías que era el mejor amigo del criminal que ahora persigue.
Entorné los ojos y fruncí los labios.
Apresuré la apertura de la puerta, no pensaba dedicar más tiempo a esa conversación.
—¿Por qué ya nunca me invitas a pasar a tu casa?
Me congelé con un pie dentro de casa y el otro todavía afuera. La saliva me obstruía la respiración pero temí que tragar fuera aun más evidente que el pulso de las venas en mi cuello.
—¿Qué?
No me atreví a mirarla.
—Si eres un niño normal y no ocultas nada, ¿por qué dejaste de invitarme a entrar?
—Ya hablamos por nuestras ventanas —expresé con fastidio para despistarla—. ¿Para qué más?
—Responde la pregunta, Iván. ¿No que no ocultas nada?
—No se me había ocurrido que quisieras entrar, ¿de acuerdo? —solté, encarándola—. Tú eres la que hace un drama de todo.
—Hazlo ahora.
Se cruzó de brazos y me miró con una ceja alzada.
—¿Qué haga ahora, qué?
—Invitarme a pasar.
Hice lo que mejor sabía hacer: echarle la culpa a mi madre.
—Sabes la respuesta. No puedo, mamá no te quiere ver conmigo.
—Sí, eso era antes —repuso mi amiga con los ojos entornados de recelo—. Ahora nos deja salir, te deja visitarme, te deja llegar a la hora que quieras. Creo que es señal más que suficiente de que ha superado su amargura hacia mí.
—Esta conversación es absurda, en serio.
Entré indignado y traté de cerrar la puerta detrás de mí pero un zapato de goma rosa se interpuso.
Antes de que Martina pudiera empujar la puerta, salí a toda prisa cerrando a mis espaldas.
—Martina, no entiendes a mi mamá —solté con una insistencia que esperaba que tomara como disgusto por mi situación—. Ella simplemente no quiere verte.
—Ni a mí ni a nadie, al parecer. Si no la hubiera visto los primeros días me preguntaría si de verdad existe.
—¡¿Qué si exis...?! —Me reí, aunque más se asemejó a un resoplido amargo—. Esto absurdo, en serio.
—Solo llámala —propuso mi amiga con una expresión de diabólica inocencia.
—¿Y para qué haría eso?
—Para hablar —explicó, ceñuda, como si fuese la única respuesta posible y yo estuviese siendo irracional—. Vamos, Iván. Déjame convencerla de que soy buena para ti, de que mi mamá le hará bien. Mi mamá se preocupa, yo me preocupo. Luego de lo que vimos ese día, cómo acabaste en nuestra casa sin querer regresar. Mi mamá quiere ayudar, tal vez si le permites visitar...
—Martina —corté con la mandíbula en tensión—, vete a tu casa. Te llamaré si descubro algo más de mi padre, Peter y de cómo acabaron como están. Tú vete, en serio no es un buen momento para mí.
—Iván...
Extendió la mano hacia mí pero le di la espalda y volví a abrir la puerta.
—Tú no entiendes a mi familia. Te tocó algo bello, perfecto. Valóralo, pero no juzgues lo que tengo. Solo... déjame.
—Yo solo quiero ser una mejor amiga de verdad.
Suspiré. Me dolía tratarla así, aunque ella fuese un fastidio. Pero la alternativa era aterradora, imposible de considerar.
Así que, antes de cerrarle la puerta sin esperar que se marchara, le dije:
—A veces los mejores amigos deben comprender que hay cosas del otro que es preferible que se mantengan enterradas.
♧♧●♧♧
Quise enfrentar a mi padre esa misma noche, pero no estaba en casa. Un día cualquiera habría esperado, incluso dormido, pero con el alma rota como la tenía lo único que pude dormir fue mi paciencia.
Desde que llegué a Larem me tocó aguardar por respuestas cada día, conformándome con limosnas. Esa noche decidí que estaba cansado de esperar que los indicios llegaran a mí en menor cantidad que el rocío de lluvia, que haría frente a mi padre como última esperanza de obtener la verdad por las buenas y que si no, me tocaría más que agarrar el toro por los cuernos, tendría que convertirme en el toro.
Me fui a la comisaría y exigí a gritos reunirme con el Capitán Garfio. Cuando acudió lo hizo más molesto que avergonzado. Los orificios nasales le palpitaban incluso más que la vena en su cuello. Su cara enrojeció más que nunca pese a que la única iluminación en el recibidor provenía del fuego de la chimenea.
