Capítulo XXVIII

Cuando salió, August la vio acercarse otra vez.

—¿Bien?

—Creo que nos ha escuchado... —Suspiró con un tono más cansado, frotándose la frente—.

Miró por encima de ella, viendo la puerta ahora cerrada.

—Habría dicho algo al respecto. O se estaría yendo.

—No puedo darle más pastillas para dormirlo. —Retomó la conversación, casi gesticulando para no levantar la voz—. ¿No lo entiendes? Tuvo una convulsión de la nada, puede tener otra si le doy más medicación.

—Él iba a sedarte con morfina cuando aún se podía mover.

Elise enderezó la cabeza, impactada, de ese golpe tan bajo.

—Yo no soy como él. —Le dejó claro, empezando a enfadarse—. Y no puedo divorciarme, primeramente porque está enfermo, y segundo porque me quedaría en la calle. Sin nada. Yo no tengo nada, August.

August asintió, mirando al suelo un rato.

—¿Crees que yo quiero vivir así? —Susurró Elise rendida, con los ojos cerrados—. Casi no lo soporto, todo se está rompiendo. Dieciséis años de mi vida se están volviendo un mal recuerdo, no sabes lo que me cuesta procesarlo para poder aceptarlo. Es como masticar cristal.

—Lo sé. —Acabó, para dejar el tema zanjado y censurado—.

No quería escucharla hablar de Gideon.

Ya era físicamente incapaz, le hacía daño.

Así que carraspeó como si hubiera tragado ese aire denso entre ellos, y pasó por su lado para volver a su habitación.

—Espera. —Le dijo Elise, girándose—.

Él también se giró.

Volvió a acercarse a August, fijándose primero en que la puerta del bebé seguía cerrada.

Se miró las heridas de los dedos.

—No quiero... No quiero pasar otra noche sola. Tampoco me refiero a...

Lo miró de nuevo, de arriba a abajo.

—A eso. —Volvió a sus ojos, pero seguía impasible delante de ella—. Dormir. Solo dormir. Si quieres.

Notó que le cogió la muñeca, y al mirarse se dio cuenta de que se había hecho daño y ahora caía un hilo de sangre de la uña.

Así que tomó su mano a cambio, mirándolo a la cara.

Cuando entraron en el dormitorio, Elise se quitó la bata para dejarla en la silla del tocador y se metió en la cama sin pensarlo.

August se quitó el cinturón, los pantalones, y abrió la cama del lado donde él no solía dormir.

Fue extraño e incómodo como el lado rugoso de una piedra.

Elise le daba la espalda, mirando hacia la ventana, y él miraba el techo mientras la escuchaba respirar.

Todo ahí dentro olía a ella.

A cuero de libros antiguos, perfume y velas.

Elise, de su lado, tragó saliva sin ahora poder dormir. Hubiese querido que la abrazase, que quisiera tenerla lo más cerca posible. Pero no quería soportar la culpa si se lo pedía ella, y él no quería incomodarla en su propia cama.

Así que solo estuvieron el uno al lado del otro.

Cuando debería estar haciendo su trabajo.

Buscar pruebas de que Gideon intentó matar a esa tal Regina Walters, la cual quizá fingió su desaparición y había planeado el accidente de coche que tuvieron.

Las cámaras escondidas, ¿quién las puso? ¿Por qué le enviaron a August el vídeo de la tortura de Max Hargroves?

¿Qué coño pasaba con Scout y el psiquiatra muerto?

¿Por qué se suicidó Amy?

¿Alguien sabía cómo perdió el dedo Sean?

Preguntas, preguntas, preguntas.

Y lo único que estaba haciendo era mirar a Elise.

Incluso le daba vueltas la cabeza, todo se sentía como un sueño febril. Más allá de un agente, de un militar retirado con una misión, August Schneider solo era un hombre que habría podido tener otra vida.

Sin saber exactamente cuándo, vio que Elise estiraba una mano hacia él, y le cogió el brazo para que lo pasara por encima de su cintura.

Así que la abrazó bajo la manta y la empujó hacia su pecho, acomodando la nariz entre su nuca y su pelo.

Ella se dejó hacer, cerrando con pesadez los ojos al sentir el calor de otro cuerpo, escuchando la lluvia caer sobre el tejado.

August notó una de sus manos acariciándole la cara intacta, pero también tocándole partes que aún le dolían. El remordimiento, los tatuajes borrados por el fuego, el arrepentimiento detrás de las heridas que apenas dejaba ver pero ella veía.

Ella lo veía.

Quería dejarla dormir, verdaderamente quería, pero sus labios se acercaron solos a la curva de su cuello, hundiendo besos anónimos en las notas de Chanel Núm. 19 que aún vivían en su piel.

Provocó que se quejase, haciendo que lo apartara.

Luego volvió a acomodarse a su lado, y se quedó dormida sin ni siquiera intentarlo.

El sueño pesaba sobre ella como el manto de la oscuridad, pero una corriente de aire la hizo estremecer.

Una mano le acarició la sien, y así se despertó por segunda vez. Abrió los ojos como si tuviera los párpados pegados, intentando que no le colgara la cabeza hacia los lados.

No vio nada.

Solo negro.

—Mhm... —Algo no la dejó hablar—.

De un tirón le sacaron lo que le cubría la cabeza, raspándole la piel de la mejilla.

La luz la cegó unos segundos.

De un brillo blanco poco a poco reconoció la lámpara de araña de su biblioteca. Estanterías de roble que llegaban hasta el techo desbordadas de volúmenes, cuadros, ventanas curvas que apuntaban hacia el bosque.

Y frío.

La chimenea estaba apagada y el termostato no funcionaba en esa habitación.

