Capítulo XVII

Llovió los dos días que duró el entierro, en la misa y en la sepultura.

El nombre de Amy Harcourt Fitzroy estaba en todas las notícias, imágenes de ella siendo una niña con su abuelo paterno, sir Edward Harcourt, Duque y Señor de Glenshire. Elise ni siquiera podía mirarlo sin notar que se le giraban las tripas.

Cualquier persona en Edimburgo habría oído a esas alturas qué había ocurrido, cómo la encontraron en la bañera con las venas abiertas y una botella de whisky vacía.

Los detalles escabrosos, fácilmente podían leerse en internet. Como que su esposa, Selena, vomitó al encontrarla, y cuando pudo reaccionar intentó suicidarse con la misma cuchilla.

—En la Biblia, el Salmo 23 nos recuerda: —Continuó el sacerdote con su sermón, mientras echaban tierra en el ataúd escarlata—. "El Señor es mi pastor; nada me faltará...".

Todos estaban presentes, incluso la prensa.

Los suegros de Elise se encargaron de devolver el cuerpo a la Mansión Mansfield, donde ahora Amy era enterrada en el cementerio familiar.

En primera fila, al lado de Gideon, Elise tenía una mano en su hombro para intentar darle un apoyo más físico. Lo veía todo a través del velo negro que le cubría la cabeza, cómo el sepulturero echaba la tierra y los familiares se acercaban para dejar caer una flor. Todo parecía sacado de un retorcido cuento de los Grim.

Mientras todo terminaba, Gideon ni siquiera intentó levantarse de la silla donde estaba. No comía, apenas lo había visto beber ni ducharse.

El sol moría tras las montañas cuando la familia empezó a reunirse en la mansión, susurrándose algunas palabras de consuelo.

La corona de flores con la foto sonriente de Amy decoraba la entrada principal y el ambiente estaba cargado, pesaba en el aire como si las lágrimas hicieran el lugar mucho más pequeño.

En el salón principal estaba Selena, en el sillón al lado de la chimenea, con un velo completamente negro.

Elise se acercó lentamente, sintiendo la opresión en su pecho y las ganas de salir corriendo, porque ya no soportaba más ver a tanta gente de luto. Se sentía físicamente débil. El viento de otoño se la iba a llevar. Pero tenía que consolarla, no podía irse sin más.

—Selena, no sé qué decir. —Comenzó, cogiendo su mano—. Amy es... Era una persona increíble, y sé que su pérdida es insuperable.

Ella asintió detrás de la tela.

—Si puedo hacer algo por ti, cualquier cosa, dímelo. Te lo daré.

—Tú no puedes devolvérmelo.

—Lo sé, cariño. —Le apretó la mano—.

—Perdí al bebé.

La voz de Selena se quebró, mirando a algún sitio en el suelo.

—¿Qué bebé? —Susurró con horror—.

—No pude soportarlo, Elise. Amy y yo lo esperábamos tanto... Y ahora no tengo nada.

Ella se llevó una mano a su propio vientre, una rampa de dolor le subió por el estómago.

—Oh, Dios, Selena, lo siento tanto. Lo siento.

Selena dejó caer la cabeza hacia adelante, cansada.

—Ya.

Quiso decir algo más, algo, pero las palabras no llegaban y en el fondo era consciente de que la estaba molestando al jugar a consolarla.

No podría, la única persona que podía estaba cinco metros bajo tierra.

En ese momento, otro familiar se acercó, dándole a Elise la oportunidad de retirarse, porque necesitaba dolorosamente aire fresco.

Evitó a la multitud de la cocina, andando aprisa con los tacones por el pasillo y salió al jardín, sosteniéndose de la mesa. De repente, todo se volvió borroso, y la sacudió una arcada.

Vomitó en el suelo. Tembló y regurgitó el desayuno, regando el suelo con un líquido parduzco y grumos.

—Elise...

August se acercó, apartándole el pelo. Elise paró, pasándose el brazo por los labios, y empezó a llorar después de haber deshecho ese nudo dentro de ella.

Él le limpió la boca con un pañuelo, y cuando quiso irse no la dejó. Lloró delante de él, intentando decirle algo, pero solo salían balbuceos y más lágrimas.

—Yo... —Sollozó, mirándolo con los ojos empañados—. Es mi culpa.

Se cubrió la boca, horrorizada. August, aún dudando, dejó una mano en su hombro. Para su sorpresa, ella reaccionó abrazándolo.

—El dedo me lo enviaron a mi. —Lloró—. A mí.

Él no sabía qué hacer para ayudarla. Estaba luchando para no apartarla, y se había puesto completamente rígido.

