La más alta imprudencia

Mitología griega

Mito de Dédalo e Ícaro


—¡Al fin seremos libres! —exclamé mientras mi padre terminaba de ponerme las alas elaboradas a partir de cera y plumas en la espalda.

—Recuerda, Ícaro, no debes ascender demasiado o Helios derretirá la cera. Tampoco vueles muy bajo o podrás caer debido a la humedad del mar, ¿entendido?

No comprendía por qué mi padre tenía que preocuparse siempre por todo. A veces resultaba tan molesto.

Estábamos a un paso de escapar de aquel maldito laberinto. ¿Acaso no podía estar alegre por una vez en su vida? ¡No! ¡Él era Dédalo, el gran arquitecto de toda Grecia!

—De acuerdo, padre —asentí.

Abrimos las alas a la par. De un momento a otro se alejaba de mi vista la celda de aquel monstruo que posteriormente había sido la nuestra.

La brisa acariciaba mis cabellos como si de los brazos de una madre se tratase. El viento parecía querer servirme de abrigo.

El cielo se había convertido en mi refugio.

Cerré los ojos con la intención de unirme a las aves en su danza diurna. Solamente éramos el aire y yo.

No pude evitar la tentación de dar un par de volteretas. Después extendí los brazos, aunque fuera inútil. Subía y bajaba. ¡Estaba volando!

—Ten cuidado, hijo.

Ahí estaban mi padre y sus consejos de nuevo.

Abrí los ojos.

—Ya lo sé, padre. Ya no soy un niño.

Lo vi sonreír, cosa que no solía hacer muy a menudo.

Entonces, el brillo del sol se postró ante mí. Habría jurado que el horizonte no era nada sino el regalo de un dios.

«Gracias, venerable Helios, por tal maravilla».

Hechizado por aquel fulgor, más poderoso incluso que las propias antorchas de Hécate, sentí unas inmensas ganas de acercarme a él; tan inmensas como el apetito de Cronos.

La libertad me llamaba ansiosamente... o tal vez era yo quien la llamaba a ella.

Sube. Sube. Sube. Sube, Ícaro. ¡Vuela!

—¡Puedo desafiar al mismísimo Céfiro! —grité al día que se cernía sobre mí.

—¡Ícaro! ¡Cuidado! ¡No te burles de los dioses! —me aconsejó mi padre.

Pero yo no escuchaba nada más que una pequeña voz en mi interior: un eco de rebeldía.

A medida que me aproximaba al sol, iba notando cómo cada poro de mi piel se veía envuelto en un cálido abrazo.

Fue un momento de paz, de la más pura serenidad, más pura que Hestia.

Solo un momento. De pronto, me encontré a mí mismo precipitándome al vacío. Estaba cayendo.

—¡Ícaro! — oía la voz de mi padre en un arrebato de desesperación— ¡Ícaro!

Adiós, padre.

Pero antes de que el mar pudiera tocarme con sus frías aguas, unas manos rozaron mi cuerpo.

A continuación, me vi incapaz de tomar aire, únicamente el sabor de la sal y el sonido de las olas entraban por mis cinco sentidos.

Intenté con todas mis fuerzas volver a la superficie, poniendo todos y cada uno de mis esfuerzos en mis brazos.

Lo logré. Estuve un buen rato tosiendo hasta que abrí la boca para llenarme de aire. Miré hacia arriba.

—¿Padre?

No hubo respuesta.

—¡¿Padre?! ¿Dónde estás?

Entonces, recordé aquellas manos que habían tratado de evitar que cayera.

No. No. Eso no había pasado.

Intenté volver a sumergirme, mas podría jurar que Poseidón pretendía retenerme en aquel lugar, impidiéndome volver con mi padre.

No pude reprimir las lágrimas, que casi se confundían con el agua cristalina.

Procuré volver a intentarlo. No hace falta decir que no tuve éxito.

Nadé, nadé y nadé. Aunque mis brazos no tardaron en cansarse. Me rendí a la corriente.

Cuando mis ojos se volvieron a abrir desconocía el número de días en los que el mar había sido mi refugio.

De pronto, divisé una porción de tierra. Una isla.

Recobré las fuerzas necesarias para retomar los veloces movimientos con la ayuda de brazos y piernas.

Una vez puse el pie en la arena, me adentré en la isla arrastrándome.

En ese mismo instante, contemplé a una linda joven que corría hacia mí. Mi cuerpo tembló al descubrir quién era: Ariadna, la princesa de Creta.

—¿Os encontráis bi...? ¿Ícaro? ¿Qué estáis haciendo aquí?

Comprendía perfectamente su sorprendido semblante, pues no era distinto al mío.

—¡Princesa! ¡Por los dos dioses! ¿Por qué razón os halláis en un lugar como este? ¿No habíais zarpado con Teseo? —le pregunté.

—Cierto, pero el muy desgraciado me abandonó aquí, en Naxos.

—Vaya, y eso que aparentaba ser más valiente —dije, todavía confuso.

—Como todos los héroes —soltó ella.

—Supongo que ambos hemos perdido a alguien especial en nuestro viaje —suspiré, desalentado.

—¿Queréis quedaros a comer y contarme qué es lo que os ha ocurrido? Voy a ver si consigo convencer a Dionisio de que os permita descansar aquí el tiempo necesario.

—¿El dios del vino está en esta isla? —inquirí algo sorprendido.

No obtuve respuesta, sin embargo, no rechacé la oferta de la princesa.

Aquel día pude disfrutar de una agradable comida en la isla de Naxos junto a la princesa Ariadna.

Narré todas las peripecias del fatídico viaje.

Y me di cuenta, durante mi estancia en aquel paraje, que echaba en falta algo. Puede ser que echara de menos los consejos y advertencias de un serio y nada divertido arquitecto.

A lo mejor solo necesitaba sentir el abrazo de un padre una vez más.

Solo los dioses lo saben.

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