Capítulo IX
Cuando Gideon llegó, a las tres de la tarde, relevó a August como habían hablado. Aunque ahora empezaba a pensar que a Elise no le disgustaría la idea de tenerlo cerca.
Mientras se preparaba para el trabajo que le había conseguido su contacto no-demasiado-legal, le dio vueltas a lo que había dicho Elise sobre el hombre que estuvo en su dormitorio.
Si tenía la puerta cerrada con llave, y la ventana igual de bien cerrada, ¿cómo pensaba que había entrado? Debería de haberlo soñado, seguramente Gideon pensaría eso.
También había hablado de su psiquiatra, y de que hacía tiempo que le ocurría. Tomó una nota mental para preguntarle a Amy sobre su medicación, y por qué Elise empezó a ir a terapia.
Si no podían fiarse de su lucidez, no tenía por dónde empezar.
Puso un disco en el cassette para dejar de pensar tanto.
Cuando aparcó, se puso la balaclava y los guantes antes de bajar.
En la calle, un hombre que parecía tener una almohada bajo la chaqueta, y dos palillos como piernas, lo miró fijamente mientras bajaba las escaleras hacia el club.
La noche estaba cargada en el Josie's. Una lata de cerveza voló sobre algunas personas, y le dio al camarero detrás de la barra.
—¿Pero qué haces gilipollas?
—¿Ha dicho que le gustan las pollas? —Otro borracho se rió—.
Le reventaron un botellín de vidrio en la boca.
Unos como él, vestidos de negro, se metieron en el torbellino de gente que generó la pelea y sacaron al hombre al callejón de atrás.
A August, esa noche, le tocaba vigilar el caos controlado alrededor del ring. Un simple espacio limitado por cajas y maderas, con arena para que absorbiera la sangre.
Después de hablar con el jefe y asegurarse de que le pagaría suficiente, se colocó cerca de la salida.
—¡Y ahora, el turno de una bestia! —Gritó el dueño—.
Apartó con el pie unos dientes sueltos.
—¡Tenemos a Edith Bright con seis victorias consecutivas! —Todos gritaron, abalanzándose hacia ella si no hubiese sido por el círculo que formaban los de seguridad—. ¿Seguirá con su racha?
La mujer se levantó de su silla con la cabeza alta, vitoreando su nombre junto con los demás. Unos ríos de sangre todavía teñían su pecho y mentón. Tenía una estructura cuadrada, los hombros anchos y un tatuaje en el bíceps.
Levantó los brazos para gritarle al público, que le devolvió la misma energía.
Otra mujer apareció en la esquina opuesta, saltando las cajas de madera que limitaban ese ring. Menos gente gritó y más abucheó.
—¡Venga, venga, venga! Ya sabéis qué hay de premio si queréis participar, ¡un cubo de dinero!
La otra parecía endeble. Dos trenzas tensas a ambos lados de la cabeza, unos ojos vacíos y una delgadez nerviosa al lado de la otra.
Se la iban a comer.
Y la víctima iba a ser Elise.
Elise era la otra contrincante.
August sintió un escalofrío al verla ahí de pie. ¿Dinero? ¿Para qué querría ella más dinero? Se le aceleró el corazón en el pecho, pero nadie y mucho menos él lo notó.
—Voy a partirte las piernas, puta. —La otra mujer acercó la cabeza a la suya, empujándola lejos con una sola mano—.
Elise ni parpadeó.
Parecía ausente.
Antes de que August pudiera procesarlo, todo había empezado.
Edith se abalanzó hacia ella, y casi sintió pena por lo que iba a pasar. Sin embargo, Elise solo tuvo que dar dos pasos para que pasara de largo, toreándola.
El público gritó.
Gruñendo, volvió a intentarlo. Sus brazos fácilmente serían los muslos de Elise.
Ella, más delgada, algo más baja de estatura, aprovechaba su ventaja moviéndose y cubriéndose para cansarla, pero esa estrategia no le duró mucho. En el momento que Edith consiguió darle un puñetazo, toda esperanza se acabó.
