Capítulo XXI
Un crujido a lo lejos lo despertó.
Al abrir los ojos solo vio oscuridad, el reflejo de la luna en la ventana que dibujaba sombras en el techo. ¿Dónde estaba?
Lo último que recordaba August era escuchar a Gideon quejarse cuando volvió a casa, cenar con Elise viendo la televisión e irse a la cama.
Pero eso no era su dormitorio.
Un cling repetitivo a su izquierda. Giró la cabeza y vio el goteo de una cañería sobre un charco de agua turbia. Hacía frío.
Las paredes no lucían el papel del salón, tampoco el color de la cocina, ni mucho menos el terciopelo de la biblioteca. Estaba rodeado por cuatro paredes de ladrillo rojo, y ese crujido que había escuchado antes eran ratas bien escondidas.
—Joder... —Se miró las manos mojadas—.
Se puso en pie con un poco de esfuerzo, tenía cemento en la cabeza, los pensamientos parecían pegados entre sí como una niebla lechosa. ¿Dónde estaba?
Caminó paralelamente con las ratas, a ciegas, y algo le rozó la frente. Levantó el mentón e intentó tocarlo otra vez, tiró de esa pequeña cuerda y una bombilla minúscula vomitó algo de luz sobre él.
—¿Elise?
Carraspeó, aclarándose la voz. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba dormido. Miró a su alrededor, y no había cambiado demasiado. Un par de estanterías estaban a su izquierda, con cajas llenas de polvo.
Estaba en el sótano.
—¿Elise? —Levantó más la voz—.
Vio una ventana rectangular en lo alto de la pared, y fue como un halo de alegría. Fue hacia ella arrastrando los pies por ese nivel de agua que lo cubría todo, cuando notó un aliento en la nuca.
Se giró al instante, pero, obviamente, a su espalda no hubo nadie más que la soledad.
Ahora, justo delante de él, había una caja abierta que lucía una película de polvo. Se acercó para ver qué había, ¿qué guardarían ahí abajo para mantenerlo cerrado a cal y canto?
Sacudió la caja primero, por si había una rata, y sonó como si algo pesado estuviera dentro. Abrió las solapas de cartón húmedo y se asomó, manteniendo el aliento cuando vio lo que había.
Lo cogió con cuidado, aunque los años ya habían oxidado el acero y el cuero de la empuñadura estaba podrido. Era una daga, no podía saber de qué año, con un rubí rojo que uniría el arma con su funda.
Una mano se lo arrebató de un tirón, casi gritó al notar unos dedos helados tocándolo y la bombilla estalló.
Saltó hacia el lado, aferrándose a la estantería metálica para no sucumbir al mareo y volver a caer inconsciente. A su derecha había una silueta, surgida de la nada.
—¿Quién eres?
Miró la daga con cariño. Tenía el pelo voluminoso y encrespado.
—¿Qué haces aquí?
Algo cayó al suelo. August tenía una soga al cuello, no podía respirar, empezaba a ver lucecitas de colores por todos sitios.
La silueta levantó la daga.
—¿Qué hago yo aquí...?
Y se la clavó a sí misma en el pecho, soltando un grito que enmudeció el aire.
—¿Elise?
Fue hacia ella al ver que caía, sosteniéndola mientras la acostaba en el suelo encharcado.
—¿Elise, eres tú?
Le apartó el pelo de la cara, antes de que el corazón le reventara por lo rápido que le iba. Con esa oscuridad apenas se veía las manos.
—¿Por qué lo has hecho?
Agonizando, ella levantó un brazo y le acarició la cara a él.
—Elise...
Una de sus lágrimas le besó los labios.
—Alisa. —Lo corrigió—.
Todo pasó tan rápido, que August no pudo gritar cuando lo apuñaló en la garganta.
La miró a los ojos intentando seguir respirando. Se levantó a su lado y lo ayudó a tumbarse. La vida se le escapaba a borbotones.
