Capítulo XXIX

What are you willing to do?
Oh, tell me what you're willing to do
Kiss it, kiss it better, baby.

August levantó la cabeza de la almohada, escuchando de fondo la voz de Nola.

Estaba seguro de que Elise odiaba el pop.

Y que definitivamente no era una letra apropiada para una niña de trece años.

Vencido a primera hora de la mañana, se estiró en la cama vacía como si no hubiese dormido nada, dejando escapar un gemido al sentir la lluvia caer al otro lado.

Se vistió para volver a su habitación y darse una ducha, mientras Elise y las niñas estaban hablando de algo en el piso de abajo.

Se quedó escuchando un poco al inicio de las escaleras; la risa del bebé, la música, las voces de las chicas...

Después de un rato, August salió de la ducha secándose, cuando empezó a sonarle el móvil.

Lo cogió del escritorio, frotándose el pelo, y aceptó la llamada sin leer quién era.

—Hola, guapo.

La voz de una mujer lo saludó incluso antes de que contestara.

—¿Quién es?

—¿Cómo que quién soy? ¡Pues Gia!

La escuchó suspirar, dramáticamente.

—Cariño, soy yo la que tiene muchos clientes, no tú.

—Ah...

Cerró los ojos, arrugando el ceño al recordarla. Era raro que lo llamara.

Fue pensar en Gia y se le revolvió el estómago.

—¿Qué pasa?

—Que hace mucho que no vienes por aquí. —Respondió ella—. No debe pasar nada para que tenga ganas de verte. Me tienes abandonada. ¡El otro día...!

La dejó hablar mientras se afeitaba. No tenía ganas de escucharla, pero sabía que Gia no lo llamaba por nada.

La conoció un invierno hacía ya dos años. La vio salir de un motel persiguiendo a un cliente que no había pagado y, al volver con las manos vacías, otro hombre se encargó de hacerle pagar a ella.

August no tenía complejo de héroe esa noche, y la habría ignorado para seguir su camino a casa, pero estaba borracho. Y el alcohol lo volvía agresivo, por eso lo cambió por el tabaco.

Ya ni quería recordar por qué empezó a beber.

Ni siquiera sabía el nombre real de Gia. Creía que ella tampoco, pero desde entonces se pegó a él como el mal olor a la ropa sucia.

Incluso lo siguió cuando se mudó de barrio, teniendo que verla pelarse de frío delante de su porche, día tras día, para que la dejara entrar.

¿Y qué debía tener? ¿Dieciocho años, siendo optimista?

En su tiempo había trabajado en varias operaciones de rescate de trata de menores, pero él no era nadie para obligarla a dejarlo.

Ya lo había intentado.

Casi le hizo daño al apartarla cuando se arrodilló la primera noche que la dejó dormir en casa, y le dejó claras dos reglas: no iba a dejarla entrar si se drogaba, ni podía invitar a nadie.

—...¿dónde estás? —Continuó su barbullo—. O no me lo digas, lo averiguaré de todos modos. ¿Estás con Elise?

—Gia...

—¡Estás con Elise! —Chilló—. ¡Dios! Me cayó muy bien cuando la conocí. Parece amable, es normal que te guste, además es muy guapa para la edad que debe tener.

—Solo tiene tres años menos que yo. —Se indignó—.

—Ya... —Alargó la palabra—. Y tú eres muy guapo, por eso te llamo así.

—Dime qué pasa.

La cortó, provocando un silencio que se convirtió en un leve zumbido por el altavoz dañado.

—Es que...

—¿Vincent otra vez?

Sacó el aftershave del armario.

Gia pareció masticar sus palabras.

—Sí.

Apretó los dientes sin ser consciente.

—Ya. Y ahora quieres que vaya allí y le apunte con la pistola en los huevos. —Guardó la espuma—. No soy tu chulo, Gia. Solo eres buena para meterme en problemas, y me estoy cansando de salvarte el culo para que luego vayas a chupársela a otro.

Se vistió, envuelto en un agradable silencio hasta que la escuchó sorberse la nariz.

—¿Estás llorando?

