Capítulo XII
—¡NO! ¡NO!
Recuperó la voz a gritos, apartándose las sábanas de encima a patadas. La mansión hizo eco de sus gritos.
—¿Elise?
—¡No, no, por favor, no!
La puerta se abrió de un golpe. Entró abalanzándose hacia ella, y Elise se encogió contra el cabecero de su cama, continuaba gritando.
—¡No, no, no! —Se cubrió la cara—.
—¡Elise!
La tomaron de los hombros, zarandeándola un poco. Entonces abrió los ojos.
—August. —Lloró—. Oh, Dios, creí que estabas muerto.
—¿Qué?
Lo abrazó con fuerza, lo suficiente para que él le devolviera el abrazo. Notó que su corazón también iba a mil por hora.
—Creí que me iba a matar. —Sollozó—.
—¿Qué? ¿Quién? —La apartó, mirando en sus ojos castaños llenos de lágrimas—. Elise. ¿Qué te pasa?
—Yo-. Yo... —Hipó un par de veces, intentando hablar—. Puso la canción, y yo corrí, y grité y nadie me escuchó.
—Lo has soñado.
Negó August con la cabeza, hablándole con ese tono calmado. Siempre calmado.
—Era un sueño.
—¡No! ¡No, ha ocurrido! Esta noche.
—Esta noche no has salido de tu habitación. —Le explicó—. Cerraste con llave y no has salido de aquí, yo he estado vigilando. Y no suelo dormir. Nadie ha entrado aquí.
—No puede ser. —Jadeó, desorientada—.
Se tocó la nariz.
—M-Me caí, me hizo daño.
—¿Quién?
—¡Él! —Gritó, sollozando—.
Miró a su alrededor, viendo su propia habitación.
—¿Dónde está Gideon? ¿Está bien? Miénteme, da igual, dime que está bien...
—Está desayunando. Son las ocho de la mañana, estás en tu casa y estás bien.
Ella empezó a hiperventilar, ahora completamente laxa al saber que todo estaba bien. Que los dos estaban bien. Estaba dejándose a sí misma como una desequilibrada mental, pero no podía importarle menos en ese momento.
—Las cámaras. —Jadeó en voz baja—.
—Vamos a mirarlas, si quieres.
—Me... Me... —Balbuceó—. Me voy a desmayar.
—No pasa nada. No te vas a caer.
—¿Qué ha pasado? —Gideon se asomó por la puerta—.
Elise se desplomó en la cama.
♘
—No es buena idea.
Gideon, a pesar de que los nervios acentuaban el dolor de columna, deambulaba por el pasillo.
—Claro que lo es. —Le contestó a August, frotándose la pierna—.
—Está asustada. Y tú le traes a un puto psiquiatra.
—Muérdete la lengua antes de hablarme así.
—Tu mujer te necesita, y tú pagas a más personas para que hagan tu trabajo.
—¡Ya basta!
Golpeó el suelo con el bastón.
—¿Vas a darme consejos de pareja? ¿Tú? —Se acercó a él, que estaba frente a la puerta de Elise—. Nos conoces solo desde hace dos días. ¿Ya te ha hablado de Scout?
Señaló la puerta con la cabeza.
August frunció el ceño, y Gideon sonrió.
—No, aún no. —Se rió—. Ya lo hará...
—Buenos días.
El médico llegó hasta ellos, el mismo que atendió a Elise la última vez. Los años habían dejado su pelo más gris que oscuro, utilizaba gafas de montura fina e iba bien afeitado.
—Hola, Francis. —Suspiró Gideon—.
—¿Ha vuelto a pasar?
—Sí, y las pesadillas han vuelto.
—Entiendo. —Los miró a ambos—. ¿Está consciente?
—No tardará en despertarse, supongo.
—Bien. Pues me quedaré un rato con ella.
—Lo que necesite, doctor.
Se apartó para dejarlo pasar, y antes de que entrara August lo paró. Lo cacheó y a Heimdall no le cayó demasiado bien, le gruñó mientras estaba sentado al lado de su dueño.
—¿Pero qué estás haciendo? —Remugó Gideon—.
—Mi trabajo. —Sacó una cámara de fotos de su bolsillo—. ¿Y esto?
—Parte de la terapia, ¿señor...?
