Capítulo 3


II. Bienvenido a casa, Niki (1ª Parte)


POV. NIKI

El olor a café y libros le cosquilleó en la nariz provocando que su cuerpo se relajara por completo. Trató de abrir los ojos, buscando el origen, pero fue inútil. Le pesaban los párpados y sentía los huesos entumecidos. Le dolía. Se removió inquieto, arrastrando consigo la cálido tela que le cubría. Gimió por el esfuerzo y el frío que rozaba su piel herida. ¿Cuándo había regresado a su forma humana?¿Dónde estaba?¿Estaba muriendo? Intentó mover sus brazos para descubrir dónde estaba, pero lo único que consiguió fue que las heridas sobre ellos le hicieran soltar un quejido. Quería gritar, pero su voz había quedado atrapada en su garganta. Unas manos acariciaron su pelo y el alivio fue instantáneo. Lo arroparon con delicadeza devolviéndole el calor que necesitaba. Olía a café y libros. Las lágrimas se deslizaron silenciosas por sus mejillas.

— Tranquilo, pequeño. Estoy aquí. Todo estará bien.

Su voz, grave y tranquila, lo acunó hasta que volvió a quedarse dormido.

La segunda vez que despertó, podía oír el aire golpeando los cristales, las ruedas que se deslizaban por la graba y el rugido del motor. Apretó los dientes al sentir una nueva ola de dolor extenderse por todo su cuerpo al pasar por un bache. ¿A dónde lo llevaban?¿Por qué estaba allí?¿Se habían apiadado de él y volvía casa? No quería regresar con ellos. Tembló, atemorizado ante la idea de una vida que dejaría de pertenecerle. Intentó gritar que le soltasen, que quería irse; pero lo único que logró fue un ronco gemido.

—Shhh... —La voz volvió para calmarle—. No dejaré que ellos vuelvan a hacerte daño. Todo ha terminado, allí te cuidarán bien.

Dejó que un nuevo quejido escapara de sus labios mientras hundía las manos en el suave tejido de la tela sobre él. Lo acercó a su nariz y aspiró su aroma, relajándose de inmediato. Con la sensación de que estaba a salvo, se permitió abandonarse.

Una vez más, todo se volvió negro.

Intentó abrir los ojos cuando notó que han dejado de moverse, pero seguía siendo inútil. Lo único que consiguió fue intensificar el dolor y que las lágrimas descendiesen por sus mejillas. Se sentía débil y entumecido. Lo único que le reconfortaba era la manta sobre él que seguía oliendo a café y libros. La voz, su voz, se había ido. Ya no le susurraba palabras de consuelo, ya no le acunaba con canciones que sonaban profundamente tristes. El vacío se instaló en su cuerpo de inmediato y sus dedos se movieron nerviosos buscando algo a lo que aferrarse. Una mano se posó sobre su cabeza, su mano, y volvió a sentirse protegido. Está a salvo y es en lo único que puede pensar para mantener a ralla sus pensamientos.

— OH MY GOSH! —Otra voz, mucho más aguda y melodiosa exclamó muy cerca—. ¿Qué le han hecho? —Podía notar la preocupación vibrando en él, la impotencia que sentía al mirarle sin poder ayudar a aliviar su dolor y la rabia que que le obligaba a morderse el labio.

Más voces se arremolinaron a su alrededor, inquietas, alteradas. ¿Tan grave era?¿Tan mal se encontraba? El dolor que se extendió por su costado y le cortó la respiración fue suficiente para resolver sus dudas. Quería escapar de sus miradas, pero lo único que logró fue aferrarse a la mano que le acariciaba el pelo con delicadeza. Gimió ante la sensación de una caricia sobre él que no era la suya. No quería más contacto que el del chico con olor a café y libros. El recuerdo de los mordiscos y los golpes estaba muy reciente, tenía miedo de que volviese a ocurrir mientras está indefenso. Hasta que él no le susurró que todo irá bien, que ellos le cuidarán y que aquel será su nuevo hogar, no dejó de temblar. Respiró profundamente, captando cada uno de los olores de a su alrededor: lavanda, hierbabuena, pan recién horneado, brisa marina, cítricos...

— Seungmin, Jisung, llevadlo a su habitación. Rápido —Ordenó alguien sin alzar la voz—. Felix, trata sus heridas con cuidado. Beomgyu, llena el coche con las flores que habían encargado y tapa su olor como puedas.