—Lo siento.

Le colgó.

Tuvo que coger el móvil y ver la llamada finalizada para darse cuenta. Hasta una cría le colgaba el teléfono.

Jodiéndole todo el día, porque no podía estar tranquilo si no sabía que continuaba viva.

Bajó las escaleras de dos en dos, poniéndose la cazadora. Iba a dejar de pagarle la línea si volvía a colgarle de esa manera.

—¡Ey!

La voz de Elise vino de su espalda, parándolo. Se giró y la vio acercarse con el bebé.

—Has dormido mucho. Las niñas se han despertado temprano, ¿no las has escuchado gritar?

August frunció el ceño, negando con la cabeza.

—No.

Elise suspiró, rascándose el cuello para girarse y ver que estaban solos.

—Se ha fundido su lámpara esta noche, y como estaba tan oscuro Nola cree que ha visto a un hombre. No será nad-.

—¿Han visto a alguien en su habitación y no me has despertado?

—¡Ssh!

Lo calló, volviendo a girarse hacia el pasillo solitario. Las voces de las chicas venían del comedor, y el bebé empezaba a despertarse en sus brazos.

—No, porque lo habrán soñado. Decían que era un hombre que lloraba y se arrastraba por el suelo. Lo han descrito tan bien que me han dejado un mal cuerpo... Las he entretenido haciendo unas tortitas. Que después he vomitado de lo malas que estaban, pero no han vuelto a mencionar el tema. Ahora iba a despertarte a ti, sinceramente.

Le tocó el brazo para llevárselo con ella, notándolo completamente tenso bajo la ropa. Levantó el mentón para decirle algo, y se preocupó cuando le vio la cara. Ahora se daba cuenta de que llevaba la chaqueta puesta.

—Eh... ¿Te ibas?

August la miró a los ojos guardándose un suspiro.

Dijese lo que le dijese, fuera que las niñas habían tenido una pesadilla o que había vomitado esa mañana, lo guapa que era lo desconcentraba.

Se la veía relajada más que cansada, llevaba un camisón negro con volantes y, aunque pareciese raro decirlo en voz alta, que tuviera un bebé en brazos le sentaba bien.

—¿Hola? —Ladeó la cabeza ante su silencio, arqueando las cejas—. ¿Pensando en alguna excusa que decirme?

August tragó saliva, sacudiendo la cabeza.

No quería tener que mentirle, pero cuando vio a Gia de seguida pensó que se acostaba con ella, y no estaba de humor para explicarle la historia desde el principio. Solo iba a ver si estaba bien y volvería.

—Voy a buscar más ropa a casa. Está empezando el invierno.

Elise siguió mirándolo a los ojos como si deliberara.

Supo al instante que le mentía. Pero lo dejó correr.

—Así que ibas a dejarme sola sin decirme nada.

—¿Qué? No. No, iba a dejarte un mensaje.

La verdad era que Gia lo había puesto tan nervioso que ni había pensado en despedirse.

—Era broma. —Se rió—.

Tiró del hombro de su chaqueta, poniéndose de puntillas para que se agachara y besarlo en la mejilla.

—Hueles muy bien. —Bajó la voz—.

Él se quedó extraño, mientras que Elise le sonrió mirándolo a los ojos antes de volver al comedor.

La vio desaparecer, y luego se quedó en el recibidor, tocándose la mejilla.

Hasta a él mismo le asqueaba lo ridículo que se estaba volviendo.

Abrió la puerta principal, y al salir fuera un remolino hizo saltar algunas hojas secas de la entrada. La lluvia le escupía en la cara.

Bajó los escalones de mármol, rodeando la fuente para ir a por su Ford en el garaje, cuando vio a lo lejos unas luces azules que parpadeaban.

Entrecerró los ojos para verlo mejor, aunque pudo escuchar la voz de una mujer a lo lejos.

—¡Ábreme la puerta!

Flor.

—¡Elise! —La llamó desde fuera—.

Tardó un poco en salir, pero al abrir la puerta Heimdall se abalanzó primero, lanzando ladridos al aire.

—Quieto.

