Capítulo XXVI

Estaba agotada.

Era la primera vez en meses que dormía toda la noche, pero el sol empezaba a despertarse y el día se levantaba igualmente.

Suspiró de mal humor al pensarlo, enredándose bajo la manta al girarse hacia el otro lado. Se encontró con algo calentito y grande y lo abrazó, acomodándose para que el sueño no la abandonara del todo.

—Gideon, ¿qué haces aquí?

Balbuceó, descubriendo que le dolía la garganta, y la cabeza. Abrió los ojos, parpadeando hasta que se acostumbró a la luz de la mañana, y al que vio ahí no era a Gideon.

Casi gritó cuando lo recordó todo, apartándose hasta el otro lado de la cama.

Pareció escucharla, pero no se despertó. Gimió algo y se dio la vuelta, dejando que el sol calentase los tatuajes de su espalda. Una serpiente de tinta negra que se retorcía desde el omóplato hasta el hombro, y la palabra Freyja en la nuca que ya había visto, pero había otro que las cicatrices habían deformado.

Tenía toda la espalda quemada.

La piel alrededor era más clara, y el tejido cicatricial se veía tenso, antiguo.

Se quedó unos minutos más sin hacer nada, solo mirándolo.

Al final no pudo resistirlo y quiso tocarlo, aunque se suponía que ya lo había hecho.

Alargó una mano temblorosa y, con la suavidad de una pluma, recorrió con la yema de los dedos su columna.
Sintió un latigazo de curiosidad y tristeza, que pareció surgir de la nada.

De repente, August se movió un poco, haciendo que Elise apartara la mano. Contuvo el aliento mientras se acomodaba, con la cabeza medio hundida en la almohada pero mirando hacia ella. Su expresión seguía siendo tranquila, sin saber que lo estaban observando.

Elise sintió un nudo en el estómago, ahora mirando hacia la pared.

¿Qué habían hecho?

Los cuadros y el papel de pared empezaron a volverse borrosos. Se giró por si lo había despertado, pero no la estaba viendo llorar.

El cadáver de Sean.

La herida que tenía desde el inicio del cuello hasta el hombro.

Lo que habían hecho en esa cama.

No podía continuar ahí dentro, iba a vomitar sobre las sábanas. Era una museo de intentos fallidos, y ella una borracha potencial que creía que podría controlarlo todo simplemente ignorándolo.

Al final, con el peso de su cuerpo exhausto y una ligera resaca, cogió ropa lo más silenciosamente que pudo y salió de la habitación, encontrándose con el pasillo.

Cuando se quedó con el silencio, August abrió los ojos.

El agua tibia caía con vigor sobre su cabeza, sin arreglar nada.

Al menos, la capa pegajosa de sangre y sudor desapareció.

Elise salió de la ducha para secarse lejos del espejo, dándose cuenta de que la bombilla parpadeaba con un zumbido suave.

Dejó la toalla en el suelo, y levantó el mentón para fijarse, pero un pico de dolor la despertó. Rozó suavemente la línea irregular que subía a lo largo del hombro, que estaba rojiza y palpitaba bajo la piel.

Volvió a vendarla para vestirse después y recogerse el pelo. Perfume, crema para las ojeras y un vestido cómodo, y nada había pasado.

Era una mañana normal. Solo otra mañana.

Antes de salir del baño abrió uno de los cajones del mueble, y se tomó dos pastillitas blancas sin agua.

—Vale. —Se dijo a sí misma—.

La bombilla seguía parpadeando. Fue a apagarla, pero al tocar el interruptor se dio cuenta de algo. Levantó la cabeza y la miró de nuevo; parecían tres destellos cortos, tres destellos más largos y tres destellos cortos.

Era código morse, la señal de SOS.

No entendía nada. ¿Alguien había aflojado la bombilla para pedirle socorro? ¿O para decirle que intentaba ayudarla?

¿Por qué?

¿Por qué?

¿Por qué?

Apagó la luz y salió del baño.

