Capítulo V
Alguien llamó a la puerta. Muy fuerte.
Elise se despertó de repente, aún inmóvil en la cama tras poder salir de ese recuerdo convertido en pesadilla.
Poniéndose la bata bajó las escaleras, haciéndose un nudo en la cintura.
—Voy, voy.
Las palabras vibraron dentro de su cabeza. Diez pasos más, todavía descalza, y abrió.
Al otro lado vio a August, sosteniendo metros de cable negro doblados bajo el brazo.
—Hola, pasa. —Se hizo a un lado, y cuando él entró regó el suelo con el agua que resbalaba de su ropa—. Lo siento, estaba en el piso de arriba y no he oído nada.
—No te preocupes.
—¿Te has olvidado algo?
August frunció el ceño, haciendo aparecer marcas de expresión.
—¿Qué?
—Bueno, has estado aquí hace poco. Y no sueles venir de visita.
—Te refieres a ayer.
—¿Ayer?
—¿Te encuentras bien, Elise?
Ella intentó pensar en lo que acababa de decirle. El tiempo se extendía y se acortaba en su memoria, liándose, dejando de existir por más que pensara.
—Sí. —Se giró levemente, leyendo la hora en el reloj de números romanos—. Sí, es que son las diez de la mañana y aún no me he tomado un café. Voy a por una toalla.
Fue pasillo abajo, con un dolor de estómago que empezó en cuanto se levantó de la cama. Tenía un mal presentimiento dentro, su cuerpo lo sabía.
No iba a ser un buen día.
Mientras volvía, August levantó la vista para admirar el recibidor. Dos grandes escaleras de madera se dividían para volver a unirse hacia el piso de arriba. En lo alto había el cuadro de una mujer sentada con un hombre detrás, tocándole el hombro.
Una sensación de gran solemnidad amenazó con tragarlo entero.
—¿Está Gideon?
Elise salió de uno de los pasillos.
—¿Gideon? —Lo llamó ella, y la mansión le devolvió el eco—. Pues no, no está.
¿Se habría perdido dentro de su sueño?
—Voy a repasar el sistema de la alarma. —Le recordó—. Gracias.
Se secó el pelo y los hombros con la toalla.
—No hace falta que te molestes, Gideon no está.
—Me quedaré más tranquilo. Como no me has llamado supongo que hoy no te han enviado nada, ¿verdad?
Elise jugó con sus uñas desnudas, arrancando piel de alrededor.
—Pues... Aún no he ido a verlo.
—Yo sí. —Amy entró—.
Los dos se giraron hacia ella, la cual sacó una carta de dentro de la cazadora marrón.
—Es del banco. —La abrió—. Y prefiero lo del dedo, la verdad.
—Amy...
—Si vas a reprogramar la alarma o algo así, te acompaño. —Le dijo a August—. Así le cogeré el truco, también.
—Iré a hacer café, ¿queréis?
Elise se giró hacia el mueble de madera pulida, donde se encontraba el teléfono fijo. Abrió uno de los cajones.
—No, gracias.
—Los vídeos de las cámaras se almacenan en el ordenador de Gideon. Seguro que tiene un disco duro por ahí. —Volvió a acercarse, tendiéndole una llave plateada—.
—De acuerdo.
La cogió, y le devolvió la toalla. Pasó por el lado de Elise para subir las escaleras, y ella lo siguió con la mirada, desconfiada de que pudiese encontrar las cintas que nadie debería poder encontrar.
Pero él era de la policía. Como Gideon.
Lo vio subir, y se fijó por primera vez en que August tenía el nombre Freyja tatuado en la nuca.
Se preguntó quién sería.
—Mierda. —Repitió Amy, buscando entre las enciclopedias—. Estaba aquí, si la leí ayer.
August conectó un USB en la torre del ordenador, sentándose en la silla del escritorio.
—Hablaba de un trato, o algo así. Tenían que verse el día del accidente. —Se acercó, sacando el móvil—.
Él encendió el monitor.
