16: Como veneno en el café
La línea entre la curiosidad infantil y una intromisión peligrosa empezaba a desdibujarse. Que Alicia y Peter Pan se unieran por un hilo difuso no solo era en extremo impactante sino que acabó con la inocencia de nuestros actos. Ya no jugábamos, las ligas cambiaron y de pronto nos encontramos en medio de una investigación policial abierta que en el pasado aseguramos ignorar.
Martina quiso desistir, pensó que no valía la pena saltar al abismo por descubrir el final de un libro cuando la biblioteca estaba llena de otros miles. Yo insistía, cada vez más seguro de que algo grande podíamos descubrir, que jugábamos al escondite con las respuestas y que tarde o temprano, tal vez en el lugar más obvio, las encontraríamos.
Dejé de pensar en el final de Motivo para matar como el cierre de una historia y empecé a tomarlo como hechos vitales para resolver un enigma que lo abarcaba todo en mi mundo.
Jamás mencioné a papá mi visita a la comisaría, mas su actitud esquiva y meditabunda de los días siguientes me hizo suponer que lo sabía y que buscaba en su cabeza la mejor opción para proceder sin alertar a mi madre.
Esperé en vano una conversación temida que nunca llegó.
Tuve que acercarme yo a él, interceptándolo al verlo llegar del trabajo, pues no soportaba su indiferencia.
—¿Papá?
—Estoy algo ocupado, Iván —dijo por toda respuesta.
—¿Ocupado en qué?
Lo perseguí por el pasillo camino a su despacho, lo observé mientras intercambiaba su gabardina por una limpia, desempañaba el cristal de sus lentes nuevos con un pañito de microfibras y regresaba por donde entró.
—Tengo trabajo —aseguró poniéndose sus lentes.
—¿Fuiste a ver a mamá?
—Hoy no, estoy… —Metió el brazo en la manga de su gabardina—. Estoy apurado. ¿Vas tú por mí?
—Ehh… sí, después de mi cita.
Frenó en seco. Pocas cosas funcionan mejor en esta vida para salvar la distancia que se expande entre padres e hijos preadolescentes que inventarse una novia.
—¿Con la niña de al lado? —preguntó procurando ser cauteloso.
—¡Papá, qué asco! Martina es como una mamá muy pequeña.
—¿Quién es entonces, hijo?
Le sonreían los ojos. Me sentí mal por engañarlo, pero a la vez satisfecho del resultado de mi embuste.
—No te puedo decir todavía, es un secreto y todavía no la conquisto —mentí con una sonrisa inocente—. Deséame suerte, espero no meter la pata hoy.
Él me despeinó con un ánimo renovado mientras decía:
—Claro que no vas a meter nada. Bueno, tal vez… No, tienes catorce. Definitivamente no vas a meter nada. ¿Qué estoy diciendo? —Negó con la cabeza y alejó sus manos de mi cabello para meterlas en los bolsillos de su gabardina—. Me refiero a que te irá bien, hijo. No te preocupes. ¿Necesitas dinero, consejos o algo?
—No, lo tengo todo aquí. —Me señalé el corazón.
Papá asintió, vaciló por un momento pero al final se decidió por dejarse llevar. Me tomó en sus brazos, me dio un par de vueltas entusiasmado y no paró de besarme la frente hasta que recordó que debía irse a trabajar.
—Bueno —le dije a mi sala vacía luego de ver a mi padre marcharse otra vez— eso pudo salir peor.
♧♧●♧♧
Salí al nublado atardecer de gotas diminutas esperando que no me viera ni mi sombra. Para mi suerte ni mi amiga ni su madre o su gata diabólica se asomaron mientras pasaba medio disfrazado y a toda prisa por el frente de su casa.
Tuve la sensación de que el camino que recorría me extrañaba tanto como yo a el, el terreno más lodoso de Larem, sin una gota de asfalto, que acorazaba el monumento más divertido del pueblo: la locomotora.
La vida no se detuvo mientras yo estuve lejos, en pausa. Los niños seguían jugando como si nada hubiese cambiado, como si mi aislamiento les resbalara cual gota de lluvia en el traje del rubio que me acosaba. Las risas se fusionaban con el viento, sus agudas vibraciones tenían tacto; podían sentirse, pesarse, algunas incluso eran tan propias de un niño que tenían color.