—¿Por qué no a mi? ¿Por qué? Yo no tengo hijos, ni hermanos...

—No digas eso. —La cortó—.

—¿Por qué no a mí...?

Atormentada, vio a través de sus lágrimas a Gideon en la silla de ruedas, bajo la lluvia. Estaba delante del sauce que habían plantado él y su hermana de niños.

Mientras, a través de la ventana de la cocina, la suegra de Elise la miraba a ella.

Cuando cayó la noche la mansión volvió a su solitud.

Las estrellas alimentaban la oscuridad del cielo, y la media luna era más grande.

Las luces, las galletas de Navidad y el mantel ya no estaban.

—Nos quedaremos contigo.

—No hace falta, mamá. —Les respondió, en inglés. Durante los primeros años hablaban entre ellos en gaelico, hasta que Elise lo aprendió—.

Los cuatro estaban en la mesa del comedor, bajo la luz cálida de las velas: candelabros del siglo pasado iluminaban tenuemente, pues la tormenta se había llevado la luz.

—¿Cómo que no? Mírate.

—¿Y cómo debería estar, papá?

Elise estaba sentada al lado de Gideon, con la espalda inconscientemente recta y las piernas juntas. Él había estado todo el día en la silla de ruedas, sin el menor ademán de levantarse y tirarla a la basura, como lo hizo el primer día que se despertó del coma y le dijeron que no volvería a caminar.

—Hay habitaciones de sobra para nosotros. Nos quedaremos.

—He dicho que no.

Elise le tocó la pierna bajo la mesa, avisándolo de que no les hablase así. Estaban frente al duque Earl Lionel Harcourt y la contesa Genevieve Isolde Fitzroy, si no hubiesen renunciado a sus títulos y quedado solamente con la herencia en efectivo.

Pero también eran sus padres.

—Vamos, querido. —Intervino su madre con una sonrisa torcida, efectos del botox y el resultado de sobrevivir a una embolia—. Por favor. No puedo... No puedo volver a casa. No así.

—Genie...

Su esposo le secó los ojos con un pañuelo. Gideon suspiró y miró a Elise, pero ella solo se encogió de hombros.

—Os prepararé una habitación. —Les invitó suavemente, levantándose—.

—No, mujer. ¿Y el servicio? —Se giró, buscándolos—.

—No tenemos.

—¿Cómo que no? —Genevieve volvió a mirarla—. Si tú no puedes hacerlo todo sola y Gideon está como está, necesitáis a alguien.

—De momento está todo bien, no te preocupes por nada.

—Si ni siquiera hay luz, ¿quién arreglará la instalación?

—Yo.

—¿Tú? —Casi gritó—.

—¿De verdad vamos a discutir sobre la casa ahora? —Intervino Gideon, antes de que la conversación se agriase—.

Las dos mujeres se quedaron en silencio.

—Bueno, tampoco hemos traído ninguna maleta. —Lionel se levantó—. No os causaremos grandes molestias. Elise, por favor, ¿puedes mostrarnos la habitación? Estamos cansados.

—Por supuesto, es la tercera habitación de la derecha.

—Gracias.

Ayudó a su esposa a levantarse, y salieron juntos hacia el camino que indicaban los candelabros en cada superficie.

Elise iba a rodear la mesa y acompañarlos, pero Gideon tiró de su vestido, cogiéndola de la cintura.

—Lise, no te vayas. —Le dijo, hundiendo la cabeza en su vientre—.

—Solo voy a prepararles la habitación.

—Perdóname.

Lo miró desde arriba, y con resignación le acarició el pelo.

—¿Qué debería perdonarte?

—Todo.

Elise suspiró.

—No tengo nada que perdonarte. Pero, por favor, levántate. —Le susurró, inclinándose un poco a su altura—. No me digas que vas a quedarte en esta silla.

—Me duele mucho, Elise. —Negó suavemente, hablando en voz baja para que sus padres no lo escucharan—.

—Levántate.

—No puedo...

Se apartó un paso de él, haciendo que la mirase a la cara.

—Levántate. —Le pidió—.

Lo vio negar con la cabeza.

La imagen del Gideon que conoció en Mansfield, siempre vestido con ropa de deporte, leyendo o nadando en mar abierto, se había marchitado hasta dejar la sombra lejana de lo que fue.

Verlo en esa silla de ruedas le dolía a ella.

—Levántate.

—Lise... —Movió las ruedas para acercarse—.

—Levántate. —Repitió entre dientes, alejándose otro paso—.

Gideon la miró cansado y dolido, con unas bolsas que se habían instalado en su rostro y le sumaban diez años más.