Entonces empezó a conectar golpe con golpe hasta que la hizo temblar, de derecha y de izquierda. La sangre no tardó en mancharle la cara, regando su mentón y las vendas de su contrincante.
Pareció una muñeca de trapo en manos de un gigante.
—¡Vamos, vamos! —Gritaba la gente, intentando entrar—.
—¡Pártele la mandíbula!
—¡No he pagado para ver esta mariconada!
Finalmente, abriéndole un corte en la ceja, Elise cayó al suelo.
Cayó de espaldas como cuando se desmayaba, escupiendo sangre por la boca y la nariz.
Se quedó tendida en el suelo, y August se sintió mejor al ver que no intentaba levantarse. La multitud estalló en vítores y aplausos.
—¡Señores, tenemos una vencedora! —El dueño se metió entre ellas—. ¡En...!
Edith volvió a tirarlo fuera, cogiéndolo del pecho para devolverlo a la multitud.
—¡¿Queréis que le arranque las trenzas a esta guarra!?
Los hombres se levantaron a gritos de que hiciera algo peor, empujando a los de seguridad hasta ganar unos pasos más de terreno. Pero, mientras Edith se regodeaba, la que creía derrotada fue por su espalda y le dio un golpe en la rodilla con una vara de metal que le había dado el público, haciéndola gritar para cogerla del pelo y tumbarla cuando no estaba atenta.
—¡Hija de puta!
Le puso el pie en la boca, hundiéndole la nariz a patadas.
Gritos, abucheos, solo ruido y ruido.
Le pateó la cabeza como una lata vacía, hasta que Edith reaccionó y le cogió un tobillo, haciéndola tropezar y caer al suelo.
—Voy a arrancarte los ojos con mis manos, puta. —Balbuceó entre espuma y sangre—.
Al intentar incorporarse otra vez, Elise, sin perder el tiempo que había conseguido, se arrastró encima de ella con un puñado de arena. Se lo metió en la boca, viéndola ahogarse cuando llegó a su garganta. Le dio un puñetazo en el cuello y hundió los pulgares en sus ojos, para que no tuviera tiempo de reaccionar.
Mirándola, fijamente, a la cara.
Desde fuera, todos saltaron y gritaron como animales. Edith pataleaba bajo ella, quería arañarle la cara, pero Elise quería arrancarle la cabeza. Como hacían las Viudas Negras con los machos después de aparearse.
Un chillido agudo tocó el techo abovedado cuando los pulgares se hundieron hasta el primer nudillo. Un chorro de sangre cayó por sus sienes.
—Joder. —Murmuró August, sin poder dejar de mirar—.
—¿Quién le ha arrancado los ojos a quién? ¿Eh? —Elise acercó los labios a su oído—. No te escucho.
Empezó a golpear su cabeza como un balón de básquet, contra el suelo del ring.
—No te escucho. ¡NO TE ESCUCHO!
El caos estalló. La multitud se arremolinaba, algunos tratando de separarlas, otros queriendo participar. El público se lanzó entre sí, peleándose, mezclándose los de seguridad en un torbellino de violencia.
El combate había acabado.
En medio de todo, August fue hacia ellas al ver que otro vestido de negro llegó antes.
Empujó a Elise para levantarla, retorciéndole tanto los brazos hacia atrás que la hizo gritar. Al ver que August llegaba, se giró hacia él.
—Ve a por-.
Le rompió el brazo con el que la sostenía, haciendo que el codo sobresaliera por el otro lado.
Lo tiró al suelo, y antes de que ella se escapara la cogió, pegando la espalda de Elise a su pecho para que se estuviera quieta.
—Déjala ya. —Miró a la otra, que tenía espasmos de dolor en el suelo—. Joder, un poco más y harás que no respire.
—Qué te follen. —Se retorció, tirando con más fuerza de la que aparentaba—. Seguro que te la pone dura ver a dos mujeres peleándose. ¿A qué sí? Qué asco me dáis los hombres, sois todos unos maricones.
