Capítulo VII

Elise se calentó una infusión en su taza de color verde.

Le ayudaría a calmarse, se decía, o simplemente ocuparía sus manos para no arrancarse más piel alrededor de las uñas, porque ya no le quedaba mucha.

Hacía rato que las luces se habían apagado.

Gideon estaba en su habitación, durmiendo, Amy había vuelto a Nueva York y la mansión estaba en silencio.

Se asomó a uno de los balcones de la segunda planta, y el aire nocturno meció su bata.

Se apoyó sobre la piedra fría, inclinándose hacia el bosque que se abría frente a sus ojos. Los grillos y los árboles entonaban una melodía por el viento. Le heló la piel estar fuera.

Miró a su alrededor, y la soledad la consoló.

Aunque seguía nerviosa, o neurótica, también se sentía más despierta. Más ella. Sin esas pastillas que la anulaban y la dejaban con la programación más básica para vivir. Ahora podía volver a oler el aire, podía pensar, podía sentir.

Mientras, alguien cubierto por la oscuridad penetrante se dedicaba a mirarla.

Le parecía una ninfa sacada de ese mismo bosque. Su pelo, castaño y ondulado, bailaba con el viento y su bata negra se enredaba a sus pies. Llevaba una sonrisa en los labios que la hacía parecer más joven, menos demacrada, e inalcanzablemente deseada.

Esa era la cara que más le gustaba ver, cuando le escondía las pastillas y no podía tomárselas.
Entonces podía ver a la verdadera Elise Harcourt.

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