— Es él, Jeongin, es él.

Oyó su voz por última vez antes de que la inconsciencia lo arrastrase de nuevo.

Volvió a despertar varias veces durante la noche, sintiendo el cómodo colchón bajo él y la manta que se había negado a abandonar. Le habían lavado con delicadeza, cubierto las heridas con un ungüento que olía a rosas y vendado cada una de ellas para acelerar su curación. Cada vez que recuperaba la conciencia, el olor del pan recién hecho le acompañaba para demostrarle que no estaba solo. A veces podía oír su respiración tranquila y otras la dulce melodía de una canción de cuna que no conocía o sus inocentes palabras que le repetían una y otra vez que por fin podría ser el mismo. Su mano le acariciaba con cuidado el pelo cuando se agitaba por el dolor que le producían los huesos al recolocarse y le arropaba cuando perdía la calidez que le cubría.

Los rayos de sol se colaban entre las cortinas acariciando su rostro. No tardarían en despertarle para desayunar y quería aprovechar todo el tiempo que le quedaba para seguir durmiendo. Con un pequeño gruñido se tapa la cabeza con la almohada y el cuerpo con la primera manta que encuentra a sus pies. Había tenido una pesadilla con tantos detalles que parecía real. Incluso podía sentir las vendas sobre su cuerpo y ese olor a libros y café que tanto le había reconfortado. Hundió la nariz en la tela que lo cubría y suspiró. Tardó un instante en procesar que el aroma era real y que la sensación de las gasas sobre su piel no era producto de su mente. Se incorporó de golpe, desorientado, con el cuerpo temblando por el pánico. ¿Dónde estaba?¿Cómo había llegado hasta aquí? Su memoria recordaba vagamente las voces y los olores de su alrededor, pero era incapaz de identificar a nadie. Él, el chico de la voz grave, le había dicho que le llevaba a un lugar seguro. ¿Era aquel?¿Estaba de verdad a salvo? Miró la vacía habitación, mucho más pequeña y vacía que la suya. No había pósters en las paredes ni sus libros de fotografía en el escritorio, pero lo sentía mucho más acogedor que si fuese su cuarto. Siguió inspeccionando con la vista, temeroso de que las heridas no hubiesen sanado del todo y levantarse fuese una tortura. Aspiró el olor a pan recién hecho y sonrió imperceptiblemente al conocer por fin a su guardián nocturno. En una butaca muy cerca de la ventana y la cama, había un joven de mejillas regordetas que se revolvía en un sueño inquieto.

Tras pensar en las posibilidades que tenía, colocó las plantas de los pies en el suelo y se incorporó con cuidado para evitar que el dolor volviese. Observó con detenimiento a quien había velado por él toda la noche, calmándole cuando se sentía inquieto y tratando de aliviar su dolor cuando se quejaba. Parecía tan triste y apagado como su voz cuando le cantaba. Movido por el impulso de protegerle, lo tomo en brazos con cuidado de no despertarlo y así poder llevarlo a la cama para que durmiese cómodo. Era lo mínimo que podía hacer por él después de haber sido tan bien cuidado.

— Jae... —Sollozó en sueños mientras lo arropaba—. No te vayas, no...

Le acarició el pelo con delicadeza, esperando pacientemente a que el mal sueño se acabase y volviese a respirar con tranquilidad. Fue entonces cuando vio la marca borrosa de su cuello, una sombra de lo que un día fue, la señal de que su pareja se había ido y el lazo entre ellos desaparecía por momentos. ¿Qué habría pasado?¿Le habrían abandonado?¿Habría...? Negó con la cabeza, incapaz de pensar en la posibilidad de que estuviese muerto y el pequeño hombre que tenía ante él estuviese afrontando lo que eso significaba. Nadie sobrevivía a su pareja destinada. Nadie. El dolor de la pérdida era tal que acababa muriendo poco después, incapaz de continuar con su vida. La única forma que había de seguir viviendo sin tu otra mitad era que no fuese tu verdadera pareja, una práctica muy común para mantener la especie debido a lo difícil que era encontrarla, o que fueses lo suficientemente fuerte como para seguir adelante.