La mansión crujió bajo sus pasos, y una corriente fría le heló el cuerpo. Llegó a la ventana abierta, cada vez más arrepentida, y al querer cerrarla miró hacia abajo sin querer.

El color rojo seguía pintando un camino corto, que se alejaba tres pasos, y a ella se le fue el color de la cara al verlo.

Corrió hacia el piso de abajo a buscar un cubo con agua y jabón para rascar el suelo.

Entró en la cocina para abrir el grifo pero al coger un estropajo, pateó el cubo y un charco de agua fría recorrió el suelo.

—Mierda.

Apartó los pies y, descalza, fue a por la fregona.

Con los nervios en el estómago, empezó a limpiarlo, con una capa de sudor nueva pegada a la frente.

—Por Dios, calla a ese perro.

Elise soltó un grito, cubriéndose la boca.

—¿No me has escuchado acercándome?

Se giró hacia Gideon, lentamente, como si la estuviera apuntando con un rifle. Él tomó asiento en uno de los taburetes, dejando el bastón.

Esa mañana había cambiado la ropa cómoda por una camisa que olía a suavizante, vaqueros y cinturón, además de haberse peinado.

Ya no estaba tan pálido, ni parecía demacrado, pero se le notaba cansado.

A Elise se le secó la boca.

Dio un paso largo para evitar el charco, y fue hacia la galería mirando el suelo.

—Hola.

—Te has quedado dormida, eh. —Contestó, frotándose la pierna. Miró hacia los platos y vasos sucios—. Espero que haya sido una buena fiesta.

Ella abrió al perro, el cual jadeaba y ladraba desde que la había visto.

—Sí. —Recogió el bol del suelo—.

Volvió al fregadero y Heimdall se sentó a su lado, esperando que le diera agua.

—¿Qué vas a hacer para desayunar?

—No lo sé. —Retomó la fregona—.

—Si quieres lo...

—No. Ahora lo haré.

Él, mirándola, volvió a sentarse.

—Vale.

Elise recogió los platos sucios para poner el lavavajillas, y pasó un paño rápido por las encimeras. Haciéndolo todo con dos ojos que intentaba evitar clavados en ella.

—¿Has dormido bien? —Le preguntó mientras encendía la máquina de café, sin tolerar ni un segundo más ese silencio—.

—Sí.

Carraspeó, aclarándose la voz.

—Las pastillas nuevas no me dejan tan cansado.

Elise abrió un cajón de espaldas a él, preparando las tazas.

—Me alegro.

Gideon suspiró en silencio, dejando de mirarla para mirarse las manos. Jugó con su alianza de plata.

—Oye, Lise.

—¿Hm?

—Lamento lo que viste ayer. —Tragó saliva, levantando la cabeza para dejar de frotarse las manos—. Te juro que no pasó nada con Sean.

Elise, viendo el café cayendo con una bruma de vapor, apretó los labios, estremeciéndose.

—No pasa nada.

Cambió la cápsula de café por otra.

—Claro que pasa, no tienes por qué soportar esto en tu propia casa. Estaba borracho, y enfadado, y me dijo que...

—No me lo cuentes. —Levantó una mano, girándose un instante hacia él—. No quiero saberlo, confío en tí.

—Te escogí a tí, Elise. —La interrumpió—. Por eso toqué la campana para que vinieras. Estoy hasta los huevos de que siga exigiendo que te deje, se puso agresivo porque sabe que siempre te escogeré a ti.

Ella cerró los ojos, frunciendo el ceño al notar el peso sobre sus hombros.

—Gideon. —Lo llamó suavemente, girándose—. Te gusta él...

Él miró hacia otro lado.

—No me des el puto discurso otra vez.

—Eres gay. —Se encogió de hombros—.

Gideon aplastó el puño contra la isla de la cocina. Elise se calló, y Heimdall se sentó delante suyo.

—No soy maricón.

—Yo no he dicho eso. —Lo avisó—.

—Sí lo haces.

La señaló, acusándola, y Elise se pasó una mano por la cara, dándole la espalda de nuevo para terminar de preparar el café.

