10: Pasado con rostro de basura.
—¡¿Tragiste a la hermana de Tinker Bell a que le diera clases a nuestro hijo?! ¿En qué estás pensando, Wendy? ¡¿Qué coño tienes en la cabeza?!
—A mí no me puedes decir nada, yo tomo decisiones sobre mi hijo sin consultarte así como tú le cuentas lo que te da la gana aunque yo te ruegue que no lo hagas.
Llevaban así toda la madrugada. Aunque hubiese querido dormir se me habría hecho imposible con esos dos insultándose.
—Ahora sí que te volviste loca, ya es definitivo.
—¡¿Loca?! ¿Quién fue el que le dijo a nuestro hijo la horrorosa noticia sobre su único amigo?
La almohada no amortiguaba sus voces ni su amargura, ambos eran perfectamente capaces de asesinarse en ese momento, con miradas, con palabras, con verdades. Yo solo quería que lo hicieran de una vez y me dejaran odiar mi existencia en paz.
Había llorado tanto que si exprimía la almohada podría crear un charco con las lágrimas que absorbió. Pronto la deseché para empezar a secarme el rostro con la cobija, la única que me había abrazado en meses. Observaba la vela, efímera de llama débil, mi única protectora en mis noches de mi miedo. A su alrededor todo era sombra y frío, pero ella me resguardaba incluso de los truenos que estremecían los goznes de la puerta.
Le dejé de temer a la lluvia. Comprendí que el torrente que se derramaba por el cristal de mi ventana desde donde se veía un universo gris como un océano embravecido, no era más que la manifestación de Larem, la manera en que sufría conmigo.
—Ah, ahora entiendo todo —escuché a mi padre manifestar con ironía amarga.
—Claro, el gran Capitán siempre resuelve los grandes misterios —respondió mamá en tono de burla—. Ilumíname, gran Capitán Garfio, ¿qué has entendido? A ver si al menos eso puedes hacer bien porque los casos que sí debes resolver siguen abiertos.
—Dices estupideces cuando estás a la defensiva. Sabes que hago lo mejor que... Olvídalo, esto no es sobre mí. ¡Es sobre ti! Trajiste a una Bell a esta casa. Y lo hiciste porque quieres revivir tu pasado. Tanto trauma que finges y mira...
—Eres un...
Di un respingo en la cama.
Se oyó un golpe fuerte que me tomó desprevenido. Luego, un montón de cosas comenzaran a caer, o a arrojarse, y entre la bulla distinguí los gritos enloquecidos de mi madre para que papá la soltara. Si tuviera que adivinar, diría que él la agarró para que detener su ira desatada, lo que explicaría las veces que mi padre repetía: «ya cálmate».
—Eres un maldito —chillaba ella. Estaba llorando—. Un maldito desgraciado. Te odio con mi vida.
—Wendy, por favor...
—¿Cómo te atreves...? ¿Cómo puedes recordarme todo eso?
—Wen, Wen... —escuché repetir a mi padre en todo conciliador, pero estaba agitado por el esfuerzo que hacía por retener a mi madre—. Hay que ser realistas. Tú nunca lo olvidas. Nunca lo olvidarás.
—Primero nos traes aquí... y ahora esto.
Jamás la oí llorar tan desconsolada, me tenía atónito, al borde de querer correr en su dirección y abrazarla a pesar de que estaba tan molesto por lo que recién había ocurrido entre nosotros.
—Tú fuiste la que trajo a esa mujer para que diera clases a nuestro hijo —decía mi padre, su tono adquiriendo un matiz acalorado—. No lo entiendo, y no puedes culparme por no entenderlo, Wendy. Si quisieras alejarte de tu pasado no te acercarías a la familia Bell de nuevo. Hey, hey...
Me sobresalté de nuevo al escuchar los ruidos que siguieron, e imaginé que la tomaba, con fuerza para que dejara de resistirse, y la abrazaba todavía más fuerte para que se rindiera en sus brazos.
—¿Qué nos pasó? —En ese punto la voz de mi padre sonó desolada—. Yo creí que podía hacerte olvidarlo, Wen. Te amé con mi alma... pero tú no lo olvidas. Tú nunca lo olvidarás.
—Vete... —Casi pude visualizarla empujándolo—... a la mierda.
♧♧●♧♧
Dije que esa misma noche revisé los papeles, pero no iba a hacerlo solo, extrañaba mucho a mi parlanchina mejor amiga.
