Capítulo I

Edimburgo, Escocia.
15 de Glenwood Lane, Bosques de Token.

Fue en una mañana fría de octubre.

El viento aullaba como un perro dolorido, y flotaba un olor en el aire que alumbraba la tierra mojada y la oscuridad prematura del otoño.

Elise salió como cada día a revisar el buzón, con una taza de café con chocolate en la mano. Debió de pasar unos buenos cinco minutos ahí de pie, leyendo el único trozo de papel que había:

« Sé lo que has hecho. »

El viento le cortó los labios mientras releía esas cinco palabras una y otra vez, como si hubiese un mensaje oculto entre la tinta.

—¡Elise!

Rápidamente se giró, aplastando el papel en un puño y guardándolo en el bolsillo de su bata.

—¿Si, Amy?

—Ya llevas un rato fuera. Gideon se ha despertado.

—Ahora voy.

Se alejó del muro con la verja cerrada y el buzón vacío, siguiendo a su cuñada con la taza de café intacta. No tuvo más hambre en toda la mañana.

Pisaron barro hasta subir el camino hacia la mansión que se erguía entre los árboles, pinos y cedros sin terminar de podar que se engullían la estructura.

Igualmente, la hiedra había escalado gran parte de la fachada y los años habían corroído los ladrillos rojos con una capa de humedad negra, así que pasaba desapercibida.

Los techos eran puntiagudos, el balcón sobre la puerta principal estaba lleno de moho y mirase donde mirase había ventanas que la hacían parecer una araña con varios ojos.

Elise decía que ese era su atractivo: los años que había vivido. Aunque suspiró con descanso al entrar, saboreando la calefacción moderna.

—¿Gideon? —Lo llamó, acelerando el paso al escuchar ruido—.

Abrió la puerta de su dormitorio en el segundo piso, manteniendo el aliento al no verlo en la cama. El murmullo del agua la hizo levantar la cabeza hacia el baño contiguo.

—¿Gideon? —Llamó—. ¿Estás bien? ¿Te has levantado solo?

También pudo escucharlo suspirar.

—No soy inválido, aún. Déjame solo cinco minutos.

Ella cerró los ojos.

—Voy a hacer el desayuno.

Continuó duchándose, y ella resbaló la mano por la puerta. Emocionalmente, no sentía a su marido detrás de una puerta cerrada, lo sentía mucho más lejos.

Después del accidente en julio, los días se enredaron entre sí, formando una bola cada vez más grande que la arrastró a través de los meses.

A veces lo notaba como si ella fuera una mosca y hubiese aterrizado en una capa de miel, imposible de escapar. Otras veces solo fantaseaba con la paz de haber muerto en ese coche.

Fue Gideon quien pudo haber perdido la sensibilidad en las piernas, tuvo dos paros cardíacos y un aneurisma cerebral.

¿Pero Elise? Iba de copiloto en el Aston Martin, y solo se rompió la clavícula. Salvada, o maldecida, por Dios.

Iban discutiendo esa noche, por una nimiedad por parte de ella que solo percibía así ahora, y por poco le costó una vida en silla de ruedas a Gideon.

Llevaba cuidando de él cuatro meses, rezando por él, acudiendo a rehabilitación, en el hospital o en casa, y seguiría haciéndolo el tiempo que lo necesitase.

Aunque quizá estaba yendo un paso más allá estas últimas semanas.

Sé lo que has hecho.

Tragó saliva y volvió a bajar, entrando en la cocina.

Como cada mañana, recogió las cortinas y la luz que lograba cruzar las nubes salpicaba las encimeras.

Así empezó a hacer el desayuno, sin saber que unos ojos extraños la observaban desde su punto ciego.

Viéndola remover los huevos en la sartén, la forma en que su camisón de satén negro caía hasta los tobillos, cada mechón que salía de su trenza castaña... Había algo en la gracia de sus movimientos que hipnotizaba a cualquiera que supiera mirar.

