Capítulo XXIII

El día no anunciaba sol por ningún lado.

August entró en casa por la puerta de atrás a las siete y tres minutos, después de haber buscado a Heimdall.

Lo encontró enganchado a un árbol por el collar, cubierto de barro, y cojeaba de una pata. Habría intentado por todos los medios volver a casa cuando lo escuchó llamándolo.

—Buen perro. —Lo acarició, y Heimdall empezó a llorar, poniéndose boca arriba—. Has intentado ir a por el intruso. Bien hecho.

Él se quedó tumbado, jadeando.

—¿Ha vuelto?

La voz de Elise llegó a ellos, en cuanto escuchó las cuatro patas en casa. Cruzó el comedor, y llegó a la cocina.

—¿Dónde estabas? Qué sucio estás.

—Lo dejaré fuera.

—No. No, déjalo dentro, está congelado. ¿Dónde lo has encontrado?

Giró la cabeza hacia él para hablarle, y August se sintió extraño cuando la miró esa mañana a los ojos. Parecía nerviosa, ansiosa.

—Se había quedado atrapado.

Elise volvió a mirar a Heimdall, acariciándolo, y le quitó el collar casi destrozado.

—Báñalo con la manguera del jardín. El agua sale directamente de casa y está templada. Luego déjalo en su cama. —Se levantó. Ya llegaba a esa edad en que le costaba hacerlo—.

—De acuerdo.

—No volverá a salir de casa.

August encaró una ceja al escucharla decir eso.

—Está entrenado para protegernos.

—Lo estuvo. Ahora se convertirá en un perro gordo y consentido. ¿Lo has entendido?

Él asintió con la cabeza.

—Bien. —Zanjó la conversación, también asintiendo mientras se miraban—. Yo estoy con las facturas, ¿quieres un café?

August ya hacía tiempo que se había acostumbrado a verla sin maquillaje, que solo se ponía cuando tenían visita. Sabía qué marcas de expresión tenía al sonreír, al enfadarse o cuando lloraba.

Era de esa clase de belleza que dolía ver y que el tiempo solo acentuaba.

Era horriblemente guapa.

Y debía decir horrible, porque deliciosa era un adjetivo éticamente incorrecto para una mujer casada.

—No, gracias. —Apartó la mirada—.

—Vale.

Pensó que le daría la espalda y volvería al comedor, pero Elise se quedó ahí en pie un rato más, retorciéndose los dedos como las palabras debían hacer en su garganta.

Así que tuvo que decirle algo.

—¿Pasa algo?

—No. —Sacudió una vez la cabeza—. No, no. No es nada.

La campana sonó, desde el piso de arriba.

Los dos levantaron el mentón hacia el techo, hasta que el sonido se disipó en el aire.

—No suenas bien. ¿Más notas? ¿Pesadillas?

—Mien...

Intentó ir hacia él, y la campana volvió a sonar, gentil, a través de los pasillos de la mansión. La hizo tener que retroceder.

—Voy a verlo. —Señaló el pasillo—.

August la siguió con los ojos para verla desaparecer de la cocina, incluso cuando ya no la vio.

Estaba rara.

Anduvo hacia el comedor y ahí encontró un mar de papeles que eclipsaban el roble de la mesa.
Había varios candelabros, y en la pared a su lado una estantería de varios metros de alto cubierta de libros antiguos, con bustos de escritores clásicos.

Apartó un par de facturas y vio los números rodeados de rojo con facilidad entre la tinta negra.

Dentro de su marco de varios ceros, Gideon no estaba pasando un buen momento económico.

Una cuenta asociada a una empresa de las Islas de Skye se estaba llevando una suma enorme de dinero cada mes. August deslizó una de las hojas, no demasiado, y leyó que esa cifra se repetía con frecuencia: Factura de ingreso. Clínica Psiquiátrica St. Mary, Pinewood Lane.

El fuego de la chimenea soltó un pequeño estallido, murmurando algo. Elise hacía varios años que abandonó esa clínica, ¿por qué seguía pagando?

El móvil empezó a vibrar en su bolsillo, y casi saltó en el sitio al notarlo.

Dejó todo aprisa tal y como estaba, y salió al jardín para que Elise no lo viera fisgando en sus cosas. Siempre era demasiado celosa de sus pequeños secretos.

Al salir, vio que la llamada perdida era su contacto en Queens, donde Amy dejó las evidencias a analizar. Le había escrito un mensaje:

Tengo los resultados listos

August frunció el ceño a la pantalla. Decidió volver a llamarlo.

—¿Hola? —Dijeron en la otra línea—. Bueno, ¿te envío los resultados por mail?

—Ya los recibí. La carta llegó a mi casa.

—Hm...

Ese tono no le gustó nada.

—¿Qué?

—Tío, yo no sé dónde vives.

August se quedó en silencio, mirando el bosque a lo lejos.

—¿Sigues ahí?

—¿Sabes de quién es ese dedo?

Escuchó unos papeles resbalando.

—Pues... Sí, la mujer me dejó un sobre con ADN de una persona para que los comparara. Vamos, pelo arrancado. Y coinciden.

—¿De quién?

Volvió a pasar unos papeles.

—De Sean Greek.

August se frotó los ojos, deambulando cortamente por el jardín.

—¿Me estás diciendo que el dedo amputado es de Sean Greek? —Habló rápido—. ¿Cómo puedes saberlo?

—La mujer me dijo que sospechaba que era suyo. Yo solo hice lo mío.

—¿Y las amenazas? ¿Has descubierto algo en las notas?

—No mucho. La máquina es del modelo de las Underwood, pero no puedo identificar cuál. Cualquiera puede tener una en su casa.

August se giró, volviendo a deambular, y paró en el sitio cuando vio a Elise delante de él, con los brazos cruzados.

—¿Quién te envió esos resultados falsos? ¿En qué te has metido?

—Te llamo después.

Dejó el móvil sobre la mesa del jardín. Elise no tardó en acercarse a él, señalándolo para acusarlo con todo lo que tenía.

—Me dijiste que Sean perdió el dedo en un accidente, en el taller. —Le dijo, pálida, con la voz agitada—.

Iba a responderle, pero levantó una mano para callarlo, volviendo dentro de casa. Esa vez salió con el teléfono fijo, poniendo el altavoz mientras se mordía las uñas.

—Hola, Lise. —Contestó Nadine—. Es muy temprano, ¿estás bien?

—Sí. —Se aclaró la voz—. Sí, solo quería contarte algo.