—No ha venido aquí a hacer terapia.
—Déjalo. —Se acercó Gideon—. Que pase de una vez.
—No, discúlpeme usted a mi. —Asintió el doctor Francis—. Tiene razón. No la molestaré demasiado, se lo prometo. La señora Harcourt sufre episodios maníacos y depresivos, a veces violentos. Empecé a tratarla cuando estaba ingresada en mi clínica.
August pareció meditarlo. Se quedó con la cámara, haciéndose a un lado.
—Pase.
—Empezó en otoño del...
—Pase.
El doctor acató su órden, y abrió la puerta para cerrarla detrás de él. Gideon negó con la cabeza, desaprobándolo.
—¿De verdad crees que esos sueños son reales?
August suspiró, quedándose al lado de su puerta.
—No lo sé.
—Por el amor de Dios, ¿no lo ves? —Volvió a acercarse a él—. Cuánto más alimentemos su paranoia más real se hará.
—Tú también recibiste las amenazas.
—Las amenazas sí, pero llevo viviendo en esta mansión más años que ella y nunca he sospechado de que pudieran seguirla o espiarla.
—¿Y para qué me contrataste entonces?
—¡Por las amenazas! —Hizo un ademán, exasperado—. El miedo es real, claro que es real. Pero no me jodas, nadie la está persiguiendo ni jugando al gato y al ratón con ella. Esa parte se la inventa de manera inconsciente, y tenemos que disuadirla. Me pregunto qué coño diría Freud de sus sueños.
—¿Que eres incapaz de cuidar de ella incluso en sus fantasías?
Gideon rompió su espacio personal, y Heimdall empezó a gruñir. August continuó mirándolo, incluso cuando se acercó demasiado y tuvo que agachar la cabeza.
A pesar de que no se movió, no le dijo lo que fuera que quería decirle. Miró hacia el suelo, y volvió a irse.
—Vigila a tu puto perro.
August lo miró hasta que desapareció escaleras abajo, y acarició a su compañero. Él le movió la cola.
En el silencio, empezó a pasar el tiempo al igual que la brisa en verano: lenta y dolorosamente.
Se escucharon sus voces amortiguadas desde el otro lado, aunque no se dedicó a parar la oreja al cien por cien. Si daban un golpe o empezaban a discutir lo oiría, pero nada más.
Miró la cámara digital que le había requisado, queriendo encenderla, pero no tenía batería. ¿Para qué querría una cámara apagada para hablar con ella?
—Hasta la próxima, Elise. —Se abrió la puerta—. Ten en mente lo que te he comentado.
—Sí.
Ella apareció detrás de él, manteniendo su bata negra cerrada del pecho.
—Y tómate las pastillas.
—Siempre lo hago, Francis. Adiós.
Ambos salieron de la habitación, y en el momento en que el perro olió al médico volvió a gruñir, mostrando dientes y saliva.
August se giró hacia él, y Heimdall se colocó entre sus piernas.
—¿Qué le pasa? —El hombre frunció el ceño—. No le caigo bien a su perro, eh.
—¿Qué lleva?
El doctor Francis quedó perplejo, buscando en Elise un apoyo, pero ella no dijo nada, se encogió de hombros.
—¿A qué se refiere? —Casi tartamudeó, presionado por los incesantes ladridos de advertencia—. ¿Podría devolverme la cámara, por favor?
—Quizá te ladra porque no te conoce. —Dijo Elise—.
August lo miró de pies a cabeza.
—Busca.
—¿Qué...? —Saltó hacia atrás en cuanto el perro se le acercó—.
—Le recomiendo no moverse.
El doctor se quedó petrificado, respirando cada vez peor mientras Heimdall lo olía.
—Esto es denigrante. —Se aferró a su maletín—. ¡Elise, di algo!
—No le hable a ella, hábleme a mi.
Francis apretó los dientes, y el perro se puso en pie, apoyando las patas delanteras en su pecho. Le olió la chaqueta y ladró.
—¡Pero quítemelo de encima!
Se acercó a él, así que el perro retrocedió.
—Oh, grac-.
Lo cogió del brazo y lo pegó a la pared. Escuchó a Elise sorprenderse, y al médico callarse. Empezó a cachearlo donde le había indicado.
