Capítulo XVI

Volvieron a la mansión con dos vasos de café, y una caja de donuts que terminó vacía mucho antes de aparcar.

—¿Y cuánto hace que la conoces?

—Llevas toda la mañana haciéndome preguntas. —Contestó, rascándose los ojos—.

—Es que no me contestas.

—¿Y eso no te dice nada?

—No.

Salieron del garaje, con Heimdall delante de ellos para estirar las patas. Caminaron el camino de grava que indicaba la entrada, el mediodía era fresco, y una brisa ligera susurraba a través de los árboles.

Al entrar a la mansión, fueron recibidos por el sonido del televisor en la sala de estar.

Vieron a Gideon sentado en el sofá, con los pies sobre la mesa auxiliar y el mando al lado. Las luces del árbol estaban apagadas.

—¿Dónde os habíais metido? —Soltó solo al verlos—.

—Había olvidado la cartera en su casa, hemos pasado por ella.

—Elise fue con él, sentándose a su lado—. ¿Te encuentras bien hoy? ¿Ya has ido a rehabilitación?

Volvió a mirar la televisión.

—Sí.

—Bien. —Le sonrió, acariciándole la cara—.

—Flor ha llamado. Quiere venir con los niños a pasar unos días, para desconectar.

—¿Es que somos un hotel? —Elise se quitó los tacones—.

—Quería decirle lo mismo.

—Qué raro que nos pida eso, ¿no? —Apoyó el codo en el cojín del respaldo—. ¿La última vez cuándo fue? ¿Cuándo su hija dijo que era un chico, y tuvieron esa crisis familiar?

—Puede ser. Pero antes de que vengan he pensado en ir a ver una película, y cenar algo por ahí.

—¿Qué? Sí. —Sus pupilas se dilataron—. ¡Claro que sí! Casi estamos en Navidad, podríamos invitar a los niños, y...

—No. Juntos. Quería decir nosotros dos juntos.

Elise volvió a mirarlo.

—Ah.

—Elise, el treinta es nuestro aniversario. ¿No te acordabas?

Ella abrió poco a poco la boca, contando los días, quedándose con una mano sobre los labios.

—Lo siento.

—Elise... —Hizo una mueca—.

—Lo siento, he estado pensando en tantas cosas que se me ha ido de la cabeza. Lo siento.

—No pasa nada. Ya son dieciséis años, igualmente.

—Lo siento... Pero podríamos ir a cenar, claro que sí, donde quieras. ¿Habrá algo interesante en el cine? ¿Qué te vas a poner? Quiero ir conjuntada contigo.

Gideon frunció los labios, volviendo a mirar hacia la tele.

—Venga, no pongas esa cara. —Le pidió, dándole un golpecito en el brazo—. Por favor, he dicho que lo siento.

—Podríamos ver Scream. Seguro que ver a un tío con máscara persiguiendo a gente te mantendrá despierta.

Elise enderezó la cabeza, apartándose al escuchar sus palabras. Se quedó fría de repente. Hasta a August, al otro lado del pasillo, le disgustó.

—¿En serio?

Él chascó la lengua, sacudiendo la cabeza.

—Era una broma.

Ella miró hacia otro sitio, y se levantó.

—Cálmate, Elise. ¿No bromeas tú sobre cualquier tema? Sabes que no lo he dicho en serio.

—Vale.

—¿Entonces no vamos a ningún sitio por nuestro aniversario?

—No lo sé.

—Ey... —Intentó levantarse, pero le sonó el móvil—.

Elise, al llegar a la cocina, recogió la cafetera que había utilizado Gideon para desayunar y la lavó en el fregadero, dejándola después para que se escurriera.

Encendió la radio que tenía en el estante de arriba, al lado de las especias, y se puso el delantal para empezar a hacer la comida.

—¿Vais a organizar otra cena? —August entró—.

—No lo sé. —Contestó de espaldas—.

—Lo digo por Haze.

Elise se movió hacia otro lado de la cocina, abriendo la nevera doble.

—Anoche estuvo raro.

—Estaba borracho. —Contestó, volviendo a la tabla de cortar—.

Sacó una olla, y la llenó de agua en el grifo.

—Yo cuando estoy borracho no voy insultando a la gente.

—¿Puedes emborracharte? —Frunció el ceño, girándose para mirarlo—. No te imagino.

—Ese no es el punto.

La miró mientras sacaba un vino blanco de la nevera y se servía una copa delante de él, luego se dio la vuelta y apagó el grifo, colocando la olla en los fogones.