—¿No pued...?

—¿Te acuerdas de lo que me comentaste de tu hermano? —La interrumpió—. Cuando Sean tuvo el accidente, y pasó un inspector por el taller.

—Am...

Se escuchó que Nadine se incorporaba en la cama.

—Sí. Claro que me acuerdo. ¿Por qué me lo dices ahora?

—Como te vi tan preocupada, le pedí a Gideon que se enterara si pasaba algo. Y... Van a hacer un seguimiento del accidente. Lo siento, quizá le cierran el negocio.

—¿Qué?

Dijo, con un hilo de voz, desde el otro lado.

—No, no puede ser, nadie más ha pasado a preguntar, ni... Ni nos han enviado nada.

—Harán una visita sorpresa. Pero escúchame, Nadine: ¿estás segura de que Sean perdió el dedo ahí?

Silencio. Cerró una puerta.

—Me dijo que tuvo un accidente con una sierra. —Contestó, bajando la voz—.

Los dos se miraron a través de la mesa.

—Llegó a casa esa tarde con la mano vendada. Si se entera que por su culpa cerrarán el taller...

—¿Pero estás segura? —Insistió—. ¿Lo viste llegar con el vendaje?

—Sí, lo vi. Estaba muy pálido y en shock, pero no quería ir al hospital. Decía que solo necesitaba descansar.
Elise se rindió a cerrar los ojos, suspirando en silencio.

—Gracias, Nadine.

—¿Podrías ayudarnos, Lise? ¿Por favor?

—No le cuentes nada a Sean de todo esto. No quiero preocuparle.

—Gra...

Colgó la llamada, y una brisa corta formó un pequeño remolino con las hojas secas.

—Bueno, uno de los dos miente.

—Pero el ADN no miente. —Respondió Elise—.

—O Nadine no sabe nada, o lo está encubriendo.

—¿Encubriendo el qué? ¿Que un hombre, o una mujer, amputó el dedo a su marido un miércoles por la tarde? ¿Por qué lo haría? Si me lo enviaron, fue por algo. —Movió las manos, enfatizando las palabras—. Recuerda la nota que me enviaron: "¿Sabes quién será el siguiente? Claro que lo sabes". ¡El siguiente fue Max! Pero Sean no me ha hecho nada para que le haga eso...

August negó con la cabeza.

—Podría ser una amenaza para Gideon.

—Si el acosador ya llevaba semanas amenazando a Gideon, no las habría enviado al buzón para que yo las encontrara.

—¿Qué relación has tenido con Sean hasta ahora?

Elise frunció levemente el ceño, mirándolo a la cara.

—¿Te cae bien? —Especificó August—. ¿Habéis tenido alguna discusión?

—Ah. No, nada de eso.

—Deberías invitarlos hoy a cenar. A todos.

Ella asintió con la cabeza, pensativa. Si alguno se negaba, sería por algo.

—Ahora que caigo. —Mencionó, como si no supiese que lo estaba diciendo en voz alta—. No he vuelto a recibir ninguna nota.

—¿Estás segura?

No. El acosador seguía dándole notas en los sueños.

—No lo sé... —Se frotó los brazos—. Esto es muy raro.

La campana volvió a sonar, suave, a lo lejos. Elise miró hacia dentro de casa, y se le escapó suspirar.

—Se han acabado las pastillas y la receta está caducada. —Se levantó—. Volveré a llamar al doctor Francis.

Mientras se dirigía al cuarto de Gideon, August recordó la última vez que vio al médico.

Heimdall estuvo a punto de comérselo por el vial con morfina, pero también llevaba otra cosa encima: la cámara de fotos. Algo en su interior le dijo que debería de haberla revisado antes de perderla.

Debía de estar en algún sitio en su habitación, no la había tocado desde ese día.

Él también se levantó y volvió a su dormitorio para desviscerar el armario. Ropa, zapatos, cinturones, la caja con las pruebas del acosador, la pistola... No estaba.

En la radio que tenía Elise puesta en la cocina, por culpa de los techos altos, August oyó de fondo que hablaban sobre un asesinato.

—El pasado jueves, fue hallado un cuerpo sin vida en el río Lesh. Las autoridades han comunicado que se trata del doctor Francis Omens, jefe del hospital psiquiátrico Saint Mary. Mientras avanzan las investigaciones, se ha descubierto de quién aparece en las fotografías encontradas en su despacho: una antigua paciente, aunque no la única. Alrededor de ochenta y tres mujeres han declarado que fueron sedadas y llevadas a alas de contención, donde el doctor Omens las fotografiaba con...

August corrió a apagarla. Por suerte, Elise no estaba cerca.

Hasta que se giró y la vio en el umbral del pasillo. Joder, sin hacer ni un ruido cuando se movía.

Se quedó él congelado, como una sombra de la propia mansión.

—Lo...

Lo calló, poniéndose un dedo en los labios.

Lo rodeó, acercándose a la encimera, y volvió a encender la radio.

August no volvió a hablarle. Se quedó a su lado mientras escuchaban las notícias.

—...gracias a la filtración, podemos saber que todavía no tienen clara la causa de la muerte. Nuestro reportero, Thomas Beltran, nos comunica desde la casa de una de las ex pacientes del doctor: Elisabeth Ro...

Elise volvió a apagarla.

Su expresión neutral no dejaba trascender lo que pensaba, si es que podía pensar.

—La cámara... —Le habló, sin mirarlo—.

—No vi las fotos. La confisqué, pero me olvidé de ella y ha desaparecido.

—Hace días que lo dicen. Yo no recuerdo nada. —Frunció el ceño, como si recordar fuese un esfuerzo doloroso—. Lo que dicen no es verdad. O, bueno, a mí no me lo hizo. No me lo hizo... Siempre era tan amable conmigo. Mi padre lo conocía.

Trastocada, volvió a irse de la cocina.

August no trató de detenerla, y cuando escuchó la puerta de arriba cerrándose, le recorrió un escalofrío.

Esa mansión tenía corrientes por todos sitios.

En el mismo momento que conoció a Francis Omens, notó que no tenía tan buenas intenciones como predicaba. Lo notó en los huesos.

Pero no se trataba solamente de él.

A Haze le habían robado la cartera una noche cualquiera y le habían hecho daño justo donde Elise aseguraba haberse defendido en sueños, Sean perdió un dedo de una manera o de otra, la noche anterior había entrado alguien de madrugada en la mansión, y Gideon había tenido una convulsión de la nada.

Todo se enredaba cada vez más.