—¿La policía? —Elise se cubrió la boca con una mano. Tenía la piel de gallina y no sabía si era por el frío o por lo que estaba viendo—. ¿Qué hace aquí?

—Dame la llave de la verja.

Sean.

Tracy.

Betty.

—Joder, joder, joder...

Volvió a meterse dentro aprisa, casi tropezó.

El día pareció oscurecerse, temblando en un amasijo de truenos.

Dos coches patrulla llegaron a los pies de la Mansión Mansfield, sus faros iluminaban las gotas eternas pero todavía suaves. Bajaron cuatro agentes, y Flor en su propio coche.

—Hola, Kurt. —Salió Elise otra vez, después de arrancar el primer vestido que vio en su armario y ponerse las bailarinas que vio tiradas junto a la cama—. ¿Ha pasado algo?

August le sostuvo el paraguas negro, y ella meció al bebé que no paraba de llorar, bien envuelta en una manta de terciopelo.

El oficial se aproximó quitándose la gorra.

—Buenos días, señora Harcourt.

—Es...

—¿Pero quién coño eres tú para hacer preguntas? —Flor, con el pelo hecho un moño sin forma, se puso delante del policía. Le pesaban unas bolsas oscuras bajo los ojos rojos—.

—Flor.

Tenía manchas en el cuello del suéter, y parecía colocada.

—Flor...

No le salía otra palabra.

—¡¿Pero qué hacéis!? —Se giró hacia los agentes—. ¡Ha secuestrado a mis hijas! ¡Detenedla!

—Yo no he secuestrado a nadie.

—¿Qué pasa?

Elise se giró, y las chicas salieron de casa.

—Nada, es un malentendido. Decidle a vuestra madre que habéis venido a pasar la noche, venga.

—¡Eso es mentira! ¡Nos está mintiendo! —Flor se giró hacia los agentes, con la vena de la frente marcada—. ¡Detenedla de una puta vez!

Nola dio un pasito adelante, todavía con masa de tortitas en el flequillo.

—Sí. Es verdad, vinimos anoche.

—¿Qué? —Jadeó su madre—. ¿Pero en qué pensábais?

Las cogió del antebrazo, acercándolas. Las abrazó y les besó la cabeza.

—Mamá, te dejamos una nota en...

—Ana, Nola, al coche. —Las apartó—.

—Elise no ha hecho nada. —Contestó Nola—. Ahí está el Maserati de papá. Mira.

—¡Al coche!

Su chillido las calló. Por el eco, las notas estridentes de su voz debieron llegar hasta el cementerio.

Axel miró al suelo y subió al Range Rover, pero Nola antes miró a Elise.

Ella asintió con la cabeza.

—Mi bebé.

Se la cogió de los brazos.

—¡Le vas a hacer daño! —La cogió a ella del brazo, incrédula, para bajar la voz—. Lo estás empeorando todo, nos las quitarán si les ven los golpes, Flor.

—¿Eso es lo que querías, eh? —Acercó la cara a la suya—. ¿Robarme mi vida, mis hijas, mi marido, puta?

Elise, frente a su galimatías, le acarició la nariz a Beatriz, que no paraba de llorar.

—Le has hecho daño.

—Como si tú supieras algo de cuidar bebés. —Mordió las palabras, alejándola de ella—. Lo único que eres es una amargada que pronto será viuda y morirá sola.

La última palabra cortó el aire, fijándose en la reacción de Elise en cuanto lo soltó. La dejó seria.

Completa, y rígidamente seria.

—Ve...

Flor le escupió.

Y Elise le dio una bofetada a la altura del oído mucho antes de poder pensar, su cuerpo reaccionó.

Demasiado flojo, no le dolió lo suficiente la mano para saber que le había hecho daño, y aún así gritó mucho.

—¡Eh! ¡Eh!

Un policía no tardó en apartarlas.

—Tranquilícense.

—¡Está loca! —Chilló, abrazando al bebé—. ¡Loca!

Un hilo de baba le bajó por la mejilla a Elise.

—Métase en el coche.

Flor le dio la espalda a malas, yendo con sus hijas.

