Capítulo XXX
Estaba todo oscuro.
Había luces que parpadeaban, intentaba cogerlas y desaparecían.
El color negro se hizo más denso, contrayéndose y extendiéndose, pudo ver que tomaba formas. Un escritorio al fondo, una estantería llena de cajas, una ventana tapiada...
—Aún no lo sabe.
Elise empezó a gritar, mirando directamente las cuencas sin ojos de Alisa Grace Manor.
—¡AÚN NO LO SABE!
Cogió aire, todo lo que pudo.
De repente silencio.
La tragó la vacuidad, en el eco de su mente. Poco a poco, la oscuridad fue apartándose y el túnel de luz se hizo más grande.
Primero pensó que estaba en una celda de comisaría, pero olía a madera y cuero, ese silencio era el crepitar del fuego.
Estaba al lado de la chimenea, en casa.
Volvió a mirar al techo, cerrando los ojos con angustia al palpitarle las sienes. La boca le supo a cobre.
Con una mano temblorosa, barrió un rastro de sangre bajo su nariz.
¡Crack!
Ahogó un grito, incorporándose.
No había nadie más con ella, el cielo se había apagado y la única luz que tenía era el fuego. A través de los ventanales pudo ver el campo agitándose con el viento. Venía una tormenta.
Se levantó respirando por la boca, cayendo sentada cuando se levantó por primera vez. En el segundo intento pudo ponerse las bailarinas y la manta de lana sobre los hombros para ir a tocar el interruptor.
Lo hizo un par de veces, pero la araña del techo seguía ignorando sus intentos.
¡Crack!
—¿August? —Preguntó a la nada, mirando hacia el pasillo a oscuras—.
Arrastró los pies hacia el ruido. De memoria supo encontrar el mueble con velas que ya preparaba para noches como esa.
Frotó la cerilla contra la caja y una llamarada la iluminó un instante, reluciendo en la sangre de su nariz.
Cogió el portavelas tiritando, haciendo oscilar las llamas. Su pelo, trenzado y encrespado, proyectaba una sombra deforme de Elise en el suelo.
Dio otro paso hacia las entrañas del pasillo, recordando el disparo, el cuerpo del perro, el charco de sangre en la alfombra.
—¿Heimdall? —Lo llamó, con lágrimas en los ojos—. ¡Heimdall!
No hubo patas rascando la madera, ni ladridos, ni nadie llegó hacia ella.
—Lo siento. —Se cubrió los labios—. Lo siento.
Siguió caminando, y pisó algo que crujió.
Al agachar la cabeza vio el ramo de orquídeas bajo sus pies. ¿Acaso estaba muerta y esa sería la eternidad que le esperaba? ¿Su hogar a oscuras y frío?
Un atisbo de luz irrumpió sus pensamientos.
Titilaba en el techo y la pared desde el otro lado de una puerta.
Elise corrió como una polilla, abriendo del todo para encontrarse con una mujer morena, de ojos arrancados y sangre en el vestido, que lloraba.
Cerró de golpe.
Jadeó un par de veces, tratando de coger todo el aire que pudo, cerró los ojos con fuerza hasta que volvió a ver lucecitas de colores.
Luego, con la piel de gallina bajo la ropa, abrió de nuevo, mucho más lentamente que antes por si volvía a aparecer y debía huir, pero esa vez no hubo nada.
Solo escaleras que bajaban al sótano.
La llama que venía de abajo escupía algo de claridad hacia los escalones, que se retorcían hacia la derecha.
—¿Anthony? —Murmuró, temblando—.
Miró hacia abajo, solo sombras y polvo.
—¡Anthony!
Gritó por él, lo invocó, para que le explicara qué acababa de pasar o la tirase por esas mismas escaleras, quería acabar ya con esa pesadez sobre sus hombros.
Ya no necesitaba vivir sufriendo, no podía seguir esforzándose para autoconvencerse que valía la pena vivir. Quería volver a esa oscuridad tranquila.
Clonc, clonc, clonc.
Elise bajó el primer escalón. En una mano el candelabro, con la otra sosteniendo la manta envuelta en su pecho.
Llegó al sótano con un deja vu que le sacudió los huesos. Vio la cuerda de la bombilla meciéndose en el aire y tuvo un mareo doloroso, cayendo hacia uno de los pilares de carga.
—¿Qué haces aquí?
Gritó y saltó hacia atrás al ver un hombre salido de la nada, podía ser una materialización de sus recuerdos.
Gafas. Bata de médico. Francis Omens estaba ahí.