Había algo que tenían delante y no veían.

August fue a subir para arreglar el desastre de su dormitorio, pero se quedó completamente inmóbil cuando pasó por delante del hueco de la escalera.

Retrocedió sus pasos, y vio una puerta tallada en la propia madera, donde relucía un pestillo grueso.

El sótano.

El agua. Vigila con el agua.

August tomó la perilla y quiso abrir pero, obviamente, estaba cerrado con llave.

Cuando cayó la tarde, la Mansión Mansfield se llenó de gente. El viento cortaba, y el bosque se removía inquieto.

Anthony y Flor; Sean y Nadine con un aire demasiado callado; y Haze y Olive, aportando un vino tinto, espantaron la solitud que siempre habitaba.

—¿Dónde te lo dejo?

—En la nevera.

Flor, con el sonido de sus tacones, abrió la nevera doble.

—¡Vaya! ¿Qué celebramos?

—¿Que celebramos qué?

—Ven aquí. Es una tartita de la pastelería nueva, ¿verdad?

La sacó un poco para poder verla, y Elise se acercó con cara de no entender nada.

—¿Quién la ha traído?

—Yo no. —Contestó Nadine, mordiendo un canapé—. Con el embarazo he cortado el azúcar.

—Pues tiene muy buena pinta. —Mencionó Flor—.

Elise se inclinó hacia la tarta, pequeña y redonda, donde trazos de nata y arándano la hacían parecer una cumbre borrascosa. Encima de todo, había un ratoncito dibujado.

—¡Ey!

Se asustó al escuchar a Flor.

—No te preocupes. —Le sonrió ella—. Podemos comérnosla en la cocina, así repartimos menos.

—¡No! No os la comáis.

La otra mujer retrocedió.

—Vale.

—Perdona.

Se apresuró a sonreírle, devolviendo la tarta a la nevera.

—Perdona, es que es para el postre.

La cerró, con acidez en la boca del estómago. Ese juego de perseguirla ya la estaba poniendo físicamente enferma.

—Tu jardín es una maravilla. —Pensó Olive en voz alta, mirando por la ventana—. ¿Cómo logras mantenerlo tan bien?

Fuera, los crisantemos dibujaban el camino hacia la mesa del jardín, el rosal marchito seguía subiendo por la fachada, y mientras a lo lejos se apreciaba el sauce llorón, más cerca habían los restos de los árboles florales, justo al lado de las adelfas.

—Constancia. —Respondió Elise—.

Olive asintió, observando su propio reflejo en la ventana.

—Puedes coger una de las flores, si quieres. O semillas, las tengo guardadas en el invernadero.

—¿De verdad? —Se giró, luciendo una sonrisa blanca—.

—¡Ay! ¡Me he olvidado la insulina en el coche! —Flor dejó lo que estaba haciendo, secándose las manos—. Ana me matará. Ahora vuelvo.

Salió de la cocina, casi corriendo.

—No sé por qué ha traído a sus hijas.

Dijo Olive cuando no estuvo, sacando el soufflé de chocolate del horno.

—¿Por qué lo dices? No molestan.

—Siempre las mete en todo, y solo habla de lo fantásticas que son.

—Es normal. —Contestó Elise—. Son sus hijas.

—¡Oh, mi bebé de trece meses ha hecho una voltereta hacia atrás! Claro, a ver quién se cree eso. Sus hijas no son especiales. Voy a coger las semillas que me has dicho antes. —Le sonrió a Elise—.

—No te pierdas.

A pesar de que el invernadero estaba escondido entre los árboles, Olive salió al jardín entusiasmada.

Nadine, cuando la puerta se cerró, le hizo un gesto a Elise, diciendo que estaba mal de la cabeza. La hizo sonreír, un poco más relajada sin las miradas curiosas de las otras dos.

—Sobre lo que me has dicho de la inspección...

—No te preocupes, Nadine. Gideon se encargará de todo.

—Oh, gracias a Dios. —Suspiró, tocándose el pecho—. No pasará nada, ¿verdad?

Elise cometió el error de mirarla a los ojos, porque al instante se sintió mal por haber tenido que mentirle.

—Tú no te preocupes por nada. —Le aseguró—.

—Huele de maravilla. —Dijo Anthony, solo al entrar en la cocina—. ¿Qué plato tenemos hoy, cocinera?

Elise rodeó la isla, yendo a por el vino que había guardado previamente.

—Cordero asado con hierbas y ajo, con gratinado de patatas y queso gruyère. —Le respondió Nadine—.

—¡Madre mía! Es solo escucharlo y me entra hambre. Pásale un plan de menús a mi mujer, por favor.

Se rió, palmeándole el hombro.

—Pues deberías aprender a cocinarlo tú.

—Oye, tranquila. No lo decía en serio.

—Flor me ha contado que ayer tuvo que tirar un plato de pasta espectacular porque no llegaste a tiempo. ¿Y vas a decirle que necesita aprender a cocinar?

—¡Vale! —Levantó las manos—. Mea culpa, ya no abriré la boca.

—Más te vale. —Le dijo Nadine, mientras él se iba—.

Elise se acercó reponiendo la copa, sentándose a su lado.

—¿Qué es eso de que no llegó para comer?

—No, Lise, lo que hizo fue no aparecer en toda la noche. —Le explicó, guardando ese tono agudo que adoptaba al estar enfadada—. No llegó para cenar, y Flor lo había preparado todo para hacerlo especial.

—Qué me cuentas...

—Tuvieron una discusión hace poco. —Cogió otro canapé—. ¿Puedo?

—Claro.

—Pues. —Mordió uno—. Anthony le dijo que su matrimonio se estaba enfriando.

—¿Y dónde fue ayer por la noche? —Se inclinó hacia ella, para que compartiera el secreto a voces—.

Nadine terminó de masticar, y se encogió de hombros.

—Supuestamente con Haze.

—Pero Olive no me ha dicho nada. Si su marido hubiese estado fuera toda la noche con un amigo, me lo diría. ¿No?

—Vengo a por el vino.

Las dos se giraron hacia la voz, viendo que August entraba.

Quizá por presión social, se había vestido con una camisa, pantalón y cinturón de cuero negros, que contrastaban con su pelo rubio.

—En la nevera.

Elise volvió a girarse hacia Nadine, dando un trago a su copa.

—¿Quién ha traído la tarta? —Dijo August, cerrando la puerta—.

—No lo sé.

Dio otro trago. Largo. Él abrió el armario, encontrando platos por culpa de un episodio de limpieza profunda que había tenido Elise esa tarde.