—¡Sí! ¡Registrad su casa! —Se fue gritando—. ¡Sean debe de estar metido en su cama! ¡Seguro que también se lo follaba!

—Le pido disculpas. —Le dijo el oficial—. No ha parado de insistir hasta que hemos tenido que acompañarla.

Elise volvió a limpiarse la cara.

—Oh, y lo habéis hecho muy bien.

—Me...

—Dos patrullas. —Señaló los coches con desprecio—. Entrando sin permiso en mi propiedad, acusándome de un delito mayor, y ahora permites que una persona visiblemente drogada me insulte en mi propia casa.

El hombre sacudió la cabeza, mirando la grava del suelo para retroceder ese paso que Elise había dado, con August sosteniendo el paraguas a su espalda.

—Por supuesto que no, señora, nos...

—Debería denunciarla por perjurio, ahora mismo. —Lo interrumpió—.

—Le prometo que nos haremos cargo de...

—Podría hacer que te suspendan, que te investiguen y te quiten el cargo. ¿Sabes quién es mi marido? ¿A quién has molestado?

Elise permanecía imperturbable, chasqueando los dedos por una respuesta mientras él evitaba su mirada, apretando la gorra.

—Sí, señora. Discúlpenos, ha sido un malentendido.

Flor, aún al borde del coche, no se rendía.

—¡Inútiles! —Gritó, arrastrando las palabras mientras tambaleaba hacia atrás, descontrolada—. ¡Una familia de hipócritas!

—Por favor, Flor, vuelve dentro con tus hijas. —La señaló, levantando el brazo—. Ya las has molestado suficiente.

—¡No! ¡No voy a callarme! ¡Sabes que es verdad! Me lo has quitado todo. Todo... —Se le quebró la voz, sollozando. Y Elise puso los ojos en blanco—. ¡Te crees que puedes quedarte con mis hijas, con todo lo que me importa, pero eres una basura, Elise! ¡Una basura podrida de dinero!

—Señora, por favor.

Gritó el oficial.

—Tiene que calmarse. Sus hijas están bien. No podemos seguir así.

Flor pareció ponerse a llorar, pero terminó riéndose mientras se frotaba la cara, desquiciada.

Elise miró a August, y él a ella.

—Mamá, basta.

Era Nola, la que había bajado del coche e intentaba llevársela.

—Por favor, vámonos a casa ya.

—Escúchala, Flor. —Afirmó Elise, con los brazos cruzados—.

—Nola... —Susurró, dando un paso hacia ella—.

—Vinimos aquí porque queríamos estar con papá, pero no es culpa de nadie. Solo no queremos más peleas, vámonos a casa ya...

Flor, sin embargo, parecía en shock. Sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia, pero por primera vez entre los gritos que había desatado, no supo qué decir.

Se tambaleó hacia atrás, soltando un jadeo corto y tembloroso.

—Tú... Tú no lo entiendes... —Murmuró apenas—.

—Llévatelas —Dijo Elise, esta vez mirando directamente a Kurt, quien asintió rápidamente, agarrando a Flor por los hombros y dirigiéndola hacia el coche—.

Ella intentó resistirse una vez más, retorciéndose.

—Déjame, déjame. ¡No me toques!

Pero Elise no se quedó a verla, y se fijó en las chicas a través de las ventanas del coche.

Ahora debían de odiarla.

Cuando le devolvieron la mirada les sonrió, y les dijo adiós con la mano, pero Axel giró la cara. Ese gesto no las confortó una mierda, ni a ella tampoco.

Tres de los policías presentes se aseguraron de que Flor entrara en su Range Rover para llevarla a su casa, y otro que fumaba aplastó el cigarrillo en el suelo.

—Recoge tu colilla de mi suelo.

Le dijo Elise, con el mismo desprecio con el que él la miró. La obedeció a mudas y, después de otra disculpa por parte del oficial al mando, se fueron por donde habían venido.

El horizonte repleto de árboles se tragó las luces azules.

Los coches apenas habían desaparecido cuando algo en la atmósfera cambió. Un completo silencio que fue roto por el viento.

