15: Hermanos Twee
«¿Quién te hizo esto, mamá? Dime qué debo hacer para sacarte».
Practiqué, no menos de cien veces, esa mentira.
La sumaría a esta narración y conseguirá lo que nadie: borrar el pasado, hacer de una terrible verdad una mota de humo invisible solo existente en mi consciencia. ¿Quién podría dudar de mis hechos? ¿Quién negaría mi afirmación? En esta, mi historia, tengo el poder de Dios, que pinta la vida a su antojo, y borra toda mancha de su obra con la gracia de un movimiento de muñeca.
Hasta hace un segundo pensaba editar esa escena y agregar la frase del comienzo para dejarme como un hijo empatico y racional. Podría hacerlo, ejercer mi poder y mentir ahora que tengo la confianza de todos. Mas, no se preocupen. Desistí de esa idea.
Arriesgándome a escandalizarlos, les diré que vi a mi madre tirada en el suelo de rodillas, bañada por sombras de luz cobriza que demonizaban sus movimientos, con sus manos extendidas más allá de los barrotes en una súplica y una irónica mirada de alivio al ver a su niño y posible salvador; pero no la ayudé. Escapé.
No volví la mirada atrás ni una sola vez, ni pensé en regresar siquiera. La dejé, a oscuras, y me oculté en el despacho de mi padre.
Me senté en su sillón, no sin antes apagar con la yema de mis dedos las llamas del candelabro para no alertarlo de mi presencia.
Esperé, solo con mis pensamientos, y vagando a través de ellos me sentí malo por primera vez en mi vida.
Entré en un estado de enajenación tan diabólico que me hizo reírme a carcajadas de mí mismo en plena oscuridad. Por alguna razón me convencí de que era el autor de todos los horrores que presencié como espectador. Y eso no era lo preocupante, sino que no sentí remordimiento alguno.
Fingí fumar, sin cigarrillo ni fuego, y que me entrevistaba un monstruo de cera a mi espalda. Ya no le tenía miedo, el verdadero monstruo estaba encerrado bajo mis pies.
—¿Eres un buen hombre, Iván? —me preguntaba el monstruo.
—No, mi querido amigo. Ni siquiera recuerdo por qué, pero parece que soy muy malo —le respondía yo acompañado de una carcajada.
Cuando papá llegó al fin, el trance se rompió como suelen hacer los sueños tarde o temprano. Me vi tal cual era, y rememoré la imagen de mi madre arrastrándose sobre sus propias lágrimas en una jaula en tinieblas. Y lo vi a él, con las manos manchadas de sangre en la casa de al lado y me pregunté cuánta le pertenecería a ella.
—¿Fuiste tú?
No tengo idea de cómo hice para sonar tan tranquilo al enfrentarlo con tal cuestionamiento.
—Ella está bien. —Fue todo lo que dijo. Luego usó encendedor para incendiar las mechas del candelabro, y se quedó de pie al otro lado del escritorio.
—Estás vivo —señalé lo obvio.
Él suspiró, e introdujo sus manos en los bolsillos de su gabardina. No lo noté preocupado, pero tampoco estaba tranquilo. Había una especie de fatiga en él, y un minucioso cuidado a la hora de decirme:
—Quiero que me dejes explicarte, Iván.
—¿Fuiste o no fuiste tú?
Me temblaban las manos entre las pierna. Quería escuchar un «no», uno rotundo, aunque fuese mentira, y solo obtuve la bofetada de un asentimiento.
—Voy a liberarla y luego te mataré —mentí.
—Está bien, Iván.
Sacó las manos de sus bolsillos, alzándolas para enseñarme con transparencia que tenía unas llaves sujetas. Me las mostró por distintos ángulos, luego dio un pequeño paso al frente, cauto y sin movimientos bruscos para no alertarme, para luego dejarlas sobre el escritorio.
Cuando me miró a los ojos, se veía roto. Honesto, trágicamente honesto.