Yo era un espectador de aquel circo de risas, incapaz de unirse, condenado a sentir y no vivir.
Casi esperaba conseguir a Claxon sentado junto al hueco en la estructura de la locomotora con su perpetua expresión concentrada, su caja de herramientas abierta, el contenido derramado en el piso y un invento a medio camino de impactar al público de la feria de ciencias donde sería anfitrión.
Me senté donde solía hacerlo como si nada hubiese cambiado, pensé que si lo hacía le vería alzar una ceja en mi dirección, estudiarme por unos segundos y volver a su invento al decidir que eso era más importante. Lo que conseguí fue desolación, un espacio vacío y profanado por las pisadas de niños inquietos que no comprendían el significado del lugar bajo sus pies.
No leí nada, no había nada que leer. No se puede empezar realmente un libro sin haber acabado otro, y yo todavía le buscaba un final a Motivo para matar. Sin eso, la vida era como un café envenenado: puedes tener hambre, sed, y esa delicia a tu disposición sabiendo que no puedes probarla sin que acabe contigo. La única opción es conseguir el antídoto y así dar el maldito sorbo.
Esperé hasta que apareció, con un traje azul claro y el cabello lamido hacia atrás. Vio directo hacia mi posición, por algún motivo él sabía que lo esperaría ahí aunque pareciera imposible. Fui a ese lugar para sorprenderlo en su terreno y el sorprendido resulté ser yo.
Me cansé del protocolo y los preámbulos y le seguí. Aunque solo veía su nuca pude imaginar una sonrisa leve en la comisura de sus labios mientras se alejaba un paso tas otro, con suma cautela, como si degustara el camino, mientras me conducía por el sendero hasta detenerse al pie del bosque. Me puse a su lado, con la distancia prudencial del acosado y no de quien acosa, y miré a los ojos por primera vez a Nunca Jamás, mi eterno rival en este juego de detectives.
Una cortina de luciérnagas hondeaba con el viento sobre la sombra de los árboles, esqueletos del pasado con cabelleras demasiado largas y huesos raquíticos. ¿Qué habría más allá del primer velo de oscuridad? ¿Qué sensación provocaría atravesarlo?
Mientras mis ojos abandonaban mi cuerpo para desplazarse al espíritu de aquellos insectos y volar con ellos, un roce frío que confundí con el aliento de la lluvia me recorrió la mano izquierda. Contuve la respiración cuando el efecto se convirtió en unos largos dedos huesudos que se cerraban contra los míos. No me volteé porque temí que mi rostro desnudara mis pensamientos antes de que yo mismo los entendiera, no lo hice porque no lo necesitaba para comprender que él había tomado mi mano.
—Las palabras que me enviaste con el pan… —probé a decir aunque sentía la garganta diminuta.
—Está en mi casa. Lo que buscas.
—¿Qué hay ahí que crees que busco?
Seguíamos agarrados de mano, seguí negándome a voltear.
—Preguntaste por Motivo para matar en la biblioteca. Sé que mi papá lo tiene en su biblioteca. El encuadernado es rojo y está cerrado con una correa dorada.
Asentí, aunque no entendí nada. ¿Por qué me contaba eso?
—¿Peter Pan es tu papá, no?
—Mi tío —corrigió—. Él no puede tener hijos.
Volví a asentir. Entonces sí pude mirarlo, con el corazón sin riendas como las emociones del cielo que de repente se derramaron con fuerza sobre nosotros. Todos los niños comenzaron a desaparecer, gritando, haciendo carreras a casa o al primer refugio que encontraran, pero él y yo nos quedamos ahí, sobre todo yo, que temía el final de ese momento.
—¿Quién eres?
—Nadie.
Me sonrió. Era la primera vez que lo hacía para mí, y fue con tristeza.
—Bien, Nadie, ¿cuál es tu nombre? —insistí ceñudo, ignorando el peso que mi gabardina ganaba con el torrente lluvioso.
—¿Has entrado a Nunca Jamás?
—¿Perdona?
El cielo parpadeó de pronto y no quedó una sola luz que nos rodeara más que la que emitían las luciérnagas danzarinas. La lluvia se me metía por los lentes y me picaba en los ojos.
—Nadie ha entrado a Nunca Jamás —respondí.
Esta vez su sonrisa fue más bien de complicidad.
—¿No te dije ya que yo soy Nadie?