—Y... ¿Las copas?

—En el armario de la izquierda, al lado de la nevera.

—No están.

Se acercó a donde estaba él, y August se apartó para que abriese el armario.

—Toma.

—Gracias.

Se giró para darle cuatro de ellas, chocando con él cuando iba a cogerlas.

—¡No! —August intentó atraparla, pero cayó al suelo con un estrépito. Mil trocitos de cristal crearon una alfombra nueva—. Mierda.

—No pasa nada. —Elise se apartó el pelo tras las orejas, agachándose para limpiarlo—.

—Lo recojo yo.

—No, no hace falta, vuelve con los demás.

Él se agachó un trozo de papel de cocina, justo cuando Elise quería incorporarse para cogerlo, y casi la hizo caer.

—Lo siento. —La sostuvo de los brazos—.

Ella negó con la cabeza, y volvió con los cristales. Con su ayuda, una vez recogidos, dejó el papel en la encimera.

—Deberías pasar la escoba. —Dijo, antes de irse—.

—Sí, ahora lo... ¡Ah! El reloj. —Intentó apartar la mano de la suya—.

—¿Qué?

—Se ha quedado atrapado.

Trató de romper el nudo que hizo el hilo de su camisa, colando la uña.

—¿Puedes?

—No...

Acercó la mano a la suya para ayudarla.

—¡Ya está! —Elise se apartó—. Ya está. Diles que la cena está casi lista.

—De acuerdo.

Él asintió, yéndose.

Al desaparecer, Elise volvió a la isla para recuperar su vino. Terminó con lo que quedaba, pensando que el horno daba demasiado calor. Llevaba la blusa negra algo desabrochada, pero seguía sudando.

—Wow.

Al mirar hacia Nadine, la vio con los labios entreabiertos, con una leve sonrisa.

—¿Qué? —Le dijo, volviendo a sentarse a su lado—.

—Vosotros os habéis acostado.

—¿Qué? —Soltó, incluso antes de pensar—.

Fue como una cortina de lluvia helada sobre su cabeza.

—¿Pero qué coño dices?

Nadine se inclinó hacia ella, bajando la voz, aunque estaban solas en la cocina.

—Relájate, Lise. Estoy casada, no ciega, y te entiendo, no te juzgo. Anthony también está de muy buen ver.

—Nadine no sé qué me estás queriendo decir, pero si continúas vas a coger tus cosas e irte de mi casa, ¿me has entendido? —Ella no le habló en voz baja—.

—Pero si no...

—Quizá tu matrimonio y el de las demás va mal, pero el mío no. —La cortó—. Estoy casada. Felizmente casada. Y por la iglesia.

Nadine frunció el ceño, sacudiendo la cabeza.

—Lo siento, de verdad. Pensaba que esto era...

—¿Era qué? —Le gritó—.

—Bueno... —Carraspeó, y un rubor subió a sus mejillas—. Es que Olive ha estado diciendo eso. ¡Perdón! Perdóname, pensaba que se lo habías contado tú.

Elise quiso decir algo, algún insulto hacia ella o a su madre, quizá ambas, pero se quedó con la boca entreabierta.

—¿Qué? —Repitió, esa vez incrédula—. ¿Me estás diciendo que doña 'matrimonio perfecto' va contando por ahí que me acuesto con cualquiera?

Nadine no supo qué decir, se encogió de hombros, como si estuviera en un callejón sin salida. Incluso empezó a sudar.

—¿Y la creéis? —Exigió—.

—No. ¡No! Es que Olive dice que eres... Muy próxima con Anthony. Y la otra noche te vio con August en la galería. Estabais bebiendo y hablando, creo que sacó sus propias conclusiones.

A Elise se le escapó una carcajada.

Se sostuvo la cabeza con una mano, y sus hombros se sacudieron al reírse. Nadine, al verla, pudo relajarse, sonriendo también.

—Ah... Pensaba que estabas enfadada. Sí que parece una broma, ¿eh?

Elise se levantó de donde estaba, yendo hacia la puerta.

—¿A dónde vas?

Salió al jardín, y una ráfaga de aire le apartó el pelo de la cara.

Con la luz que escupía la mansión por las ventanas, vio a Olive delante del cobertizo.

Estaba hablando con Anthony, pero el viento no le traía sus palabras. Parecía enfadada, hasta que él quiso girarse y lo besó para que no se moviera.

Elise, fría, decidió guardar las distancias, y observó.

Olive pareció pedirle algo, tirando de sus brazos, pero Anthony negó con la cabeza, empezando a irse. Ella intentó seguirlo un par de veces, pero le dijo algo que la dejó en el sitio.

—¿Qué estás haciendo fuera?

Elise esperaba oír esa voz. Se giró hacia la puerta entreabierta, donde Flor la estaba llamando.

—El cordero ya está hecho.

—Flor. —La llamó, yendo hacia ella—. Tú sabes lo que va diciendo Olive sobre mí, ¿verdad?

La vio fruncir el ceño, unas preciosas cejas finas que rellenaba para darles forma.

—¿El qué?

—Sal aquí conmigo.

—¿Por qué? —Dio un paso fuera, cerrando la puerta tras ella—.

Elise la rodeó, poniéndose a su espalda.

—¿Dónde estuvo Anthony ayer?

—Ah, ya te lo ha contado Nadine. —Suspiró—. Seguramente acompañó a Haze hasta casa.

La brisa hizo ondear la falda de su vestido gris. Elise, desconfiada, pensó que el silencio entre las dos haría que dijese algo, pero solo la miraba como un maniquí.

—Flor, hace diez años que nos conocemos. Me conoces bien.

—Tienes razón. —Asintió profundamente, sonriéndole—. Y ahora vamos a entrar, porque me estoy congelando.

Quiso pasar por su lado, pero Elise no se movió.

—¿Puedes contarme qué está pasando con Haze y Olive?

—Bah, estarán pasando sus más y sus menos, pero son muy monos. —Le sonrió, encogiéndose de hombros—. Anda, entremos que aquí hace mucho frío.

—¿Dónde estuvieron?

Flor retrocedió, con una mueca de no entender por qué hacía eso ahora.

—Pues no lo sé. No voy interrogando a mi marido.

—Estaba con Olive. Nunca estuvo con Haze, y lo sabes. Pero prefieres excusarlo, y tirar a la basura las cenas frías.

—¡Oye! —Se apartó—. ¡Eso no es verdad! Olive nunca me haría eso.