—No la encuentro... —Actualizó la galería, dos veces. Pero según el móvil, el día anterior no hizo ninguna foto—. Qué raro.
—Oye, Amy, si Gideon... Le es infiel a Elise, no es asunto nuestro.
—¿Pero qué dices?
Casi gritó, acercándose a él.
—Por lo que has dicho que ponía en la cart...
—No. ¿Cómo puedes pensarlo, joder? —Lo interrumpió, haciendo un ademán—. Nos envían amenazas de muerte y dices estas cosas. Tú no lo conoces, nunca, jamás, insinues otra cosa así. Puede tener un carácter difícil, pero siempre lo ha apostado todo por su matrimonio. ¿Cómo has hecho eso?
Amy se inclinó hacia el monitor, viendo el fondo de pantalla de la policía.
—Encendiendo el ordenador.
—Ayer tenía contraseña. —Amy volvió a erguirse, pasándose una mano por los labios—.
—Gideon la habrá quitado esta mañana.
—Se ha despertado tarde, y antes de irse no ha abierto su despacho.
—Lo habrá hecho por la noche.
—¿Por qué quitaría la contraseña cifrada, a las tres de la mañana, en vez de apuntarla en un post it?
—Amy, estás viendo cosas donde no las hay.
—¿Y las amenazas que guarda?
Abrió el tercer cajón, agradeciendo mentalmente que el sobre no hubiese desaparecido también. Lo abrió y sacó cada nota doblada.
—Son igual que las de Elise. —Las ordenó sobre el escritorio—. Quizá las recibe desde hace más tiempo que ella.
Iban desde el sé lo qué has hecho, hasta deberías de haber muerto en ese accidente.
—¿Por qué enviará esto? No es que lo prefiera, ¿pero por qué no les ha hecho daño ya? ¿Por qué prefiere las notas?
—Se estará divirtiendo. Ayer pasé por casa de Sean, por cierto.
—¿Y te dijo qué hacía en el despacho?
—No se lo he mencionado. Pero le falta un dedo en la mano derecha.
A Amy se le fue el color de la cara.
—¿Qué? —Susurró—.
—Nadine dijo que tuvo un accidente en el taller de su hermano. —Se reclinó en la silla—. No me convence del todo.
—Quizá es solo una coincidencia, ¿no? Las coincidencias ocurren.
—Puede serlo, sí. —Acabó la conversación, entrando en el programa que conectaba las cámaras a la misma red WiFi—. ¿Cuándo vuelves a Nueva York?
—Mañana.
—Toma. —Le dio una tarjeta—.
Amy leyó un número de teléfono escrito en negro.
—Se llama Leon. Lo llamarás a las seis y cuarto de la tarde, te dará una dirección para que envíes las pruebas.
—Espera, espera, ¿cómo col...?
—Bolsa hermética. Nadie te va a hacer preguntas, y los dedos no pitan en detectores.
Amy se estremeció. Hablaba con tanta naturalidad sobre manipular una falange arrancada que la sacudió un escalofrío.
—Vale.
August tecleó algo, y aparecieron en el monitor cuatro cámaras distintas. Aunque, por la lluvia incesante, no se veía nada con nitidez.
—Voy a cambiarlas. —Se levantó—.
Amy se hizo a un lado, y a medida que se alejaba escuchó sus pasos cada vez menos.
No tenía nada en contra de él, pero si se hubiese tropezado en las escaleras se habría reído.
Como ahora el ordenador estaba libre, ella se sentó delante. Movió el ratón por las cuatro pantallas, donde se veía en blanco y negro casi todos los alrededores, pero no más allá de la cortina de agua, y el granulado era notablemente alto.
Miró hacia cada rincón estando sola ahí dentro.
Sabía que alguien había entrado y robado la carta, había desbloqueado el ordenador y borrado la foto de su propio móvil. Pues, al levantarse, se había encontrado el iPhone desenchufado del cargador. Pensó que lo habría dejado así, pero ahora era sospechoso.