Lo acunó como si fuese un niño, chistándole suavemente.
—Alisa.
Se le acercó a la cara, respirando sobre su boca. ¿Por qué seguía ella viva? Le dio un beso demasiado lento y asqueroso, fue como si besara a un sapo viscoso y el veneno no tardaría en matarlo.
—El agua. —Murmuró, moviendo los labios sobre los suyos—. Vigila con el agua.
—¡Alisa!
Se despertó empapado.
Se tocó el pecho, sudando. Juraría que estuvo todo el rato tendido en la cama, pero no había podido moverse hasta que lo había soltado.
Apartó las sábanas de un tirón, y se sentó en el borde para recuperar el aliento.
Las pesadillas no le daban tregua desde hacía años, le exprimían el cerebro hasta las profundidades de sus remordimientos, y ahora soñaba con una muerta de otro siglo.
Cada vez eran más interesantes.
—Joder.
Se levantó y abrió el armario, necesitaba una ducha. Cada vez que se movía notaba ese traje de sudor pegado a la piel.
Se miró en el espejo de la puerta, y cuando cerró algo impidió que lo hiciera. Bajó la vista, encontrándose la caja de las pruebas, donde guardó la cámara del doctor Francis. No se había acordado de ella hasta esa noche.
Se agachó para revisarla, incluso apartó los papeles que había guardado por si en esos veinte centímetros había un escondite, pero no la encontró por ningún sitio.
Qué curioso, juraría que no se la había devuelto.
Salió de su dormitorio, que pasaba desapercibido entre el laberinto de habitaciones que formaba el pasillo, y fue hacia uno de los baños de esa planta sin encender ninguna luz. La luna creciente ya iluminaba a través de los ventanales.
Pasó por el lado de una araña ocupada, que tejía un patrón sobre el cristal, cuando la mente le jugó una mala pasada y escuchó una voz de mujer otra vez.
—Son pesadillas. —Se repitió a él mismo, suspirando, y cerró los ojos—. Pesadillas.
El sonido de una risa lo paró en el sitio.
Esa vez sí era Elise, había pasado por delante de su puerta.
Dejó de tensar el cuerpo y, curioso, se quedó un poco más para saber qué hacía despierta a esa hora de la madrugada. ¿Compartirían pesadillas a través de un corredor secreto?
—Sabéis que podéis venir a pasar unos días aq... Sí, sí mamá, no me grites, la madre de Gideon no vive con nosotros. Ya nos has dejado claro que no la soportas. Envíame alguna foto pronto, ¿cómo estáis vosotros? ¿Y Scout?
Scout. Ese nombre le sonaba de algún sitio.
Gideon le había hablado de él, el mismo día que la visitó Francis. Repetía que Elise se inventaba lo del acosador porque no estaba del todo lúcida, y como ejemplo mencionó a Scout. Pero August solía hablar con ella, y nunca lo había escuchado.
—Es un gato muy travieso. —Se la escuchó feliz—. Dudo que viva mucho más, tiene... Sí, casi quince años. ¿Papá sigue odiándolo? Vaya.
Se rió un poco.
¿Por qué debería preocuparle un gato a Gideon? ¿Que a Elise le gustasen los gatos y el vino la convertía en una paranoica?
No era su intención espiar, así que decidió marcharse antes de escuchar algo más personal. Dio un paso más, y el suelo de madera crujió bajo su peso, traicionándolo.
Se quedó completamente inmóbil, apretando los labios.
Silencio.
—¿Hola? —Titubeó Elise desde dentro—.
Siguió intentando escapar, y esa puta mansión crujió por cada sitio donde pisó. Lo ignoró y dejó que las sombras del pasillo le dieran algo de ventaja.
Elise abrió la puerta y se asomó fuera sin, para su suerte, ver nada.