—Creo que sí deberías interrogar a tu marido. Sobre todo cuando pasa noches enteras fuera de casa.

—Ingrata de mierda.

Lo que dijo pareció quemarla.

La miró de arriba abajo con rabia, casi escupiéndole.

—Encima que me comporto como una señora contigo vienes a insultarme a la cara.

Elise, como si la hubiese visto levantando un cuchillo contra ella, retrocedió.

—No te entiendo, Flor.

—Mis hijas te adoran, y tengo que aguantarte mientras te tiras a mi marido. ¡Lo único que me quedaba esperar de ti era que no te pavonearas en mi cara! ¡Yo os vi en el cumpleaños de Nola!

—¿¡Dónde estuvo Haze anoche!? —Le exigió—.

—¡No lo sé, Elise!

Ella le dio la espalda, y abrió la puerta que daba a la cocina. Sus tacones la llevaron a cruzarla en cinco pasos.

—¿Qué...?

Perdió la voz de Nadine por el pasillo. Subió al piso de arriba, sosteniéndose la falda plisada para ir más rápido.

Cruzó las entrañas de la mansión.

—¿Dónde vas, Elise? —August apareció a su lado—.

Ella lo miró por acto reflejo, asustándose al encontrarlo entre la oscuridad. La bombilla de ese pasillo se había roto, y nunca se acordaba de cambiarla.

Elise continuó sin pararse, el corazón empezaba a irle más rápido que sus pisadas constantes.

—A hablar con Haze.

—¿Por qué? —La acompañó—.

—Porqué Olive estuvo ocupada con Anthony anoche, seguramente Haze no estaba en casa. ¿Dónde estaba Haze esta madrugada?

—Espera, ¿Anthony se está acostando con Olive? —Se rió—.

Elise lo miró a su lado con recelo.

—Flor piensa que su marido se está acostando conmigo.

—¿Qué coño dices? —Su tono cambió completamente—.

—Solo lo cree porque Olive miente, desde hace tiempo. —Giraron hacia la sala de juegos, donde estaban todos—. Y esas zorras la creen... ¿Pero qué piensan que soy? ¿Una inmoral que se acuesta con los maridos de sus amigas?

Soltó una carcajada amarga, secándose una lágrima de la mejilla.

—¿Qué me pasa? ¿Por qué soy tan tonta? —Terminó sollozando. Después de enfadarse, siempre acababa llorando—.

—Elise...

Siempre decía su nombre con tanto cariño. La cogió del brazo, haciendo que parase.

—Nunca he tenido amigas.

Se encogió de hombros inútilmente, con los ojos llenos de lágrimas.

—Deberías echarlos.

—No. —Se sorbió la nariz, mirando hacia otro lado—. No, voy a... Bueno, sí, los echaré, pero después de cenar. No me gusta tirar comida.

—Tenemos al perro para algo.

Al nombrarlo, escucharon un ladrido a lo lejos. Solía merodear por la mansión, pero llegó a sus pies, corriendo a subir las escaleras.

—Pues tienes razón. —Le acarició la cabeza—. Que se jodan.

Volvió a incorporarse, escuchando que fuera rompía a llover y cada gota golpeaba el techo como besos. Bajo la oscuridad tenue del pasillo, vio que él también le sonreía. Parecían dos sombras condenadas, mirándose mutuamente.

Elise respiró profundamente, al darse cuenta de que estuvo manteniendo el aliento.

—Tu no crees lo que dice Olive, ¿verdad? —Le preguntó en voz baja, con miedo—.

Él negó.

—No.

—Te juro que Anthony me besó a traición. Pero nadie me cree. —Lloró—. Luego entró Flor, y nos vio, pero no volvió a sacar el tema y yo... Anthony me preguntó que cuánto dinero quería, que podía pagarme más que Gideon.

—Qué hijo de puta.

El perro rasgó el silencio, ladrando, para que justo después sonara la campana de Gideon.

Una vez, y otra. Con urgencia.

Elise se giró sin decirle nada, y fue casi corriendo hacia el dormitorio de su marido. La campana volvió a sonar, y durante un instante se le encogió el corazón en el pecho, como si alguien cerrara el puño a su alrededor.

—Gideon. —Abrió la puerta—.

Cuando entró, se encontró con algo inquietante. Sean estaba de pie junto a la cama, y Gideon, acostado, miraba hacia ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Lo apartó de su camino—. ¿Qué le has hecho?

Se acercó a la cama, sintiendo que el aire en esa habitación era más denso. Se sentó a su lado en la cama, tocándole la frente: tenía fiebre, estaba pálido y a pesar de la ventana entreabierta, no paraba de sudar.

—Nada. —Respondió él—. Hace rato que suena la campana y nadie venía.

August se quedó en el umbral de la puerta, sin entrar.

—¿Qué necesitas, cariño? —Le preguntó en voz baja—.

—Nada. —Él le tocó la cara a ella—. Estoy bien. Quería un poco de agua.

Sean dio un paso más cerca, y Elise levantó la cabeza. No lo creía.

—¿Dónde está la enfermera? —Exigió, mirando hacia él—. Debía de estar aquí toda la noche.

—No lo sé. —Respondió, con los ojos clavados en los de ella—. Quizá se ha ido de esta mansión porque ha visto algo que no le ha gustado.

Elise se levantó, acercándose a él.

—¿Y eso qué quiere decir? —Le dijo, casi, a la cara si no fuera por la diferencia de altura—.

—Sabes exactamente de qué estoy hablando.

Replicó Sean, asintiendo levemente, hablando con lentitud como si hubiese masticado esas palabras durante mucho tiempo.

—Ilumíname.

—Gideon ha estado enfermo desde hace meses, va de mal en peor sin saber por qué y tú... Tú solo has estado ignorándolo.

El golpe de una bofetada puso punto final a su frase.

—Elise. Por favor... —Gideon intentó incorporarse en la cama—.

Sean miró al suelo un rato, y volvió a los ojos de Elise.

—Vete de mi casa.

Él sonrió, una sonrisa fría, glacial.

Con eso, se giró y salió de la habitación, dejando a Elise temblando de rabia. Ella se volvió hacia Gideon, que ya los estaba mirando.

—Tranquilo. —Se alisó la falda para sentarse en la cama, escurriendo el paño del bol con agua y hielo que había preparado antes—.

—Estoy bien...

—Sigues con fiebre, claro que no estás bien. —Le secó el sudor de la cara—.

—Vuelve a tu fiesta, Lise. No te quedes aquí por mi.