Notó un hormigueo en la nuca, y miró sobre su hombro lentamente, viendo cómo una rama rozaba la ventana. Ahora entendía a Elise. ¿Y si te estaban vigilando?
—¡Joder!
Saltó en el sitio cuando la rama golpeó el cristal, apoyándose en el teclado, el cual profirió un pitido.
La imagen del monitor cambió, y ahora un fondo blanco con varias carpetas dominaba el espacio.
Amy acercó la silla.
Cada una estaba fechada con números sin sentido.
Solo los números pares del uno al nueve, o tres números repetidos. Había tantas que, por mucho que bajara, parecían no terminar.
Por curiosidad, hizo click en una carpeta titulada "777".
Al momento aparecieron tres carpetas amarillas más.
Un trueno recorrió las nubes, iluminando el cielo. Ya habían informado de esa tormenta eléctrica por las notícias.
Los ojos de Amy se fueron solos a la carpeta titulada "PRUEBAS", entró en ella y apareció la miniatura de un vídeo de seguridad de la cámara tres.
Frunció el ceño al ver la imagen, donde solo se veía el lago de noche. Lo abrió, pero el lago continuaba solo. Arrastró el ratón por la línea de tiempo, sin saber qué esperaba ver.
Veinte minutos y el paisaje continuaba igual.
Iba a cerrarlo, hasta que apareció una mujer corriendo. Se quedó quieta en una de las esquinas del vídeo, dando una vuelta sobre sí misma.
Amy acercó la cara al monitor.
No tenía audio, sin embargo la mujer tenía la boca abierta y una expresión de horror mudo. Al final, después de gritar, se dejó caer y se sentó en el suelo, cubriéndose la cara mientras sollozaba. Tan solo llevaba un camisón, y estaba descalza.
Amy retrocedió diez de los cuarenta segundos que duraba la escena.
Lo paró.
Era Elise.
Entre la mala calidad y el granulado, le pareció ver una mancha oscura en su mejilla.
Bien podría ser tierra, o pintalabios corrido. Pero también podía ser sangre.
♘
Elise llevaba diez minutos en la cocina, pelando patatas, y cebolla. Mientras lo hacía saltó un mensaje en su móvil, al lado de la tabla de cortar, y lo miró anticipando lo que ya sería.
Gideon le había enviado una fotografía en el gimnasio como respuesta a su pregunta de qué quería para comer.
La pantalla se fundió en negro, y ella retomó el cuchillo.
Supuso que no llegaría.
—He acabado la instalación.
Levantó la cabeza, y asintió a August.
—Ahora son a color.
—¿A color? —Le sonrió—. Guay.
—Sí. —Asintió él, también mirando lo que cortaba por inercia—. He arreglado la farola de la entrada.
—Te he dicho que eso iba a hacerlo yo. —Soltó, dejando ese tono de amabilidad falsa—.
—Ha sido un momento.
—¿Quién crees que cambia las demás?
Tiró la piel de las patatas a la basura.
—Oye, Elise. —Se acercó a la isla de la cocina, a ella—. Es normal que ahora estés más tranquila. Pero que no siga enviando amenazas puede ser mala señal.
—Ya me lo dijiste.
—Profesionalmente debo aconsejarte que vayas a vivir a otro sitio, durante un tiempo.
—Ya. Pero con más seguridad no podrá entrar, ¿no?
August jugó con el mechero en su bolsillo. Sacó el paquete de tabaco del otro.
—No.
Elise volvió a sonreírle.
—Aún no me has dado tu número de cuenta.
Él chascó la lengua, negando.
—No lo hago por el dinero.
—Igualmente querías enviarme de vacaciones, solo es mover el dinero de un sitio a otro.
—No lo voy a aceptar.
Se puso un cigarrillo en los labios, y Elise levantó las manos, rindiéndose.
—Vale. Por la cara que pones aún me pagarás tú a mi. —Bajó los brazos, volviendo a tomar el cuchillo—. Fuma fuera, por favor.