Elise no se movió de donde estaba, dispuesta a irse si no lo intentaba, y apretó los labios para no ponerse a llorar frente a él.

Al final, Gideon recogió los reposapiés de la silla, apoyándose en la mesa para ayudarse a ponerse en pie.

Le tembló el brazo, y se levantó de nuevo, quince centímetros por encima de Elise.

Entonces la vio sonreír como hacía antes, pero con una lágrima besándole los labios.

Por un momento, volvió a tener veinte años y estaba en la costa de Mablethorpe un jueves nublado, donde el aire olía a sal y arena.
Los únicos rayos de sol brillaban en la sonrisa de Elise, y resplandecían en el vestido blanco que había sacado de una tienda de segunda mano.

Caminó hacia ella, y cayó de nuevo en la realidad.

Cayendo al suelo con Elise, que había intentado sostenerlo.

—¿Qué ha pasado? —Entraron de nuevo sus suegros—.

—¡August!

—¡Gideon! —Gritó su madre—. ¿Por qué te has levantado? Mira lo que te ha pasado, no tienes que moverte de la silla, hijo. Por favor... Podrías haberte hecho mucho daño.

—No la quiero.

Jadeó, apoyándose en August cuando lo ayudó a levantarse. Siempre estaba cerca de ellos, pero ahora ya no se esforzaba mucho en disimularlo.

—Gid...

—Sí, papá, me recuperaré y volveré a trabajar para el ejército. —Lo miró, sudando por el dolor—. Ya puedes desheredarme, si quieres.

Lionel cerró la boca, viendo con el corazón encogido en el pecho cómo su hijo se iba casi sin poder caminar.

En el más absoluto silencio, a pesar de los suspiros de Genevieve detrás de Elise, les preparó la cama con sábanas nuevas.

Encendió la chimenea de esa habitación, y los dejó para irse a la cocina, rodeada por la oscuridad.

La mansión crujió al notarla.

Se sirvió una copa de vino, agradeciendo mentalmente ese silencio ensordecedor. La lluvia era incesante, golpeando el techo, y salió descalza para verla caer.

Por fin se acababa el día.

Se sentó con un suspiro, viendo a través de las puertas de cristal el jardín señalizado con pequeñas farolas, y el lago a lo lejos.

Se sirvió otra copa al ver que ya no quedaba nada, pero un ruido interrumpió esa catarsis.
Vio de reojo algo yéndose hacia la cocina, un pie y una falda larga.

—¿Hola?

Titubeó, pues ahora nada se movía. Una corriente de aire le apagó la vela y Elise la miró como en trance.

Camuflada por el ruido de la tormenta, escuchó el eco de unos sollozos. Era el llanto de una mujer.

—¿Hola? —Habló más alto, levantándose—. ¿Genieveve?

El vino ya arrastraba sus palabras casi tanto como sus pies. Salió del umbral de la galería, poco a poco para no desbordar la copa que llevaba en la mano, y vio a una mujer de espaldas en el rincón, llorando.

Se le encogió el corazón en el pecho, como si alguien lo hubiese exprimido.

—¿Quién es? —Demandó, sin voz—. ¿Qué hace en mi casa?

Detrás de esa blusa con volantes, se encogían unos hombros frágiles. La mujer paró al oírla, irguiendo la cabeza. Se giró, tan pálida que resaltaba entre la oscuridad, con las palmas llenas de los ríos de sangre que bajaban por sus mejillas.

Unos ojos de cuencas vacías le devolvieron la mirada. Lloraba con dolor.

—Elise.

Una mano le tocó el hombro y soltó el grito que no le salía, saltando por acto reflejo. La copa cayó al suelo con un estallido.

—¿Estás bien? —Le dijo August, todavía con el traje fúnebre—. ¿Con quién hablabas?

Elise negó varias veces con la cabeza.

—No, yo no...

Se giró, observando directamente el rincón vacío.

—Vigila los cristales.

Se había olvidado que estaba descalza. En la cocina no había ninguna vela, y aún aturdida vio que August le ofrecía una mano para salir del círculo de esquirlas.

Lo dejó recogiendo el desastre y se abalanzó hacia la galería, llenando la otra copa que había traído por si Gideon la acompañaba.

Un trago largo y ya se sentía mejor.

—¿Vas a beberte toda la botella? —Le hablaron las sombras—.

—Posible...

Le quitó la copa y echó el vino al suelo del jardín.

Se la devolvió vacía.

—No has comido nada y no paras de beber. Si quieres matarte hay formas más rápidas.

—Joder, August... —Murmuró molesta, rascándose los ojos—.