Igualmente miró hacia la izquierda y luego hacia la derecha, anudando el cinturón de la bata. Sabía que era irracional, pero August notó una oleada de tranquilidad al verla viva e ilesa.
—Solo son pesadillas... —Susurró ella, casi tartamudeando—. Pesadillas irreales.
La escuchó entrar de nuevo, y cerrar su habitación con dos vueltas de llave.
♘
Diciembre se cernía como la noche, prematuro y frío.
Era la primera mañana que estaban los tres en casa desde la convulsión, y August casi agradeció poder escuchar ese radio cassette antiguo, del que solo salían gritos y acordes de guitarra eléctrica, atravesando las paredes.
Durante esos dos días estando completamente solo, algunas veces sintió que había alguien más con él, en alguna habitación.
Intentó quitarse esa mala sensación de encima, y abrió la puerta de una habitación desnuda.
Ni cuadros ni alfombras ni estanterías, había telas de plástico tendidas en el suelo por si goteaba la pintura.
—Han llamado del hospital. He apuntado la cita en la nevera.
Elise apartó la máquina de lijar del marco de la ventana. Estaba en lo alto de la escalera, cubierta de serrín.
—¿¡Qué!?
—¿¡Puedo aflojar eso!? —Señaló el cassette—.
—¡Sí!
No tardó en hacerlo, aflojando el álbum de Van Halen. Y, de repente, todo fue un glorioso casi silencio.
—He dicho que han llamado del hospital.
—Ah... Sí, me han enviado un mail. —Le dijo, volviendo a su tarea—.
—¿Gideon está mejor?
—No lo sé. —Volvió a aprovechar para parar—. Está dormido, creo.
August se acercó y observó su trabajo al pie de la escalera mientras ella descansaba.
—¿Quieres que te ayude?
—No, puedo hacerlo yo.
—Sé que puedes, no estoy ciego.
Elise dudó por un momento.
Finalmente, suspiró y bajó de la escalera. Llevaba un mono con alguna costura rota, y manchado de aguarrás o lejía. ¿En qué gastaba sus millones bien calentitos en el banco?
—Vale. Pero solo porque lo has pedido bien.
August subió para llenar el lugar que había dejado. El ventanal y el asiento de esa habitación, carcomidos por el tiempo, daban una vista espectacular al bosque. El día era oscuro y frío, pesaba como un manto sobre los hombros, aunque el reloj apenas despuntaba las doce del mediodía.
Elise se sentó en el borde de una mesa vieja, dando un trago largo a su botella de agua, aún notaba un hormigueo en las manos por culpa de la máquina.
Por el ruido, prefirió poner otro CD.
Dejó el cassette, y volvió a sentarse para ver cómo trabajaba.
Para asegurarse de que lo estaba haciendo bien.
Estaba en lo alto de la escalera, levantando la lija por encima de su cabeza, y la camiseta que llevaba salió de dentro del pantalón.
Prefirió mirar el suelo.
Cuando August terminó de lijar el último listón, bajó y dejó la máquina en el suelo, limpiándose el polvo de las manos.
—¿Lo he hecho bien? —Se burló—.
—Puedes mejorar.
—No te he escuchado pedirme la máquina.
—¿Pero qué llevas en el brazo? —Le dijo Elise riéndose, señalando con los ojos el tatuaje que asomaba—. Espero que no sea el Totenkopf.
Él se lo miró por acto reflejo.
—No. Aunque el diseño también está muy bien.
Subió la manga para que pudiera verlo mejor, ganándose que hiciera una mueca.
—Una calavera sangrando... Qué hortera.
August se encogió de hombros.
—Para ser sincera, creo que te quedarían bien unas flores.
—Flores. —Se rió él—.
—Solo pienso que te vendría bien algo más alegre.
Se miró el otro brazo, buscando, hasta que le señaló el tatuaje de una amapola roja en el interior del bíceps. La tinta se había expandido por los años.
