Capítulo VIII
El sol había salido esa mañana, moribundo, entre las nubes nómadas.
A pesar de no calentar, Elise preparó el desayuno y salió al jardín trasero.
—Qué buena pinta. —Le sonrió Nadine—.
—Gracias. —También le dijo Olive, la prometida de Haze—.
—De nada.
Se sentó con ellas en la mesa del jardín.
—¿Cómo vas? —Le preguntó Elise, abriendo su servilleta—.
—Uf, ya casi no me deja dormir.
—¿Puedo?
—¡Sí! Claro.
Nadine se inclinó hacia atrás para ofrecerle su vientre, cada día más redondo. Elise la acarició, y notó una mano o un pie moviéndose.
—Tienes un jardín precioso, Elise. —Asintió Olive mirando las flores, tomando su copa de zumo recién exprimido—. ¿Eso son dalias?
—Y crisantemos, anémonas, alhelíes... —Sonrió—. Esta primavera quiero plantar un huerto.
—Haze y yo estábamos hablando anoche sobre lo mucho que nos gustaría tener un lugar como este, algún día.
Elise sirvió té, ignorando la chispa de envidia que había en sus palabras. Como si no hubiese ningún esfuerzo detrás.
—Me alegra que te guste.
Nadine suspiró, también observando el paisaje. A pesar del otoño, el lago aún no se había congelado, y los pájaros cantaban a lo lejos.
—Es bueno tener un poco de calma. Con todo lo que ha pasado últimamente, realmente lo necesito.
—¿Te refieres a lo de Sean? Haze dijo algo, pero por encima.
—Sí, fue horrible.
—¿Qué ha pasado? —Se sumó Elise, untando una tostada con mermelada—.
—Tuvo un accidente en el taller. —Bajó la voz, como si las desgracias no pudieran contarse—. No sé qué estaban haciendo, pero llegó a casa con una venda alrededor de la mano. Ha perdido un dedo.
Elise se quedó inmóbil con la tostada.
Deslizó los ojos hasta ella.
—¿Un dedo? —También bajó la voz—.
—Madre mía, Nadine, lo siento. —Dijo Olive—. ¿Cómo está ahora?
—Bien. Se esfuerza para aparentarlo, pero obviamente se siente mal. Encima ha sido en la mano derecha.
—Lamento mucho escuchar eso. —Olive tomó su mano sobre la mesa—. Si hay algo que podamos hacer para ayudar, por favor.
Miró a Elise, y ella también asintió, tardía. Con cara de asustada.
—Sí. Sí, claro.
—¿Cómo está manejando Sean la situación?
Nadine miró su taza, quitando la bolsita de té.
—Está siendo valiente, pero puedo ver que le afecta. La vida en el taller no será la misma para él, por no hablar de en el trabajo. Mi hermano también está preocupado, porque podrían tener problemas legales si se investiga el accidente, y todos me lo cuentan a mí como si pudiera hacer algo.
Elise tragó saliva, tostada y un sorbo de té.
—¿Están investigando el accidente? —Le preguntó—.
—Sí, no sé quién lo habrá denunciado. Todos en el taller lo aprecian, es un buen jefe, pero se ve que alguien se ha ido de la lengua. Vino un inspector.
—¿Un inspector?
—Sí, no sé, Tommy dijo que tenía un nombre raro.
Elise tuvo que acordarse de respirar.
—Bueno. —Volvió a su plato—. Es importante que os cuidéis el uno al otro en estos momentos.
Nadine le sonrió, frotándose el vientre.
—Gracias, Elise. Sean dice que aún puede notar el dedo, y estamos haciendo todo lo posible. Pero dejemos de hablar de esto, he venido aquí por vosotras. ¿Cómo estáis? ¿Cómo está llevando Gideon la rehabilitación?
Elise esperó que Olive respondiera primero y cambiase de tema para hablar de Haze, pero ambas la miraron a ella. Así que se llenó la boca de comida para tardar un poco en contestar.
—Bien. —Tragó, limpiándose los labios—.
—Qué pena lo que os pasó, de verdad. ¿Han dicho si podrá recuperar la movilidad?
Elise la miró, incrédula.
—No.
—¿Ni conducir?
—No.
Ambas lo sabían. ¿Por qué le preguntaban? ¿Para apiadarse de ella desde su pedestal de marido perfecto-niños perfectos-casa perfecta?
