Pero Elise no quería morir así.
Notaba el frío acero a través del camisón, y despertó algo en ella el queroseno de la adrenalina.
Le dio un fuerte pisotón en el pie, intentando desviar el brazo con el que sostenía el cuchillo mientras Él le cubría con fuerza la boca y la nariz.
Intentó darle un rodillazo en la entrepierna, y aunque no supo dónde le había dado, se empujó a sí misma contra una ventana solo para que Él la acorralara.
Levantó la mano, porque se había cansado y ahora quería apuñalarla en el cuello, o la cara, o el pecho, lo que encontrara.
Elise usó toda su fuerza para empujar el cuchillo hacia un lado, y en un desespero le dio un codazo en las costillas. El impacto le hizo soltar un gruñido, pero no retrocedió.
Huir. Huir. Huir.
Él la cogió del pelo en cuanto le dio la espalda, deslizando la hoja por su cuello mucho antes de que pudiera gritar.
Elise se tiró al suelo sosteniéndose la garganta, notando cómo la vida se le escapaba entre los dedos.
No intentó gritar. Intentó arrastrarse lejos de Él. Morirse en un rincón, saltar por la ventana, cualquier cosa menos darle un espectáculo.
La sombra, en dos pasos tranquilos, llegó hasta ella para darle la vuelta, dejando que se arrastrara durante unos segundos.
Elise quedó boca arriba con un jadeo, mirándolo fijamente con los ojos bien abiertos, respirando cada vez más rápido.
Lo vio desde abajo erguirse sobre ella, con capucha y máscara negra. Levantó el cuchillo con su sangre y puso una rodilla en el suelo para acabar. Diabólicamente lento.
Se puso encima de Elise y ella, paralizada, jadeaba e intentaba gritar con los ojos fuera de órbita, dejando escapar sólo sonidos entrecortados.
La sombra acostó la hoja en su pecho, y la deslizó dos veces, para limpiar la sangre.
Ahora gruñía como un animal.
Metió la punta del cuchillo bajo el tirante de su camisón, rozándole delicadamente la piel con el acero, y de un movimiento lo cortó, haciéndola jadear y llorar. Antes de poder morir le saldría el corazón por la boca, si no fuera porque se le caería por el corte de la garganta.
Hizo lo mismo con el otro tirante, apartando de un tirón la tela.
Elise, con la mano que no se sostenía el cuello, intentó cubrirse el pecho, mientras las lágrimas resbalaban hacia sus sienes.
Él le apartó el brazo fácilmente, y haciéndola sollozar puso la punta del cuchillo entre sus clavículas, avisándola de que podía alargar su agonía mucho más.
Agarró sus pechos en un puñado, provocando que se retorciese lo poco que pudo, y luego dejó la mano en su propio pecho, sobre la sudadera, mirándose a sí mismo.
Una mano apareció detrás de Él.
Lo agarró de la capucha, y lo apartó hasta la otra pared del pasillo.
Su cuerpo cayó sobre la madera del suelo, crujiendo y provocando que gruñera.
Elise, al verse ahora tan libre, fue como una bocanada de vida falsa.
August fue hacia la sombra, y ella se arrastró hasta un rincón, sin ver el rastro que dejaba gracias a la oscuridad.
—¿Elise? —La llamó sin poder verla, levantándolo—.
Fue a quitarle la máscara, y el otro hombre lanzó el cuchillo contra él, cortando carne y vasos en el camino. Empezó a sangrarle el antebrazo antes de que se apartara. August lo cogió del pecho y lo empujó a él, dándole un cabezazo en la boca.
Otra estocada fue directa hacia su cara, rápida y limpia, y por acto reflejo paró el cuchillo con la mano.
La punta entró por la palma, y salió por el otro lado.
August, durante un momento, se tambaleó hacia atrás. Lo escuchó reír tras la máscara mientras lo empujaba hacia la ventana.
Apretó los dientes, y caminó hacia Él, clavando más el cuchillo que le atravesaba la mano, pero haciendo que retrocediese.
Mientras Elise intentaba ponerse en pie, August ya lo había reducido.
Él intentó levantarse, audaz, pero usó su cuerpo para inmovilizarlo, arrancando el cuchillo de su propia mano para lanzarlo lejos.
Giró la cabeza hacia Elise al oírla sollozar.
—¿Estás bien? —La buscaba y no podía verla—. Elise, por Dios, enfádate conmigo después, dime algo.
Ella jadeó y gruñó más alto, apretándose la herida.
El otro hombre intentó moverse bajo August, y él le dio un puñetazo en la garganta.