—Es... Muy bonita. —Tuvo que cerrar la boca—. ¿Significan algo?
—Parece una puta pregunta de manual. No todo tiene que tener un por qué. ¿Qué sabes tú de tatuajes?
—¿Y tú de lijar paredes?
—Pues bastante. He trabajado mucho con las manos.
—Des...
Lo que iba a decir Elise, una broma relacionada con el oficio de chapero y lo que acababa de decir, se interrumpió bruscamente por el sonido de una campana, borrando su sonrisa.
Gideon seguía en la cama, por recomendación del médico, y cuando necesitaba algo hacía sonar una campana pequeña.
Así que los dos se quedaron mirándose sin decir nada más.
—Voy a ver qué quiere.
—Sí.
Pasó por su lado, saliendo del desván para bajar las escaleras, y se dirigió a la habitación de Gideon.
Por petición suya la ventana estaba entreabierta, aunque hacía frío, porque decía que necesitaba un poco de aire.
—Oh, cariño...
Se sentó a su lado en la cama, frotándole la espalda mientras él vomitaba lo poco que había comido.
—Tranquilo. —Dejó el cubo en el suelo por él—.
Sacó pañuelos de la mesita de noche para que se limpiara.
—¿Estás mejor? —Le tocó la cara, apartándole el pelo—.
—Dame una pastilla para el dolor.
Elise hizo una mueca que no pudo controlar.
—¿Otra, Gideon?
—He acabado de vomitar la última, Elise, joder. —Dijo, cansado, dejando que la cama se lo tragase—.
—Es lo que te provoca los vómitos.
—Me duele... Mucho. —Abrió los ojos, nublados—. No puedo levantarme y el dolor está empezando a subir por toda la espalda. ¿Quieres que-.
—Vale, vale. —Se levantó ella—.
—Si digo que me duele, es que me duele.
—De acuerdo.
Entró en su baño contiguo, abriendo el botiquín de primeros auxilios. Pregabalina, ya casi llevaba la mitad de la tableta de pastillas en quince horas. Elise se había cansado de discutir con él.
Le trajo agua y Gideon se las bebió.
—¿Estás bien?
—Cuando hagan efecto. —Estiró un brazo, dejándolo sobre sus ojos—.
Elise apoyó las manos a ambos lados de su cabeza, y se inclinó para besarlo en la frente, ya no tenía fiebre.
—Elise. —La apartó—.
—Sí, lo sé, quieres estar solo. —Se incorporó—. Pero puedo ponerme a tu lado y leer algo, ni siquiera te enterarás de que estoy aquí y...
—Por favor... Vete.
Le pidió, con unas lágrimas de dolor asomándose por sus ojos azules.
—Déjame quedarme. —Le susurró, acariciándole la cara—. No quiero que sufras solo.
—Por favor. —Volvió a pedirle—. No quiero que me veas así.
Elise apretó los labios, y asintió. Le acarició el pelo antes de irse.
Cerró la puerta lentamente, apoyando luego la frente en ella. También cerró los ojos, permitiendo que el silencio del pasillo la envolviera por un momento.
Mientras, August, que seguía en el desván, apagó la música y bajó las escaleras.
Cuando ya rozaba el segundo piso de la mansión, notó que el móvil le vibraba en el bolsillo. Lo sacó, viendo que el mensaje era de un número desconocido.
Abrió el chat, encontrándose con varias fotografías. Tardaron un poco en descargarse por la mala cobertura, pero una a una le llegaron.
Casi sucumbió a la sensación de que había alguien detrás de él, observándolo.
Eran imágenes de Elise en diferentes lugares: en el jardín, saliendo del coche, incluso dentro de su habitación.
Era imposible que hubiesen entrado en la mansión, lo cual significaba que había cámaras escondidas. Las conclusiones que estaba sacando eran a mil por hora, notaba que estaba sudando a pesar del frío, ¿pero no había dicho Gideon que tenía una cámara escondida en su despacho?