—¡Mhmm!

Una tira de cinta le besaba los labios.

Tenía las muñecas atadas a los reposabrazos de la silla y los pies juntos.

No. No. No. No. No.

Se revolvió todo lo que pudo, consiguiendo que las cuerdas escarbaran su lugar dentro de la piel.

Hasta que otra persona intentó hablar.

Se abrieron cristales fríos dentro de su cuerpo. Estaba paralizada. Giró la cabeza hacia el final de la mesa, y ahí encontró a su acompañante igual de atado.

Pelo moreno oscuro, algo de barba y los ojos agotados.

Sean.

Ríos de sangre ya seca bajaban hacia su cuello.

¿Estaba vivo?

Con la cabeza intentó señalarle algo, pero no lo entendía. Sobre la mesa había algo más: un papel y un cuchillo sucio.

Una mano apareció desde su espalda, y dejó una máscara negra delante de ella.

Tensó los hombros. Intentó hacerse más pequeña.

Lo tenía detrás.

Sean se removió un poco en la silla, todo lo que pudo, y por lo que pareció intentó gritarle algo.

Elise no podía despegar la mirada de él, y se perdió el momento cuando el segundo hombre le quitó la cinta de la boca. Sin demasiada delicadeza.

—Mm... —Se escuchó a Sean, meciendo la cabeza—. ¡Mhmm!

Incluso abrió un poco el ojo que tenía más hinchado.

Quería que mirase a quién tenía detrás.

Podía hacerlo.

Una mano enguantada salió de su espalda y aterrizó en el borde de la mesa.

La miró, respirando a bocanadas por la boca, y luego subió la mirada hasta Sean, que ya ni intentaba escapar.

Si miraba al acosador a la cara, todo terminaría.

Después de tantos días sin respuestas, vanos y vacíos, estaba ahí.

Él seguía ahí.

Elise miró a Sean a los ojos, seguía retorciéndose para que hiciera algo, y negó con la cabeza.

—Mmhmmm... —Soltó, como si le doliese hacerlo—.

Lágrimas gruesas bajaron por sus mejillas.

La mano con el guante le acercó el papel. Agachó la mirada cuando se la puso delante. Él le desató los brazos, rozándole la piel con el cuero frío, y volvió a desaparecer tras su espalda.

Resultó ser una fotografía instantánea.

Elise le dio la vuelta y al verla le entró una arcada, teniendo que volver a apartarla.

Pero la mano la cogió de la nuca y la obligó a mirar.

—No. No... —Intentó luchar contra ella—. Ya la he visto, deja que-.

La empujó, pegándole la cabeza contra la mesa pulida.

La apretó hasta que de ella salieron lágrimas, mirando directamente hacia Sean.

Una fotografía de él y Gideon queriéndose.

Para recordar durante las semanas que volvía de permiso y debía estar con ella. Cuando tenían que fingir.

Queriéndose como nunca podría querer a Elise.

La otra mano le aproximó el cuchillo.

Y su corazón se olvidó de latir por un segundo.

Se quedó ausente.

Después de tantos años, ella se había convertido en La Otra. No Sean.

El acosador le clavó los dedos en la herida del cuello y el hombro, haciéndola gruñir y gemir. La apretó más para soltarla después, dejándola jadeante.

Le acercó el cuchillo de un tirón, casi cortándole la cara. Estaba tan afilado que habría podido verse reflejada, si no fuera por la película de sangre negra.

Su propia sangre.

Elise lo cogió por el mango, rozando el guante de cuero que se lo ofrecía.

No le tembló el pulso, pero el corazón le golpeaba el pecho con dolor.

Entendía lo que quería decirle.

Quería que terminase.

Que se enfrentara.

Que dejase de ignorar.

Gideon le prometió la imagen de una familia que nunca existió, la encarceló en una mansión, le robó todo lo que pudo tener y le dio esto a cambio.

Se levantó de la silla, y se acercó a Sean con el cuchillo sumiso en la mano.

Estaba llorando.

Pero Elise ya no quería sentir pena. Estaba cansada de entender a todos; que Gideon vivía reprimido e infeliz, que Sean tenía demasiado miedo a aceptarse, NO QUERÍA ENTENDERLO.

Estaba enfadada.

Quería que la entendiesen a ella.

Dejó la mano con el cuchillo en la mesa, apuntando hacia el techo. Y cogió a Sean del pelo, inclinándole la cabeza hacia atrás.

La ira le calentó el cuerpo.

Sean la miró con los ojos azules llenos de lágrimas, intentando decir algo para intentar disuadirla. O quizá le pedía que lo hiciera rápido.

—Me he sentido... —Le dijo, acercando más la cara a la suya—. Así, todos los días. Todos. Los. Días. Y han sido muchos días...

Se apartó, creyendo escuchar un por favor, y lo empujó contra la punta del cuchillo.

Le atravesó carne, músculo y hueso. La sangre ya podrida de Elise mezclándose con la suya, estando dentro de él.

Tuvo que sacar el cuchillo a la fuerza, y volvió a apuñalarlo en la cara una y otra vez. En los ojos, los pómulos, la carne rota parecía un cuadro abstracto que solo goteaba pintura.

Apretó los dientes de rabia, gruñendo, desviándose sin querer hacia su cuello, salpicándose de motas rojas.

Cuando no pudo más sus brazos se aflojaron, el cuchillo resbaló de sus dedos y respiraba a bocanadas otra vez, mirando fijamente lo que se había convertido Sean delante de ella.

Alguna gota de sangre había caído en sus labios, y la saboreó como consecuencia.

Escuchó dos pasos acercarse y se giró con un sollozo, viéndole la cara a ese hombre frente a ella.

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