—Jamás quise llegar a esto, y ni siquiera sé cómo explicar algo así, al menos no a ti. Eres la última persona a la que querría hacerle atravesar una situación como esta. —En ese punto me dio una sonrisa tan rota, tan frágil, que sentí que era el presagio a un diluvio dentro de él—. Solo escucha lo que pasó y luego… Luego la decisión es tuya.
Mi silencio fue mi respuesta.
—Hablamos, pero ella… ella ha pasado por mucho. Ella tiene lapsos extraños, por su pasado. Yo solo… no iba a permitir que te hiciera daño, nunca más. Y le dije que se acabó, que te trataríamos como a un niño normal, que… Le dije todo. —Se acomodó los lentes—. La discusión se acaloró, sacamos el pasado a flote y eso nunca es bueno con ella.
Empezó quitándose la gabardina. La dejó caer y siguió por la camisa. Al tener su torso desnudo frente a mí, dirigí mis ojos a la herida en su abdomen donde solo una gasa y varias tiras de vendaje le cubría, pero lo que más llamó mi atención fue la cantidad de hematomas, rasguños y mordiscos que cubrían casi por completo el resto de su piel.
—¿Qué…?
—Esa noche dije que la metería presa, que esta vez sí lo haría. Me golpeó con mis propios trofeos —Mi mirada viajó por instinto a la repisa de la pared. No quedaba ni la mitad de sus reliquias en su sitio, estaban tiradas por todos lados—. Se guindó a mí con garras y dientes… ¿Sabes por cuánto tiempo he amado a tu madre? —Se pasó las manos por la cabeza y exhaló aire como una bestia—. Iván, no podía.
Entonces se quitó los lentes, los arrojó lejos como si le apretaran, y se dejó caer de la pared al suelo para echarse a llorar. Lo dejé desahogarse por un minuto entero hasta que retomó su monólogo como si nunca hubiese parado.
—Meter a tu madre en la cárcel… —Rió sin gracia—. Lo habría hecho hace tiempo, vamos. Lo del encierro en el sótano fue su idea. Me dijo que le diera una oportunidad, que la encerrara esa noche para que no escapara y que lo meditara. No le toqué un pelo, no la forcé. Acomodamos todo juntos. Pensé que si le daba con qué cocinar, dónde recostarse y tal vez la apariencia de una casa decente no se sentiría tan feo dormir mientras ella…
Puede que lo imaginara, pero estoy seguro de haberlo escuchado tragar.
—Me dijo que estaría bien, que la dejara y que al amanecer se me pasaría la idea de llevarla a la cárcel, que pensara en la familia, en ti. Pero fue por estar pensando en ti que no la liberé enseguida, que lo pensé más que las últimas veces. Porque entendí que podría hacerte lo mismo, o… —Tragó en seco—. No fui a trabajar, la cabeza no me dejaba vivir. Hace unas horas me llamó a gritos, llorando, y suplicó una segunda oportunidad, pero me negué porque de esas le he dado miles. Le dije que estaba decidido, que la cárcel era el mejor final, y entonces… Soy tan débil… Mierda, mierda… Soy tan débil.
Temí que malgastara otra eternidad llorando, pero se repuso enseguida.
—Me pidió un último beso. Ella lo sabe, sabe que no puedo vivir sin ella. Me apuñaló. Y… aquí estamos.
No sé qué pensaba, imagino que esa información se perdió en el trayecto de mi vida. Pero sí recuerdo que al comienzo no le di más que mi silencio, hasta asentir y añadir:
—Necesito hablar con ella.
Mi padre ni siquiera levantó la cabeza que ocultó en sus rodillas para al fin echarse a llorar, solo señaló con un gesto trémulo la llave que puso en su escritorio con anterioridad.
Lo dejé con su consciencia y volví al sótano. Me paralizó el silencio, el orden y la tranquilidad de un lugar que antes se me había presentado como un calvario. La oscuridad ya no estaba, las velas de cada esquina se encendieron y me dieron claridad mental: ella siempre tuvo con qué encenderlas.