Yo era un malcriado, gruñón y aburrido niño que desaparecía de pronto sin explicarse, y que volvía con igual improviso sin excusa alguna. Y ella siempre estaba. Fue de ese modo que asumí que, de hecho, sí éramos amigos. Los mejores.
Nada podía garantizarme que ella estuviera en su alacena bajo la escalera, lo lógico sería que durmiera en su cuarto como una niña normal que debe acudir a clases normales el día después, pero al llegar yo a mi guarida y tocar seis veces su ventana cerrada, ella respondió.
—Eres un asco de mejor amigo, Iván —me dijo limpiándose las lagañas de los ojos. Sonreí como nunca lo había hecho en mi vida. Sí que la había extrañado.
—Pero me esperabas.
—Claro, tienes la respuesta a mi misterio.
Volví a sonreír. Después de todo no era el único que decía verdades a medias para proteger sus sentimientos.
—Bueno, bueno —apuró ella—. ¿Vas a mostrarme qué conseguiste o no?
—Te vas a decepcionar.
Un maullido de Brillantina al otro lado me recordó su existencia y demostró su desacuerdo a la vez.
—Nada puede decepcionarme, ya con lo que acabas de decir me estás confirmando que sí hallaste algo. Así que yo tenía razón. Así que estoy satisfecha.
Puse los ojos en blanco. La irritación en su presencia jamás menguaba.
La ignoré y me fui directo al sillón pequeño que una vez introduje a mi guarida y jamás volví a sacar. Bajo el cojín de este conseguí aquellas hojas que tanto me habían tentado y repelido a la vez, al punto de mantenerme lejos de su escondite.
—Ten. —Se las entregué a la niña cuya mitad superior del cuerpo sobresalía de la ventana—. ¿Ves? Es papel. No había oro, ni un objeto antiguo e invaluable. Solo papel viejo y con olor a guardado.
—¿Eres estúpido, verdad? Ah, casi lo olvido: eres gafo.
—¡Ya deja de llamarme así!
—¿Pero cómo se te ocurre decir que no es nada porque no era oro? Estas hojas son el pasado. Nadie esconde papel solo porque sí. ¿No entiendes que lo que aquí tenemos es una máquina del tiempo?
—Sí, sí, ya —corté con fastidio—. ¿Qué dicen?
La niña alzó una de sus tupidas cejas, confundida y expectante.
—¿No las has ojeado ni siquiera?
—No.
—¡¿Pero dónde te metes la curiosidad tú?! Ese no es el espíritu de un querido Watson.
—¿Un qué?
—Ay, no inventes. ¿Tampoco sabes quién es Sherlock Holmes?
—Ah, sí, sí, ese sí. —Asentí y me crucé de brazos con mi mejor sonrisa de infranqueable superioridad—. Por las comiquitas.
—¿Te refieres a las caricaturas? —La niña chasqueó la lengua y negó con la cabeza varias veces para expresar su decepción—. Me das lástima, Iván, te creí menos... Pues, menos Iván. Recuérdame que te preste algo de Doyle.
—¿Ah?
—¡Arthur Conan Doyle, Iván! El autor de todas las obras de Sherlock Holmes. Ahora, déjame ver esto...
La niña movió la primera hoja amarillenta, la cual cubría otra casi igual de vacía, a excepción de un pequeño título escrito a máquina en el centro.
—Iván...
El tono de solemne alegría que proyectó la intrusa me dejó confundido. Sus ojos brillaban de la emoción, su boca celebraba abierta el descubrimiento, yo solo quería que me explicara qué no vi yo en esas tres palabras que hizo su corazón revolucionar de esa manera.
—¿Qué? ¡¿Qué?!
—E-es un manuscrito, Iván. Un...
Se lo arranqué de las manos. Tenía que verlo por mi cuenta desde un ángulo distinto.
Ahí estaban, solo tres palabras que llevaron a mi amiga al borde del llanto de felicidad: Motivo para matar.
—¿Qué es esto, Martina? —inquirí dándole la vuelta al papel mientras lo examinaba con una escéptica mirada crítica—. ¿Cómo sabías que ibas a encontrarlo aquí?
—Iván, responde con sinceridad... ¿Sabes algo acerca de esta casa?
Lo pensé un rato, incluso consideré mentir para no sonar ignorante, pero descarté la idea y negué con la cabeza, sumiso.
—De acuerdo. Yo te lo voy a contar. —Puso una cara de guerrero presto para la guerra y sonrió como nunca—. En Larem, como en tooodos lados, se cuentan historias, algunas son un invento de niños aburridos, otras son tradición. Leyendas, mitos. Hay muchas sobre Nunca Jamás, sobre el por qué se detuvo la locomotora... ¿Sabes cuántos años tiene esta casa, Iván?