—No. —Negué, todavía consciente de que nuestras manos seguían unidas. Tenía la salvedad en mi mente de no estar correspondiendo aquel húmedo roce, junto a la inquietud de no pensar en detenerlo—. Me estás mintiendo. Estarías… perdido. Serías un Niño Perdido.
Bajó la cabeza, me soltó la mano y la escondió en las profundidades de su bolsillo. Me costó darle una explicación a su comportamiento, solo pude una vez él mismo se explicó.
—No sé qué pasa, por qué a ellos y a mí no —relató, más frío que el agua que nos recorría, con la mirada distante—. A veces pienso que es circunstancial, que sucede solo algunas veces y que otros han tenido la mala suerte de estar en el momento equivocado. Pero yo voy, y siempre salgo igual. Nada me pasa. Nunca Jamás me llama, como si la tierra bajo mis pies palpitara. Es su corazón, y yo soy el único con el poder para leer sus latidos.
El horror de comprender a la perfección lo que me decía se incrustó en mis huesos. Agradecí que me soltara la mano, de otra forma hubiese advertido cómo me temblaba.
—Me resisto a diario, sé que es cuestión de tiempo para que me pase a mí —siguió—. Pero vuelvo a caer. Poco a poco me voy acercando y cuando menos lo espero estoy aquí, a un paso de cruzar el bosque.
Guardó silencio un rato, calibrando el impacto de su siguiente confesión.
—Ese día él me siguió.
—¿De qué hablas?
—Tu amigo, Claxon. Me vio entrar a Nunca Jamás y fue detrás de mí. Quería saber por qué te miraba tanto, pensó que el tío Peter me enviaba… Traté de explicarle pero enloqueció, me dijo que me fuera y que no quería verme cerca de ti. Lo dejé solo, como me pidió que hiciera, y al otro día me enteré de lo que le pasó.
—¿Tú…?
—Pude haber sido yo —dijo con tristeza—. Siempre estoy tan cerca… pero nunca aprendo, el bosque me llama y sé que seguiré entrando hasta que el siguiente sea yo. —Me miró—. Esta noche volveré. ¿Entrarías conmigo?
—¡¿Qué?!
El miedo se triplicó en mis entrañas justo cuando un relámpago rompió el cielo, iluminando la escena con un matiz macabro que desbocó mi corazón.
Di un paso lejos de él, mirándolo con toda la indignación que sentía, asqueado por la tranquilidad que profesaba pese a sus inquietantes palabras.
—¿Estás loco, no?
—No, en serio. Traería el libro que buscas y…
—¿En serio crees que un estúpido libro vale más que mi vida, mi identidad y mis recuerdos? No me importa el estúpido veneno en el café, me lo tomo así y ya. Me he bebido suficientes cosas envenenadas en mi vi...
Por primera vez lo vi demostrar desconcierto. Fue leve, una ligera graduación al entrecerrar los ojos. Nadie habría notado la diferencia.
—¿De qué estás hablando? —cuestionó. No parecía alarmado por mi divague sin sentido, solo interesado.
—Aléjate de mí —espeté, un paso más lejos de su extraña presencia—. Mi papá es policía, si te vuelvo a descubrir observándome…
Extendió la mano como si quisiera tocarme. La aparté de un manotón pero me atrapó a mitad de acto. Dobló mi brazo y se pegó a mí hasta robarme la respiración, usó sus incoloros ojos hostiles para demostrarme en qué posición estaba cada uno y se pegó a mi rostro para susurrar con los dientes apretados las siguientes palabras:
—Sé perfectamente quién es tu papá. Sé todo sobre tu familia, incluso lo que no quieren que se sepa. Cuando cambies de opinión…
Lo empujé con el ímpetu de mi miedo. Al tenerlo lejos de mi espacio pude respirar tranquilo al fin.
Sus palabras solo empeoraron la desazón en mi ser y multiplicaron mi paranoia. ¿Sería posible que supiera lo de mi madre en el sótano? ¿O había algo más, algo que ni yo sabía?
—Repito: si te veo cerca de mí, hablaré con mi padre.
Me alejé corriendo de mis propios miedos con la sensación de que el chico me perseguía. Pero era imposible, ¿no? No lo vi salir del sendero, tenía que seguir ahí.
Sin embargo nunca me deshice de esa sensación de ardor sobre mi nuca que solo puede provocar la intensidad de una mirada.