—Debe de ser difícil. —Espetó Olive como un disco rallado—. Si necesitas algo, cualquier cosa, estamos aquí para ti.
—Gracias, Olive. Lo aprecio.
Repitió sin emoción en su voz. Se llevó la bandeja y entró en casa, dándose un momento para no echarle el té hirviendo a la cara. Lo dejó todo en la encimera de la cocina.
Las vio a través de la ventana, comiendo y hablando entre ellas.
Esa puta rubia con complejo de salvadora, y la morena a la que le gustaba que la consolaran.
—Hola. ¿Está Gideon?
Elise giró al momento al escuchar una voz, viendo a August entrando en su cocina.
Llevaba una camiseta azul marino con botones en el pecho, y unos ojos de no haber dormido bien en días. Frunció mucho el ceño al verlo ahí.
—No.
—Es...
—Sabes que a esta hora nunca está. —Lo interrumpió, yendo hacia él—.
—Sí, ayer...
—¿Te crees que soy imbécil? —Llegó hasta donde él estaba—.
August la miró sin entender.
—¿A qué te refieres?
—A ellas.
Hizo que retrocediera unos pasos, saliendo al pasillo para que no los vieran desde fuera.
—Tú nunca pasas por aquí, y estos últimos días solo vienes a vernos.
—Tú me lo pedis...
—A Sean le falta un dedo. —Bajó la voz, interrumpiéndolo otra vez—. Un dedo. Nadine ha dicho que ha sido un accidente, pero ayer un inspector se presentó en el taller para investigar. ¿Eso es lo que haces? ¿Trabajas para ella? ¿Me investigas a mí?
August la miró a los ojos, bajando la cabeza.
—No.
—Mientes. —Le dijo a la cara, volviendo a la cocina—.
Él siguió sus tacones, más lento que ella. Estaba sacando algo de un armario, de espaldas.
Llevaba una falda plisada larga, y una blusa del mismo tono negro que se anudaba a la cintura.
—Pensaba que te caía bien. —Se acercó a la isla—.
—¿Qué tiene que ver eso? —Elise se giró, sin esperar que le respondiese en vez de irse—. Confié en ti antes que en mi marido, te expliqué lo de las amenazas, ¡vivo con miedo dentro de mi propia casa!
La miró a los ojos, y dejó que le gritara.
—No sé qué hacer. —Se encogió de hombros, jadeante—. Nadie me dice qué debo hacer.
—Si no te permites confiar en alguien, nadie podrá estar contigo.
—Oh, que le den a eso de que soy demasiado difícil. Si alguien quisiera ayudarme de verdad, lo haría. —Hizo un ademán, yendo de nuevo hacia el armario—.
—Yo lo intento.
—¿Lo haces? —Volvió a girarse, levantando ambas cejas—. ¿Puedo confiar en ti, August? ¿Incluso cuando no sé si puedes decirme la verdad?
August se la quedó mirando, con una expresión estoica que Gideon también optaba a veces. Pero su silencio le oprimió el pecho.
—No puedo decirte qué creer. —Dijo al final—. Pero si desconfías ahora de mí o no, igualmente ya me lo has contado todo. Alea iacta est.
Elise se lo quedó mirando, y con los brazos cruzados negó con la cabeza, reprimiendo una sonrisa al final.
—Sí. La suerte está echada. —Pasó por su lado—.
—¿Y ahora te ríes porque me gusta leer a César, o porque me hace parecer más gay?
—¿Para qué has venido?
Preparó de nuevo la bandeja, con otro tipo de mermelada y uvas de la nevera. August levantó el bastón que llevaba en la mano, que Elise no había visto hasta ahora.
—Le debía uno a Gideon. —Lo dejó en la encimera—.
—He visto que hoy no lo llevaba. ¿Por qué?
—Pregúntale a él.
—Ah... —Repuso el azúcar—. Volverá alrededor de las tres.
—¿Puedo esperarlo?
—Sí. —Contestó al instante—. Sí, claro. Perdona. Es que me estoy volviendo loca aquí dentro. Desde lo que pasó anoche, que no sé si lo he soñado...
August ladeó la cabeza, curioso.
—¿Anoche?
—Vaya, hola. —Entró Olive por la puerta que daba al jardín—. Pensaba que estábamos solas.
Se giró hacia ella.
—He pasado a ver a Gideon.