—¡Vete! —Intentó apartarse, rozando el último escalón que apenas había bajado—. Estás muerto. ¡Déjame ya, por favor! ¡Vete!
—¡Elise! ¡Soy yo, soy yo!
Unas manos le tocaron los hombros, mojándola con algo viscoso y frío como el metal.
—August. —Lloró—.
Dejó una mano sobre la suya, mirándolo a los ojos. Tomó bocanadas de aire, con el corazón en la garganta y lágrimas como alfileres. Era él.
Era él.
—August. —Lo abrazó, apartando el candelabro que temblaba—. ¿Estoy muerta? ¿Puedes acompañarme aquí también? Tengo frío.
—Tienes que volver arriba.
También la abrazó, pasando un brazo firme por su espalda.
—No, no, no.
Elise encajó la cabeza en el hueco de su hombro y su cuello, inspirando un olor a sudor, a polvo y tierra.
—No puedes estar aquí abajo. —Le dijo con total honestidad, y aún así sin poder soltarla si era eso lo que quería—.
—Si tú estás aquí, estaré aquí.
—Vuelve, por favor. Subiré detrás de ti.
—Me estás mintiendo. Siempre sé cuando me mientes.
—Ayfuda...
—¡Elise! —La cogió de los brazos, girando posiciones. Ahora él estaba de espaldas a la escalera, y las llamas de las velas le iluminaban la cara. Se le escapó suspirar—. Oh, Elise...
—August. —Susurró ella su nombre, ahuecando la mano para acariciarle la mejilla—.
—Tienes que irte.
—¿Por qué?
Le limpió con los dedos las marcas de sangre que tenía en la cara.
De pronto algo le cogió el tobillo, una mano fría, áspera de un muerto. Gritó y se quedó inmóbil, fue August quien la devolvió a las escaleras. Sin querer, tropezó y el candelabro cayó al suelo, haciendo que las velas se apagasen.
Un escalón se clavó en sus costillas, pero su cuerpo ya no reaccionó por ella. Se quedó tendida mirando lo que tenía delante.
—Ayfuda...
Un cuerpo amorfo entre la poca luz que dejaba la llama del fondo, vomitando sangre y arrastrándose por el suelo.
—Ayfuda por favor...
Al lado, más apartado, una bolsa negra de basura apoyada contra la pared, repleta de alguna cosa.
Elise se cubrió los ojos con fuerza, jadeando por aire. No era real, pero era tangible.
Era el infierno.
Empezó a llorar tras su mano.
Cuando ya no escuchó nada, apartó un poco los dedos, asomándose, pero de repente ya no había nadie.
Solo el vacío, la llama eterna oscilando en el fondo del sótano.
Se levantó gimiendo de dolor. Se sostuvo el costado para inclinarse hacia dentro, hacia lo que la llama no podía iluminar.
—Pefdón...
Un balbuceo ahogado.
Los ojos le salieron de las órbitas al ver esa imagen grotesca, todavía bajando de ese subidón de adrenalina.
Era Anthony, en el suelo, tendido en un charco negro.
—Mafame. Mafgame...
Levantó el brazo derecho, solo unos centímetros, y de repente una hacha bajó directa hacia su frente.
Elise gritó con el sonido del hueso abriéndose, girándose hacia las escaleras para volver arriba, arrastrándose por los escalones a cuatro patas.
—Elise. —August apareció detrás suyo, cogiéndole los brazos—. ¡Elise!
Se zafó cómo pudo de lo que intentaba retenerla, haciéndose pequeña entre dos escalones de piedra con los ojos ahogados en lágrimas.
August levantó sus manos empapadas de rojo, quedándose un escalón más abajo que ella.
—Lo siento. Lo siento... Te he dicho que volvieses arriba.
Elise se cubrió la boca con ambas manos para no gritar, mordiéndose la lengua. Meció la cabeza de derecha a izquierda.
—¿An-An...?
—Tranquila.
Se arrodilló a su altura, cogiéndole la cara para limpiarle las lágrimas con un trapo.
Elise miró algún punto detrás de él, tiritando.
—Para. Para, para...
Negó frenéticamente con la cabeza, apretando el cuello de su camiseta.
—¿S-Si-Si...? —No le salían las palabras—.
—Si se iba de esta casa, iba a detenerte, quería hacerte daño. Otra vez.
—Oh...
Sollozó, queriendo gritar pero no tenía voz.
—¿Lo has...? ¿Has...? —Balbuceó—.
—Lo siento, no deberías haberlo visto.
—Oh, Dios mío.
Lloró, incrédula, en el infierno.