—Elise. —La llamó, más calmado—. Me gustas tú. Estoy completamente enamorado de ti.

Ella removió la taza con una cucharita.

—¿Sabes cómo puedo saberlo? —Insistió—. Porque no me imagino mi vida sin ti en ella. No existe esa posibilidad sin tus pintalabios tirados por ahí, sin escuchar que estás abajo, o plantando algo en tu jardín, o encontrarme tu radio cassette a todo volumen. No puedo vivir sin tí. No sería vivir, Elise. Tú eres mi vida.

Se acercó para dejarle la taza, sin levantar la mirada

—Elise... —Rogó, cogiéndole la muñeca—. ¿Crees que el sexo es lo único que hace un matrimonio?

Agachó la cabeza y le besó los nudillos.

Pero ella apartó su mano, como si le doliese hacerlo.

—¿Qué te pasa? —La miró con profunda extrañeza—. Me dijiste que daba igual, que lo intentaríamos otra vez.

—Ya no puedo. —Susurró—.

—¿Pero qué te pasa? ¿Por qué me dices esto ahora?

Elise se alejó unos pasos.

—No puedo más. —Contestó, encogiéndose de hombros como si se resignase a la verdad—. No puedo seguir esforzándome por los dos, estoy cansada.

—Elise...

Endureció el tono, y ella retrocedió otro paso.

—Cuando nos conocimos, fuiste mi único motivo por querer vivir después de Max. —Empezó a costarle respirar. Había dicho su nombre en voz alta, y eso quizá lo materializaba delante de ella—. Pero estos últimos meses no te reconozco, Gideon...

Lo vio apretar tanto el puño que sus nudillos se volvieron blancos.

—Sé... —Tragó saliva—. Sé que tus padres te sacarían de la herencia si lo supiesen. Yo no les contaré nada. Quédatelo todo.

Él ahogó una risa que al final abandonó su garganta.

—¿A qué juegas? ¿Qué me estás diciendo?

—Que-.

Le tiró la taza de café, que se rompió a su lado y unas gotas de cerámica le salpicaron los brazos. Ella se giró para cubrirse la cara y el perro ladró, sin irse de su lado.

—Gideon... —Bajó los brazos—.

—Después de todo lo que me has hecho pasar, ahora te apetece pedirme el divorcio.

Elise se giró, alejándose descalza de la taza rota.

—Solo...

—Antes se te caerá la mano que firmar ese papel. ¿Me has escuchado?

—¿Te acuerdas de lo que te decía durante la luna de miel? —Se apoyó en otra encimera, apartándose más aunque sabía que no podía levantarse—. ¿En si podías darme la vuelta porque quería mirarte a los ojos?

Gideon resopló, mirándola decepcionado.

—Cada vez, cada vez más, hasta que me cansé de pedírtelo.

—Me tienes cansado con esto. ¿Lo único que te importa es el sexo? ¿Solo piensas en eso?

—No. —Se mordió el labio inferior para no ponerse a llorar—. Pienso que eran los únicos momentos en los que estabas por mí.

—¡Me obligabas!

—Pedirte cariño no era obligarte a dármelo. —Le sonrió, al mismo tiempo que se le caía una lágrima—.

—Si no te lo daba, estabas triste después.

—Gideon, nunca estabas en casa. —Sollozó—. No hablabas conmigo. Cenabas una comida que ya estaba fría, dormías en otra cama para no verme al acostarte, siempre estabas fuera doce, quince meses, trabajando. ¡El ochenta por ciento de nuestro matrimonio lo has pasado con otra persona!

—¡Por eso hemos durado tanto!

Heimdall volvió a ladrar delante de Elise.

—Te lo he dado todo a ti. —Dijo entre dientes, de lo que le costaba—. Mi mansión, mi dinero, ¡mi juventud, todo!

—¡Mi mansión, querrás decir! —Le gritó ella, acercándose—. ¡Me dejaste aquí aparcada, en medio de la nada y en otro país, para demostrar al mundo que a Gideon Harcourt le gustan las mujeres! No me has dejado trabajar.

