Capítulo X

La música se escuchaba desde fuera.

Eran las nueve de la mañana y el sol seguía alumbrando sin calentar ni un ápice.

Elise, al llegar a su cama esa noche, se dejó caer con los restos de sangre pegados a la nariz y la sudadera que le había dado. Durmió sin desvelarse, olvidando las pastillas.

Y ahora estaba en el desván, sentada en lo alto de la escalera metálica fingiendo que no le dolía la cara.

Repasaba el techo con una precisión casi obsesiva mientras Bad Omens llenaba el aire. La música retumbaba en las vigas, pero su mente estaba en otro lugar, perdida.

—Si me estás mirando ahora también, que te follen, acosador de mierda. —Murmuró entre dientes, mirando la ventana que acababa de despejar de telarañas—.

De repente, un golpe en la puerta la sacó de su trance.

—¿No escuchas que está un poco alto? —Le gritó—.

—¿Qué? ¡Aflójalo!

August entró, yendo hacia el radio cassette para bajar el volumen.

Le recordó al modelo que utilizaban en la escuela para enseñarle inglés. Unit three, page forty seven.

—¿Sigue en pie lo de anoche?

—Sí. —Se levantó, empezando a bajar—. Si continúas queriendo.

—Unas vacaciones pagadas en una mansión, sigo queriéndolas.

—Pero podrían... Apuñalarte. Seguirte. Vigilarte. —Dejó el bote de barniz en el suelo—.

—Deja de vendérmelo.

Elise se encogió de hombros.

—¿Se lo has dicho a Gideon?

—Sí, está de acuerdo.

—Claro que sí. Dejarme con un guardaespaldas para no tener que escucharme, le debe de estar encantando.

—Si te molesta, no notarás que estoy aquí.

—Da igual. —Hizo un ademán, girándose hacia el cassette para apagarlo—. Pero dime que no te pondrás trajes, me sentiría Madonna en la Met Gala.

—¿Tengo cara de llevar trajes?

Elise lo miró de arriba abajo rápidamente.

—Pues sí.

—¿Gideon no ha preguntado por...?

Elise se rió. O, al menos, eso intentó.

—No. Apenas me cruzo con él si no me lo propongo. —Se encogió de hombros—. Cosas de estar casados más de diez años, supongo.

August se quedó impasible, mas no sorprendido.

—Tu habitación es la quinta puerta de la derecha. —Elise salió—. Yo voy a meter la cara en hielo.

Cerró con llave, y bajó los dos pisos.

Una vez que tuvo la cara sumergida en un bol con agua fría y hielo, volvió a sentarse. Los rayos débiles del sol reverberaban en los azulejos de estilo mediterráneo que tenía en el fregadero de la cocina.

—Voy a la cita con el fisioterapeuta. —Le dijo Gideon desde la puerta principal—. Volveré para comer.

—Adiós. Ten un buen día.

Escuchó cómo cerró la puerta, y el motor del taxi fuera de la mansión.

Su marido, en cuanto recuperó un poco de independencia, no tardó en irse. Estar en casa le provocaba ansiedad, decía.

Pero ella lo había sacrificado todo. Le había dado de comer a la boca en una camilla de hospital, lo había obligado a ir a rehabilitación, cuando volvieron a casa ella seguía poniendo lavadoras, haciendo camas, arreglando goteras, decorando las habitaciones... Para que él se quedase.

¿Qué había hecho para no merecer cariño? ¿Acaso había nacido para eso, para sufrir?

Incluso llorar le dolía.

Unos pasos diferentes se acercaron donde estaba.

August estaba tarareando la canción de antes, y eso la alertó para volver a sumergir la cara.

Entró en la cocina con una caja de cartón entre los brazos, y ella volvió a incorporarse, goteando.

—¿Has pensado en lo que tenemos?

—¿Qué?

Dejó la caja sobre la isla, quedándose delante de ella con el mueble como separación. Sacó un fajo de papeles.

—Tenemos las amenazas en el buzón, que empezaron a enviar para Gideon. —Comenzó—. Todas son iguales, impresas a máquina, pero deben de tener algo en específico. Lo sabremos cuando Amy envíe los resultados. ¿Y las flores? Has estado recibiéndolas durante dos años. Pensabas que eran de...

La miró, y se quedó callado.
Carraspeó, bajando la mirada al suelo.

—¿Estás...? ¿Estás bien?

Elise asintió.

—Sí. —Se limpió las lágrimas del ojo más abierto—. Sí, es que... Me duele.

Sollozó, girándose hacia el fregadero.

August agachó la cabeza para mirarse las manos.

—Mejor dejam...

—No. —Elise abrió el último cajón, sacando una caja de pastillas—. Las flores siempre me las encontraba en el jardín, con una tarjeta sin firmar. Creo que estaban escritas a mano, pero como pensaba que eran de Gideon para disculparse de nuestras peleas, a veces no las miraba.

Sacó una de las pastillas blancas, y la tragó sin agua.

—¿Encontrabas? ¿Has dejado de recibirlas?

—No lo sé, estamos a sábado. Lo veremos el lunes.

—No has guardado las tarjetas, supongo.

—Pues sí. Guardo muchas cosas.

Cruzó la cocina y abrió la cómoda del salón, volviendo con una caja de madera llena de pequeñas tarjetas blancas, bordadas con decoraciones plateadas.