—Ya has oído lo que quería hacer contigo. —Su voz llenó todo el sótano—. Solo por un error que cometiste cuando eras joven, antes de que tu novio intentara matarte atada a una silla. ¿No crees que ya has pagado suficiente?
Ladeó la cabeza para buscar sus ojos en la penumbra.
—¿No crees que tienes más derecho a vivir que ellos?
—La bolsa. —Levantó un dedo tembloroso, apuntando detrás de August—. La bolsa...
—No importa lo que haya en la bolsa, Elise, escúchame.
Intentó girarle la cara, que lo mirase para que dejara los fantasmas a su espalda. Y eso hizo, jadeando y sollozando, mirándolo directamente a los ojos.
—Yo te creo. —Le susurró él—.
Elise negó aún convaleciente, hasta que le tembló el labio inferior y lo abrazó, apretando la mejilla contra su hombro para que él le rodeara la espalda con fuerza.
Lloró un rato así, sin soltarlo.
Cerró los ojos al notar su corazón latir contra el suyo, cerrando los ojos para no ver dónde estaban.
Porque estaban vivos.
¿Qué habían hecho?
—Pensaba que Anthony me había matado. —Confesó en voz baja, tiritando—.
—No lo ha hecho.
—He tenido una pesadilla. —Susurró, de repente tan cansada—. Con Alisa Manor.
August suspiró.
—Yo también.
—Gideon... —Se separó de él, con el pulso acelerado y la mente difusa—. Tengo que saber cómo está. ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
Levantó el brazo, buscando a tientas el pasamanos para levantarse.
—No lo sé.
—¿Qué?
—Tú ve con él.
A ciegas subió un escalón de piedra antigua, más antigua incluso que su tormento, pero vio que August no la seguía.
—Vámonos. —Hizo un ademán—.
Volvió a escucharlo suspirar de manera amarga.
El aire ahí abajo era más viscoso y frío, estancado como la sangre que se coagulaba en el suelo. Si Elise no se iba terminaría desmayándose otra vez por la angustia. Necesitaba salir.
Sin embargo, él no parecía perturbado. Estaba en pie, recio, como si perteneciera a ese mundo.
—Aún no.
Miró hacia el cuerpo y luego a ella.
Elise miró hacia arriba, hacia la puerta, pero se resignó y le dio la espalda.
—Te ayudaré.
—No. —Negó una vez con la cabeza—.
Ella bajó las escaleras, sosteniéndose el vestido.
—¿Qué?
—No vas a tocarlos.
Se apartó, dándole la espalda.
Tocarlos. A los cadáveres.
Sus palabras fueron como yeso, separándola casi físicamente. Siguió en pie en el último escalón, con la mirada empañada de lágrimas que le calentaron la piel.
Estaban cálidas, por lo mucho que habían esperado por salir.
—¿Que Anthony ha hecho qué? —Se relamió el dolor de los labios—. Es mi amigo, Elise.
August paró.
—Sé que te gustan los vestidos cortos, pero si no quieres que te mire no deberías ponértelos. —Sollozó, casi atragantándose—. Si lo denuncias le arruinarías la vida a sus hijas, a Flor. No volvería a encontrar trabajo.
—Cállate. —Le pidió, honestamente—.
—¿Te duele? —Siguió, apretando los dientes—. Que no te duela, cállate.
—Elise, joder, cállate...
Acabó susurrando, apoyándose en el muro de carga.
—Me preguntó cuánto dinero quería. —Murmuró ella—.
August sacudió la cabeza.
—Elise... —Miró al suelo—.
—Le dije que no y cuando terminó me tiró dos billetes. —Señaló hacia donde estaba el cuerpo, con la voz cortada—. Desde esa vez siempre cierro las habitaciones con llave.
—No. No puedo, no me lo cuentes.
Carraspeó, secándose el sudor de la frente.
—Me rompió la ropa.
—Para. —Le pidió, suavemente, con los ojos cerrados—.
—Eso le decía. —Lloró en voz muy baja—. Una y otra vez.
August se pasó una mano por el pelo, girándose, volviendo.
—Al ver que eso no me mató me sentí una puta, cobarde, que no hizo nad...
Él le dio la espalda, arrancando el hacha de la mesa, y fue hacia el cadáver para apuñalarlo una y otra vez.
El primer grito de Elise censuró el sonido de la hoja atravesando la carne ya muerta. Después de eso, los gruñidos de rabia acompañaron los hachazos tras hachazos, como un animal fuera de sí.