—Me contrataste para mantenerte a salvo. Y eso te incluye a ti misma.

—Déjame sola.

—No.

Trajo otra vela, de color negro, y la encendió con la mecha de la blanca para verse mejor.

—Sola. Sola, durante cinco minutos. Dame cinco minutos. Llevo todo el día viendo a gente llorar, abrazándolos, diciéndoles palabras que sé que no arreglarán nada. Quiero estar sola.

—Puedes estar sola conmigo aquí.

Se encendió un cigarrillo, sentándose en el taburete a su lado.

—Capullo.

—Insúltame, si te desahoga.

—Oh, que te follen, cabrón hipócrita, ¿me estoy matando pero tú puedes fumar?

Él asintió, dando otra calada.

—Continúa.

Elise se quedó en silencio, respirando hondo. El olor del tabaco llenó el aire.

—No entiendo cómo puedes ser tan frío.

—No soy frío, Elise. Solo hago mi trabajo. Y ahora mismo, mi trabajo es asegurarme de que no te derrumbes.

Ella lo miró con rabia. ¿Rabia por qué? No lo sabía. Cualquier emoción intensa la desbocaba en ira.

Se parecía a su madre.

—¿Sabes lo que es sentirte culpable? —Dijo, con voz temblorosa—. Querían hacerme daño a mí. A mí. Y se lo hicieron a ella.

August apagó su cigarrillo.

—No es tu culpa.

Elise cogió aire, dejando caer la cabeza hacia atrás, mirando al cielo oscuro.

—No pediste que te amenazaran.

—No, eso no, pero...

—Ni pediste que Amy se suicidara.

La rompió. Ahogó un sollozo, cubriéndose la boca y mirando hacia otra dirección. Se giró en la silla para darle la espalda.

—Tú no querías esto.

Elise cerró los ojos con fuerza, negando con el labio inferior tembloroso.

—La veo. —Susurró, apretando los puños en su regazo—. Cada vez que cierro los ojos, la veo. Está en mi cabeza, está viva cuando la recuerdo. ¿Puede...?

Se le quebró la voz, sollozando. Se limpió la nariz con la mano.

—¿Puede haberse suicidado, August? ¿Si yo siento todo esto cómo se sentirá Gideon?

—De la misma manera que si lo hubieras hecho tú.

Elise se sorbió la nariz, tratando de secarse las lágrimas.

—Has leído mi informe. —Le dijo, aunque eso ahora no importaba—. Era joven, y pasó después de lo de Max. Yo solo quería que todo terminase...

—Quizá Amy quería lo mismo. Paz. —Suspiró, mirando al cielo—. ¿Vas a juzgarla por ello?

—No. —Susurró, negando, con los ojos empañados y la nariz congestionada—.

—Ahora, por fin puede descansar.

Elise parpadeó lentamente, y lo miró a su lado, de perfil.

Aunque su manera de hablar no era la más adecuada, tenía razón.

Se quedaron en la galería, mirando las estrellas mientras el silencio de la noche los envolvía como una canción de fondo.

La presencia de August, aunque a veces la incomodaba, le brindaba una extraña sensación de consuelo. No estaba del todo sola, al fin y al cabo. Pero algo seguía retorciéndose en su interior, un miedo y una culpa que no podía sacudirse.

—Tengo que enseñarte algo. —Él rompió el silencio—.

Elise lo miró sacar una carta doblada del bolsillo. Se la tendió.

—¿Qué es?

—Los resultados de los análisis que Amy mandó a hacer. Del dedo y las notas.

Elise sintió un nudo en el estómago mientras leía.
Los resultados decían que el dedo pertenecía a un hombre de mediana edad, pero no habían encontrado coincidencias en la base de datos. Las notas, sin embargo, contenían trazas de una tinta especial.

—¿Qué significa? —Sacudió la cabeza, anestesiada del mundo real—.

—Significa que tenemos una pista.

—¿Por qué me enviarían el dedo de un desconocido?

—No debe de ser un desconocido. —Carraspeó—.

Elise se quedó en silencio, asimilando la información. Tardó bastante en conectar los puntos: si a Max Hargroves le habían cortado el miembro, ¿por qué no un dedo?

—He contactado a algunas personas y estoy esperando respuestas.

Lo miró, expectante. Al final del día, se rió al verse amenazada una vez más. Un hombre muerto no le daba miedo.

—Vale.

Le devolvió la carta, y él la guardó en el bolsillo interior.

Se quedaron así un rato, sin hacer nada pero sin irse.

—August. —Lo llamó, con la lengua torpe, haciendo que la mirase—. ¿Puedes arreglar la luz?

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