Supuse que iba a regañarme ahí mismo, después de todo lo interrumpí a mitad de su trabajo con un escándalo que se puede interpretar como pataleta, pero bastó con escuchar las palabras que salieron de mi boca a voz en grito para que cerrara la suya y los ojos se le desorbitaran detrás del cristal de sus lentes.
—¡Vine a confesar!
Su mano no tardó en tapar mi boca y arrastrarme lejos de todo testigo auditivo u ocular.
—¡Iván! —me regañó una vez estuvimos solos y apartados—. ¿Te volviste loco?
—Ya no puedo más ni contigo ni con tus mentiras ni con tus secretos ni con esta carga. Voy a confesarlo todo.
—Iván, tú...
El temblor de sus manos se hizo evidente cuando intentó pasarlas por su cabello. Apenas pudo tomar una corta inspiración sin desmoronarse antes de inclinarse sobre mí, hablándome en voz bajísima y desesperada.
—Tienes que pensar las cosas que haces, Iván. Vamos a la casa y hablemos. Si decides soltar a tu madre, lo haremos. La entregaré a la policía, lo que quieras, pero... No así. —Nunca lo había visto tan desesperado en mi vida—. No así. Hay que idear una historia creíble, conseguir un abogado, incluso tratar de negociar con tu madre. Pero no puedes venir aquí y traicionarme de este modo como si no hubiese sido algo que los dos acordamos en un momento desesperado, como si de repente yo fuera un monstruo, como si todo fuera mi culpa.
—Yo también voy a asumir la culpa, eso no lo dudes. Solo ya no puedo más, debí hablar cuando...
Él me cortó, molesto y decepcionado, mirándome como a un traidor.
—Sí, debiste. Y pudiste hacerlo. Te di las llaves y el poder de elegir, más de una vez. Muchas veces te he preguntado si quieres dar vuelta atrás y me dices que no, y ahora... me amenazas. Solo tenías que decirme esto fuera del trabajo. ¡No aquí! ¡No así!
No soporté verlo así, tan devastado, temblando sin control. El dolor le escapaba por los ojos, su propio hijo lo había traicionado con lo que más le dolía y atormentaba. Tal vez venía temiendo ese momento desde el día en que me uní a su secreto y me convertí en coautor del mismo.
Mi padre nunca me había hecho un daño más grave que mentirme, y yo era tan monstruoso y responsable como él. ¿Con qué derecho lo juzgaba? ¿En qué clase de hijo me había convertido si estaba dispuesto a jugar con las pesadillas de mi padre para conseguir escarbar en experiencias que él había preferido enterrar por catorce años?
—Papá, perdóname. —Me desmoroné, viendo todo con claridad, avergonzado hasta el hueso—. No vine aquí para confesar nada, creí que si te presionaba...
—¿Qué?
Su mirada. Casi no pude resistirlo. Sentí la repulsa, su decepción. Fue como si lo hubiese apuñalado.
—Iván, ¿te atreviste a amenazarme con eso, a venir aquí, a mi trabajo del que apenas puedo descansar, a jugar con eso que guardamos con horror, solo para manipularme?
—¡No te quería manipular! —Me excusé, aunque claramente era la única forma de definir lo que hice—. Solo se me ocurrió que era la única forma de hablar contigo.
Bajó la voz y se acercó más a mi rostro para hablarme con una mezcla de dolor y seriedad que no dio cabida a duda alguna.
—Te di la vida. Encerré a tu madre en el sótano para que no pudiera hacerte nada. Compartimos un crimen... escúchame bien, un crimen. Yo, el Capitán Garfio. ¿Y pensaste que necesitabas extorsionarme para hacerme una pregunta? Tal vez no lo sepas, Iván, pero eres mi mejor amigo, no solo mi cómplice. Te habría dicho lo que sea. —Tragué en seco los pedazos de mi corazón que me subieron a la garganta—. Ahora vete. Ve a casa y procura no volver a hablarme hasta... No lo sé, solo vete. No tienes idea del daño que has hecho.
Esa era la peor parte, que sí tenía una idea muy clara.
♧♧●♧♧
El silencio se alargó hasta tomar la forma de meses, la distancia entre mi padre y yo era fría y dolorosa. Nunca sabré si era en sueños que lo escuchaba llorar, nunca le pregunté si me odiaba o si solo seguía en pedazos, incapaz de reponerse y volver a confiar.