Con una fachada de fragilidad tan frágil que tentaba romperla, despedazarla.

—¿Ya está listo?

Amy, su cuñada, le tocó la espalda, asomándose a lo que estaba cocinando.

—Sí, ya está.

—Dios, Lise, ¿estás llorando? —La giró hacia ella—.

—No. No, solo estoy cansada, Amy.

—Pero si solo son las ocho de la mañana...

—Se viene un día cargado, ¿eh? —Le sonrió un poco—. Venga, ayuda a Gideon a bajar y desayunamos.

—¿Seguro que...?

—Amy, por favor.

Ella apretó los labios mirándola, y asintió antes de ir a por su hermano. Elise sirvió los huevos revueltos con tostadas y fruta, secándose las mejillas.

Después de apartar los platos, apoyó las manos en la encimera, y lloró.

Cuando estuvieron todos en la mesa, Amy empezó sirviéndose una taza larga de café.

—¿Han confirmado la invitación? —Le preguntó Gideon, mientras abría su estuche con pastillas—.

—Sí.

—¿Todos?

—Todos.

Encaró una ceja, e hizo una pausa para beber. Llevaba unas bolsas que no se sacaba de encima, las venas podían verse a través de la piel frágil, y el pelo de un castaño chocolate le había crecido desde que lo operaron.

—Me extraña.

—¿Habéis visto cómo ha anunciado Nadine el sexo de su bebé? —Se rió Amy—. Como si a alguno de esos treinta mil likes le importara algo más que el escote que lleva hasta el ombligo.

Le mostró el teléfono a Elise, pero ella estaba ausente. Miraba a Gideon, y tenía el remordimiento de si contarle lo que había encontrado en el buzón o no.

Aún tenía la nota en el bolsillo de su bata, quemaba. Pero si lo hacía quizá le respondería que era una broma de mal gusto, o algo por el estilo. Y él había sido policía, de la policía secreta, sabía mejor que ella si preocuparse o no.

—¿En qué piensas tanto, Elise? —Amy la despertó—.

Sacudió la cabeza.

—Nada. En qué haré para la cena.

Su boca emitió una respuesta, pero no se quedó con sus palabras. Cada pensamiento la evocaba en el tacto frío del papel, la tinta y el viento de la mañana.

« Sé lo que has hecho. »

Elise había pasado todo el día preparando cada detalle para la cena de aniversario de Gideon.

A pesar de su estado muy prolongado de baja, su equipo no quería dejar pasar la ocasión, ya fuera para felicitarlo o bromear sobre cómo de mal conducía.

El comedor principal estaba puesto con manteles de lino y cubiertos de plata, pero nada quitaba esa sensación de humedad fría que desprendían las paredes.

Así que Elise, con un vestido negro hasta los pies, subió la calefacción y recibió a los invitados junto a la puerta principal, con Gideon.

—Qué alegría verte, joder. —Sean, el primero en llegar, le dio un apretón de manos—. Estos meses sin ti han sido como unas vacaciones.

Acabó abrazándolo, y Gideon le palmeó la espalda.

—Veo que tu humor de mierda no afecta a tu mujer. —Se acercó a ella, y le dio dos besos en la mejilla—. Hola, Nadine.

Sean se inclinó hacia Elise, y también le dio dos besos que no rozaron la piel.

Más tarde, mientras llegaban los demás, intercambiaron saludos, botellas de vino, abrazos... Nada que pudiera distraerla de que quizá había alguien vigilándolos. Un ojo en su propia casa.

Parecía profundamente concentrada en algo mientras miraba el suelo, retorciéndose la alianza en el anular.

—Pasad al salón. —Les dijo Gideon a Anthony y su mujer—.

—¿Por qué no nos enseñas el mini bar? Vamos, ¿después de cuatro meses no vas a invitarme a uno de tus cócteles?

Él se rió.

—Vamos.

—Ya verás el mal gusto que tiene. —Bromeó Anthony con su mujer, adelantándose pasillo arriba—.