Ya no había nadie.

August miró a Elise, que seguía observando la verja cerrada a lo lejos.

—Serías una buena madre. Lo sabes, ¿verdad?

Ella le dio la espalda, y entró en casa abrazándose a sí misma. Heimdall, que había estado quieto a su lado, lo dejó para seguirla.

Elise volvió a cruzar el recibidor, el pasillo de techos altos desprendía un frío húmedo. La mansión estaba dormida de nuevo, no había calor, no había ruido.

Entró en el salón principal, y se agachó junto a la chimenea para encender el fuego, cuando el suelo crujió a lo lejos.

Removió la ceniza con el atizador.

—Se está acabando la leña.

Se giró hacia August, pues desde que vivía con ella en vez de comprarla se había acostumbrado a encontrar el cobertizo lleno de troncos.

Ahora te traigo más, cariño.

Elise dio un salto al ver un hombre de tez negra, con la cabeza rapada, en su lugar. Se le aceleró la respiración.

Era Anthony.

Habría entrado cuando su mujer estaba dando el espectáculo.

La chaqueta impermeable de la policía le colgaba sobre los hombros, y vio que tenía las gardenias y las orquídeas blancas en una mano.

¿Cuánto dinero quieres? —Su voz aún sonaba en sus recuerdos—. Si no lo haces tendré que decirle a Gideon que te me has insinuado. Una buena excusa para que te deje.

Ni siquiera cuando estaba tiritando de frío bajo la lluvia había estado tan tensa como en ese momento, con los hombros rígidos y manteniendo el aire dentro de los pulmones.

Notó un hueco en el estómago al sentir que el alma le besaba los pies, pero es que ni siquiera sabía cuándo había empezado a llorar.

—August. —Lo llamó—. ¡August!

Incluso a él tuvo que mentirle sobre los rumores de que Anthony se había acostado con ella.

Nadie creería lo que pasó en el cuarto de Nola, el día de su noveno cumpleaños.

Elise ni siquiera podía recordarlo bien.

—Merecía morir antes.

Anthony leyó la dedicatoria, y luego levantó la cabeza hacia ella.

—De Sean Greek.

—¿Por dónde has entrado?

Dio un paso hacia atrás, hacia el pasillo, y Heimdall se colocó delante al ver que no era bienvenido.

—¿Puedes explicarme qué es esto? —Levantó la tarjeta, yendo hacia ella—.

Elise retrocedió sin darle la espalda, pero con cinco pasos ya estaría ahí. El gran salón pareció hacerse más pequeño para encajar con él.

—¿Puedes explicarme qué haces en mi casa?

Sus palabras no parecieron frenarlo, soltó una pequeña risa que no se escuchó por los ladridos del perro.

—Mi matrimonio se está yendo a la mierda por tu culpa, mis hijas me odian...

—Y te van a despedir por allanamiento de morada, fuera de aquí.

Por mucho que le palpitasen las sienes de la tensión, no aflojó el tono.

—Esto... —Levantó el ramo—.

La habitación dio un vuelco.

—Espero que haya valido la pena, para arruinarle así la vida a tu familia.

Se sostuvo del marco que daba al pasillo. Las caras de los cuadros se estaban volviendo borrosas.

No, no, no, no podía desmayarse ahora.

—¿Crees que lo he hecho solo yo? —Se acercó, horriblemente tranquilo—.

—¡No te acerques! —Lo señaló, o eso intentó—.

Heimdall le mostró los dientes, salivando y gruñendo, esperando que se acercara más.

Intentó degollarla.

Le rompió el camisón y la tocó.

El cuerpo hizo un crack al encontrar el suelo.

Sus fotos con Gideon.

Soñar en apuñalarlo en la cara, una y otra vez.

—No has respondido a mi pregunta, Elise. —Sus palabras tranquilas, tan tranquilas, siempre la ofendían—.

—Has entrado... En mi casa. Sin permiso de nadie, estando todo cerrado con llave.

—¡Elise!

Su grito lo absorbieron las paredes, las vigas y los arcos del techo, retumbando dentro de la cabeza de Elise.