Luego de la charla con la señora Cleo me fue fácil relacionar los juguetes de la infancia de mi padre con Larem, no sé cómo antes no lo vi, si de donde veníamos no recuerdo una época en que alguien jugara con una locomotora de madera.
Era consciente de que no podía seguir a la sombra del conocimiento y que tampoco podía usar a mi padre como fuente de información. Había pasado mis primeros años en Larem jugando a los detectives sin asumir mi rol y responsabilidad. Si quería respuestas reales necesitaba esfuerzos arduos y planes elaborados. Solía sentarme a esperar a que Martina tuviese una idea, pero aquel día ni siquiera pensé en involucrarla en la mía.
No podía poner un pie en el pasado si antes no le daba un fin al más sencillo de los misterios, el que comenzaba con todo: el epílogo de Motivo para matar, el único que me diría el crimen de Alicia, mismo que acarreó desgracias y maldiciones sobre tantos otros inocentes. Y la única esperanza que tenía de darle un fin a esa historia era conseguir el libro, mismo que "Nadie" me reveló que su padre poseía.
No confiaba en el misterioso Pan, no confiaba en nadie con ese apellido, así que pedirle ayuda no era una opción. Empezaría mi primer trabajo detectivesco a gran escala por mi cuenta.
Mi padre habría estado orgulloso.
Conseguir el caserón de los Pan fue tan sencillo como sentarme en la plaza monumental a escuchar a las ancianas que se reunían como espectros del pasado arrastrados por la bruma.
Las observé un día, suficiente para saber que su interés más grande eran las palomas que no parecían temerle a la lluvia, así que al siguiente me aparecí con un sombrero oscuro, una gabardina ataviada con mis artefactos inseparables —lápiz, pluma, libreta y lupa— y me senté antes de que llegasen en el banco que siempre ocupaban, recluido en la esquina para no impedir que se acercaran.
Pasé cerca de un cuarto de hora alimentando palomas hasta que ellas se quedaron sin comida para las aves, así que amablemente y sin perder mi aura solitaria y misteriosa les ofrecí de la mía. En menos de diez minutos ya habíamos entablado una conversación donde ellas mismas dejaron caer los datos que yo necesitaba como si fueran necesidades propias y no producto de mi manipulación al hablar. Tenía más similitudes con mi padre que solo las físicas.
El caserón de los Pan quedaba en lo profundo de una depresión natural e inexplicable en la tierra desde donde se alzaba hasta alcanzar el tamaño de una torre. Estaba rodeado de árboles macizos que consumían todo su alrededor y asfixiaban toda su base con el abrazo de sus monstruosas raíces. Largas y esbeltas enredaderas se retorcían por los enormes peñascos que se apilaban uno encima de otro para dar forma a la agigantada construcción. Decir que me dejó embelesado y sin aliento sería ser demasiado vago. No sentí ninguna clase de aprensión al quedarme días y tardes enteras vigilando; incluso en las noches, cuando el espectro de la luna callaba la lluvia justo encima de su techo y derramaba su luz azulada y la escarcha de sus estrellas sobre las sombras proyectadas por los árboles, no sentí miedo sino la más genuina de las adoraciones.
Me aprendí cada muesca en la roca, y tomé notas por si mi memoria me fallaba. Memoricé cada espacio entre los árboles, el ancho de los arbustos, la profundidad de la depresión; el alto de la reja de lanzas que resguardaba la propiedad; la altura de sus varas metálicas, la resistencia y grosor de estas, la separación y el aproximado del filo de sus puntas.
Me aprendí los horarios, quién entra y quién sale, la posición de las ventanas, la cantidad de veces que una luz se enciende detrás de ella y el tiempo que dura encendida; cuándo se abren, quién las cierra, cuáles permanecen abiertas.
Mi guarida bajo la escalera en casa estaba repleta de planos, bosquejos y dibujos que iban desde la posible organización de la casa por dentro hasta de los únicos rostros que se asomaban fuera de ella. Además, estaba el borrador de al menos diez planes que me cruzaron por la cabeza a lo largo de mi acecho.
Pasó septiembre y con él mi cumpleaños. Ese día le dije a papá que yo le regalaría el liberarlo de la hipocresía, que no había necesidad de darme regalos. Esto lo ofendió el doble así que pasó toda la mañana sin hablarme.
En la tarde me arrepentí, fui a pedirle perdón y le dije que lo que no quería era una celebración, que si quería regalarme algo me hacía falta un telescopio.