Le quitó el cordón de la sudadera, dándole la vuelta para atarle las manos y, para asegurarse de que no se iría, le pisó la rodilla, aplastándole el hueso.
Esa vez, el grito retumbó en toda la mansión. No había ninguna duda de que era un hombre.
—Elise. —La buscó a oscuras—.
Ella se quejó más alto.
August sacó su mechero Zippo del bolsillo, iluminando un poco.
—Elise, Elise, Elise... Elise.
Lo dejó en el suelo para arrodillarse a su lado, en el rincón que se había hecho junto al mueble, y le presionó la herida.
Elise gimió de dolor, apretando los dientes.
—No ha tocado la arteria.
Le abrochó la bata para vestirla, volviendo a presionar la herida mientras ella levantó una mano para tocarle la cara, desesperada, intentando levantarse.
—Solo ha cortado hacia el hombro.
Ella jadeó y gruñó, apretando su camiseta en un puño.
—Lo sé, lo sé, duele igual. —La incorporó, haciéndola gritar—. Pero te vas a poner bien.
La hemorragia pareció disminuir al apretar.
—¿Quién es? —Fue lo primero que dijo Elise, tomando bocanadas de aire—.
August la miró a la cara, el mechero dibujaba sombras esquivas.
—No lo sé.
Se levantó, junto con ella, para averiguarlo de una vez.
El hombre se había arrastrado unos metros, con la rodilla inútil. Le quitó la capucha de un tirón y, por mucho que se resistió, también la máscara.
Elise se quedó congelada viendo la escena, incluso se acercó más mientras August lo mantenía inmovilizado.
—Oh, Sean...
Él la miró como alguien que había perdido la visión en un instante, con media cara aplastada en el suelo.
No mostraba ninguna emoción en sus ojos, estaba completamente vacío, y eso la asustó más que el propio cuchillo que levantó contra ella.
August lo levantó por el cuello de la sudadera, sin mirarlo tanto, y lo arrastró hacia la ventana. Elise, sobresaltada, quiso intervenir, pero no tuvo fuerzas.
De un tirón abrió la ventana y lo empujó hacia fuera, manteniéndolo suspendido sobre el vacío con una sola mano.
—¿Qué haces? —Casi gritó, si hubiese podido—.
El viento nocturno soplaba con fuerza, haciendo que el pelo castaño de Sean volara y las gotas de lluvia le cayeran sobre la cara.
Intentó mantenerse dentro todo lo posible, retorciéndose, murmurando un galimatías de no, no, no pero August, al ver que quería vivir, lo empujó más, dejándolo con la espalda suspendida en el aire.
—Vale, vale, vale. —Atropelló las palabras, aferrándose a su brazo—. Vale, sácame de aquí y hablaré.
—¿Por qué?
Lo acercó más al borde.
Elise, aunque el miedo le comía el estómago, no podía dejar que continuara. Pero August lo sacó aún más, provocando que gimiera y jadeara, aferrándose a él.
—¡Si me sueltas no me escucharás hablar!
August asomó un poco la cabeza fuera de la ventana.
—Es un segundo piso. Romperte las piernas, o la columna, no impedirá que hables. —Se inclinó hacia él—. ¿Lo probamos?
—¡Cabrón hijo de puta!
—August, por favor, déjalo.
—Elise quiere que te deje. ¿Te dejo caer, Sean?
—¡No! —Respondió Elise por él—. No me refería a eso. Déjalo, déjalo dentro, no lo mates...
Ahora la miró a ella, destensando su expresión al verla de esa manera.
Elise volvió a presionar el corte del hombro hasta la nuca, y Sean se incorporó de golpe para poder empujar a August. Él lo notó y, con la mano que no tenía perforada, lo cogió de la mandíbula, volviendo a tirar de él hacia atrás.
—Estate quieto. —Casi gruñó—.
—Hay algo que no te he contado, August. —Confesó Elise, jadeando—. Te he mentido...
—¿Qué? —Volvió a mirarla—.
Se humedeció los labios antes de hablar, completamente secos.
—Sí... Sí sé quién es el amante de Gideon.
August se quedó un momento ausente, procesando las conexiones que conllevaba eso. Volvió a girar la cabeza, lentamente, hacia Sean.
Estaba poniéndose rojo, porque le estaba apretando el cuello demasiado.
—Me quería a mí. —Intentó decir, tratando de respirar para hablar—. Nos queríamos. Esta zorra ha intentado matarlo, y ahora lo sigue intentando para que no...
Cerró la mano alrededor de su garganta, apretando hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Lo vio patalear y arañarle la piel del brazo en un intento de vivir.