Gideon llevaba cinco minutos frotándose el muslo, y cuando dio un paso la rodilla le falló, doblándose como una cama barata.

—¿Estás bien? —Ella intentó sostenerlo, apretada entre su cuerpo y la pared—.

—Sí. Sí...

—Siéntate.

—Eso intento.

—¡Anth-!

—¡Cállate! —La paró, apoyándose en la pared—. Aún puedo levantarme solo. Cuando ya no pueda seré tu paciente. Por el momento, aún no.

—Gideon...

—¿Eso es lo que quieres, verdad? —Su aliento le golpeó la cara. A whisky y pasta de dientes—. Que no pueda caminar, que dependa completamente de ti, así te necesitaré siempre, ¿no?

Elise lo miró con cansancio, negando suavemente.

—Ahora no, Gideon. —Susurró—. Tengamos...

—¿Les has contado por qué tuvimos el accidente? —La interrumpió, y Elise se calló. Abrió mucho los ojos, mirándolo delante de ella con el corazón encogido en el pecho—. ¿Lo has hecho?

Negó varias veces con la cabeza, meciendo los pendientes.

Gideon la miró a los ojos con saña, y se despidió apartando la mano de su lado. Se fue cojeando hacia la sala del billar, tomando su bastón.

Elise se frotó el pecho todavía recostada en la pared, respirando por la boca.

Se tocó el cuello con las dos manos, por si había allí un candado en vez de un collar.
Tenía mil alfileres en los pulmones, los ojos inundados y sus pies atrapados en esos retorcidos tacones de suela roja. ¿Dónde estaba el servicio con las copas?

—¿Llego tarde?

Una voz interrumpió. Se giró, pues la puerta de la mansión seguía abierta al dulce aire de la noche, y ahí vio a August.

El equipo de Gideon estaba compuesto por cuatro hombres de diferentes especialidades, que ella prefería no saber: Sean, Anthony, Haze, y August.

Todos habían cumplido un servicio militar, perfectamente uno de sus brazos podía ser del tamaño de la cabeza de Elise, eran castaños y altos, siguiendo el prototipo que la sangre escocesa dejaba en ellos. Menos Anthony, el único de piel negra, y August, el único extranjero.

Era alemán, sin ninguna mella en el acento, y tenía el pelo del color del sol.

También era el más amable.

—No. —Le respondió, jadeando—. Son las ocho en punto.

—¿Todo bien?

Elise se estremeció. Ya tenía cada centímetro de músculo tenso.

—¿Por qué lo dices?

Él se la quedó mirando, y Elise le dio una sonrisa rara, sudando.

Sabía que lo había visto, y August sabía que lo sabía.

—No ha sido nada. —Sacudió la cabeza—. Solo-.

—¡August! —Sean volvió al recibidor, abriendo los brazos—. ¿Dónde te habías metido? ¿Has vuelto a Leipzig?

Él primero miró a Elise, que había vuelto a su lugar junto a la puerta, y luego volvió a Sean.

—Por motivos familiares.

Le palmeó el hombro, y los dos entraron hacia el salón.

Elise, ya que habían llegado todos, cerró con llave y la cena comenzó puntualmente a las ocho y cuarto, después de unas copas de calentamiento.

Tuvo que dedicarse a escuchar a Nadine, embarazada de cinco meses, hablar sobre cunas, pañales, dietas diuréticas y ropa de bebé de temporada junto a las demás mujeres, con una cara larga y reponiendo su copa.

Llegada la hora, tomaron sus asientos en la gran mesa del comedor, que se extendía casi a lo largo de la sala, mientras el personal de esa noche servía la comida.

—¿Os acordáis de aquella vez en el almacén abandonado de Los Ángeles? —Anthony se rió, mirando a todos—.

Amy, con una sonrisa curiosa, cortó un trozo de su filete.

—¿Cuál de todas las veces en almacenes abandonados? Parece que siempre termináis en uno.