Empezó a contar con los dedos.

—Eso es mentira.

—No he seguido estudiando. —Continuó ella—. He vivido sola. He pasado todas las Navidades con tu familia, tuve que cuidar de tu madre en sus operaciones porque tú no la soportas, y te recuerdo que me odia. No me has dado hijos, que fue lo único, ¡lo único! Que te pedí. Y después del accidente he tenido que cuidar de ti, día tras día, ¡para no recibir ni un gracias!

—¡Bájame ese tono! —Su gritó retumbó en la cocina—. No te he oído quejarte en París. Ni en Milán. Ni en los Alpes suizos.

—Yo solo quería que tú me quisieras. —Lloró, exhausta—.

—¡Y una mierda!

Se apoyó en el bastón, levantándose del taburete. Elise contuvo la respiración, frotándose el pecho.

—Deja de contarte esa historia. No engañas a nadie con tu papel de mujer trofeo. —Dio un par de pasos hacia ella, a lo que Elise giró la cara—. Si tienes ganas de acostarte con otro, hazlo, no quiero saberlo. Pero no voy a darte el divorcio. Ahora no quiero yo.

—Quédate con todo tu dinero.

Gideon se rió. Vio la otra taza de café al lado de la máquina, y la cogió para dársela.

—Bébete tú tu café.

La aplastó contra su pecho, y Eise la cogió cuando ya se había manchado el vestido.

Gideon se fue de la cocina y ella dejó la taza en el fregadero, al lado de la rota. Todavía goteaba café del borde.

Cogió la puerta y se fue al jardín, con el perro detrás de ella.

—¡Joder!

Se asustó Gideon, al salir de la cocina, cuando encontró a August al otro lado.

Se apartó la mano del pecho y pasó por su lado.

—Qué show tienes tú aquí en directo.

—¿Has acabado de gritarle?

—Oh, perdóname. —Se giró hacia él—. Si estabas tan preocupado por lo que puedo hacerle a la pobre Elise, hubieses entrado.

—No, eso no me preocupa.

—Mejor. —Gideon se fue hacia el salón—.

—Mira si es fácil.

Pateó la punta de su bastón, haciendo que perdiese el equilibrio y cayese al suelo al no tener donde apoyarse.

Gideon, sobre la alfombra persa, gruñó algo entre dientes al sentir todas vértebras de su columna temblar. Alargó el brazo hacia el bastón y August lo cogió primero, agachándose a su altura.

—Dámelo.

—¿Sabes lo qué decía mi padre sobre los hombres que levantan la mano a una mujer? —Lo señaló con su propio bastón, acercándose un poco—. Que son unos maricones.

Lo miró a los ojos, azules como el cielo.

—Espero que tú no lo seas, Gideon.

Él agachó la cabeza, riéndose en voz baja sin poder resistirlo.

—Oh... Elise ya ha hecho su efecto, ¿eh? —Sonrió, frotándose la pierna—.

—Recuerda que hablas de tu mujer. Y háblale con respeto.

—Nunca le he hecho daño. —Dejó de sonreír en un instante, poniéndose serio—. Dieciséis años juntos han hecho que no nos soportemos a veces, sí, pero eso no significa que quiera verla sufrir. Ella es buena, y paciente, eso lo sé mejor que tú.

Fue el turno de August para reír.

—No me creas, no me puede dar más igual. Elise ya lo sabe. ¿Te ha contado lo que le hice a Max? Cuando nos fuimos de Mansfield me lo contó. —Asintió Gideon—. Volví a por él. Por desgracia lo dejé en el hospital. Apuntaba para la morgue.

—Bien por ti. —Se puso en pie—.

—Eso no te lo ha contado. —Sonrió, estirando las marcas de expresión en sus mejillas—. No quiere pintarme como el bueno.

—Créeme, lo único que hace es hablar de ti.

—Ya...