Podía tener más, fáciles de hackear.
O él mismo difundía las imágenes. Por las facturas que vio August en su despacho, su vida económica no estaba en su mejor momento.
El contacto le envió un único mensaje antes de bloquearlo y desaparecer:
Sé lo que has hecho
Hizo click en el link, y vio en directo la retransmisión de una cámara. Ahí estaba él, de pie en la escalera.
August casi tiró el móvil contra el suelo.
Casi. Porque sabía que no serviría de nada.
Se giró hacia donde estaba la mini cámara, anclada en la esquina de la pared y antes de destrozarla inspeccionó el modelo.
Fue directamente a desenchufar el router del WiFi, ya que todas debían de sostenerse por la misma red. Después de hacerlo, escrutó a fondo el despacho de Gideon. Apartando las enciclopedias de los estantes, palpando encima de la estantería, el marco de la ventana y los rincones del techo.
No encontró absolutamente nada.
Encendió el ordenador y comenzó a revisar los archivos y las cámaras de seguridad. Sabía que el sistema de vigilancia estaba bien instalado, lo había tomado prestado del trabajo y poder piratear ese sistema les llevaría meses.
Encendió el monitor principal y empezó a revisar las cintas.
Las cámaras mostraban a Elise moviéndose por la casa, a Gideon y a él mismo, pero nada fuera de lo común. Ahora mismo, ella estaba en el jardín, dándole de comer a Heimdall.
Sin embargo, notó algo extraño: algunos de los archivos de video parecían haber sido alterados. Había segmentos de tiempo faltantes, como si alguien hubiera borrado partes de las grabaciones.
—¿Pero qué coño? —Murmuró, frunciendo el ceño—.
Al no encontrar nada, dejó el despacho y comenzó a buscar por toda la casa.
Le llevó un buen rato encontrar las habitaciones abiertas, incluso estudió las alas de la mansión que estaban abandonadas.
Al final, subió al desván de nuevo.
Tenía que haber pasado algo por alto.
Ahora que sabía qué buscar, ignoró las herramientas y latas de pintura esparcidas por el suelo. Revisó cada rincón, buscando cualquier cosa fuera de lugar. Fue entonces cuando notó algo en una de las vigas del techo: una pequeña cámara oculta, que parpadeaba.
Quería que la encontrara.
Utilizó la escalera para llegar hasta ella, la desconectó y la examinó. Era un modelo estándar, sin nada llamativo.
Regresó al despacho de Gideon con la cámara en la mano, para conectarla al sistema de vigilancia y revisar su contenido. Mientras las imágenes cargaban, su móvil vibró de nuevo. Otro mensaje, de un número diferente, esa vez con un video.
Lo abrió, y vio a Elise de espaldas en el balcón, bebiendo algo mientras miraba la noche. Era la misma escena de las fotos. August sintió un nudo en el estómago mientras veía cómo alguien se acercaba sigilosamente a ella. El video se cortaba justo cuando la persona estaba a punto de tocarla.
Una sonrisa apareció en su rostro lentamente.
El trabajo se estaba poniendo interesante.
Llamó al número pero, obviamente, nadie contestó. Decidió responderle.
Te espero esta noche
El número lo bloqueó, y desapareció.
Si esa persona creía que con dos mensajes y un vídeo lo iba a asustar, se iba a divertir mucho con él.
La cámara espía trasladó sus datos al ordenador, y al abrir la carpeta August se encontró con un hombre vestido de negro y una balaclava en la cabeza.
Dejó la cámara bien puesta, y al alejarse del primer plano vio que detrás de él estaba otro hombre, atado a una silla.
Max Hargroves.
Debía de rozar los cincuenta, pelo canoso y apenas existente. Ambos hablaban, sin audio.
Cuando Max empezó a gritar, el otro hombre se agachó, y empezó a arrancarle las uñas con unas tenazas.