Así que calló, esforzándose para que no se le fueran los ojos en blanco.

—Si no has visto a Sean, ¿por qué te ha enviado flores? ¿Estáis juntos?

La hizo reír, un poco, y apoyó la espalda en el marco.

—Oh, y ahora te ríes. ¿Te parece gracioso? —Ella siguió riéndose—. A Nadine no le parece gracioso. Llevamos días buscándolo, ¡dime ahora mismo dónde está! ¿DÓNDE ESTÁ?

—No me gusta lo que insinúas, Anthony.

August pasó por el lado de Elise, entrando en el salón. Ella se deslizó hasta el suelo, mareándose.

—Te cuelas como un ladrón y ahora la amenazas por unas flores. —Caminó hacia él, ladeando la cabeza al estar delante del otro—. ¿Es la primera vez que lo haces?

—¿Eso qué se supone que significa?

Tensó la mandíbula, acercando más la cara a la suya.

—Que no es culpa de nadie que no puedas mantener la polla quieta. —Dijo, mirándolo a los ojos. Una pequeña, pequeña sonrisa asomó sus labios—. Intentaste hacerlo con Elise también y te dijo que no, ¿verdad? P-.

—¿¡Y eso qué importa!?

Lo empujó, casi pegando la frente con la suya.

—Qué importa ahora que mi mujer sea una frígida de mierda que me ignoraba siempre que podía.

—Y un coñito diferente cada semana te ayudaba, ¿eh? ¿Eres un hombre o una puta?

Empujó a Anthony, casi contra la estantería.

Elise suspiró a desgana, le dolía el pecho. Un poco más y podía oler la testosterona desde ahí.

Dijeron algo más, pero los oía muy lejos. Se levantó apoyándose en el respaldo del sofá, tratando de seguir presente, de no desmayarse. Pero tenía frío y sentía un hormigueo en las manos.

—Apártate.

Escuchó el ruido de una pistola.

—Oh, ¿vas a disparar? —Respondió August—. ¿Vas a disparar a un hombre desarmado? Joder, debes tener los huevos muy gordos para apuntarme así.

A Elise cada vez le costaba más respirar.

—Dime dónde está. No tenemos porqué terminar mal. —Apretó la pistola entre sus manos—. Sé que la noche que desapareció no durmió en su casa, y justo antes cenamos aquí. Todos juntos.

—Sean no está aquí, y lo sabes.

—¿¡Y por qué hay tantas habitaciones cerradas!? ¿¡Qué quiere que no veamos!?

—Si tienes el capricho de acusarla de algo vas a necesitar mucho más que unas flores y la palabra de una mujer desesperada y drogada. —Siguió hablando August—.

—¡Y una mierda!

Subió la pistola, apuntándolo a la cara.

—Voy a desmantelarlo todo. —Gesticuló—. Esta mansión siempre me ha olido a mierda, ¿y últimamente todos tenemos accidentes? Gideon no puede caminar, a Haze "lo atracaron", a Sean le cortaron un puto dedo y ahora esto. Después de todas esas cenas casi seguidas.

Le tembló el arma por lo mucho que apretaba las manos.

—¿Dónde está Sean?

—Elise...

Ella levantó la cabeza al oír a Gideon llamándola.

—Buena pregunta para empezar, ese es tu trabajo. La puerta está por ahí.

—No, no me has entendido. —Sacó unas esposas del cinturón—.

Elise lo miró estupefacta.

—Me voy a encargar de que habléis.

—¿Qué? —Soltó, con el rostro desencajado del terror. Enderezó la cabeza lentamente—. P-Por un simple ramo de flores no me puedes arrestar, ¿estás bien de la cabeza? No hay ninguna prueba de lo que dices, por favor...

—Pruebas. —Repitió con sorna, esta vez mirándola a ella—. Puedo tener muchas. ¿Te suena el nombre de Tracy Hargroves, cariño?

Elise se atragantó con su propia saliva.