Si antes se arrastró por el suelo a rogarme y ahora me recibía sentada en un sofá con un aperitivo recién preparado entre manos, era porque en un principio tenía posibilidades de manipularme y hacer que la ayudara a salir; ahora, mi padre había tenido tiempo de contarme su versión, una versión que debilitaba las ventajas del shock de ver a tu madre en la cúspide de la miseria. Al parecer no era yo ni el único ni el mejor mentiroso de esa familia.
—¿En cuántas cosas más me has mentido? —espeté con ira al verla, mi voz al borde del colapso.
—Sí te amo, Iván.
A mi padre no pudo haberle dolido tanto la puñalada como a mí el fastidio con el que mi creadora pronunció aquello, lo único a lo que me había aferrado por toda mi vida.
—¿Alguna otra verdad que quieras decirme?
Me sonrió, como si ella supiera todo y yo fuese un insecto incapaz de entender nada.
—Que… el dolor físico se pasa en días, el psicológico no se va nunca. Tu papá es un dramático, técnicamente no le he hecho nada.
No me pude resistir gritarle, aunque era mi mamá, aunque no era lo correcto.
—¡¿Le hiciste todo eso y ni siquiera te importa?!
—A mí el único ser humano que me importa eres tú, y supongo que ya no vas a sacarme de aquí así que… —Se encogió de hombros—. ¿Esa es la llave?
Miré mis propias manos y me asusté, tuve la horrorosa sensación de que ella podría traspasar la jaula y arrancármelas.
—Hijo…
—¡No me llames así!
Temblaba más que cualquier otra vez en mi vida. Lloraba sin consuelo. No solo por todo lo que recién descubría, sino por las cosas en las que ella nos convirtió. ¿Quién le hacía algo así a una esposa o a una madre? Martina podía sospechar que mi familia ocultara cualquier cosa, la más turbia que su imaginación lectora le llevara a crear, pero ninguna sería semejante a tan oprobiosa verdad.
Tenía en mis manos el poder de acabar con el pecado, de abrirle las puertas del cielo a mi madre y que todo siguiera como antes, pero ¿no era eso que ella estaba viviendo, precisamente, un cautiverio más cómodo que el que ella misma me hizo vivir? Si alguien iba a liberar al diablo de su infierno ese no sería yo.
—Vendré a ver cómo estás mañana, trata de no matarte.
♧♧●♧♧
La transición de madre a mascota fue extraña, pero todos nos adaptamos pronto. Ella ya no hacía escándalos nocturnos, papá la visitaba con regalos en ocasiones y se cortejaban como si fuera la primera vez. Incluso llegaron a besarse o a darse un abrazo entre las rejas. Él nunca bajaba con la llave así que no había peligro de apuñalamiento, o a eso apostábamos. Algunas veces yo le leía y la mitad de esas ella incluso me escuchaba. Lo mejor era que podía mentirle para no herirla, decir que me iba a mi habitación a descansar mientras recorría Larem a mi antojo y parar de nuevo en el sótano para permitirle darme sus clases particulares. Casi logramos creer en la ilusión colectiva de que todo era normal.
Martina y yo nos hubiésemos reunido dos días después, pero ella encontró una mejor ocupación estando desaparecida.
Fui a su casa y, al preguntarle a su madre dónde estaba, la señora se alarmó y me preguntó si no había pasado el día conmigo «igual que ayer». Por supuesto, Marti y yo no nos vimos ni ese día ni el anterior, pero no podía decirle eso a su madre así que mentí por ella, dije que jugábamos al escondite y que se había ocultado tan bien que creí que la encontraría en su casa.
Desde entonces y durante siete días mi amiga tocaba a mi puerta, para pedirme que la cubriera con su madre y luego se perdía con una excusa barata y me aconsejaba no irla a buscar hasta la noche, lo cual nunca hice.
De pronto regresó como si nada, y la recibí como ella a mí cada vez que era yo el desaparecido: retomando el punto donde habíamos quedado.