—August, ¿cómo le haces eso? —Saltó Elise—. Francis es de confianza, lo conozco desde que era una niña.
—Quizá no lo he hecho a conciencia antes. ¿Tengo que meterle el dedo en un sitio que no le gusta? —Le dijo al lado del oído, sacando un vial del bolsillo interior de su chaqueta—.
Morfina.
Elise se quedó con la boca entreabierta.
—No creo que sea algo que necesite para una visita de rutina.
—Lo llevo siempre encima. —Se apartó, recolocándose la chaqueta de los hombros—. Es rutinario, a veces debo utilizarlo con pacientes.
—Soy alérgica a la morfina.
Elise frunció el ceño, ahora buscando explicaciones.
—¿Qué? ¡No! Y no era para ti. Tengo más pacientes que visitar.
—¿Y por qué lo llevaba en el bolsillo en vez del maletín?
August se metió entre Elise y él a pasos lentos, y Francis retrocedió.
—¡Para tenerlo a mano después! ¡O quizá se me olvidó de mi visita anterior! No lo sé. Pero no era para ti, Elise. Por supuesto que no lo necesito contigo.
Ella levantó la mirada, sin ver mucho más que la espalda de August y la cara de susto del pobre Francis al otro lado.
—Creo... Creo que deberías irte ya. —Respondió, no muy segura—.
—Elise... —Rogó él—. Es un malentendido nefasto, si me dejas...
—Váyase.
El perro, sentado a su lado, volvió a gruñir. El médico no tardó en abrazarse a su maletín e irse hacia las escaleras con espanto.
—¡Esto es ridículo! —Dijo mientras bajaba—.
—¿Doctor? —Se escuchó a Gideon en la otra planta—.
August se giró hacia ella.
—¿De qué habéis hablado ahí dentro?
Elise aún parecía perpleja, distante de la realidad. Tardó en darse cuenta de que le hablaba a ella.
—De... De nada importante. Me ha tomado la tensión, y me ha preguntado sobre lo que me ha pasado esta mañana. Nada más. Nunca ha utilizado una inyección así conmigo, no lo entiendo...
—Elise. —Suspiró él—. Si no sabes cuándo te quedas dormida, ¿cómo podrías recordar si te inyecta sedantes?
—Pero, ¿por qué lo haría? —Se encogió de hombros—. Y encima con morfina, que me moriría si lo hiciera. Solo ha sido un malentendido.
—¿Entonces por qué querías que se fuese?
Ella se rascó la muñeca y el brazo nerviosamente.
—Elise. —Volvió a llamarla—. Para poder hacer bien mi trabajo, tienes que confiar en mí.
Elise miró hacia otro lado.
—¿Ahora solo me hablas porque soy tu trabajo?
August reaccionó a sus palabras. Retrocedió.
—No.
—Que tu perro se llame como un santo nóridico, te hace muy gay. —Se despidió, yendo hacia las escaleras—.
Él se quedó en el sitio durante un instante.
—Heimdall no es un santo, es un Dios. —La siguió—.
Elise se quedó mirando los cuadros al principio del pasillo, bien colgados en su sitio.
—Gay, gay, gay, es lo único que escucho. —Empezó a bajar las escaleras—.
—¿Soy gay o nazi? Porque no puedo ser las dos cosas.
—Pregúntaselo a Göring. Estoy segura de que se moría por darle por culo a Hitler.
August ahogó una risa.
Cuando bajaron el último escalón y llegaron al primer piso, Elise tuvo un deja vu horrible. Se frotó los brazos para calmar el escalofrío. Sin querer, miró hacia la sala del billar.
—¿Dónde fue?
Se giró hacia él.
—¿Qué?
—Lo que pasó. ¿Dónde fue?
Elise suspiró, yendo hacia la cocina.
—No ha pasado nada. Lo he soñado.
August la paró cogiéndola del brazo.
—¿Las flores también las has soñado?
Cayó en que era lunes. Debían de llegar a las cinco de la tarde como un reloj.
—No. —Respondió, en voz baja—.
—¿Y las notas?
—No.
—No puedo ponerte a salvo si crees que no hay peligro, Elise.
—Creí que iba a matarme. —Le susurró, dejando una mano sobre la suya con la voz llena de terror—. Que cuando me encontrase me violaría, antes o después de matarme, quizá las dos.