—¿Muchos?
Martina me miró con cara de querer golpearme.
—Menos de los que crees siendo barco —espetó ella con la misma expresión disgustada—. Este barco es una sobreconstrucción.
—Pero... ¿qué saltamontes es una sobreconstrucción?
—Ay, yo te mato, Iván. ¿Saltamontes? ¿Qué clase de expresiones enseñan de donde vienes?
—¡La dije por ti! —Fruncí el ceño, indignado—. Es que tienes un gato llamado Brillantina...
—Gata.
—Eso. Y eres una niña. A las niñas pequeñas que le ponen Brillantina a sus gatos no se le dicen expresiones como las que enseñan en mi pueblo, se dicen cosas como... recórcholis o... saltamontes.
La niña bufó y rodó los ojos.
—Patrañas.
—¡¿Ves?! —exclamé, señalándola exaltado—. Dices «patrañas». Las personas que tienen gatas llamadas Brillantina y dicen palabras como «patrañas»...
—Son personas que leen.
Entonces fue mi turno de bufar.
—De donde yo vengo sí hablamos como se debe —repuse mientras me erguía de hombros—. Te enseñan palabras fuertes, palabras de peso, imponedoras.
—Si dices palabras como «imponedoras» en medio de tu defensa, entonces no me quiero imaginar cuáles son las expresiones de las que hablas.
La miré con cara de no haber entendido su punto.
—Que se dice «imponentes», gafo.
—Pues al menos yo sé decir coño y carajo. ¡Así que no me importa un coño lo que pienses, carajo!
Ella se quedó inmóvil, me contempló un minuto con los ojos entornados, casi podía sentir su condescendencia. Su mirada brotaba una única palabra: patético.
—Todo el mundo sabe decir coño y carajo, gafo —repuso—, si no escuchas a nadie repetir esas palabras es porque las reservan para ocasiones especiales o porque su vocabulario es amplio.
—Si bicibilirii is implii.
—Qué infantil eres. Cuando alguien responde así o con malas palabras es que ya no sabe qué decir. Te gané.
—Groserías.
—¿Qué?
—Que me vuelves loco cuando dices cosas como «malas palabras» o «caricaturas» —expresé haciendo ademanes frenéticos con mis manos—. Son «groserías» y «comiquitas». ¡Groserías!
Esa fue la primera vez que la vi carcajearse.
Duró tanto que temí que se asfixiara, o peor, que se orinara. Brillantina, motivada por la diversión de su dueña, se escabulló por el espacio entre su cuello y la ventana para saltar a mi parte del mundo y burlarse también de mí.
—Eres el mejor amigo que he tenido.
No esperaba escuchar eso, ni que sus palabras fueran suficientes para poner mis mejillas como una plancha encendida. No sé cuánto tiempo estuve así, petrificado, con los ojos abiertos de forma exagerada y con la mente en blanco, incapaz de idear una reacción.
La vi extender su mano por la ventana hacia mí, lo cual me dejó todavía más perplejo.
—Tenemos que estrecharnos las manos.
—¿Qué?
Era, en definitiva, la persona de ideas más raras que había conocido.
—Los mejores amigos tienen que ser aliados, y sus manos se tienen que conocer para cuando se necesiten. Tú y yo no nos hemos tocado las manos. Hasta que no lo hagamos no seremos mejores amigos de verdad-verdad.
—Yo... ¿Y si no quiero estrechar tu mano?
—¿Le tienes miedo a mis dedos?
—No, pero... Es ridículo —objeté.
—Es un código de confianza. Los códigos y la confianza no son ridículos.
Puse los ojos en blanco y suspiré con resignación, no iba a acabarse el mundo solo porque mi mano y la de la niña extraña hicieran contacto. La estiré, pero lento y dubitativo, lo que solo sirvió para impacientar a mi compañera y desesperar a mi corazón. Los nervios me tenían temblando así que actué con velocidad, en un cerrar de ojos y un fuerte impulso me abalancé sobre su palma para chocarla con la mía y desaparecer.
Pero ella la atrapó.
Tres segundos duró, pero fue suficiente para diferenciar un saludo de negocios de un trato de amistad, con mi mano secuestrada entre sus regordetes dedos y su sonrisa de dientes torcidos brillando.
La solté con prisa.