Le señaló la galería con la cabeza, y él asintió para enmendar su error, yéndose hacia el pasillo contiguo a la cocina: lo que debió ser una alacena, pero que Elise convirtió en un mirador hacia el lago al poner una puerta de cristal corrediza.
—Qué buena pinta.
Amy entró, rodeando la isla para acercarse a la bandeja que estaba preparando.
Bacalao con patatas al horno.
—Has puesto poco, ¿no? —Apartó a su cuñada de la cintura, yendo hacia la nevera—.
—Gideon aún está en rehabilitación.
Amy se puso de puntillas para sacar la botella de whiskey del armario.
—Ah. —Se sirvió un vaso—. Y, ¿no has pensado en acompañarlo?
Elise roció la bandeja con aceite de oliva.
—¿Acompañarlo? —Suspiró—.
—Sí. —Se encogió de hombros, girándose hacia ella para verla de espaldas meterlo todo en el horno—. Ahora pasa casi todos los días ahí, seguro que le gustaría tenerte a su lado.
Elise programó los minutos, y se quitó el delantal antes de girarse. Miró a Amy con la pesadez de sus bolsas oscuras, pero maquilladas.
—Sabes que no puedo subirme a un coche sin desmayarme, Amy.
—¡Lo sé! —Repitió, como siempre repetían esa conversación—. Lo sé, Elise, pero no estás haciendo nada para ayudarte a superarlo.
—¿Para ayudarme a mi o a tu hermano?
—A los dos. Llamar a un psicólogo sería un buen comienzo.
A Elise se le escapó una media sonrisa.
—No necesito más pastillas. Eso no. —Sacudió la cabeza—.
—Yo estoy aquí para ti, y Gideon también mientras se recupera.
—Oh, ya...
—Pero quizá no lo ves porque te has encerrado a cal y canto.
No estás sola en esto, así que deja de negarte a seguir adelante. Y hablando de pastillas, ¿te las has tomado?
Vio cómo le cambió la cara en cuanto dijo eso. Abrió un poco más los ojos, frunciendo el ceño.
—Sí, Amy, me las he tomado. Mi medicación no es algo que deba preocuparte en lo más mínimo. —La apartó, dejando el delantal en la encimera—.
—Perdona, no quería que sonara tan...
—Todo perdonado. Si has acabado de hablar por tu hermano, vuelve a mi estudio con ese puto vaso lleno de mi whisky.
Rodeó la cocina, dirigiéndose hacia la galería.
Necesitaba sentir el aire de la lluvia en la cara. Y, además, la reserva de vinos estaba ahí, esperándola.
Cruzó el arco pensando en un chateau le pin, y saltó en el sitio, en silencio, al ver a August. Se había olvidado de que estaba ahí. Aunque su calma duró poco, al darse cuenta de que habría escuchado la conversación.
Fuera como fuera, no le preguntó nada al verla. Le ofreció un cigarrillo, y ella lo rechazó.
Abandonó la idea del vino y se colocó a su lado para ver la tormenta, dibujando con la mirada el camino retorcido que dejaban los truenos en las nubes.
No le gustaba beber delante de gente que sabía que tomaba medicación, ni delante de un hombre que ya la invitaba a fumar.
—Una tormenta eléctrica de día. —Pensó Elise en voz alta—. Y no he recogido las sábanas.
—Este sitio debe imponer de noche.
Dio una calada, escuchando la lluvia golpear la tierra.
—¿Por qué lo dices? —Le respondió, sin apartar la mirada del tendedero—.
—Todo este bosque, sin luz, a kilómetros de los vecinos más cercanos...
—Es un paraíso, no te voy a mentir.
—Un paraíso con goteras.
Ese comentario pareció una nota estridente de un violín. Elise apretó los dientes.
—Estoy en ello.
Él la miró a su lado, y carraspeó.
—Yo... Bueno, trabajé de esto. Podría echarte una mano.
—Puedo encargarme de mi casa, gracias.
—Un poco de ay-.