—Sean me dijo que hay muchas cosas interesantes sobre tí en el periódico de Mansfield, si sabes buscar. A lo mejor, mientras pases esta noche en una celda, estará lista una órden de registro.

Le sonrió, lentamente, como si pudiera sentir en la lengua el gusto de haberla dejado callada. Pálida.

—Me muero por saber qué encontramos aquí.

Elise apenas parpadeó, relajando los ojos, la expresión facial, con los labios entreabiertos.

—¿Qué? —Sacudió un poco la cabeza, pero la niebla mental no se iba—.

—Que me digas dónde está Sean.

Deslizó la mano derecho hasta apuntarla, haciendo que el perro ladrase como un loco, que August reaccionara antes de respirar y le apartara el brazo.

—¿Qué haces?

—Elise... —La llamó Gideon, otra vez—.

Elise bajó los ojos hacia Heimdall, salivando y tenso delante suyo. Después volvió a mirar a Anthony, que estaba discutiendo con August.

Si los crímenes preescribían o no, igualmente si la arrestaba tenía el poder suficiente para mantenerla las setenta y dos horas. Revisarían las cámaras de seguridad, el lago, lo sacarían todo antes de que pudiera hacer algo.

Se le erizó la piel bajo la ropa, se le dilataron las pupilas cuando pudo coger aire.

No podían entrar en el sótano, y definitivamente no podían llegar hasta Gideon.

—Dejad de hacer las cosas más difíciles.

Elise levantó las manos a la altura del pecho, viendo que callaban y ahora la miraban.

—No quiero... No quiero alargar esto. Vale.

Arrugó el ceño, casi asustada cuando caminó hacia él. El perro la siguió, metiéndose entre sus pies.

Escuchaba sus latidos golpeándole el pecho, luchaba por caminar en línea recta mientras Heimdall gruñía.

—No tiene ningún derecho a hacerte esto. —Dijo August—. Solo habla por hablar, quiere intimidarte.

—Pero ya lo has oído.

Lo miró fijamente a los ojos cuando le ofreció las muñecas a Anthony.

—Ya lo has oído...

No supo si la entendió, pero siguió impasible, estoico.

El metal rodeó la piel de Elise y el sonido de las esposas cerrándose aumentó en el eco de la mansión, como un veredicto anticipado de lo que sobrevenía.

Anthony, cogiendo sus muñecas con una mano, sacó la pistola con la otra y la apuntó.

—Vamos a hacerlo despacito y que yo te vea.

Hundió el cañón en su pecho, haciendo que Elise cerrara los ojos y girase la cabeza con angustia. La herida que tenía desde el hombro hasta el cuello pareció abrirse y sangrar.

—Como a ti te gusta.

Pudo oler su voz. Cálida, pastosa como el primer aliento de la mañana golpeándole la mejilla.

—Apártate. —Le dijo August—.

Él apretó más la pistola contra ella antes de que lo empujase.

—Si lo hubieras hecho desde el principio no me habrías obligado a esto.

Elise asintió, todavía sin mirarlo.

—Lo siento... —Murmuró, temblando—.

—Puta cazafortunas.

Le escupió en la cara.

Heimdall se pegó aún más a sus piernas, olfateando el suelo. August no se movía, pero seguía con los ojos clavados en la nuca de Anthony.

La cogió del brazo, girándola, y al hacerlo las llaves tintinearon. August se acercó otro paso más a su espalda.

—¿Fuiste tú quién pagó para que amenazaran a Sean? ¿Hm? ¿Qué es esto? —Le cacheó los bolsillos de la bata, sin dejar de apuntarla—. Ah...

Agitó el puñado de llaves plateadas encima de su hombro, acelerándole la respiración. Le dolía respirar.

—Camina.

La empujó, haciéndola tropezar.

Puso las manos, pero al tenerlas atadas cayó de cara al suelo. Entonces el perro saltó con un ladrido, clavándole los dientes en el antebrazo, a lo que Anthony saltó hacia atrás con un grito, intentó por todos los medios sacarse a Heimdall de encima.
Pero cuando empezó a mover la cabeza de lado a lado, abriéndole la carne incluso a través de la ropa, lo tiró al suelo.