—August. —Se arrodilló a su lado, con el corazón desbocado, tocándole la espalda—. August...
Deslizó una mano por su brazo, llegando a la mano que aferraba el hacha.
Jadeó con fuerza, mirándose la mano ensangrentada con la mano de Elise y sus uñas rojas encima. Dejó caer el hacha.
Le costó recobrar el sentido, dónde estaban y por qué la adrenalina le quemaba el pecho. Respiró a bocanadas sentado en el suelo, mirando el cuerpo abierto y luego a ella a su lado.
—No me... No me mires.
Trató de limpiarse la frente con las manos llenas de sangre, girándose hacia otro lado.
—Te miro. —Elise hizo que girase la cara otra vez, intuyéndose bajo la oscuridad—. Te veo, August.
A él le cayó la mirada hasta sus labios cuando habló, y de nuevo a las dos perlas que tenía en los iris, con la vista nublada.
—Hay personas que merecen morir. Ellos... —Se giró un momento hacia el cadáver—. Él, Sean... Me hicieron daño. Durante mucho tiempo. Necesitaba ayuda y te he arrastrado conmigo a esto, lo siento...
Lo dejó ausente, sin poder mirarla.
—Yo siempre he sido esto, Elise.
—No me importa. —Le susurró, limpiándole la sangre de la cara con la manga del vestido—. Puedo quererte así.
Confesó en sus labios. Cuando él deslizó un brazo por su cintura, y lo besó.
Sus labios acariciaron los suyos, saboreó su violencia y le devolvió el pecado, la vergüenza.
—Elise. —Les llegó la voz de Gideon, colándose por la paredes—. Elise...
Ella levantó la mirada hacia el techo.
—Elise. —La llamó August—.
—¿Qué vamos a hacer? —Dijo, ya casi sin voz—. ¿Qué vamos a hacer...?
Notó una corriente de aire frío, y se giró.
—Vete.
—¿Qué?
Con una oleada de insensatez que le heló el cuerpo, miró a August, volviendo a la situación presente.
—Necesitas una coartada. Que te vean.
—¿Dónde voy a ir?
—La gasolinera, el supermercado, alguna cafetería, pide un uber para ti y Gideon y vete.
—Claro, porque siempre vamos a los sitios juntos. ¡Eso sería sospechoso!
—Se supone que lo estáis intentando arreglar.
—Se supone que le he pedido el divorcio por ti. —Lo encaró, bajando la voz—.
August irguió la cabeza inconscientemente.
—¿Y eso quién lo sabe?
Su proposición tácita la dejó con los labios entreabiertos, sin aire en los pulmones.
—El...
—Gideon no dejará que te vayas. Sabes demasiado. —Interrumpió su flujo de excusas—. Te quiere para él. Eres un repuesto, una cuidadora, una fachada que necesita mantener.
—Está enfermo...
—Empeoró de un día para otro. Creo que nos ha estado vigilando.
—Ni siquiera puede levantarse de la cama.
—¿Cómo sabes eso? —Frunció el ceño, cogiéndola de los brazos—. Está fingiendo. Él mismo se envenena para que nunca te vayas de su lado, ¿por qué no lo ves? Quería seguir follándose a Sean y tenerte a ti en casa, desde el accidente de coche te está castigando.
Elise negó con la cabeza, reteniendo las lágrimas en la comisura de los ojos.
—No. No puedo abandonarlo, yo no soy como él.
—Tienes derecho a estar enfadada. A sentir rencor hacia el hombre que utilizó tu miedo para esconderte del mundo.
—August... —Dejó una mano en su hombro, pidiendo que parara—.
—Los años han pasado ¿y qué ha hecho con ellos? ¿Qué ha hecho contigo? —Cogió su rostro entre sus manos—. Él no te entiende. Mientras tú actuabas, Gideon sólo veía tu papel de esposa, pero yo te conozco... Sé quién eres, Elise. Dime qué quieres; esta casa, esta vida, tener un hijo, volver a Mansfield, no hay nada en este mundo que no te ayudaría a conseguir. Yo no soy un quizá. No sé querer a medias, no sé querer a ratos, si me escoges a mí me van a enterrar a tu lado con todos tus secretos. Nadie podrá quererte, nunca, como yo puedo, Elise.
Ella se mareó durante un instante, teniendo que aferrarse a sus brazos.
—Dime qué quieres que haga. —Le rogó, mirándola a los ojos—. Nos encargamos del problema de Gideon, o subes estas escaleras y me encierras con los cuerpos. Porque un no tuyo es lo mismo que una cárcel de por vida, Elise.
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