—Puedo —Lo interrumpió, ahora mirándolo—, encargarme.
—Hm. —Exhaló el humo, volviéndose hacia la lluvia—.
Volvieron a hacer silencio.
—Oye. —Dijo Elise, después de un rato—. No quiero ser indiscreta, ¿pero quién es Freyja?
August se frotó la nuca. Después, aplastó la colilla en el cenicero en forma de corazón anatómico.
—¿Cómo podría uno perifrasear a Freyja? Llamándola Hija de Njörðr, Hermana de Frey, Madre de Hnoss, Poseedora de los caídos en combate; Dama de los Vanir, Diosa del amor.
Elise se rió por toda esa explicación que le había soltado.
Seguro que se había tatuado de joven, por una ex pareja, y no quería exponerse.
—No te pega leer.
—¿Y qué sabes de mí?
Elise giró la cabeza hacia él, viéndolo de perfil. Dejó pasar un intervalo de silencio que las gotas llenaron.
—Nada. —Respondió al final—. Sustancialmente, no sé nada de ti. Pero... Aunque no lo hayas dicho, sabes que eso no me importa, ¿verdad?
—¿El qué?
—Bueno. —Su tez pálida fácilmente se tornó roja—. Eso. Ya sabes.
—No sé de qué hablas.
Elise carraspeó, desviando la mirada.
—A ver... Desde que trabajas con Gideon no te hemos visto con ninguna mujer, y no llevas anillo.
August frunció el ceño, volviendo a mirarla.
—Entiendo que no quieras decirlo, es decir, tampoco tienes que hacerlo, y los demás tampoco son muy comprensivos. Pero a mi no me importa. —Lo miró a los ojos, encogiéndose de hombros—. Ni un poquito.
—¿Qué?
—Eso. Solo quería decírtelo.
—¿Crees que soy gay?
Elise tragó saliva. Para no tragar tierra y callarse de una vez.
Apretó los labios.
—Y por tu expresión supongo que no lo eres. —Susurró—.
—No.
—Ah...
Se quedó con la boca entreabierta.
—Lo siento.
Se apoyó en la puerta corrediza, pensando en irse hasta que August le respondió.
—Pero si lo fuera, Gideon no sería para nada mi tipo. Tranquila.
Su comentario tan despreocupado la hizo sonreír, porque tenía el corazón en un puño.
—Dios, si le hubiese dicho algo así a Haze habría salido corriendo.
Se rió.
—Y que sepas que leer mitología nórdica sube el nivel de atractivo homosexual.
—¿Qué es eso?
Elise sonrió, frotándose el pecho porque durante un instante la ansiedad la paralizó desde dentro hacia fuera. Aún sentía un escozor al respirar.
Le extrañó percatarse en ese momento, de que no se había ido. Normalmente hablaba con él hasta que terminaba de fumar y se iba, pero esa vez la colilla reposaba en el cenicero.
Lo escuchó carraspear.
—Antes de venir aquí —Dijo, mirando el suelo—, serví en Iraq. En la Guerra del Golfo.
Una ráfaga de viento arrastró la lluvia dentro de casa, mojándoles la cara.
—¿Qué? Pensaba que eras alemán.
Él hizo una mueca curiosa.
—Nunca sé muy bien qué responder cuando me dicen eso. Soy adoptado.
Elise relajó todos sus músculos faciales, sorprendida.
—Eh, no... No tienes que contarme esto. —Sacudió la cabeza—. Si lo haces por lo que he dicho antes, no quería que...
—No. Tienes razón. —Él también negó con la cabeza, acercándose a Elise para que lo dejara pasar—. Debería irme.
—No, no lo digo por eso. —No se apartó—. Es que... Se me hace raro que hables tanto.
August miró hacia otro lado.
—Pues lo siento.
—No. No, no, yo era profesora en Mansfield. De lenguas clásicas.
Sonrió con un calor en el pecho al recordar ese efímero año.
—No se lo he contado a los demás, pero tampoco importa mucho. Ya no lo soy.