Una a una.
A través de la cámara solo se veía el grito mudo, la boca muy abierta y los ojos cerrados con fuerza. Se meó encima.
Después, el de negro se quitó los guantes. Le dio tantos puñetazos en la cara, que la sangre terminó reemplazando sus rasgos. La cámara ya no podía enfocar más que píxeles ahí donde debía estar su cara.
Le levantó la cabeza a Max agarrándolo del pelo, y diciéndole algo iba a quitarse la balaclava.
El vídeo paraba justo ahí.
August lo repitió a cámara rápida, le sudaban las manos.
Oficialmente, alguien lo estaba acosando a él también.
Prefirió volver a investigarlo a fondo cuando tuviese tiempo, y salió del despacho para encontrar a Elise.
La mansión estaba inquietantemente silenciosa.
Llegó a la última puerta del pasillo oscuro e infinito, la que siempre estaba abierta.
Ahí la encontró, limpiando la habitación de la cuna vacía.
Ella se giró al instante al notarlo, como si la hubiese pillado haciendo algo malo.
—¿Qué pasa?
Él vaciló.
Al verla recordó sacarla del lago, muerta, cuando tuvo un ataque de pánico, cómo lloraba cuando estaba sola.
Cayó en ese instante en que no podía decirle que alguien la había grabado en su propia cama, ni mucho menos que Gideon tenía un amante.
Era físicamente incapaz.
—¿Es Gideon? —Se acercó a él, dejando el peluche que tenía en las manos—. ¿Está bien? ¿Ha tenido otra crisis?
Quiso pasar por su lado, pero la detuvo.
—No, no es eso.
—¿Pues qué pasa? —Casi le gritó, exasperada—. Joder, qué cara de susto tenías.
—Ven conmigo. —Dijo, haciendo un ademán—.
Elise frunció el ceño, todavía con el corazón desbocado.
—Ponte el abrigo.
August le dio la espalda, esperando que lo siguiera, y eso hizo. Ella fue a su dormitorio para sacar una gabardina larga que cortase el viento, y al bajar tuvo que esperarlo unos minutos hasta que volvió a aparecer.
Lo siguió fuera, escuchando que el perro se sumaba a ellos.
—¿Y...? —Empezó Elise, a su lado—. ¿Está muy lejos lo que quieres enseñarme?
—No.
Caminando, entraron al bosque. Lo siguió hasta que divisó varios botellines-dianas dispuestos entre los árboles. Frunció mucho el ceño.
—¿Qué es esto?
—Para enseñarte a disparar. —Le respondió, sacando la pistola—.
—¿Ahora?
August revisó el cargador, y se la ofreció, enteramente.
Elise dudó un momento, mirándolo como si fuera un fantasma que habitaba el bosque e iba a apuñalarlo cuando le diese la espalda.
—¿Por qué me miras así?
La vio tomar aire, con la punta de la nariz roja por el frío, y negó con la cabeza.
Cogió la pistola con cierta reticencia, sintiendo el peso inerte del metal en las manos.
—No puedo creer que justo ahora no tenga música de fondo.
Bromeó, poniéndose donde le indicó. No escuchó que le respondiese, y notó que se colocaba detrás de ella para corregirle la postura.
—Separa los pies a la altura de los hombros. Relaja los hombros.
Lo hizo, con el graznido de unos pájaros a lo lejos.
—Ahora extiende los brazos hacia adelante, pero no los bloquees. Mantén una ligera flexión en los codos para absorber el retroceso.
—¿Por qué haces esto, August? —Le preguntó en un susurro forzoso, manteniendo la diana en la mira—.
—Sostén el arma con más fuerza con tu mano dominante y utiliza la otra para darle soporte.
Se preparó, titubeando, y cuando disparó falló estrepitosamente. El retroceso la sorprendió, pero la mano de August en su hombro la devolvió al sitio.
—Otra vez.
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