August la zarandeó para que parase de moverse, y se la llevó a tirones porque sino no lo seguía, mientras lanzaba insultos a quienquiera que la estuviera deteniendo.
—Camina.
—Como vayas a enseñarme la polla voy a machacártela, cabrón. —Dijo entre dientes—.
August se rió. Se le escapó. Y eso la asustó, pudo notarlo.
Salieron al callejón donde tiraban la basura, desierto a esas horas bajo la luz de las farolas.
—¡Deja-!
La pegó a la pared, quitándole el aire, para que se quedase quieta ya. Con la otra mano se quitó la balaclava, revelando su rostro.
No pudo describir cómo cambió la expresión de Elise. De nuevo la vio pálida, enfermiza, temblando. Toda esa ira se apagó en un instante, en una mirada.
—Hola, Elise.
La vio entreabrir los labios, cubiertos de sangre, pero no le dijo mucho.
—¿Qué estás haciendo?
—No... —Volvió a sonar débil, con una voz más femenina—.
—¿Qué haces aquí?
Ella apartó la cara como si la hubiese golpeado, descansando la coronilla en la pared de piedras rojas. Una ráfaga de aire se metió dentro del callejón.
—Bueno, te responderé si quiero, ¿no?
Volvió a mirarlo, y con ese tono que utilizó a él se le escapó una sonrisa que no tardó en desaparecer.
—Llévame a casa. —Se limpió la sangre de los labios con el antebrazo, porque de las manos seguían goteándole los restos de Edith—.
—¿No vas a...?
—Mi coche se lo ha llevado la grúa.
Sosteniéndose el costado, el pulmón izquierdo, se fue hacia la carretera. Y August tuvo que ir detrás de ella.
—¿No decías que no podías conducir? —Se mofó—.
—Cállate lo que queda de noche, ¿vale? —Hizo un ademán débil—.
Al llegar a la hilera de coches aparcados, Elise reconoció el Ford Bronco gris, algo tocado por el tiempo, con algún golpe por ahí y matrícula de Montana.
—Espera. —Le dijo, abriendo el maletero, y Elise no tardó en sentarse en él—. No puedo ir con un copiloto lleno de sangre. Si nos detienen harían preguntas que tú no me quieres responder.
—¿Copiloto? —Se rió Elise—.
Un ladrido la asustó, haciéndola levantarse de un salto, pero al girarse el pastor belga movió la cola.
—¿Tienes un perro?
—¿Te pone que te peguen?
Le acercó un trapo limpio y una botella de agua, y ella lo miró mal antes de tener que aceptarlo.
—Era una broma.
—Pues ahórratelas. O iré a la policía para decirles que un hombre del grupo que se rapa la cabeza y se tatúa esvásticas me quería secuestrar.
Dio un trago largo a la botella, y volvió a sentarse, al lado de Heimdall.
—En tu plan te olvidas de que también soy policía, y no tengo la cabeza rapada.
—¿Tienes que enseñarme otro tatuaje que no sé? —Lo miró a los ojos, tirando la botella dentro del maletero—.
De su boca apareció un vaho blanco, y ya no pudo ocultar más que estaba tiritando de frío. August se inclinó hacia su mochila y le tiró una sudadera negra.
Ella aceptó su ofrecimiento mudo sin decir nada, pero antes de ponérsela se limpió la sangre lo mejor que pudo. De la cara, el pecho y las manos.
Después se levantó, y se apoyó en el coche cuando él cerró el maletero. Por un momento se recordó a sí misma a Gideon.
—Entra.
Elise, tratando de respirar, negó.
—Es verdad, te he mentido. Puedo conducir. Pero no puedo ir en un coche si no conduzco yo.
—Vi...
—Lo mejor que podría pasar es que tenga un ataque de pánico y me tire del coche en marcha. Y no es broma. Lo he intentado y es lo que pasa.
—Iba a decirte que vigiles con el embrague, a veces se engancha. —Le tiró las llaves—. Te iría mejor si me dejases terminar de hablar.