—¡Ah! Pues podría llamar a Haze, y Nadine a Sean, que el pobre se ha quedado en casa. —Sacó el teléfono—.
—No, Olive. —Respondió Elise—. Estaría bien comer todos juntos, pero cuando Gideon llega de rehabilitación está de mal humor y... Prefiere no tener a nadie cerca, honestamente.
Olive juntó las cejas, y frunció los labios en esa mueca de lástima que le otorgaba a todos los que la quisieran. Y Elise no era una de ellas.
—Oh, Lise, lo entiendo.
—Gracias. No he mirado el reloj hasta ahora, y se ha hecho bastante tarde. —Señaló con la cabeza el reloj colgado—. Aún tengo que preparar la comida.
—Por supuesto, yo también debería volver y poner el horno a precalentar. —Sonrió, acercándose para tocarle el brazo—. Le diré a Nadine que tenemos que irnos. Supongo que le costará entenderlo, como ahora tiene servicio para todo se ha vuelto un poco despreocupada.
—Ya. —Elise le sonrió, palmeando su mano para que la soltara—.
Y eso hizo, se fue hacia el jardín con una sonrisa. Se despidió de August con un gesto, y volvió con Nadine.
—Agh, no me mires así.
Él frunció el ceño durante un instante.
—¿Así cómo?
—Como si fuese como ellas. —Hizo una mueca—.
—Esta mansión deja claro que no lo eres.
—El nieto del duque es Gideon, él lo heredó. No yo.
Las dos mujeres entraron en la cocina, cada una con sus bolsos de temporada.
—Me ha encantado el desayuno, Elise. —Le sonrió la morena—- Muchas gracias, tienes un jardín precioso.
—Gracias, Nadine.
—Nos veremos pronto. —Olive la acompañó, tomando su brazo—. Adiós.
Se fueron hacia la salida, y al escuchar la puerta August quiso retomar la conversación, pero Elise lo calló levantando una mano.
No fue hasta que escuchó el motor de los coches alejándose que prefirió hablar.
—Anoche, antes de irme a dormir, salí al balcón un rato.
Tomó asiento en uno de los taburetes de la isla, mirándolo para invitarlo a que él también lo hiciera, así que se sentó a su lado.
—Me escucharás y parecerá que escuchas a una desequilibrada mental, pero escúchame.
—Te escucho. —Contestó, calmado. Siempre calmado—.
Elise tragó saliva. Miró alrededor de la cocina.
—Creo que oí a alguien. —Se inclinó hacia él, bajando la voz—.
Al moverse, le trajo una brisa con olor a Chanel.
—¿Desde el balcón?
—Lo sé, lo sé, quizá me imaginé. —Se levantó, abriéndose las heridas al arrancarse la piel de las uñas—. Pero conozco el bosque como si tuviese un mapa de él en mi mano. Esta mañana he ido a ver los árboles más cercanos a casa, y el tronco de uno tenía varias marcas.
—¿Qué tipo de marcas?
La siguió con la mirada mientras preparaba otro té.
—Como... Como si hubiesen atado algo varias veces.
—Podría ser cualquier animal.
—No, tú estás aquí para decirme que puedo estar nerviosa. —Se giró, señalándole con el índice tembloroso—. No para justificar lo que veo. Eso ya lo hace Gideon. Anoche escuché a alguien correr por mi bosque, y esta madrugada...
Bajó la cabeza hacia las bolsas de té, ahogando un jadeo.
—¿Esta madrugada? —La instó a continuar, levantándose—.
—Yo estaba... —Sollozó, mirándose la sangre alrededor de las uñas—. Estaba dormida con la puerta y la ventana cerradas, ya has visto que lo cierro todo siempre. Por las corrientes que tiene la casa. Y me he despertado, y...
Se peleó con una bolsita de té, que se había quedado enganchada al final del paquete.
—Y había alguien ahí. —Apretó los hombros—. Te juro que había alguien ahí. Detrás de mí. En mi cama. En mi propia cama.
Empezó a llorar.
—¿Cómo puede ser? ¿Qué hacía? —Se acercó a ella—. ¿Te acuerdas?
—Estaba... Oliéndome. —Hizo una mueca, mirando la pared frente a ella con lágrimas en los ojos—. Me estaba... Estaba abrazándome, y me acariciaba el pelo.
—¿Y no cabe la posibilidad de que haya sido Gideon?