Las extendió sobre una mesa, y ambos las examinaron como si estuvieran dentro de una partida de Cluedo.

—¿Qué estamos mirando? —Le preguntó Elise—.

—Aún no lo sé.

Las dedicatorias escalaban desde mensajes siniestros como: Tus lágrimas riegan este jardín. / Los secretos no se marchitan, se pudren. / Vives en mí.

Hasta cosas más mundanas, como un: Estás preciosa. / Te veré olerlas cuando pases por delante. Disfrútalas.

—No es lascivo. —Señaló él lo obvio—. Tampoco te amenaza. Pero es retorcido.

—Voy a quemar todas las flores que me ha enviado en la barbacoa del jardín, a ver qué le parece.

Rodeó la isla, volviendo a sentarse en un taburete.

—La caligrafía es consistente, pero hay pequeñas diferencias. Es como si la misma persona intentara disfrazar su escritura.

—Y las fechas... ¿Por qué me las envía todos los lunes?

—Es un patrón. El patrón del acosador va relacionado con rutinas, horarios y obsesión. Tú eres su día a día. ¿Qué pasó para que te enviase flores la primera vez? ¿Discutiste con Gideon?

Elise se quedó en silencio, mirando las tarjetas esparcidas sobre la mesa. Haciendo memoria.

—No. —Dijo al final, mirando algún punto en la encimera—. Creo que no. Hace dos años él estaba en Ginebra, lo habían enviado no sé para qué.

—Sí. —Asintió ahora August—. Me acuerdo de eso. Yo también fui.

—Se perdió nuestro aniversario, y no podía llamarlo, así que hizo que me enviaran un ramo de rosas. —Sonrió, algo caótico entre lo hinchada que tenía la cara—. Me dejó una dedicatoria. Era una frase de Shakespeare: "Cuando te vi por primera vez me enamoré. Y tú sonreíste porque lo sabías".

Cruzó los brazos, acariciándose el hombro derecho.

—Qué bonito.

—Sí, muy bonito, pero detesto las rosas. —Contestó Elise—. Mi madre siempre llevaba docenas de rosas rojas a la tumba de mi abuela. No es que desprecie el detalle que tuvo conmigo, pero ya llevábamos catorce años casados, se supone que debería saberlo. Las guardé, pero al día siguiente, me encontré un ramo enorme de orquídeas salvajes y gardenias blancas.

August asintió, escuchándola.

—Y supongo que deben ser tus favoritas.

—Sí. —Un escalofrío la sacudo—. Ni siquiera las tuve en mi boda. La Dendrophylax lindenii, la orquídea fantasma. Crece bajo tierra, y sólo emerge un tallo durante la floración. Están en peligro de extinción, no crecen fuera de su hábitat.

—¿Me estás diciendo que tienes jarrones y jarrones llenos de una planta en extinción?

—Sí. —Frunció el ceño, frotándose los brazos porque se le había puesto la piel de gallina—. ¿Cómo coño lo hace? La primera nota que me dejó, y me acuerdo perfectamente de lo que ponía porque me pareció rara, decía: Tú eres la orquídea fantasma de esta mansión. Una flor para otra flor. ¿Se puede ser más básico y jodidamente repelente?

Hizo un ademán, a lo que August arqueó una ceja.

—Osea, que tu acosador conoce tus flores favoritas, pero tu marido desde hace dieciséis años, no.

—Eso es lo peor. —Sonrió, incrédula—. Lo escribí en mi diario. Cuando trabajaba en Mansfield hacía un ejercicio donde mis alumnos buscaban sus flores favoritas y apuntaban su nombre en latín.

—Espera, espera, espera.

August levantó una mano, dejando a Elise mordiéndose las uñas.

—¿Piensas que empezó a seguirte cuando aún eras profesora? —Frunció el ceño, perdido—. ¿Cuándo me dijiste que fue eso? ¿Hace diez años?

—Sí. Sí, o-o lo habrá leído después. Tengo una colección de diarios, que guardo bajo llave, pero se ve que eso ya no importa.

Se apartó el pelo de la frente, dando una vuelta absurda. Cuanto más se planteaba cuándo empezó todo, más se enredaba la línea del tiempo.

—¿Qué te ha pasado en el hombro?

Elise se lo miró, tocándolo una vez más. Ahora notó una marca rugosa.

—Debe de ser de ayer. —Suspiró, dejándolo—.

—No te peleaste con un gato. —Se levantó—. Déjame verlo.

Elise le dio la espalda, pensando que ahora ya no era la única paranoica. August le apartó con cuidado el tirante y el pelo, y cerca del cuello vio la marca de un corte, no muy profundo.

—¿Qué? —Le dijo ella—.

August se apartó, y Elise se giró, sin entender qué había visto.

—¿Te acuerdas de qué hacía ese hombre que encontraste en la cama contigo?

Esa pregunta la estremeció de pies a cabeza.

No solo había descubierto que leía sus diarios como un libro malo de Dan Brown, sino que se metía en su cama. La había tocado, había estado durmiendo con ella. Nadie lo había visto, ni podía demostrarlo. Pero Elise lo sabía, lo sentía bajo la piel.

—¿Crees que no fue una pesadilla? —Le preguntó, con un hilo de voz—.

August ladeó la cabeza, completamente serio. Eso no la ayudó a tranquilizarse.

—Creo que te está marcando.

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