—Nunca lo haría.
—Lo sé. —Le apretó la mano—. Si fuera real sé que no lo permitirías, pero solo es mi miedo, que por las noches me controla. Siento haberte metido en esto...
Él tensó la mandíbula, negó y miró para otro lado antes de volver a ella.
—¿Cómo lo sabes? —Susurró él—.
—¿Cómo sé el qué?
—Que es el miedo el que te controla. ¿Y si es algo más?
—No te sigo.
—La medicación que tomas te la recetó ese hombre, supongo. —Continuó él—. ¿Qué pasa si no te la tomas? ¿La noche que estabas en la pelea, habías tomado las pastillas?
—¡Ssh!
Elise frunció el ceño, mirando si Gideon estaba cerca.
—No.
—Pues quizá, lo que quiere es que la ira no te controle.
—Eso es absurdo. —Hizo una mueca—. No me hago daño a mí misma, ni voy por la calle amenazando a la gente.
—Si estás tranquila, no discutes tanto.
Elise se quedó pensando. Notó un escalofrío subir por su espalda.
—¿Estás insinuando que...?
—Que cambies de médico.
Lo miró desconcertada. No sabía qué pensar, ni qué hacer, ni qué hora era. Pero recordaba vívidamente el miedo de su pesadilla, que perfectamente podría ser un preludio de lo que venía.
—Gracias, August.
Fue hacia la cocina ingrávida y enferma, y él le soltó el brazo.
Le hizo un gesto con la cabeza a Heimdall, para que la siguiera, y eso hizo el perro. Él iba a revisar las cámaras, la habitación de Elise y los pasillos.
La cocina estaba bañada en la luz gris de la mañana. Elise, aún un poco temblorosa, empezó a preparar café. Tenía el estómago vacío desde el día anterior.
—Lise —Gideon la llamó suavemente, apoyándose en el borde de la encimera—. ¿Podemos hablar un momento?
Ella asintió, todavía enganchada a la vorágine de sus pensamientos. Se sentó en uno de los taburetes de madera, viendo que Heimdall se tumbó a sus pies.
Gideon se sentó frente a ella, dejando el bastón.
—Estoy aterrado. —Admitió, tomando una de sus manos entre las suyas—. Estoy aterrado de que las pastillas ya no estén funcionando como deberían.
Elise suspiró, mirando sus manos entrelazadas. Lo acarició.
—¿Qué quieres decir?
Él suspiró primero.
—Los ataques de pánico y los desvanecimientos han vuelto a ser más frecuentes. —Dijo con voz suave, pues sabía cuánto odiaba Elise hablar de sus problemas mentales—. Te veo sufrir, y me duele no poder hacer nada para ayudarte.
Ella se mordió el labio y apartó la mirada.
—Estoy intentando que no me afecte tanto. —Lloró en voz baja—.
—¿Ha dicho el médico que deberías probar otro tratamiento? ¿O volver a la clínica?
—No. —Mintió, mirando al suelo—.
Heimdall le movió la cola.
—Mejor. No quiero que vuelvas a pasar por todo eso.
Ella se quedó en silencio por un momento, intentando procesar sus palabras. Quizá había estado demasiado ocupada con su propio miedo como para tener en cuenta el suyo.
Luego, levantó la mirada y vio el dolor en los ojos de su marido. No solo el físico.
Él le acarició el pelo, dudando al principio en si hacerlo, pero al final lo hizo. Acercó la otra mano y le apartó mechones castaños para poder mirarla bien a la cara.
—Estoy haciendo todo lo que puedo. —Dijo ella en voz baja—. Estoy tomando las pastillas, las infusiones, todo lo que dice el médico... Pero siento que algo no está bien.
Gideon asintió.
—Lo sé. Pero lo estarás. Estarás mejor, ¿de acuerdo?
—¿Puedes darme un abrazo? —Le pidió, con un hilo de voz—.
Él asintió en silencio, y se inclinó hacia ella. Elise descansó la frente en el hueco de su cuello, aspirando su aftershave como un asmático su inhalador.
Se quedaron así un rato. Luego agachó la cabeza hacia su oído.
—¿Puedes hacer esas tortitas tan buenas que solo te salen a ti? —Le susurró—.
Elise asintió varias veces, sin soltarlo.
—Vale.
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