Esa tarde de junio nos fuimos rumbo a la comisaría para hacer las preguntas que hacían falta, pero nos detuvimos en un singular café de camino para merendar algo y aclarar los pormenores.
Estábamos sentados en una de las mesas de afuera, junto a la ventana. Desde los banquitos hasta la mesa simulaban ser hongos, los puntos amarillos de la cabeza roja eran sitios de apoyo para los platos y sobre nuestras cabezas colgaba una sombrilla en forma de flor abierta, adherida de alguna forma al techo.
—Ese hombre nos sigue desde que salimos de tu casa —dijo Martina en voz confidencial con la cabeza detrás del menú.
Es cierto que desde hacía un largo rato no pude quitarme la sensación de que alguien me observaba; pero al girarme a ver al hombre que mi amiga señaló, un adulto de pelo castaño y apenas una incipiente barba rojiza, inmerso en una conversación amistosa con el encargado detrás del mostrador, me pareció bastante aleatorio. No lo había visto en mi vida, y no parecía interesado en nosotros.
—Estás loca —le dije a Marti antes de echarle un sorbo al granizado azul con trozos de fruta en forma de círculos que imitaba muy bien la temática de hongos.
—Que no. ¿Crees que Sherlock y Poirot hacían paradas por hambre en medio de una investigación? —Elevó una ceja—. Estamos aquí para despistarlo. A mí nadie me engaña y… ¿Cómo puedes comerte un granizado con este frío?
—¿Cómo puedes cambiar tanto de tema sin que se te enreden las hebras cerebrales?
—Calla y ayúdame a pensar en un plan para que ese no nos veo irnos ni sepa a dónde vamos.
Rodé los ojos.
—¿Sabes? Si lo que quieres es que no sepa a dónde vamos no necesitas mi ayuda, la experta en desaparecer eres tú.
—¿Y tú de qué estás hablando? —Aunque quiso sonar tan sorprendida como desinteresada, se notó a leguas que sabía sin dudas de qué le hablaba.
—Tus salidas secretas. ¿Tienes misiones sin mí?
—Tal vez. —Se encogió de hombros—. O tal vez no sea nada y tú estás… ¡paranoico!
—Ujum.
Me crucé de brazos y la miré con los ojos entornados. Era evidente que me ocultaba algo, la gravedad o profundidad de ese secreto era el verdadero misterio.
—Iván, tengo una vida más allá de ti, he estado… con amigos. O en la biblioteca.
«Y yo no tengo a mi mamá encerrada y jugando a la casita en el sótano».
Martina frunció el ceño y apretó los labios al darse cuenta de que mi escepticismo no menguaba y que le creía menos que al hada de los dientes. Con malcriadez y sin relajar su expresión ofendida desvió la mirada como quien anuncia que a partir de entonces se empieza la ley del hielo.
Al cabo de un rato se acercó un empleado, creí que para retirar los vasos, pero en cambio puso algo junto a mí en la mesa. Una hogaza de pan.
—¿Y esto? Yo no pedí nada más, si la niña malcriada, esa con cara de culo —la señalé—, es quien me pagó el granizado.
—No tienes que pagar nada. —El tipo me entregó un pedazo de papel doblado—. Es un regalo anónimo.
—Uuuuy.
—Ah, ¿ahora sí quieres hablar?
—¿Piensas que me voy a perder la oportunidad de molestarte por tu admiradora secreta?
—Cállate.
Ahora era yo el irritado, así que crucé mis brazos y pegué mis ojos a la ventana como si no hubiese nada más interesante en el mundo. De otro modo no lo habría visto, recorriendo el mostrador, mirando sin interés con la misma postura que lo hacía ver fuera de lugar, no perteneciente ni a este mundo ni a nosotros.
Miré el extraño, el rubio más pulcro de todas las historias que conocí, el más intrigante dentro de su peculiaridad; luego bajé la vista al supuesto regalo frente a mí. Un pan. Una imagen dice más que mil palabras. Aquél no era el mensaje, era su firma.