—August, ve a decirles que se ha cancelado la cena. —Inclinó la cabeza hacia la puerta—.

Escucharon a August irse, con las cuatro patas de Heimdall detrás de él. Elise se levantó y cerró la puerta.

—¿Sean te ha dicho algo? —Volvió a sentarse a su lado—.

—Que todos preguntaban por mí, supuestamente. ¿Por qué?

Elise suspiró, observando que las bolsas oscuras se habían instalado permanentemente bajo sus ojos.

—Por nada.

—Te veo preocupada.

Gideon subió una mano hasta su mejilla, acariciándola con el pulgar.

—No es nada. —Se apoyó en su mano—.

—No me gusta verte así.

—Tampoco soy impasible, ¿sabes? ¿Y la enfermera? —Le apartó la mano, y miró alrededor del dormitorio—. Me dijo que estaría aquí a las ocho.

Se asomó al baño contiguo, encendiendo la luz.

—Aquí no ha entrado nadie.

—Te juro que voy a poner una queja. —Abrió el grifo—. Estaba confiada en que ya había llegado, y aún ni te has tomado las pastillas.

—No seas tan dura, se habrá perdido de camino.

Se acercó a él, dándole un puñado de pastillas con un vaso de agua. Gideon se las tragó sin protestar, y dejó el vaso para mirarla a ella después.
Llevaba una falda satinada del color de la oscuridad, y una blusa a juego, con tul, que la hacía parecer una pintura gótica.

—¿Qué has hecho para cenar? —Intentó sonreírle—.

—Cordero. Y patatas. Y soufflé de postre.

—Por eso me casé contigo. —Entrecerró los ojos, asintiendo—.

Ella también asintió, resbalando una mano por su mejilla antes de girarse.

—Ahora te subo un plato. —Abrió la puerta—.

—Sube otro para ti. —Le dijo, aprisa—.

Elise, que ya estaba en el pasillo, se quedó parada y se giró hacia él, mirándolo extrañada.

—Hoy pondrán Los Caballeros Las Prefieren Rubias en la tele.

Elise se apoyó en la puerta, viéndolo tumbado en la cama. Y suspiró. Él le arrancaba tantos suspiros.

Pasaron la cena juntos en el dormitorio. Elise cambió su ropa por un camisón, sin ganas de desmaquillarse. Se acomodó a su lado, con la bandeja de comida entre ellos, y vieron la película.

Después de comer Gideon se tranquilizó con las pastillas, su respiración se hizo más regular mientras el sueño lo aplastaba y Elise aprovechó para mirarlo a su lado, viéndolo dormir.

Sus tirabuzones castaños estaban húmedos de sudor, se le pegaban a la frente y las sienes, y la barba de unos días empezaba a ocupar un lugar importante en su cara, mezclada con algunas canas.

Se sentía incapaz de contarle lo que le preocupaba, cargarlo con más peso.

Así que le acarició la cara, apretando los labios con pena. Se inclinó y lo besó en la mejilla.

Recogió los platos y salió del dormitorio antes de que la película terminase, dejando a Jane Russell cantando a volumen bajo.

Bajó las escaleras en silencio, dirigiéndose al comedor.
Necesitaba aire, necesitaba un momento, o quizá una botella de vino, para sí misma después de ese día.

Encendió la luz de la cocina y, descalza, dejó los platos en el fregadero, viendo que había muchos más apilados.

Los restos le dieron una pista de lo que era.

—Ya habían probado la tarta.

Se giró hacia la voz de August, viéndolo entrar con Heimdall.

—Luego los demás también se sirvieron.

—Mejor. —Abrió uno de los cajones—. A ver si estaba envenenada y mueren todos.

Descorchó una botella de vino tinto, y cuando volvió a la encimera con una copa, vio cómo la estaba mirando August.

—Era una broma.

Después se fue hacia la galería, donde el perro la siguió rápidamente como ya estaba acostumbrado.

Abrió la puerta de cristal corrediza para ver la noche.

El aire era frío y traía lamentos, la llovizna de invierno caía despreocupada a su alrededor. Una ráfaga le trajo algunas gotas, salpicándole la cara.

Dio media vuelta y se sentó en una de las sillas, cuando el perro también dio una vuelta sobre su cama y se dejó caer.

—¿Te acompaño? —Le preguntó August, desde la cocina—.

Ella dio un trago primero.

—Es eso o que te quedes al otro lado sin hacer nada.

Lo escuchó sonreír, acercarse, pasar por delante suyo y sentarse a su lado.

Sacó un paquete de tabaco y lo dejó abierto en la mesita entre ellos.

Fumó un buen rato mientras Elise daba pequeños sorbos, mirando la noche como si contara las gotas que caían.

—¿Sabes? —Soltó, de repente—. Hace semanas que no siento que me vigilen.

August asintió, dando una calada. La mansión, desde dentro, crujió de algún lado.

—Hasta esta noche.

La miró a su lado cuando dijo eso, viéndola de perfil tomar otro trago.

—¿Por qué?

—No sé quién ha traído esa tarta. ¿Tú la has probado?

—Claro que sí. Tenía muy buena pinta.

—Podría estar envenenada.

—Solo he escupido este papel. —Sacó algo del bolsillo—.

Elise lo cogió de su mano, dejando la copa vacía para abrir la nota.

" La luz del baño siempre parpadea cuando te duchas. ¿Te has preguntado por qué, ratoncita? "

Esas palabras le dejaron un hueco en el estómago. Lo apretó bajo su puño, haciéndolo una bola y tirándolo al suelo.

—Cobarde de mierda. —Musitó—.

—¿Cobarde por qué?

—No deja de entrar y salir de mi casa y nunca me hace nada. —Apretó los dientes, cruzándose de piernas—. Me tiene más miedo que yo a Él.

August dio otra calada, retorciendo el humo sobre sus dedos.

—Eso puede ser.

Elise sentía electricidad dentro suyo. Cada pensamiento que maduraba en su mente le traía más violencia, estaba enfadada, notaba la rabia retorcerse dentro, digiriéndose, dándole tiempo para que el cuerpo la absorbiera.

—Háblame.

De repente, rompiendo el silencio, al hablar August la miró. Ella seguía mirando la noche.

—¿Qué?

—Háblame. —Repitió, más impaciente—. Cuéntame algo, piensa en voz alta, cuenta del uno al cien en alemán, pero no me dejes este puto silencio.