—Por casualidad no tendrás ningún gimnasio en alguna de tus mil puertas cerradas, ¿no?

Elise captó esa indirecta.

—Pues sí. —Cogió un tarro de garbanzos del estante—. Gideon lo utilizaba mucho. Todo para ti, ahora voy a buscar la llave y te lo enseño.

—No lo decía por mi.

—¿Entonces? —Volvió a intentarlo, pero le resbalaban las manos—. Joder, ¿puedes abrirlo?

Él tomó el tarro, que soltó un pop que aseguraba el cierre hermético, y se lo devolvió abierto.

—Gracias. ¿Entonces qué piensas hacer en el gimnasio? ¿Dormir?

—No, para ti. Defensa personal, si quieres.

Elise levantó la cabeza de su tarea, volviendo hacia él para rescatar su copa de vino.

—Te dije que sé defenderme.

—No te vi muy dispuesta a hacerlo cuando se te acercó Haze.

—Porque es un tío que debe esnifar proteína para desayunar, y es un amigo. —Bajó la voz, encarando las cejas—. No iba a hacerme daño.

—La traición nunca viene de un enemigo.

—Qué poético. —Dio un trago a su copa—.

—Solo sería enseñarte un par de cosas, ¿por qué no quieres?

Elise se quedó gesticulando su respuesta, encogiéndose de hombros.

—Yo no... No sé.

—¿No sabes qué?

—Las heridas que tenía Haze. —Lo miró a los ojos, bajando la voz—. En el pecho. Cuando me desperté ese día gritando, en el sueño que tuve le hizo daño al acosador justamente en el pecho.

August ladeó la cabeza. Lo que más le gustaba a Elise era que cuando le contaba barbaridades como esa, donde no discernía la realidad de las pesadillas, él no la miraba con el halo de comprensión y paciencia que se suele dar a los niños o a los locos.

—Solo me estás dando más motivos para empezar con la defensa personal.

—¡No! —Gritó en un susurro—. No, ya lo he probado. He intentado escaparme, he intentado hacerle daño, no puedo hacer nada. Cada vez que me lo encuentro, solo me recuerda que no puedo hacer nada y Él puede hacer lo que quiera.

—Puedes cambiarlo, solo esfuérzate un poco.

—Gideon también me dice lo mismo. Y estoy cansada. Estoy tan cansada de intentarlo y quedarme solo en eso, intentándolo...

—Lo arreglaré. Déjame ayudar.

—Nunca podría hacer nada.

—Eso es lo que crees.

—¿Me has visto bien? —Abrió los brazos—. Mido un metro setenta, y debo pesar menos de la mitad que Él.

—Tampoco te estoy pidiendo que lo mates, solo aprender lo necesario para poder escapar si lo necesitas.

—No lo sé... No soporto muy bien el fracaso.

—Aprender no es fracasar, es empezar.

Elise miró al suelo con la copa en la mano, observando los listones de madera que empezaban a oscurecerse por los años.

—Cuando llegué aquí, tuve que remodelarlo todo. —A través de las estrías oscuras, pudo ver el vestigio de ese día—. Quisieron derrumbarla, pero lo impedí. Había cortinas de telarañas blancas, la madera estaba podrida, había goteras, las ventanas rotas, incluso el sótano estaba inundado.

—¿Hay sótano?

—Se construyó a finales del siglo XIX. Ha pasado de generación a generación, hasta que llegó la guerra. El abuelo de Gideon se enlistó voluntariamente, y su familia lo repudió y se mudaron a Glasgow.

Se sentó en uno de los taburetes, así que August también tomó asiento al otro lado de la isla.

—Cuando volvió, él y su mujer se fueron a vivir a la capital. No sé por qué. Tenía muchas propiedades, pero nació en esta casa, creció aquí, su primer hijo nació en el salón y, ¿lo abandonó? —Negó con la cabeza, como si estuviese hablando con ella misma—. La mansión estuvo vacía desde 1939. Antes de morir dijo que no quería dejarla a ninguno de sus hijos, que prefería convertirla en un orfanato. ¿No te parece raro?

August se encogió de hombros.

—Quizá no tuvo una vida fácil aquí.

Elise frunció los labios, tomando otro sorbo de vino.

—¿Entonces por qué la heredó Gideon?

—Porque entró en el ejército, como él. —Dejó la copa entre ellos—. Quiero pensar. O sea que, aunque nunca volvió aquí, siguió teniéndola como su pequeño tesoro. Eso es lo que nunca he entendido, ¿por qué dejarías que tu casa se pudriese? Mírala.