Desdoblé el trozo de papel sin dejar de lanzar miradas inquisitivas al chico Pan, y descubrí que solo contenía seis palabras. «Sé dónde conseguir lo que buscas».
—¿Y bien? ¿Qué dice? —preguntó mi amiga con impaciencia.
Si ella no estaba lista para confiar en mí yo tampoco lo estaría para acabar con mis secretos.
—Es de Brillantina —dije para molestarla—. Dice que te odia por no traerla y que ahora quiere vivir conmigo.
♧♧●♧♧
La comisaría era una parte de Larem que parecía momificada dentro de las entrañas de Motivo para matar, un caserón rodeado de nubes negras, piedra oscura que resistía contra las corrientes de aire y las avalanchas de lluvia que arremetían contra la fortaleza. Un montón de hiedra se retorcía y estiraba alrededor de la construcción, incluso penetrándola y volviendo a aparecer varios metros hacia arriba. Nuestros paraguas eran pétalos inútiles contra aquel viento, pronto tuvimos que entrar y sentarnos en la sala de espera fría y cavernosa, donde apenas una chimenea era el sustento de luz y calor de todos.
Un rato más tarde nos atendieron y accedimos al despacho de los hermanos Twee bajo la fachada de ser familiares. El espacio de ese par no tenía similitud con el de mi padre en casa, aquélla era la guarida que Drácula habría querido para sí.
Un cráneo al que le faltaba la coronilla almacenaba lápices, colores, plumas y pinceles; los libros sobre el escritorio de madera áspera eran todos de encuadernado gótico, una araña de velas colgaba del techo casi rozando nuestras cabezas y un cuervo negro pasaba su mirada de mi amiga hasta mí desde su posición en el hombro de uno de los oficiales.
Al vernos entrar no nos desmintieron, ninguno mencionó que la verdad era que ni teníamos parentesco ni nos conocíamos de nada. Simplemente nos observaron, dos adultos barrigones de cachetes abultados, idénticos y peculiares.
—¿Necesitan algo? —preguntó uno de ellos, el único de los dos que tenía sombrero.
—Por supuesto que necesitan algo, sino no estuvieran aquí —respondió el otro por nosotros.
—Tal vez están aquí pero no saben lo que necesitan.
—Tal vez quieren saber algo.
—O tal vez no saben lo que quieren saber.
—Tal vez saben lo que quieren saber pero no nos van a decir hasta que adivinemos.
—O tal vez no saben lo que quieren saber pero quieren que adivinemos para que les demos una respuesta que ni ellos saben que quieren.
—¿Estás tratando de decir que me manipulan porque quieren que adivinemos para que les demos una respuesta que ni ellos saben que quieren?
—Por supuesto que estoy tratando de decir que…
—¡Hey!
Si Martina no hubiese abierto la boca y puesto el orden, pronto me habrían tenido que llevar al hospital por sangrado en los músculos cerebrales.
—Nosotros sí sabemos lo que queremos saber.
—¿Ves que sí saben lo que quieren saber? —celebró el del sombrero.
—¿Y si nos dicen que saben lo que quieren saber solo para…?
—No —cortó mi amiga antes de que el debate se extendiera—. Estamos muy seguro de que sabemos lo que queremos saber.
—¿Son ustedes los únicos gemelos en la familia? —pregunté sin poder contener mi curiosidad.
—No, en todas las generaciones nacen dos Twee, y siempre nos ponen los mismos nombres.
Asentí, comprensivo pero intrigado. ¿Sería aquélla una normalidad genética o solo uno más de los misterios cuya única respuesta se puede dar es “Larem”?
—Pues vinimos a preguntar por un caso que le tocó resolver a uno de sus antepasados.
—¿Hablan del caso de Casa Uno?
—Pues claro que hablan del caso de Casa Uno, ¿de qué otro caso iban a hablar?
—Tal vez no hablaban de ese caso pero como lo mencionamos ahora tendremos que hablarles del caso.