—No. No era él. No lo era. —Sollozó—. S-Se dio cuenta de que me había despertado, y cuando quise gritar me cubrió la boca con algo y volví a dormirme. Lo vi. Le vi la cara pero no me acuerdo... Nunca puedo recordarla. Le hablé de este hombre a mi psiquiatra, y ahora estoy empezando a pensar que quizá sea real. ¿Qué crees que es? ¿Real o un sueño? ¿Me estaré volviendo loca?
—Lo que creo —Cogió su muñeca para que parase con lo que estaba haciendo—, es que vas a desmayarte otra vez.
—No.
Cerró los ojos, negando.
—No, hoy no. Gideon me ha comprado las pastillas, ayer no las encontraba.
—Estás temblando.
—La ansiedad. —Quitó la mano de la suya, como si quemase—. Estoy bien.
Iba a sentarse otra vez, pero August le acercó uno de los taburetes.
—Gracias. —Jadeó, frotándose el pecho—.
—De nada.
Esperó a que Elise se calmara, viéndola con una mueca de dolor en la cara y la respiración entrecortada.
—Sobre lo que estábamos hablando antes, sí. —Carraspeó, aclarándose la voz—. Leer sobre el Imperio Romano es para personas del colectivo.
—Eso es algo homófobo.
—Ya me has llamado homófoba y racista, no se puede hablar con confianza contigo. ¿Tengo que cantar el puto Deutschlandlied para sonar neutral?
—Ya te he dicho que soy adoptado. Crecí en Estados Unidos.
—Say, can you see?
Lo hizo sonreír. Un poco.
—Pronuncias el alemán fatal, por cierto.
—Pues que sepas que tengo un buen sustento cultural de Alemania.
—Hmh.
—Escucho a Rammstein. —Arqueó una ceja—.
August volvió a sonreírle.
—Lo he pronunciado fatal, ¿verdad?
—Muy inglés.
Elise chascó la lengua, mirando hacia otro sitio.
—Soy más de lenguas muertas. Y no me gustan los nazis. Aunque Hugo Boss les dio un buen estilo.
Volvió a mirarlo, y él ya la estaba mirando de una manera que le hizo replantear lo que acababa de decir. Enderezó la cabeza lentamente.
—Era... Era una broma.
—Lo sé. Ya me hacían la broma del nazi en el colegio. ¿Pero qué tenéis en Inglaterra? ¿Mary Poppins? ¿Winston Churchill?
Elise se rió, mostrando los dientes.
—¿Perdona? ¿Piensas en Mary Poppins antes que en nuestro mejor ministro?
—Era una broma. —Frunció el ceño, como ella antes—.
Elise carraspeó, volviendo a hablar y a respirar bien.
—Lo que has dicho del colegio... A veces también se reían de mí. Chicas como ellas, que ahora desayunan en mi jardín. Porque mis padres no podían comprarme unos zapatos nuevos, o porque no teníamos agua en casa y no podía ducharme.
—Los niños son unos cabrones.
—Sí. —Asintió, más seria—. ¿A ti te molestaba lo que te decían?
—¿A mi? No.
—¿De verdad?
—Sí. Los pobres eran judíos, al fin y al cabo.
Elise se lo quedó mirando.
—Eso era una broma.
No cambió su expresión.
—Lo... Lo siento. Sé que Gideon es judío, no lo he dicho en serio. Ha sido una mala broma.
Elise empezó a reírse, y lo salvó de un momento realmente incómodo.
—No, ahora en serio. —August hizo un ademán—.
—Sí, dejémonos de orientaciones sexuales y nacionalidades.
—Lo de Nadine y Sean me lo contó Amy antes de irse. Y sí, fui al taller, pero no había nada raro. Sean ha perdido el dedo en una prensa hidráulica.
Elise tomó aire profundamente.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—De acuerdo.
—Si yo te lo cuento todo, tú también debes de hacerlo conmigo.
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué debería mentirte?
—No lo sé. Quizá pienses que ocultar la verdad no es mentir.
La vio negar con la cabeza.
—¿A qué te refieres?
El coche.
El miedo a Gideon.
Ese psiquiatra.
Las habitaciones cerradas.
—A nada. —Decidió dejar el tema—.
—¿Tienes que irte? —Se rascó el brazo—.
Siempre prefiere estar sola en casa.
Qué bien la conocía.
—No.
Elise le sonrió.
—Gracias.
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