Apretó los dientes al intentar levantarse, ayudándose de la estantería. August le ofreció una mano y Gideon lo rechazó, apoyándose completamente en el mueble para recuperar el aliento.

—Yo puedo hablarte de ella. —Jadeó, mirándolo—.

Él le dio la espalda, yendo hacia la puerta que estaba en la cocina para salir.

—¿La has oído hablar de Scout?

August paró. Otra vez ese nombre.

—¿O todavía no?

Reculó sus pasos, mirando hacia Gideon.

—¿El gato de sus padres te preocupa?

Lo vio sonreír más, mostrando los dientes.

—Pregúntale al doctor Francis qué pasó con Scout. —Le dijo, empezando a irse—. Desentiérralo si hace falta.

August se quedó al final del pasillo, con una franja de luz sobre la cara. Miró hacia el suelo y algo empezó a hacer ruido dentro de su cabeza, ordenado las preguntas como si fuera una lista de pendientes:

1. Si Gideon volvió a Mansfield y dejó a Max en el hospital, ¿por qué no hubo ninguna notícia en el periódico local?

2. ¿Qué coño tenía que ver Scout, el gato de sus padres, y el psiquiatra?

3. Y si a Gideon nunca le habían gustado las mujeres, ¿qué pasó con Regina Walters, la mujer muerta que vio Elise persiguiéndola?

Por el frío, la madera crujió en algún lugar del techo, y August miró hacia esa dirección.

No había nadie más a parte de ellos dos, era consciente, pero la mansión empezaba a parecer retorcida, se plegaba sobre sí misma. Un laberinto de espejos, escaleras y pasillos. Cada vez que notaba una corriente se giraba, y no había nadie detrás de él.

Pero lo sentía.

Solo cuando estaba Elise en casa la mansión parecía calmarse, volverse un hogar y no un museo.

Casi sin darse cuenta sus pies lo llevaron hasta el jardín, unos metros más allá, pasó de largo del cobertizo y continuó por el camino que rodeaba el bosque.

El lago se extendía majestuoso entre la hierba y los árboles. El agua parecía opaca y enfadada, aunque las ramas del sauce se inclinaban para besarla. Una niebla ligera coronaba todo.

Heimdall estaba sentado al final del muelle que entraba varios metros, y a su lado estaba Elise.

Llevaba el pelo recogido y un bañador verde, que goteaba y oscurecía la madera. Desde la distancia parecía más pálida, con unas ojeras que delataban las venas bajo la piel, como si estuviera enferma.

Era la primera vez desde que la conocía que no la veía con ropa de color negro, y estaba preciosa. Pero eso siempre lo estaba.

Unos rizos húmedos y cortos se le pegaban a la nuca, le brillaba la piel por el agua.

—¿Vas a quedarte ahí sin decir nada?

August enderezó la cabeza. En ningún momento se había girado.

—Sé cuando alguien me está mirando. —Respondió a la pregunta que no le hizo—. Y tu perro levanta las orejas cuando te nota.

Acarició a Heimdall, a lo que él respondió moviendo la cola.

August tuvo que acercarse, llegando hasta el extremo del muelle donde Elise tenía los pies sumergidos. En el izquierdo, estaba la quemadura que subía hasta acariciarle el muslo.

Se sentó a su lado, apoyando la espalda en uno de los postes. Ella siguió ahí sentada, como si siguiera sola, hasta que después de un buen rato sus pensamientos salieron por su boca.

—Cuando era pequeña —Continuó mirando hacia el horizonte que dibujaba el lago—, y me iba a dormir con hambre, soñaba con algo así. Una casa enorme, con dos pisos y cuadros familiares en las escaleras, donde todas las habitaciones estuvieran calientes. Pero ahora que tengo todo esto... Incluso más de lo que soñé, veo que no lo quiero. Nunca lo he querido.

Giró la cara hacia él, que ya la estaba mirando.

—Quiero irme a casa. —Le susurró—.

August se empapó con sus palabras, notando en cada fibra de su ser la notoriedad de su alijo. Ansias de libertad, de irse, de no volver. Pero ni siquiera tenía de dónde irse, nada de esas hectáreas era suyo.