—De esa vez en la calle Regent. Estábamos investigando algo sobre Hybak y todo salió mal. Haze terminó con un examen de enfermedades infecciosas.

—Joder, esa vez. —Haze también rompió a reír—.

—Gideon, tú estabas en la entrada, vigilando. —Continuó—. A nosotros nos había capturado e intentábamos cualquier cosa para escapar, pero de repente, oímos un ruido muy muy fuerte, y pensamos que iban a fusilarnos ahí mismo. Pero antes de que pasara algo, el verdadero problema apareció.

Elise encaró las cejas.

—¿El qué?

—Bueno. —Carraspeó, tomando un trago de vino—. Resulta que tu marido decidió improvisar. ¡Y cuando el traficante apareció, mandó a la mierda el plan y se lo quería cargar solo! Pero eso no es lo peor, luego vino más gente, y cuando por fin los detuvimos, uno de ellos le pidió ayuda a Haze. El gilipollas se acercó para darle agua, ¡y terminó mordiéndole la cara!

Todos en la mesa comenzaron a reír, recordando la imagen cómica.

—Suena como una película mala de risa, nunca me lo habías contado. —Sonrió Elise—.

Se inclinó hacia Gideon, tocándole el brazo. Él asintió, así que Elise lo imitó y devolvió las manos a sus cubiertos.

—Bueno, podríamos hablar de algo más alegre. ¿Ya sabéis qué nombre le pondréis al bebé, Nadine?

Ella levantó la cabeza del plato, sonriéndole suavemente.

—Aún no.

—¿Y vosotros? —Comentó Sean—. Ya lleváis una buena temporada, ¿para cuándo el niño?

Dejó la mesa callada.
No más roce de cubiertos, no más reponer copas.
Elise dejó de sonreír abruptamente, como si alguien hubiese dicho ¡corten!, mientras que Gideon no levantó la vista de su comida.

Después de un intervalo de silencio que no pensaba llenar, Nadine le dio un golpe a su marido bajo la mesa.

—Sí. —Carraspeó—. Lo siento, ha sido muy descarado por mi parte.

Haze carraspeó desde el otro lado de la mesa.

—La cena es fantástica. —Aportó—. Muy buen menú.

—Gracias. —La sonrisa de Elise reapareció en la comisura de sus labios—. Es un placer volver a vernos todos juntos, después de tanto tiempo. Os hemos echado de menos.

Le cogió la mano a Gideon. Él levantó la mirada por un momento.

—Sí.

La conversación continuó, dando a la solitaria mansión ruido y luz.

—Bien, después de toda esta cena, ¿bailamos un poco? —Les sonrió a todos, actuando de anfitriona—.

Con el sí devoto de todas las mujeres, se encaminó a la sala con el tocadiscos. Donde la luz era más tenue y había una barra con licores dulces. Una excusa para seguir bebiendo y que nadie la mirase mal.

El servicio les llenó copas nuevas y el jazz, con su saxofón, las invitó a escupir sus preocupaciones para bailar sin tacones.

Los hombres se sentaron en el sofá, de espaldas al balcón cerrado, para hablar de política o más trabajo.

Entre canciones que iban y venían, Elise se dio cuenta de que había perdido de vista a Gideon.

No estaba en la sala.

Podía haberse caído por las escaleras, no lo habrían oído con la música, o haberse mareado en el baño, o no haberse tomado sus pastillas.

Elise salió con la preocupación dentro, implantada dentro suyo para que le bombeara el corazón.

Respirando mal, y sudando en plena noche de otoño, se calmó al encontrarlo en la biblioteca, sentado en el alféizar de la ventana y fumando mirando las estrellas.

Elise se sostuvo del marco, dejándose caer de los brazos de su miedo. No debería fumar con la medicación, ya se lo había dicho, así que, sin hacer ruido, lo dejó solo de nuevo. Ella también necesitaba algo de aire fresco.

Entró en su cocina, su preciada cocina donde colgaban plantas preciosas y había azulejos mediterráneos, para salir a la galería.