Él carraspeó, entendiendo que se había quedado con las ganas de hacerle lo mismo que le hizo a esa chica en el ring a Olive. Y si la dejaba en silencio, se lo imaginaría más vívidamente. Hasta llegar al punto en que imaginarlo no sería suficiente.

—Primeramente, no sé contar hasta cien en alemán. —Cruzó los brazos, acomodándose en la silla—.

—Fenomenal.

Los ojos de él llegaron hasta la copa vacía, solo con unas gotas de vino y la marca de unos labios rojos.

—Cuando entré en el ejército, las primeras semanas yo y mis compañeros escondimos algunas botellas de alcohol en el cuartel. Y nuestro sargento decidió hacer una inspección sorpresa. Las encontró medio vacías, pero en vez de castigarnos directamente decidió divertirse.

Como no dijo nada al dejarla a medias, se giró hacia ella.

—¿No vas a preguntarme qué hizo?

—¿Qué hizo? —Repitió, alargando las palabras—.

—Nos llevó al patio, delante de todo el escuadrón. Hizo una hoguera para que uno por uno las tirásemos al fuego.

—Humillación pública, me gusta.

—Las siguientes veces solo nos obligó a hacer flexiones durante horas.

—¿Por qué entraste en el ejército?

August se encogió de hombros. Esa pregunta le parecía escrita en las estrellas, demasiado lejos para atraparla. O escrita en la arena, demasiado frágil para leerla antes de que las olas borrasen la respuesta.

—La universidad no era para mí.

—Lees mitología por placer, y pareces Gollum con el anillo teniendo esa espada colgada en el salón. No me vengas con eso. —Contestó Elise—.

—A ti también te gusta Tolkien.

—Sí, y los mitos donde Zeus se convierte en cisne y pone huevos, por eso hice una carrera.

—Las carreras no son para todos.

—¿Tenías miedo de que te llamaran gay por estudiar literatura?

—Eso ya me lo llamas tú. —Suspiró—.

Elise sonrió, repasando con él el cielo.

—Cuando estaba acabando la carrera, me gustaba pasear por delante del instituto, en Mansfield, me imaginaba trabajando ahí.

—Observar a menores está penado, actualmente.

—Muy gracioso.

Lo escuchó reír un poco. Qué fácil era la vida cuando se bebía una botella de vino.

—Al graduarme, ya llevaba un año con Max. Siempre lo acompañaba a dejar a su sobrina al instituto. —Le contó, con una sonrisa torcida—. No era una niña amable, ¿sabes? Le gustaba meterse con chicas más pequeñas. Les hacía comer barro o les robaba cosas, y ese instituto tenía un aula privada para niños con discapacidad, para tener algo de dinero extra.

No sabía exactamente cómo, pero August sentía que le estaba confesando algo que hasta ese momento solo había estado masticando. Uno de sus secretos tras sus puertas cerradas.

—Una vez cogieron a una de esas niñas, Betty. Le quemaron la cara con cigarrillos antes de que lo vieran los profesores.

August apagó su colilla en el cenicero.

—Qué cabrones pueden ser los niños.

—Sí. —Asintió ella—. Yo iba y venía para recoger a Tracy del instituto, y tenía que ver cómo las niñas huían de ella. La temían. Y a ella le gustaba que se apartasen.

Tragó saliva, notando arena en la boca.

—Cuando hablaba de eso con Max, decía que su sobrina era tímida, que nunca haría algo así si ellas no le hubiesen hecho algo primero. Pero yo lo veía. Todos los días. Se juntaba con un grupo de chicas mayores y se reían.

Una brisa fría entró en casa, helándole la piel de los brazos. El perro se removió en su sitio. August la miró a ella, que tenía los ojos algo rojos por no pestañear.

—Un día... —Se aclaró la garganta—. Mientras vigilaba el patio como becaria, vi a Tracy llevarse a esa niña. Y Betty no era una niña normal.

Negó con la cabeza, bajando la voz.

—Tenía autismo, severo, y se le notaba en la cara. No hablaba, ni jugaba con nadie, solía pasar los recreos dibujando con un palito en el suelo, pero... —Se encogió de hombros—. No lo sé. Era inocente. Tierna. Solo tenía cinco años, como las demás de ese curso especial, y seguí a Tracy cuando vi que no volvían. Las clases ya habían empezado, y la encontré sola en el baño.

Se cubrió la boca, horrorizada, con la mirada perdida entre el pasado y el paisaje que tenían delante.

—¿Qué le estaba haciendo? —Le preguntó August, para despertarla—.

—Le estaba metiendo la cabeza en la taza del váter.

Elise cerró los ojos.

—Betty ya no se movía.

Ashford, Mansfield
Junio del 2000

"¿Qué has hecho?"

Se me cayó el bolso del hombro, resonó en el baño de chicas vacío. Tracy se levantó, con el uniforme sucio, pero la otra niña no se movió.

"¡Nada!"

Estaba todo lleno de agua. En la puerta había un cartel de averiado, y al dar otro paso dentro, me mojé los zapatos.

"M-Me estaba defiendo, tía Lise. Tienes que creerme."

Betty estaba arqueada hacia el retrete, con los brazos inertes, el pelo empapado.

"Esta niña es un monstruo conmigo. Y con todos. Solo quería... Quería arreglar las cosas pero ha dejado de moverse... ¡Tía Lise haz algo!"

Me arrodillé en el charco, sacándola de donde estaba, para tumbarla en el suelo.

"Tía Lise... Por favor, haz algo" Sollozando, Tracy también se arrodilló a mi lado. "Me han dicho que tenía que hacerlo, tenía que hacerlo o me lo iban a hacer a mí".

Le acaricié la cara a Betty, muerta. Estaba muerta. Estaba tocando un muerto.

"¿Lo has disfrutado?" Susurré porque no me salía la voz, levantando la mirada hacia ella.

"¿Qué? ¡No, no!" Sollozó, entre lágrimas babas y mocos. "Yo no quería hacerlo."

—Algo me hizo click.

"Te estoy preguntando si lo has disfrutado."

—Vi como torturaba a esa niña día tras día... Y los demás profesores no hacían nada. Yo no hice nada.

"No..."

"¡Dime la verdad!" La asusté al gritar. "¡Dime que te has reído mientras lo hacías!"

"¡Tía Lise, para! Me estás asustando" Lloró, lloró y lloró. Odiaba verla llorar. Me ponía de los nervios, odiaba a esa cría de mierda.