—O tal vez…
—Sí hablamos del caso de Casa Uno —interrumpimos Martina y yo al unísono.
—Oh, ¿qué es lo quieren saber?
—¿Qué pasó?
Ambos hermanos se miraron, no sé si en busca de confirmación del otro o porque trataban de decidir quién respondería, al final habló el más cachetón, el que no tenía sombrero.
—Nosotros sabemos solo lo que se cuenta de generación a generación.
—Sí, solo eso —convino el hermano.
—Bueno —apuntó Marti—, pues da la casualidad de que su familia es la única que conoce la versión correcta, ya que su descendencia apresó al culpable. ¿No?
Los gemelos se miraron y luego asintieron.
—¿Entonces? ¿Qué pasó en Casa Uno?
—Alicia amaneció con un cadáver en su cama, vivía con… muchas personas.
—Sí, sí, muchas personas.
—Nuestros antepasados, los primeros Tweedledee y Twedledum, buscaban al enemigo en la ciudad porque la niña muerta era de afuera con la única pista de un sombrero, un cigarrillo y un pedazo de tela amarilla. Investigaban sus conocidos, las últimas personas que frecuentó, todo el que pudiera tener un problema con la pequeña. Mientras, en las intimidades de Casa Uno se culpaban unos a otros, y Alicia sacaba sus propias conclusiones. Un día sin distinción la chica se acercó a la comisaría y nos reveló que Cheshire, su compañero de negocios, la extorsionaba con unas fotos que le tomó cuando ella audicionaba para no sé qué película.
—Era una obra de teatro.
—Una película.
—Obra de teatro.
—Palícula.
—Tal vez era la obra de teatro de una película.
—O tal vez era la película de una obra de teatro.
—YA —gritó mi amiga, impaciente—. Alicia era actriz y él le tendió una trampa para conseguir fotos comprometedoras de ella.
¿Luego?
—Pero si todo esto ya lo sabemos, Marti —argumenté—. Alicia lo cuenta todo, dice que Cheshire tenía una caja de cigarrillos en su cuarto al que le faltaba uno, imagino que los gemelos Twee consiguen sus huellas en el sombrero y lo apresan. ¿Y la tela amarilla?
—Era evidencia inconsistente con…
—O sea, que no encajaba en su caso y la obviaron solo por cerrarlo —acusó Martina sin un ápice de tacto.
Por milésima vez los hermanos intercambiaron miradas.
—No sé qué…
—Solo díganos si hay una teoría… una corazonada al menos… que hayan guardado a través de los años en secreto.
El par se lo pensó un rato, luego fue el del sombrero el que habló.
—Cuando nos contaron lo que pasó entre la hija de Alicia y el señor Pan, se me ocurrió que…
—¡¿QUÉ?! —Martina me regañaría luego al menos cien veces por mostrar tanto interés perdiendo la ventaja, pero no pude contenerme—. ¿La hija de quién con quién?
—No creo que debamos decir nada —dijo el sin sombrero.
—No creo que debas decir que no debemos decir nada.
—No creo que debas decir que no debo decir que no debemos decir nada cuando sabes que no debemos. Puede tener relación con el caso abierto.
—¿Y qué hacemos?
—No decir nada más.
—No es necesario no decir nada más si todavía podemos decir algo sin decir nada.
—¿Y qué es ese algo que podemos decir sin decir nada?
—La dirección de la única mujer que puede contarles todo. Así no decimos nada, pero decimos todo.
Y fue así, en medio de ese trabalenguas, como el pasado y el presente de Larem se conectaron y mis dos obsesiones se transformaron en una sola.
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Nota:
Me estaba guardando esto con muchas ansias. Jajaja creo que todos los capítulos revelan algo importante, pero este tiene dos cosas de las que me gustaría saber su opinión: a, la situación con la madre, Garfio y la decisión de Iván al respecto; b, la mención de Alicia y que se relacione de alguna forma misteriosa con los Pan.
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