—¿Alguna vez te has sentido en casa, August? —Le preguntó, con sus grandes y tristes ojos marrones—. ¿Con mamá haciendo la cena, papá en algún sitio pero estando, y tú jugando sin enterarte de nada?

La miró devotamente a los ojos, contando cada una de sus pestañas, y ella esperó hasta que lo vio negar con la cabeza.

—Lo siento. —Le dijo. Y esa pena que sintió por él fue como una caricia—.

—Lo siento por ti. Tú lo tuviste y lo has perdido.

—Es mejor que nunca haberlo conocido.

—Ya te he dicho que no me tengas lástima.

—Hmm. —Murmuró, asintiendo suavemente para volver la vista al lago—.

Esa vez el silencio se alargó un poco menos.

—Gideon me ha contado que conoció a Max cuando empezásteis a salir. —Le dijo, aclarándose la voz—. Y lo dejó en el hospital.

—¿Por qué dejaste el ejército, August?

Volvió a girarse hacia él, para verlo fruncir el ceño al hacerle esa pregunta.

—¿A qué viene eso?

—No lo sé.

Se encogió de hombros, superficialmente a la defensiva.

—A que has arrastrado un cuerpo no vivo, sin saber qué has hecho para hacerlo desaparecer y ni siquiera te veo nervioso al respecto.

Bajó cada vez más la voz, y August levantó ambas cejas sin dejar de mirarla, escéptico.

—Ah. ¿Estás insinuando que soy peligroso? ¿Yo? —Se tocó el pecho, bajando la cabeza hacia la suya—. ¿Eso insinuas? ¿No tu marido, que te tira tazas a la cara?

—Mira, August, no sé nada de ti. —Hizo un ademán, preocupada—. No sé qué hiciste antes de aparecer en el equipo de Gideon. Si te echaron del ejército, si tienes antecedentes, si tienes familia... No lo sé. No puedo saberlo y nunca me cuentas nada.

—Nunca preguntas.

—En internet no aparece nada con tu nombre. —Frunció el ceño, otra vez con el pulso por las nubes—. Ni redes sociales ni informes ni fotos. Pero si ni siquiera apareces en fotos si no estás con la cara cubierta.

—Hice cosas malas por un bien mayor, sí. —Asintió él, empezando a enfadarse—.

—Joder, qué frase más estadounidense.

—Nada de lo que hice bajo jurisdicción militar tiene que ver contigo, Elise. Estás extendido tu paranoia hasta mí y eso no me gusta, yo solo intento ayudar. —Frunció el ceño—.

—¿Quién eres? —Lo imitó ella, mirándolo a los ojos—. ¿De verdad te llamas August?

Destensó la expresión al escucharla. Se enderezó, tenso bajo el frío del invierno prematuro.

—¿Qué puta pregunta es esa, Elise? ¿Quieres mi pasaporte? —Le cambió la mirada—. ¿Visitar la tumba de mis padres en Weimar? ¿O te haría más ilusión ver la casa de acogida donde intentaron quemarme vivo? ¿Eso es lo que quieres?

Elise retrocedió, manteniendo el aliento.
Nunca le había hablado en ese tono, ni siquiera cuando la sacó muerta de ese mismo lago.

—No... —Salió un vaho de su boca—. No, lo siento.

—Ya, lo sientes. Yo lo siento más, veo que no te he demostrado nada en estas semanas. —Quiso levantarse—. Nunca podré, ¿verdad? Yo no soy él.

—Perdóname... —Le cogió la muñeca para que no lo hiciera—. No sé lo que digo.

—¿Quieres que te diga algo yo? —Se zafó, levantando la mano para señalarla—. Solo he escondido muertos por dos motivos. Por mi país, y por tí. Adivina cual me ha dado la espalda por hacerlo.

—Perd...

—Los dos.

Intentó levantarse y ella intentó que se quedara.