"¿Te gusta hacerle esto a las niñas pequeñas?" La cogí del cuello, con las dos manos. Intentó escapar de mí pero no pudo. Le metí la cabeza a ella en el baño, y la empujé para que no saliera. "¿Te gusta? ¿TE GUSTA? ¡No te escucho!".

Salían burbujas del agua, palabras amortiguadas. Betty ni siquiera sabía hablar para pedirle que parase, que le estaba haciendo daño.

—La maté.

Susurró, de vuelta al presente, diecisiete años después.

—Maté a una niña, August.

Giró la cabeza, mirándolo a su lado, pero él ya la estaba mirando.

Elise intentó tomar una respiración profunda, sin éxito. Sentía como si tuviese mil hormigas corriéndole bajo la ropa, le quemaba la piel, le lloraban los ojos.

—La dejé ahí. En el baño. Solas. Solas... —Sollozó, desmoronándose—. Volví a mi coche y me quedé inmóbil durante horas, no sé cuántas, hasta que vi una ambulancia y policías. Primero llegó Max.

Tragó saliva.

—Nunca lo había visto llorar, y se quedó un rato en el suelo, gritando... Luego vinieron los padres de Betty.

Se secó las mejillas aprisa.

August, que la había estado escuchando, se puso tenso, apretando los dientes. Dejó de mirarla.

—Eran una pareja joven, Blake y Sarah O'Connor, aún me acuerdo. Ella dio media vuelta y se fue, y él... Él apartó a los paramédicos para ver a su hija. —Se frotó el pecho, porque le dolía el corazón—. Vi en ese mismo momento que me iría al infierno. La cárcel y el suicidio, eso era lo que me esperaba.

—Tampoco mataste a alguien inocente.

—¿Y eso qué importa? —Le gritó, moviendo las manos—. Era una niña. Una niña de catorce años, yo le quité los años que le quedaban porque no supe controlarme, ¡todo se habría podido solucionar con un psicólogo! Por eso Dios no me ha dado hijos...

—¿Crees que Max te habría dejado intervenir? —La cortó, seriamente—.

Ella se calló.

August se giró hacia Elise, haciendo crujir la silla.

—¿Crees, Elise, que de verdad merecías todo lo que te hizo Max después?

—Sí.

Cerró los ojos, dejando caer una lágrima como la lluvia caía del cielo.

—Me esperó despierto esa noche. —Continuó—. Ashford no tenía suficiente dinero para instalar cámaras, pero un chico de segundo me vio entrando en el baño y, en vez de decírselo a la policía porque le daba miedo meterse en líos, se lo contó a Max.

¿Por qué no dejaba de hablar? ¿Qué le importaba a August eso?

—Esperé que me matase él a mí. Justicia, de algún modo. Pero mi madre se dio cuenta de que no salía de casa, y llamó a la policía cuando no le abría nadie la puerta. Después, con mi notícia todos se olvidaron de Betty y de Tracy. Cuando conocí a Gideon me marché de ese pueblo lo más rápido que pude.

—No fue tu culpa, Elise.

—¡Cállate!

Hizo un ademán, levantándose. Heimdall se puso alerta, levantando las orejas.

—Yo la maté. —Se señaló varias veces—. ¡Yo! Eres policía, joder, ¿dónde está tu ética?

—No fue tu culpa.

—Soy un monstruo. Una asesina. ¡Estás hablando con una asesina!

—No fue tu culpa.

—¡Que te follen! —Lo empujó—.

El perro ladró, levantándose como su dueño.

—¡Escúpeme! ¡Dime que debería estar en la cárcel! —Volvió a intentar empujarlo—. ¡Ódiame!

Le cruzó la cara.

—Trastorno de estrés post traumático. —La paró, cogiendo sus muñecas—. Cuando miraste a Tracy no la viste a ella, ¿verdad?

—¡Sí! ¡Sí que la vi! —Levantó el mentón para hablarle a la cara, tratando de zafarse—. Sabía en todo momento lo que estaba haciendo, no estoy loca para excusarme.

—Viste a la chica que se metía contigo en el colegio, ¿a que sí? —La empujó hacia él, para que se estuviera quieta, agachando la cabeza para hablarle—. Hiciste bien, Elise.

—¿Pero qué dices? —Susurró, con la cara desencajada por el horror y el corazón latiéndole con fuerza—.

—¿A cuántas niñas más habría hecho daño? —Susurró él—.

—Solo necesitaba corregir su temperamento...

—Los que abusan no cambian. —La interrumpió, zarandeándola—. Solo se avergüenzan con el tiempo.

—August...

—Eso no hace que cambie cómo te veo. —Arqueó una ceja—.

—¿Y cómo me ves? —Intentó apartarse con rabia, pero continuaba cogiéndola de las muñecas—. ¿Un fraude? ¿La profesora que no pudo ser? ¿El verdugo convertido en víctima por el periódico?

—Elise...

—Me perseguirá hasta el fin de mis días. —Se zafó, dando dos buenos pasos hacia atrás—.

August la dejó, sin acercarse.

Ella respiraba mal, cada vez más superficialmente. Un trueno partió las nubes.

—Soy la única persona a quien se lo has contado, ¿verdad?

Empezó a llover más fuerte.

—Ni a Gideon, ni a tu psiquiatra. ¿Por qué a mí?

—Ya sabes por qué.

—No, no lo sé.

—Nunca hemos tenido esta conversación. —Lo cortó Elise—. Nunca.

Negó con las manos, dándole la espalda.

—Espera. —Le tocó el brazo—.

Ella apartó el hombro.

—¿Querías que yo te juzgase?

—Voy a irme a dormir.

—Pues no te culpo, Elise.

—Yo sí. Todas las mañanas y todas las noches. —Lo miró, furtiva, a los ojos—. Me duele que tú no lo hagas.

Lo dejó a su espalda, yéndose de la galería.

Cada crujido de la mansión amplificaba su paranoia, anticipaba que iba a vomitar su remordimiento, el sufrimiento mental somatizado al cuerpo, como un cáncer, pero se obligó a mantener la compostura. A no caer, a no hacerse la víctima que no era.

Subió descalza las escaleras, como si cada escalón le costara un mundo, y llegó al pasillo lúgubre.

Se dirigió a su cuarto a oscuras y en silencio, hasta que un ruido suave la hizo detenerse.

Gideon la estaría llamando de nuevo pero, cuando se dio la vuelta, un hombre que salió de la propia oscuridad le cubrió la boca y presionó un cuchillo contra su vientre.

La justicia que había llevado tantos años esperando, ahora, justo delante de ella.

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