Abrió los brazos, mirando el techo, las vigas que lo partían y las ventanas que daban al bosque.

—Es... —Suspiró—. Preciosa.

August asintió mirándola.

—Preciosa.

—Antes, se llamaba Belford Manor. Lo fundó una mujer, pero sus apellidos se perdieron con el tiempo, encontré cientos de fotografías suyas en el sótano. —Le tocó el brazo, bajando la voz—. Ella...

Se inclinó hacia August, y él miró su mano cuando le clavó un poco las uñas. Luego levantó los ojos, y la expresión de Elise le transmitió miedo.

—Es igual que yo. —Murmuró. Casi tuvo que leerle los labios—.

—¿Qué? —Murmuró él también—.

Tan cerca, incluso pudo ver que una gota de sudor le brillaba en la frente.

—Alisa Grace Manor. Alisa. Así se llamaba.

—Suena como...

—Murió asesinada. En esta casa.

A August, que no creía en espíritus, le entró un escalofrío en la nuca. Sacudió la cabeza para deshacerse de esa sensación.

—Espera. ¿Esto qué quiere decir? ¿Crees que la mansión está maldita?

—No. No estoy loca.

Siguió con los ojos que frunció el ceño, sus cejas oscuras y algo despeinadas. Ni cuando estuvo intentando escapar de Haze la había visto tan asustada.

—Quiero decir que... —Tragó saliva—. Cuando conocí al abuelo de Gideon, en el hospital, me miraba como-como si estuviese viendo el sol directamente, y al día siguiente nos dejó esta mansión. La gente del pueblo habla de esta familia, de los Harcourt Manor, dicen que hacían rituales. Brujería.

—Oye, oye, Elise.

La escuchó ahogar un jadeo cuando le tocó la mano, apartándola suavemente.

—Eso son rumores. —La miró—. Solo rumores.

—No me crees... —Dijo, con un hilo de voz—.

—Sí, claro que te creo. En esa época había costumbres diferentes, pero, aún así, no tiene nada que ver contigo.

—No me crees.

Se pasó una mano por los labios, levantándose de un salto del taburete para ir a buscar algo.

—Elise... —También se levantó, acercándose a ella—.

La vio abrir y cerrar cajones de la cocina.

—Lo siento, no quería-.

—Ven conmigo. —Cogió algo, y pasó por su lado—.

—¿Dónde?

Le enseñó una llave pequeña. Después la miró a ella, dándose cuenta de que le costaba respirar.

—Baja al sótano.

La observó con recelo. Era la primera llave que le ofrecía directamente, para abrir una puerta que ella ni siquiera había mencionado.

—¿Qué hay en el sótano, Elise?

El suelo de madera crujió.

Los dos miraron hacia Gideon, que entraba como un espectro, todavía teléfono en mano.

Elise lo miró, y al momento supo que algo iba mal.

—Gideon, ¿qué ha pasado? —Rodeó la isla para ir con él—.

Caminó como un zombie, acercándose a uno de los taburetes.

—¿Gideon? —Se sentó a su lado, cogiéndole la cara entre las manos—. Gideon, ¿qué pasa?

Él le apartó las manos suavemente, mirando el suelo con unos ojos vacíos.

—Amy.

—¿Amy qué? —Elise empezó a asustarse—.

—Amy... —Susurró, tocándose el pecho—.

—¡Gideon! ¿Qué le ha pasado a Amy?

—Muerta. Muerta... Muerta.

Elise sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Las palabras cayeron como una losa, dejándola débil.

—¿Amy qué? ¿Cómo? —Le preguntó, en apenas un susurro—.

—La encontró Selena, al llegar a casa.

—¿Cómo? —Jadeó, no le salía nada más—. ¿Cómo?

—Se ha suicidado, Elise. —Rompió a llorar, cubriéndose la cara como un niño—.

—Gideon...

Le tocó el hombro, dubitativa. Lo abrazó y acercó su cabeza a su pecho, apretándolo contra ella. No sabía qué más hacer. No le funcionaba el cerebro, no podía pensar.

—Le dije que se fuera. —Sollozó—. La última vez que la vi le dije que se fuera.

Y la última vez que la vio ella le pidió que enviara un dedo humano a analizar.

—No lo ha hecho por eso, Gideon. —Le acarició el pelo, temblando, y miró asustada a August—. Amy sabe que la quieres.

El agua de la olla empezó a hervir, sobresaliendo por todos los fogones

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