—Por favor, déjalo. —Le pidió Elise—.
—Pensé que si ya no estaba, todo volvería a ser como antes. —Una lágrima le cayó por la sien—. Pensé que él me querría de nuevo...
—Bájalo.
Él la miró decepcionado, pero sacó a Sean de la ventana y lo arrojó al suelo del pasillo.
Entonces Elise pudo volver a respirar.
Sean se apartó de la ventana hasta chocar la espalda con la pared, apretándose el pecho y tomando bocanadas de aire. Tenía la boca y el mentón teñidos de sangre, y le faltaba un trozo de incisivo.
Verlo de esa manera, tan vulnerable, mientras hacía unos minutos estaba convencido de que podía matarla, la hizo estremecer.
—Bien, ¿entonces qué hacemos con esto? —Le preguntó August, empezando a deambular—.
Elise lo miró, casi tartamudeando. La sangre ya bajaba como ríos sobre su pecho, debía pararla. Como todo empezaba a darle vueltas, apoyó el hombro bueno en la pared.
—El cuarto de la limpieza.
Se deslizó hasta el suelo.
—Se cierra desde fuera y no hay ventanas, podemos... Podemos dejarlo ahí mientras pensamos.
—Ah, entra aquí para matarnos y nosotros lo dejaremos limpito y seguro en su casa. ¿Qué piensas hacer? ¿Olvidarlo y actuar como si nada cuando nos lo encontremos en el supermercado?
—Eso no es dejarme pensar.
—Llamemos a la policía.
—No voy a llamar a la policía. —Negó débilmente con la cabeza—. No puedo hacerle eso a Gideon. Y lo soltarían el mismo día, igualmente...
—¿Prefieres que te mate? —Se acercó a ella, poniéndose en cuclillas—. ¿Que yo te encuentre muerta en la cama mañana?
—Tu mano... —Abrió mucho los ojos al ver el agujero en su palma, que regaba el suelo con gotas de sangre—.
—No cambies de tema.
Ella lo cogió de la muñeca, acariciando ligeramente alrededor de la herida, bajo los callos de sus manos. August se apartó, yendo hacia Sean en dos pasos para levantarlo del suelo.
Él ya no oponía resistencia, estaba vacío, una mente ausente en un cuerpo consciente.
Elise sacó la llave del bolsillo de la bata, y guió a August hasta esa habitación, repleta de escobas, mopas, plumeros, lejía y varios friegasuelos.
Él cogió un par de bridas del estante del jardín, y le ató las manos a Sean tras la espalda, que seguía impasible.
Solo un par de minutos después, estaban en el baño principal.
Elise tomó la mano herida de August y la puso bajo el grifo, dejando que el agua fría limpiase la sangre.
Parecía una catarsis, previa al caos que se precipitaría encima de ellos como un alud.
—Ponte una gasa. —Le apartó un poco la bata del hombro, viéndole el corte—.
—Ya lo haré.
—¿Tienes tiras adhesivas?
—Aprieta. —Rasgó un trapo limpio del armario, atándolo alrededor de su palma—.
Elise debía de tener el cuello y el pecho llenos de sangre, la notaba pegada a la piel, como el vómito que quedaba alrededor de la boca.
Él, con la mano libre, cogió un par de gasas del botiquín, abriéndolas con los dientes para ponerlas en la curva de su cuello, haciendo presión.
Ella sí se quejó, apretando los dientes, y se le tensaron todos los músculos del cuerpo al notar de nuevo que le clavaban un cuchillo y hurgaban bajo la piel. Se quedó con la letra a rasgada en sus labios, tomando bocanadas de aire.
—Te va el corazón a mil.
Elise, al decir eso, dubitativa, abandonó una mano de la suya y la subió hacia su cuello, tomándole el pulso de vuelta. Dejó las huellas de sus dedos impresas en sangre.
—A ti también. —Le contestó—.
—Podría significar una hemorragia interna.
—Poco probable.
Ella volvió a presionar su herida. Empezaba a notar un hormigueo en las yemas.
August apretó un poco más la mano que tenía sobre el corte de su hombro, y Elise se quejó con dolor.
—Lo siento. No paras de sangrar.
—Tendrás que coserme.
—¿Aguantarás?
La miró a los ojos, como si la estuviera desafiando, pero el verdadero motivo era que no quería sentarse y dedicarse a hacerle daño.
Elise le devolvió la mirada, centrándose primero en un ojo y luego en otro, pareciendo que no estaba respirando.
—Te estás poniendo pálida. —Empezó a alarmarse—.