—Ya está. ¿Te arde? ¿O todavía no ha hecho efecto el veneno? —preguntó, satírica.
—Ja, ja, ja. Es que no me gusta... Puedes tener gérmenes.
Eso la hizo reír de nuevo.
—¿Yo? Solo hay que verte las uñas para saber con qué frecuencia te lavas las manos.
Por instinto las escondí detrás de mi espalda.
—Eres una niña tonta, ¿sabes? Ojalá te pegaras a los temas de los que tienes que hablar como te pegas a fastidiarme. —Con satisfacción, la vi apretar los labios, al fin le ganaba en algo—. Te desviaste.
—Yo sé que me desvié, ya iba a volver...
—Sí, sí, claro.
—¿Dónde me quedé? Ah, bueno, lo olvidé. Tendré que empezar de nuevo. —Suspiró y cerró los ojos para entrar en personaje de narrador profundo y místico—. En Larem, como en todos los pueblos del mundo...
—¡No, cállate! Decías que este barco es una sobreconstrucción.
—¡Oh, cierto, Iván! Qué listo.
Alcé mis ojos al cielo sin que ella se diera cuenta, cada vez se me hacía más forzoso soportar sus aires de sabelotodo.
—Por cierto, ¿desde cuándo usas lentes? Se te ven bien, pero cuando te conocí no los...
—¡Al tema, Martina!
—Está bien, ya. —Ahora fue ella la que puso los ojos en blanco, con la diferencia de que yo sí la vi, y la insulté. En mi mente—. Bueno, sí. Este barco fue construido encima de otra casa. La expandieron, le dieron forma de navío, pero la casa original nunca se destruyó. ¿Por qué crees que nadie había ocupado esta casa tan grande y hermosa antes de que ustedes llegaran?
Me encogí de hombros como única respuesta. La verdad es que me intrigaba tanto su revelación que no me atreví a teorizar nada.
—Porque le tenían miedo. Dicen que está maldita.
Ahí dejé salir aire de forma abrupta y despectiva por mi boca, quizá porque me parecía absurdo, tal vez porque temía creerlo.
—¿Maldita por quién? Es ridículo.
—Es verdad, es muy ridículo. Yo no me atrevería a pensar eso, pero son ideas que a cualquiera se le ocurre luego de lo que pasó aquí.
—¿Y qué pasó?
Me acerqué tanto a la ventana para no perderme ninguna inflexión en la voz o el rostro de mi amiga que nuestras narices se saludaron.
—La casa sobre la que se construyó este barco no era cualquier casa, Iván. Era Casa Uno.
—¿Qué... qué es Casa Uno?
—Cincuenta años antes de que la locomotora llegara al pueblo, antes de que las tragedias de Nunca Jamás le dieran su nombre, cuando la lluvia eterna vino en ausencia de la luz aquel jueves... Casa Uno era habitada por un grupo extraño de personas. Aquí se cometió un crimen terrible. Nadie sabe mucho más porque han pasado cien años, pero se sabe que algo pasó, y que si queda alguien con recuerdos de aquellos días jamás salió a contar la verdad, lo que incentiva la teoría de que tuvo que ser... algo turbio.
—¿Y crees...?
—Creo que ese manuscrito puede ser la declaración de uno de los involucrados.
—¿De-deberíamos leerlo?
—¡¿Cómo que si deberíamos?! Lo vamos a leer. Te dejo para que pases la noche con eso, mañana me lo pasas y lo leeré yo.
—Pero...
Mas no hubo tiempo de replicar, Martina cerró la ventana y desapareció para dejarme a solas con la voz de su relato, el escalofrío de la nueva información y el manuscrito de un crimen a mi disposición.
—Bueno... —le dije a las hojas apergaminadas sobre el escritorio antes de tomarlas—. Parece que ahora solo somos el pasado y yo.
Me senté en el sillón donde por tantos días oculté aquella verdad, por fin dispuesto a conocerla.
Moví la primera página envejecida y polvorienta, y dirigí mis ojos al primer párrafo.
De inmediato entré en trance. Apenas comenzaba, pero fui consciente de la presencia que se instaló junto a mí. La personificación de aquellas palabras, la figura incorpórea de un narrador que me susurraba al oído las palabras que me obsesionarían el resto de mi vida.
«Aquella noche, la primera que Alicia pasaba en quietud sin el martirio de sus pesadillas, la muerte durmió junto a ella».
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¡Amados detectives! ¿Qué piensan del hallazgo, los guiños, Martina, la discusión de los padres y de ellos en sí mismo?
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