En la noche se fue a trabajar y dejó sobre la mesa lo que le pedí con una nota de feliz cumpleaños y nada más.
Después de eso instalé mi cuartel de vigilancia sobre un alto roble de espeso pelaje no muy lejos del terreno de los Pan. Desde ahí había menos posibilidades de ser descubierto y gracias al telescopio podía mirar dentro de las ventanas mucho más de cerca los rostros que iban y venían, y todo lo que tuviesen en sus manos.
Descubrí que nadie entraba al casarón de los Pan y solo los más jóvenes salían, exceptuando a Peter, si es que este cuenta. La familia había perdido el prestigio más no la influencia monetaria, así que hacían inversiones en locales de ropa, discos, libros, comida y construcción. Mensual recibían un cargamento de cajas selladas por el logo de la empresa en la que invertían. Deduje que serían los suministros que les permitían una vida plena sin necesidad de moverse de los límites de su propiedad.
Las cajas las recibía siempre la misma mujer cada día, barrigona de piernas delgadas, uniforme de limpieza y cabello recogido en una malla; ningún otro adulto se asomaba por esa puerta y no abrían la reja. El mensajero de turno tenía su llave.
Me tocó hacerme amigo de las recepcionistas en la oficina de correos y gracias ellas descubrir que tenían un trabajador para cada día de la semana. Así que si una de las empresas hacía entregas un día jueves era turno de Bob, si la solicitud de entrega se hacía un lunes le tocaba a Flavio.
Escogí como víctima a Carl porque vivía en un sector aledaño al mío, La llovizna, y así se me haría más fácil vigilarlo a él y a su bicicleta.
En tres semanas me aprendí su rutina, lo que hacía todos los martes a la hora de una entrega y cómo procedía al franquear la propiedad de los Pan; todo mientras me tomaba un café, me cubría el rostro con un libro y la vista con la solapa del sombrero.
A la gente incluso le comencé a agradar. Todos me saludaban o se sentaban a conversar conmigo. Perdí la cuenta de las mujeres que me invitaron a entrar por una taza de café, un almuerzo o que me presentaban a sus hijos. Esto solo se intensificó mientras la navidad se acercaba, pero yo solo tenía en mi mente terminar el plan y había un par de cosas más que debía conseguir.
Para tachar los últimos detalles de mi ultra detallado e infalible plan necesitaba entrar a la relojería de Don Esteban.
Unas conversaciones con las personas correctas bastaron para hacerme una idea de cómo lo debía tratar.
Un día fui como un inocente muchacho dispuesto a botar su basura sin pedir nada a cambio, al siguiente entré justo en el momento en que su hijo lo abandonaba y fingí interés en cada pieza de su exhibición. Me mostró relojes de cuerda, cucús, de pared, de mesa, de bolsillo, de muñeca, ejecutivos, a prueba de agua, con los números al revés y de todas las formas, tamaños y colores habidos.
Dije que se me hacía tarde y volví la próxima mañana con unos pastelitos dispuesto a escuchar la cátedra del funcionamiento de cada pieza que usaba Don Esteban para el reloj de encargo en ese momento. Una semana más tarde fui con el dinero necesario para adquirir uno para mí entre todo el laberinto de relojes.
—¿Vienes por un reloj, Garfirito?
—Con que ya se conoce mis intenciones —dije con una sonrisa perspicaz.
—Todos te conocen.
—Nadie lo hace, en realidad, pero ¿a quién le importa? —bromeé en un alarde filosófico que más pretendía mostrarme como un divertido arrogante—. Sí, venía por un reloj. El problema es que necesito uno ligero, discreto y móvil. Y que le pueda poner una alarma.
—Necesitas un reloj de bolsillo personalizado con mecanismo de despertador.
Asentí, sonriente.
—¿Y para quién lo fabricaré? —preguntó mirándome por encima de sus anteojos—. ¿Un estudiante? ¿Un aventurero?
—No necesita fabricarlo, Don Esteban, con que me dé uno de los que tiene en exhibición que no cueste mucho...
—Tonterías, tú responde la pregunta y ya.
Sonreí de oreja a oreja, complacido, fingiendo haber sido superado por su insistencia, y a la vez desbordante de orgullo al responder:
—Para un detective.
—¿Detective, eh? Los juegos de ahora. Mi Sebas solo juega a dormir y a meterse en problemas con chicos grandes, tal vez deberían conocerse algún día.
—Tal vez, pero por ahora prefiero terminar de conocerlo a usted.