—No, por favor, no te vayas. —Le pidió, tirando de su brazo—. Lo siento. Perdóname. Tienes razón, cada día estoy más paranoica y tú no tienes la culpa.

Se puso en pie, juntamente con ella.

—Lo siento, August. —Siguió intentando pararlo—. La he cagado, y ahora te pido perdón.

—No hace falta.

—Sí.

Se puso delante de él.

—Claro que confío en tí, confío mi vida en tí, no quería decir nada de eso. A veces decimos cosas que no sentimos de verdad, cuando estamos enfadados o... O tenemos miedo.

Puso las manos en sus hombros para empujarlo y que se quedase, siendo consciente de que si él no quería no lo pararía, y para su sorpresa lo hizo.

—Por favor. —Volvió a pedirle—. Háblame. Lo siento.

Él tomó aire, mirando hacia otro lado con las manos en las caderas, molesto mientras escuchaba el agua moverse.

—Mi vida ha sido un error. —Contestó—. Todas las decisiones que he tomado desde que nací han sido un error tras otro.

—Por supuesto que no.

—Dime que lo que hemos hecho no es un error. —Le pidió a susurros, ahora mirándola a los ojos—. Dime que no te has arrepentido al despertarte esta mañana y verme a tu lado.

Elise se quedó extasiada mirándolo, dejando los labios entreabiertos. Se perdió en sus ojos también, primero uno y luego el otro, sin decidirse por ninguno.

—Por favor. —Le suplicó—.

Negó automáticamente con la cabeza, sin respirar.

—¿No? —Tradujo él, con el alma en los labios—. Dime, Elise.

—No. —Susurró—.

—¿Y por qué estabas llorando?

Se le quebró la voz, tomando su rostro frío entre las manos para acercarla a él.
Desde una de las ventanas de la mansión, a lo lejos, Gideon vio que ella se dejó hacer.

—¿Pensaste mejor las cosas? ¿Te dí asco? ¿Lo hice mal? Dime. Dime algo, Elise. Dame un motivo. Por favor.

Ella subió una mano hasta la suya, acariciándole la muñeca, así que él le acarició las mejillas con los pulgares, ladeando la cabeza con pesadumbre.

Elise le secó una lágrima con los dedos. Estaba fría, imperturbable.

A su alrededor sopló una ráfaga de viento que arrastró el agua del lago.

—Creo... —Le temblaron las palabras en la boca. Por lo que pesaban, y por el frío que hacía—. Creo que me odio.

August no supo qué responder.

—Me odio por no haber sentido nunca por Gideon lo que siento ahora mismo por ti. Ni una tercera parte. Si te doy motivos para que te vayas nunca lo haces, solo consigues que me enamore más y más de ti. Puede que nunca haya estado enamorada de nadie, si es así como debes sentirte.

Fue como si le dispararan en el corazón a bocajarro.

Ya le habían disparado antes en el pecho, pero eso era completamente diferente y a la misma vez igual. ¿Eso se sentía cuando alguien te amaba?

Elise. Elise. Elise. Elise.

—¿No vas a decir nada? Es siniestro cuando te quedas así de callado.

Voz suave, labios con el arco pronunciado, lunares subiendo como un reguero de besos por su cuello, un carácter misericordioso y piel de alabastro.

—No...

Era preciosa y dolía verlo, quererla era la tarea más simple que podía caber en ese mundo.

Pero, había una cosa que amaba más que a ella.

—No me...

Odiarse a sí mismo.

—No me lo merezco. —Le respondió, negando con la cabeza—.

Elise le sonrió, tiritando.

—Yo tampoco.

—Per...

—¿Tú me quieres, August? —Lo interrumpió—. ¿Sientes algo por mí? Sé sincero, por favor.

Él intentó hablar, pero no le salió nada coherente.

Lo habían entrenado para disparar, para defenderse cuerpo a cuerpo, a crear una granada de mano, pero no sabía cómo amar a una mujer.

Elise sonrió más, formando unas arrugas en los ojos.

—Yo también. —Le contestó a lo que no le dijo—.

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