El gritó que soltó cuando llegó a su cara hizo retumbar los cimientos de la mansión.

Elise intentó apartarse todo lo que pudo, hasta que August la ayudó a levantarse.

La sangre comenzó a manchar la camisa de Anthony, y sus gritos se mezclaron con el sonido de los dientes rompiendo la piel.

Intentó desesperadamente vivir, retorciéndose bajo el pastor belga de treinta kilos.

Justo entonces, solo al ver que iba a morir, el pánico levantó su mano por encima del dolor. Cogió el arma que se le había caído.

—¡No, no, no! —Gritó Elise, arrastrándose hacia ellos si no fuera porque August la mantuvo en el sitio—.

Y disparó.

Un sonido seco, callado por el silenciador.

El cuerpo de Heimdall convulsionó en el aire, luego inerte, y por fin pudo apartarlo.

A Elise no le salieron las palabras, debía de tener un nudo en la tráquea.

Hacía dos minutos estaba entre sus pies, y ahora en la alfombra, con un agujero entre las orejas.

Cuánto silencio de repente.

Al estar tan centrada en él, pensando que se lo había imaginado, no se dio cuenta que August pasó por su lado, yendo a coger a Anthony por el pecho para levantarlo.

—¡Quieto! —Volvió a apuntarlo. Tenía la marca de los colmillos atravesándole el pómulo—. ¡Hazlo, joder, o el próximo disparo no será al perro!

—¡No!

Esa vez Elise llegó a tiempo a su lado, intentando pararlos con las manos esposadas.

—¿Crees que va a tener huevos para dispararme a mi? —Lo zarandeó con la mandíbula tensa, haciendo que también bailara la pistola—.

—No, no, por favor. —Intentó apartarlo, con lágrimas besándole las mejillas al rozar a Heimdall con el pie—.

Jadeó al notar el metal ardiendo tocándole la sien, cerrando los ojos.

—Camina. —Le dijo Anthony—. Tú delante.

—Estás enfermo. —Susurró—.

Le dio un puñetazo en el estómago, como si le hubiese atravesado el abdomen para arrancarle el aire directamente de las entrañas, haciendo que se doblase hacia adelante.

August iba a hacerle algo, iba a hacerle daño, se le veía en los ojos. Pero antes de que lo tocara, él fue más rápido cogiendo del brazo a Elise y empujándola contra su pecho.

—Si lo haces no voy a dispararte a ti, si es lo que piensas. —Medio sonrió con el trozo de labio que le quedaba—. Siéntate.

Él siguió de pie. Iba a tener un ataque al corazón, empezaba a dolerle el brazo izquierdo.

—¡Siéntate! —Acercó más el arma—.

Miró a Elise, que seguía encorvada, y ella negó con la cabeza con lágrimas a borbotones. Siguió mirándolo a los ojos incluso así, sabiendo que era su última vez en ese salón, en su casa, antes de que la detuviera o la matara, y lo descubrieran todo. Porque si miraba a August, aún cuando no podía ayudarla, sentía que todo podría salir bien.

August ya había pensado en que la pistola estaba cerca, demasiado cerca, no podía hacer nada si la apuntaba a ella y no a él.

Así que sin darle la espalda, y para ganar tiempo, quizá tiempo vacío, se sentó en el sillón, como si tuviese una barra de metal que lo obligara a estar recto.

—Lo siento. —Elise movió los labios, para decírselo solo a él—.

—A ver si nos centramos. —Gruñó Anthony, con la voz rota por el dolor—. Tú dejarás de mentir. Me llevarás hasta Sean, o te juro por Dios que voy a vaciarte el puto cargador.

A Elise se le caía la cabeza hacia delante.

—Me-Me... Me voy a desmayar.

—No, vas a quedarte conmigo. —La apretó contra su pecho, clavándole el cañón bajo la mandíbula—. Esa mierda de excusa no te va a servir otra vez.

—Yo no quer...

Cuando balbuceó eso la giró para cruzarle la cara y despertarla, haciendo que cayese al suelo.

Volviéndolo todo negro.

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