El hombre me dio la espalda para que no pudiera ver la sonrisa que ya se anticipaba sobre sus labios.
Pronto tuve la pieza hecha, una joya dorada brillante con una cadena del largo de mi antebrazo. Tenía un fino cristal como tapa que resguardaba números de tipografía elegante y curvilínea, misma que ostentaba mi nombre, grabado en la parte posterior junto al boceto de una pequeña lupa.
—Es... detectivesco —reconocí con mis ojos perdidos en el artefacto, maravillados.
—Nada menos para un Garfio.
—Vamos, Don Esteban, no me diga así —le insté—. «Nada menos para un amigo».
El hombre sonreía como niño mientras se fumaba una pipa con forma de Garfio recostado en su sillón. Yo me tomaba mi café humeante en la silla de al lado con un libro a espera de ser retomado en la mesita de noche. A Don Esteba no le gustaba leer, decía que sus ojos se cansaban muy rápido, pero no podía resistirse a que yo lo hiciera para él. Yo era su cine favorito.
—Muchacho, mi hijo está celoso de ti —comentó de a mitad de una pausa en mi relato.
—Bueno, tal vez así le preste un poco más de atención. Nuestros padres nos aman y lo harán por siempre, pero no es como si estuvieran en pausa esperando una limosna de nuestro afecto mientras nosotros vivimos nuestra vida por otro lado. —Me encogí de hombros—. Tienen derecho a tener amigos.
—Tú no eres hijo de Garfio, eres un engendro de Satán —contradijo el hombre, divertido, mientras me señalaba con su pipa—. Has leído demasiado, se te nota. Si no supiera que me estás utilizando te adoptaría.
—Señor, yo...
—Calma, niño. Tal vez yo también te estoy utilizando un poco para callar las voces de mi soledad.
Habiendo él confesado su fechoría no podía proclamarme como un ejemplo de moralidad sino como su igual.
—Me ha descubierto, Don Esteban. Pero no lo tome personal, son cosas que me exige el trabajo detectivesco. —Le guiñé un ojo—. Ya sabe, por la misión. Pero no se crea que eso le quita mérito a nuestra amistad.
—Eres un chiquillo diabólico —dijo él entre risas. Irónico, pues es lo que yo solía decir de mi amiga. Tal vez aprendí de la mejor—. Ojalá supiera yo cuál es esa misión que te tiene aquí desde temprano y hasta tan tarde tragándote el humo de una pipa, leyéndole a un analfabeta y tomándote mi café tan malo.
—Señor, no puedo revelarle mucho. Son los códigos detectivescos —aseguré con expresión solemne—. Y sin embargo, todavía hay una cosa que necesito de usted.
—¿Solo una? —bromeó.
Asentí, sonriendo.
—Pues habla, muchacho.
—Sé que usted no es cerrajero, pero...
—Veo que te has informado bien de mí, diablillo. ¿Qué tipo de puerta necesitas abrir? ¿Candado, pestillo o cerradura?
Y ahí estaba, la llave a mi verdadero problema. El reloj solo había sido una excusa, aunque preciosa y francamente útil.
—Cerradura —respondí al fin.
—Más fácil imposible. Tengo un líquido, debes inyectarlo en donde va la llave, esperar que endurezca y luego clavarle la uña y jalar. Ese será el molde, la llave te la hago yo. —Abrió los ojos, estupefacto de repente, pasmado por una idea que no había considerado—. ¿No vas a robar un banco, o sí?
—¿Aquí hay bancos? —pregunté con toda la inocencia angelical que pude reunir.
Don Esteban negó con la cabeza sin poder contener la sonrisa de sus labios.
—Si no supiera que luego de esto vas a desaparecer...
—¿Quiere que le diga la verdad?
—¿Es legal?
—Descuide —dije restando importancia con un gesto de mi mano—. Lo más probable es que luego de esta misión desaparezca por un tiempo. Pero le doy mi palabra de que la próxima vez que me vea tendré edad para tomarnos algo más que su café, y le voy a invitar yo.
Don Esteban me regaló de despedida una sonrisa triste.
—Quieres decir que no te veré hasta que cumplas dieciocho.
—Qué va, si papá empezó a tomar a los quince.
Esa noticia sí que lo animó. Esa noche nos desvelamos embriagados de risas y cafeína. Fue el último momento de paz antes de la tormenta que se avecinaba con apellido Pan.
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Espacio para que me dejen sus preguntas 👀
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