—Soy patética. —Susurró, rendida, todavía con carmín en los labios—. Mi marido me engaña con otro hombre. ¿Pensaba en hombres cuando estaba conmigo? No sé competir contra eso.
August carraspeó.
—Era la única explicación posible, sinceramente.
—Lo que... —Negó suavemente con la cabeza—. Lo que ha dicho, de que intento hacerle daño a Gideon...
—La única a la que han hecho daño es a ti.
—Creen que el dinero puede taparlo todo.
Volvió a mirarla, cosa que ella no dejó de hacer en ningún momento. Durante un instante, August solo escuchó los golpes de su corazón, que siempre se volvían más violentos cuando la tenía cerca.
El silencio que habían sembrado sin darse cuenta se alargó como el final de una canción.
—Lo siento. —Soltó en un susurro, con sus grandes ojos marrones empapados de lágrimas—.
—¿Por qué?
—Por esto... —Jadeó, tambaleándose en el sitio—.
La sostuvo de los brazos antes de que perdiera el equilibrio y ella, por acto reflejo, se apoyó en los suyos.
—Te diría que es mi trabajo, pero no quiero que me grites.
—No podría. —Contestó Elise—.
—No. No podrías.
Sus palabras le llegaron como el eco de la lluvia, amortiguadas y lejanas. Había algo en ella que la martirizaba y la engullía.
Lo habían apuñalado, ya dos veces, y no había sacado de él ni un reproche.
Debía de estar pendiente todos los días, incluso cuando ella misma se lo ponía difícil. Toleraba que lo insultase, que le gritase y lo golpease.
Quizá Elise esperaba romper a tientas la línea flexible que separaba el límite, pero nunca lo encontraba.
Se preguntaría por qué.
Y ahora un hombre enmascarado, que rozaba el metro noventa y su espalda parecía una estantería, había intentado degollarla para terminar suplicándole a August que no lo torturase. ¿Qué debería de haber hecho un hombre así en la guerra?
Sabía que no debería, lo sabía, lo sentía, ese sentimiento la perseguía, estaba casada y ese anillo que llevaba en el anular prohibía a cualquier otra persona entrar en su vida.
Independientemente de cualquier cosa, Elise Harcourt no era así. Tenía principios.
Y podía notar la mirada de su suegra en la nuca, zorra, zorra desagradecida.
—¿Qué haces?
Pero August la sacó del lago ese día, a tres grados centígrados, porque notó que no estaba. Habría tirado a su amigo desde un segundo piso porque le había hecho daño, y se sentía tan bien que la cuidasen sin querer nada a cambio... Le daba fiebre. Se había convertido en una enfermedad, una epidemia, lo único que hacía era pensar en él, en él, en él.
—Elise. —Tartamudeó, parándola—.
Lentamente, sin darse cuenta, se había acercado demasiado.
—No me hagas esto. —Le pidió, asustado—.
Elise quiso decir algo, decirse a sí misma que no, pero se quedó con la boca entreabierta mirándolo a él.
August no se movió, su respiración se volvió más pesada cuanto más se acercaba otra vez. Una bruma de perfume de mujer lo acarició, hasta que llegó a rozar sus labios con los suyos, cortándole el aire.
Elise ladeó la cabeza lentamente, irguiéndose para poder llegar hasta él, y August, para su propia sorpresa, no hizo nada.
Se quedó paralizado, inmóvil, como si pudiera arrepentirse si la correspondía o le hablaba. Pero ese miedo duró poco, cuando sintió sus labios por primera vez, se deshizo en su boca. Le quitó la razón, el nudo de la garganta, el dolor, el arrepentimiento de después.
Siguió apretándole el corte sin dejar de besarla, pacientemente, como si pudiera insuflarle vida.
Elise gimió desesperada cuando no la apartó, dejando la palma de las manos en su pecho, tocándole los hombros, los brazos, deslizando la lengua en la suya para que ese beso durase más, un poco más. No quería abrir los ojos, mientras el tiempo se esfumaba sabía que lo había arruinado todo y no quería parar a pensar en ello. Era lo único que hacía bien, arruinar las cosas.
Algo despertó en August que lo hiciera, llevó una mano hasta su nuca y ladeó la cabeza hacia el otro lado para que, como ella, todo durase un más. Un poco más, hambriento. No la habían besado así desde el día que se casó.
Sin embargo, la realidad los golpeó rápidamente. Elise tuvo que apartarse, temblando.
—Me voy a desmayar. —Susurró, mientras la cabeza se le iba hacia atrás—.
—Te cogeré.
—Lo sé. —Puso los ojos en blanco, desvaneciéndose—.
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