Pero, al poner un pie ahí, vio su lugar ocupado. Estaba August fumando.

—Hola.

Él giró la cabeza al oírla, viéndola pasar a su lado.

Le ofreció un cigarrillo, y ella lo declinó. August sabía que no fumaba, pero era su ritual, por si algún día cambiaba de opinión.

Al verla, abrazándose a sí misma mientras miraba la noche, notó esa aura extraña de nuevo. El frío, las pocas estrellas de esa noche, las miradas.

—¿Todo bien? —Le preguntó. Otra vez—.

Elise tomó un suspiro completo, hinchando su pecho y luego descansando los hombros.

Se preguntó si debería contárselo a él antes que a su marido, pero se respondió a sí misma que lo peor que podía hacer August sería reírse.

Lo miró a los ojos. Parecía tan cansado como ella, pero él no podía maquillarse.

Sacó el papel del bolsillo, y se lo tendió.

—Lo he encontrado en el buzón esta mañana.

August tomó la nota y la leyó rápidamente. Solo eran cinco palabras.

« Sé lo que has hecho. »

—¿Qué significa? —Respondió, frunciendo el ceño—.

—No lo sé. —Se mordió la uña del pulgar—. He estado recibiendo mensajes extraños desde el accidente de Gideon. No le he dicho nada, son notas tontas día sí día no, pero estoy empezando a tener miedo. No sé si alguien está tratando de asustarnos o... O algo peor.

—Hace cuatro meses que las recibes. —Resumió él—.

—Sí.

—¿Y por qué no lo has denunciado?

—No lo sé. ¿Debería? —Se encogió de hombros, susurrando—. No sé qué hacer, ¿y si solo es una broma de alguien y acaba en nada? Solo son notas sueltas. ¿Me tomarían en serio? No quiero molestar a Gideon con más problemas.

—¿Y cómo lo molestas, Elise? ¿Haciéndole la cena a él y a sus amigos?

—Yo... —Balbuceó, mirando el cielo, y volviendo a encogerse de hombros—. Yo solo lo intento, August. Intento hacerlo todo bien, y solo me quedo en eso. Intentándolo. Está tan cansado... Yo ya no sé qué hacer, no puedo curarme por él.

August desvió la vista hacia donde apuntaban los ojos de Elise, mirando la luna con ella.
Pareció tragarse lo que iba a decir junto con el humo, aplastando la colilla en el cenicero.

—No me gustan esas notas, Elise. —La advirtió, dándole algo de sosiego al confirmarle que podía estar nerviosa—. Si mañana aparece otra, llámame.

—¿Qué? No.

Arrugó el ceño, girándose con los brazos cruzados.

—No hará falta. Seguro que será otra igual, y llamaré a la policía.

—Yo soy policía.

Elise se quedó callada, rascándose el antebrazo. Estaba tan acostumbrada a sus trabajos que ya no podía verlos como agentes, sino como los amigos de su marido.
Los que traían vino a las cenas, jugaban con sus hijos en las barbacoas, jugaban a cartas o al billar en su mansión y hacían chistes malos. Aunque August no hacía nada de eso.

—¿Debería contárselo a Gideon?

—¿Quieres contárselo?

Tragó saliva. Rebuscó en sus entrañas la respuesta que ya le había dado su voz interior y la sacó por la boca.

—No.

—Pues no se lo cuentes.

—Ya... —Casi rió, mirándose los tacones—.

Qué fácil lo veía él todo.

—Siento cortarte, pero tengo que irme.

—Ah, sí, claro, se está haciendo tarde.

Se apartó, despejando la salida.

—Aún tengo que conducir hasta casa.

—¿Los alemanes no toleráis mejor el alcohol?

—No sé de dónde has sacado eso, pero es racista.

Elise sonrió un poco, mostrando el inicio de los dientes. Al otro lado de la pared se escuchaba la música.

—Pues buenas noches. —Asintió para despedirse—.

—Buenas noches, Elise.

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