Al doblar la última esquina para llegar a los terrenos de Casa Uno, vi una sombra que cruzaba en la dirección contraria. Eso podría haber sido normal, si no fuera la única persona cerca. Lo habría pasado por alto si el desconocido, al voltear a verme de reojo mientras yo abría la puerta del barco, no me hubiese parecido familiar.
Era un hombre cualquiera y sencillo, pero los vellos rojillos en su barba lo delataron. Sí lo había visto antes, y en aquella ocasión fue mi amiga quien lo acusó de seguirnos.
Cuando al fin cedió el pomo de la puerta gracias a la llave, una mano se posó sobre mi hombro.
Grité y di tal brinco que casi se me sale el corazón por la boca.
—¡¿Estás bien?!
—Ah, eres tú. —Tragué en seco esperando con mi saliva llevar el susto al fondo de mi estómago—. Sí, papá. Todo bien.
—¿Es por tu cita? ¿Te fue bien?
Agradecí a Larem por tan oportuna salvedad.
—Sí, sí. Es que todavía no paso la emoción.
—¡Ese es mi Garfio! —Papá me cargó y me desordenó el cabello más de lo natural. Él estaba más feliz que yo con mi enamoramiento falso—. ¿Está por aquí cerca?
—Ehh… no, no. La acompañé a su casa en… —Dije el único lugar que conocí de Larem donde sabía que vivía gente gracias a Martina, el sitio donde estaba la casa de su primer mejor amigo: Eliot—. En Lomas del Viento.
—¿Lomas del Viento? —Se cruzó de brazos y me miró con una ligera admiración en su mirar—. Conozco a todos en Lomas del Viento. A ver, ¿cuál es su apellido?
—¡No te diré! Estoy pensando en mi siguiente jugada, ¿entiendes? Y no te quiero decir hasta que sea seguro, ¿entiendes?
—Entiendo…
Me guiñó un ojo.
Me dispuse a entrar después de él, pero otra pequeña personita me detuvo, esta vez sin pretenderlo.
No esperaba ver a mi amiga llegando tan tarde a su casa, sin Brillantina, y abriendo cual amaestrado ladrón. Decidí jugarle una pequeña broma para medir sus nervios: le hice lo mismo que papá a mí.
Apenas la niña sintió mi tacto en su hombro reaccionó como un ninja. El primer golpe me hizo sangrar la nariz, tuve que usar mis manos para apretarla y aliviar la explosión de dolor, pero al hacerlo dejé mis ojos sin escudo y los cristales de mis lentes pagaron el precio. No los vi astillarse, pero sí los sentí caer sobre mis zapatos.
Intenté explicarme, hacer un ruido que delatara mi voz para que mi amiga frenara su ataque, pero en su adrenalina no se detuvo y lo próximo que supe fue que tenía la cara enterrada en el asfalto mojado y los brazos atados en la espalda.
—¡¿Iván?!
—No, Santa Claus.
—¡Por Dios, Iván! —Me soltó con tal bastedad de comí tierra—. ¿En qué estabas pensando?
—¡Estás loca! Eres una niña loca. Loca, Martina. Ve a terapia. —Escupí la lluvia y la suciedad de mi boca—. ¿Me vas a explicar de dónde vienes tan nerviosa?
—Yo no estoy nerviosa.
—No, si casi me trago el asfalto es porque tienes los nervios súper controlados, desde luego.
—Cállate, Iván. Yo estoy bien.
—No lo dudo, si el que dejó los dientes en el piso fui yo. —Me sacudí al levantarme. A Martina le temblaban las manos—. ¿Me vas a decir de dónde vienes o no?
—¿Y tú? ¿Tú de dónde?
—Ay, no me cambies de…
—Si tú no puedes confiar en mí entonces no me exijas nada. —Se puso seria—. Entra a tu casa y descansa, mañana tendremos un día largo desde temprano. Ya localicé la mujer de la que hablaban los hermanos Twee, es una anciana que daba clases en el viejo colegio, el que se incendió, eso significa que debe conocer la vida hasta del presidente de la república. Mañana le haremos una visita.
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Nota:
Como siempre me gustaría saber sus opiniones del capítulo. Y una cosita más, este está dedicado a
CHERRY_DEBS por su cumpleaños. ¡Felicitaciones!
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