Cuando sus palabras se apagaron, volvieron a estar en silencio, y ahora no podía soportar que hubiese callado de repente.
Primero lo llamaba gay, y ahora le decía que no hablase tanto.
—¿Sabías que tu nombre viene del latín, y significa venerable o majestuoso? —Habló ella por los dos—. Se deriva del verbo augere, que significa aumentar, y en un contexto más amplio, grandeza y autoridad. Por eso el primer emperador, y todos después de él, llevan ese nombre.
Jugó con sus uñas, arrancándose la piel que intentaba curarse, y dejó de mirarlo al ver que no la miraba.
—Sí, pues claro que lo sabes, no eres imbécil. —Bajó la voz—.
—No. —Mintió—. No lo sabía.
La carga en los hombros de Elise se aligeró un poco al asegurarse de que seguía hablándole.
Cuando llegó al equipo tardó seis meses en poder tener una conversación de más de dos palabras con él, y no quería volver al punto de partida.
Quería tener una buena relación con los amigos de Gideon, como la tendría con sus propias amigas, si las tuviese.
—Freyja recibe a la mitad de los hombres caídos. —Habló de la nada—. En Iraq vi morir a muchos. La gente cree que llamas a Dios mientras te mueres. Es mentira. Llamas a tu madre. Y yo ya no tenía a ninguna.
Elise levantó la cabeza para mirarlo.
Su confesión le provocó un dolor físico, le dolió la boca del estómago, le dolió a la madre que quería ser y Gideon no le permitía.
—Lo siento. —Susurró, abrazándose a sí misma. Empezaba a tener frío—.
August asintió.
¿Sería la primera persona que se lo decía?
Se quedaron ahí, en silencio.
Mientras el pescado con patatas se cocinaba en el horno.
—¿Quieres quedarte a comer? —Le preguntó ella—.
—No.
—Vale.
—Pero gracias.
—De nada.
Él también la miró, y le preguntó:
—¿Tú quieres comer sola?
Elise hizo una mueca. Negó con la cabeza.
—No.
—Puedo quedarme si quieres.
—No hace falta. Pero gracias.
—De acuerdo.
Volvió a acercarse a la salida, acercándose a Elise.
—Hasta luego, Elise.
—Adiós. —Se apartó—. Y gracias por ayudarme con la alarma.
Le tocó el brazo.
—De nada.
August volvió a la cocina, y salió de la mansión tocándose el brazo donde ella lo había hecho, yendo sin prisa hacia su coche mientras otro llegaba.
Cuando entró Gideon, Elise estaba con una copa de vino.
—Ah, hola. —Volvió a mirar su bebida—.
—Al final he llegado a tiempo.
—Es decir, que has decidido llegar a casa a tiempo.
Le dio la espalda, revisando el horno.
Gideon se acercó, su mujer escuchó su bastón. No hizo ademán de girarse, ahora que no tenía a Amy delante para obligarla a que lo hiciera.
—¿Estás enfadada?
Elise suspiró a malas.
—No me gusta comer sola en una mesa tan grande.
—Pues come en la cocina.
—Qué gracioso eres. —Se apartó de su lado—.
Gideon se rió.
—Vamos, era una broma.
—Ya. —Asintió Elise, sonriendo—. Me estoy riendo. ¿Lo ves? Llevo toda la mañana riéndome, pero eso no has podido verlo porque no estabas.
Él puso los ojos en blanco. Y, aunque doliera admitirlo en mitad de una discusión, estaba muy guapo cuando lo hacía.
—Sabes que tengo rehabilitación, y me han dicho que empezar a nadar me irá bien.
—Ya. —Le dio la espalda, saliendo de la cocina—. Te irá mejor que estar conmigo.
—Yo no he dicho eso. —Respondió contundentemente, siguiéndola—.
—Ni tienes que darme explicaciones.
—Te las doy, si las necesitas. Y deja de correr, que no puedo seguirte, joder.
—Hace tiempo que no me sigues, Gideon.
—Para.