Subió al copiloto, dejándola algo perpleja al ver que accedía tan fácilmente, así que Elise entró y ajustó el asiento del conductor a su altura.
Había un atrapasueños colgando del retrovisor panorámico.
—Joder, qué americano. —Apartó la vista de los cassettes de country—. ¿Tienes un ibuprofeno, o algo?
Él abrió la guantera, y le tendió una tableta de pastillas.
—Gracias
Se tragó dos, junto con un regusto a sangre.
—¿Te casas con un policía y participas en peleas clandestinas?
—¿Eres policía y vas a verlas?
Le tiró las pastillas, poniéndose el cinturón.
—Yo estaba trabajando. Tengo excusa.
Elise suspiró con los ojos cerrados. Le dolía físicamente hacerlo.
—Mi madre tenía problemas de ira. Me enseñó que si das puñetazos a una pared puedes calmarte, y yo solo he cambiado la pared por una persona.
August frunció los labios, mirando hacia la carretera desierta.
—Me ayuda con la ansiedad. No tengo miedo de algo que puedo defenderme, pero no puedo hacer nada si no sé dónde está mi contrincante, ¿sabes? Y este... —Apretó el volante—. Este hijo de puta me vigila. Sé que lo hace. Noto sus putos ojos en mi nuca.
August asintió lentamente, sin decir nada.
Cuando volvió de Iraq, él también sentía lo mismo. Todos los días.
—Por favor, no se lo cuentes a Gideon. —Lo miró—. A nadie.
—¿Por qué debería hacerlo?
El perro metió la cabeza entre ellos, olisqueando a Elise, y August lo acarició.
—Si no me crees, no hay forma de que pueda contar esto sin tener que explicar qué hacía yo aquí.
—Vale...
—Escucha, Elise, ayer Gideon me propuso que me quedara contigo si te sientes así. Porque él no podría hacer mucho, y lo sabe. Y a mí me gustaría poder hacerlo.
—¿Dice que necesito un guardaespaldas? —Frunció el ceño—. Es que es imbécil, ¿pero qué coño le pasa? Habla con cualquier persona menos conmigo.
—Solo se preocupa por ti.
—¿Crees que te necesito? —Lo miró a su lado—.
August ladeó la cabeza, con paciencia.
—¿Contra una mujer, cuando te da la espalda? No. Claro que no. ¿Pero contra un hombre que te ataca de frente? Ahí creo que un poco.
Elise giró la cara, molesta.
—Yo no... —Empezó, sin saber cómo empezar. Se las manos, heridas e hinchadas, le daba asco y miedo lo que la ira hacía dentro de ella—. Yo no soy siempre así, no soy esta Elise.
—No tienes que darme explicaciones.
—Me-Me has visto ahí arriba, pateando a una mujer cuando sabía que ya no se iba a levantar, por supuesto que te debo una explicación.
—Créeme, no la quiero.
Elise suspiró, mirando las farolas de la calle.
—Gracias.
—Te está sangrando la nariz.
Se relamió los labios, notando el sabor, e intentó limpiarse con los dedos. Él le pasó una caja de pañuelos.
—Qué buen coche. —Se apretó la nariz, agachando la cabeza—.
—También hay pienso, si tienes hambre. —Suspiró a malas, apoyando el codo en la ventana—. Joder, Elise, cuando te dije que confiaras en mi me refería exactamente a este tipo de cosas.
—Gideon me pediría el divorcio si me ve aquí. No sabía si podía confiar en ti.
—¿Y si no hubiese estado? ¿Y si tu acosador hubiese estado aquí, y aprovechado el momento de caos?
—Madre mía, ¿pero quién eres ahora? ¿Mi padre?
—Me has hecho perder doscientas cincuenta libras por estar aquí contigo.
—Te las pagaré. Tienes un perro que mantener.
August negó con la cabeza, mirando hacia la ventana.
—Te estás tiendo. —Le dijo, con la nariz taponada—.
—No me estoy riendo.
—Espero que me mate pronto, porque eres un grano en el culo.
—Ojalá lo hiciera conmigo primero, porque lo mismo digo.
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