Capítulo XIX: Memorias del Pasado
"Faraón..." había susurrado Seto Kaiba de rodillas frente a la imponente figura de lo que era un dios.
"¿Seto? ¿Qué sucede?" el joven faraón le miró sorprendido por un segundo ¿Era realmente el sacerdote Seto quien se encontraba frente a él? Pronto se dio cuenta de que no era así, frente a él se encontraba nada más y nada menos que Seto Kaiba. Se levantó rápidamente y se acurrucó frente al joven de mirada perdida "¿Kaiba? ¿Qué sucede?"
El mayor se dejó caer sobre los brazos del menor y este lo sostuvo, pronto el rey de oro entró en pánico al ver al mayor desmoronarse en sus brazos.
"Faraón..." el mayor le abrazó débilmente como un niño abrazando un peluche "No importa por cuantas vidas pase, no puedo vivir un día sin estar en su presencia... Todas las noches le ruego a Ra que me permita verlo... Los deseos de mi alma se contradicen con los de mi corazón pero no puedo seguirlo negando..."
¿Kaiba? No, Seto, el sacerdote Seto era quien hablaba a pesar de que la figura era del rival japonés residente de Ciudad Domino. Pronto el faraón lo comprendió, el alma reencarnada de su viejo amigo y sacerdote ansiaba regresar al paraíso con él.
"Seto..."
"Faraón... Mi faraón" pronunció de nuevo el joven aún con la cabeza hundida en el pecho de su señor y las manos aferrándose a su ropaje de oro y gemas preciosas "En esta vida y en las que vienen siempre voy a ser suyo, mi faraón..."
La mirada del faraón se hundió en la melancolía.
Atem despertó suavemente. Sus ojos se toparon con la oscuridad de la habitación de Yugi. Volteó y se encontó con su compañero del alma durmiendo plácidamente, tranquilo y sin preocupaciones.
Se levantó procurando no despertar al menor y se dirigió al pequeño escritorio que Yugi tenía frente a la ventana. Afuera se podía observar la luna brillante, no había ni una sola luz en los edificios y casas cercanos, así que el cielo y sus astros eran los protagonistas. Aún podía recordar las noches en las que miraba la luna por el tragaluz en la habitación de Yugi en la tienda de juegos del abuelo, cuando la blanca luz lo bañaba y lo sumía en una melancolía que no podía explicar.
Y de vez en cuando su compañero se despertaba durante las noches y preguntaba...
—¿Faraón? ¿Qué pasa? ¿Está todo bien?— el chico se talló los ojos.
El mayor volteó —Todo está bien, Yugi, despreocúpate— le respondió, aunque nada estaba bien dentro de sí mismo.
—¿En qué piensas?
Atem regresó la mirada hacia la ventana. Antes solía salir del rompecabezas pensando que tal vez encontraría respuestas a su melancolía. No sabía qué parte de sus recuerdos era la que le causaba dicha angustia y sentía que necesitaba averiguarlo.
—No estoy pensando en nada, vuelve a dormir, no es bueno desvelarse.
Aquellas noches en las que el rompecabezas era frustrante y tedioso, cuando deambulaba por los peligrosos pasillos de su mente en los que más de una vez estuvo a punto de morir. A veces el faraón se sentía claustrofóbico y se hundía solitariamente en un sufrimiento que no podía explicar porque simplemente no lo recordaba.
—Pero tú también te estás desvelando, ven a dormir— rogó el menor.
Sintió cómo si una pieza encajara la primera vez que miró a los ojos a Seto Kaiba, cuando logró discernir que al joven castaño también le faltaba algo.
—Iré en un momento.
Algo importante, algo que a él también le faltaba, algo que necesitó y seguía necesitando aún después de cinco mil años de incertidumbre.
—Bueno... ¿Seguro que estás bien?— preguntó el pequeño Yugi preocupado por su amigo.
Y la respuesta había llegado junto a sus memorias, una parte de sí mismo que mantenía en secreto de todos, incluso de Yugi ¿Por qué?
—Estoy bien— respondió como siempre, como todos los días, como era costumbre.
—Está bien, pero no te desveles demasido ¿Ok?— dicho esto, Yugi se arropó de nuevo y volvió a dormir.
El faraón sonrió cansadamente. Pronto regresó a él el calor del desierto, no obstante, dicho calor no era nada comparado con el tacto de su sacerdote cuando este se dejaba caer sobre sus piernas, antes de que toda la catástrofe sucediera y en la soledad del salón del trono.
"Siempre voy a ser suyo, mi faraón..." dijo el sacerdote Seto jurando lealtad eterna.
"No digas tonterías, en algún momento ya no lo serás, cuando finalmente tu alma deje este mundo" respondió Atem acariciando los cabellos del muchacho.
"No, cuando yo muera y mi alma viaje por el limbo destinada a reencarnar en el cuerpo de otra persona, voy a buscarle, haré lo que sea necesario con tal de estar de nuevo a su lado, aún si termino deteriorándome en mi búsqueda" juró Seto sobre las piernas de su señor.
"Seto, mi vida en el mundo mortal es efímera, la tuya por otro lado, será larga, vivirás muchas vidas y aprenderás mucho, no me busques pues en algún momento tú y yo nos veremos de nuevo, aún si Ra colapsa sobre la arena del desierto y se seca el Nilo, no se puede romper lo predestinado, yo estaré esperando pacientemente tu llegada en el paraíso, así que no me busques, no podría soportar verte desfallecer por mí"
"Mi señor, le ruego me comprenda" exclamó el sacerdote levantando la mirada, pronto se incorporó para poder alcanzar el rostro inmaculado de Atem y sostenerlo entre sus manos "Dejaría a Ra colapsar y permitiría que se seque el Nilo, aún si Seth destruye su pueblo, dicho sufrimiento no sería comparable al que sentiría si usted me faltara"
El faraón se inclinó y topó su frente a la de su sacerdote y se mantuvo en silencio. Tomó la mano del mayor, sabía que no había palabras en el idioma egipcio que le hiciera cambiar de opinión.
"Que suceda lo que Ra quiera y esperemos que a ambos nos favorezca"
Mientras miraba las estrellas, Atem se preguntó si Kaiba recordaría a la mañana siguiente, la visita que le había hecho esa noche.
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