La cogió del brazo, girándola para que encarase su pecho. Porque tenía que levantar la cabeza para poder hablarle.
Se zafó de él.
—Lo siento.
Elise se cruzó de brazos, mirando hacia otro lado.
—¿Me perdonas? —Le acarició la mejilla—.
—No.
Gideon agachó la cabeza, suspirando.
—Vale, he sido un cabrón, y un gilipollas, y todo lo que pienses de mí, es verdad. ¿Pero perdonas a este gilipollas?
Elise miró esas dos ventanas al mar que él llamaba ojos, olvidándose así de por qué estaba enfadada, y se puso de puntillas para besarlo. Una vez, y una segunda, y después le acarició la cara, relamiéndose los labios.
—Sí. —Respondió—.
Gideon asintió, con su expresión de no tener alegría que siempre lucía.
Antes, cuando aún eran novios y Elise se lo decía, Gideon le respondía que ella era su alegría. Había salido de su cuerpo y se había materializado en Elise para hacerlo feliz desde fuera.
Esos últimos años, lo único que le decía perdón y lo siento.
Poco a poco, el día fue cayendo y se abrió la noche como una fruta madura.
La tormenta paró, aunque el cielo todavía rugía de enfado.
Elise, después de tomar su medicación, subió a su cuarto y lo abrió con su llave. Reguló la intensidad de las lámparas.
Había un frasco de Chanel No. 19 en el tocador, y a pesar de haberse rociado esa mañana, el aroma aún flotaba en el aire.
Con el ruido de la noche que entraba por la ventana, se cambió de ropa para meterse en la cama.
La casa crujió.
En la oscuridad, pareció cambiar de idea.
Ya había abierto el juego de sábanas de lino egipcio, pero no llegó a meterse. Miró hacia la puerta. Al final, salió de su habitación y anduvo por el pasillo sin encender las luces.
Llegó hasta la puerta que quería encontrar, y llamó suavemente antes de pasar. Justo en ese momento Gideon salía de su baño contiguo, con el pelo húmedo y el pijama puesto. La miró de pie en su puerta.
—¿Ha pasado algo? —Se sentó en la cama, sosteniéndose la pierna—.
Elise lo miró en silencio, y deslizó un tirante de su hombro.
Gideon lo miró, y luego volvió a sus ojos.
Ninguno dijo nada.
Pensarían que solo estaban ellos dos, porque no sabían que había un quinto ojo escondido. Una cámara minúscula integrada en alguna esquina del techo que, al contrario que las exteriores, nadie contaba con ella.
Así que también vio cómo se desvistió, cómo el camisón se arrugó a sus pies y una corriente fría le erizó la piel del cuerpo.
—Elise... —Murmuró, dejando una mano en su hombro para apartarla—. No...
—Por favor. —Suplicó con los ojos, queriendo quitarle la camiseta—. No me asustaré.
—Elise... —Lloró él—.
—Déjame verte.
Susurró como si hablara a un niño, acariciándole la cabeza.
—No puedo. —Sollozó, cabizbajo—.
—Mírame a mí. —Cogió una de sus manos, llevándola entre sus pechos, ahí donde había una cicatriz gruesa—. Los dos estuvimos en el accidente.
—No, yo no.
Apartó su mano de ella.
—Ya no soy... No soy el que conducía, ya no puedo conducir.
—Pero puedes ser mi marido. —Hizo un puchero, tocándole la cara para que la mirara—. Me lo prometiste.
Le dio un beso en los labios, que él no correspondió.
—Me lo prometiste. —Repitió a susurros, volviendo a besarlo, sosteniendo su rostro para que él también lo hiciera. Pero no lo hacía—. Por favor, Gideon...
—Te quiero.
Cogió el rostro de ella entre sus manos grandes, apartándole mechones para llorar mirándola a los ojos.
—Te quiero mucho.
La besó.
—Te quiero, lo sabes.
Volvió, y volvió a besarla.
Devolviéndole los besos que ella le había dado antes.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top