— Descansa —Murmuró, sintiéndose abrumado por el olor de la tristeza que emanaba su cuerpo—. Te he tenido toda la noche en vela, te lo mereces —Besó su frente, reprimiendo el impulso de abrazarlo para mantenerlo tranquilo. No quería despertarle.

En cuanto dio un paso fuera de la habitación, se sintió un intruso. Estaba seguro de que había más gente viviendo allí y el había interrumpido en la tranquilidad de su hogar. Había dormido en la cama de alguien más y estaba usando la ropa que le habían prestado. En algún momento de la noche mientras seguía inconsciente, le habían vestido con un pijama lo suficientemente holgado como para que no rozasen las heridas. Olía a él. Al chico de voz grave. A libros y café. ¿Quién sería su salvador?¿Viviría allí?¿Por qué le reconfortaba tanto si no sabía quien era? Bajó por las escaleras, perdido en el mar de dudas en el que se había convertido su cabeza, y volvió en si cuando olió que algo se quemaba.

— ¡MALDITA SEA, BEOMGYU!¡LAS TOSTADAS!¡TENÍAS QUE VIGILARLAS! —La voz enfadada de uno de sus anfitriones le hizo sonreír y observar, apoyado en el marco de la puerta como corría de un lado a otro por la cocina solo consiguió divertirle aún más.

— Aún se pueden comer, piensa que es carbón con mermelada —Contestó el más pequeño de los dos disimulando la sonrisa que amenazaba con escapar de sus labios.

— ¿Abrimos otra caja de cereales? —Preguntó un joven elegante que leía el periódico sentado en la mesa—. No creo que le importe, comerá cualq... —Cayó al observar a su invitado en la puerta.

Los demás dejaron lo que estaban haciendo para poder contemplarle. El más joven soltó la bandeja llena de tostadas chamuscadas y se acercó corriendo para saludarle mejor, seguido por los demás. Lo miraron de arriba abajo, sorprendidos por su tamaño. Ya se imaginaba lo que estarían pensando: ¿Desde cuando un omega es así de alto? Él solo tenía una contestación: La naturaleza era una hija de puta que había jugado con él para que se sintiese fuera de lugar entre unos y otros. Era demasiado torpe y débil para ser un alfa, demasiado corpulento y alto para ser un omega. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, las miradas hacía él no eran de desprecio.

— Buenos días, Niki. Soy Gyu, aunque todos me llaman Beomgyu —Se presentó el menor de los tres con una sonrisa en los labios—. Queríamos prepararte un buen desayuno, pero...

— La cocina no está dentro de nuestras habilidades —Terminó por él el chico que había estado gritándole—. Seungmin

— Si te gustan las tostadas quemadas y las tortitas con grumos, estás en el lugar adecuado. Encantado de conocerte, me llamo Jisung —Bromeo el chico del periódico tendiéndole una mano para saludarle—. ¿Estás mejor? —Preguntó preocupado.

— Buenos días... —Murmuró, algo extrañado de ver que sabían quien era sin presentación alguna—. Estoy mejor, suelo curarme más rápido que la media, supongo que me vendrá bien cuando... — «tenga hijos» acabó en su mente, temiendo la represalia por presentarse como lo que era, un omega. Suspiró, iba a costarle acostumbrarse a dejar de fingir ante los demás—. ¿Puedo preparar yo algo?

Los ojos de Beomgyu brillaron antes de engancharse a su brazo y arrastrarle hasta el frigorífico. Su estómago rugía, pidiendo a gritos algo comestible que llevarse a la boca. Rió, como si los sucesos del día anterior no hubiesen tenido lugar, como si hubiese estado con ellos toda su vida. Le agradaban. No le miraban con miedo o desprecio y lo acogían con una calidez que nunca había sentido. Deseó poder quedarse con ellos, ser parte de ese grupo tan pintoresco que le había salvado y poder comenzar a avanzar, dejando atrás un pasado lleno de mentiras y censuras. Comenzó a cocinar ante la atenta mirada de los demás, hablando con ellos de cualquier tema que no le hiciese recordar el dolor. Respetaban su espacio.

— Joder... —Murmuró Seungmin al acercar la nariz a la masa de las tortitas que había preparado—. Creo que te amo —Le dijo al probar un poco con el dedo.

— ¿A quién te estás declarando ya? —Preguntó una voz desde la puerta. La reconoció enseguida, pertenecía al chico que olía a lavanda, el que dirigía a todos sin perder la calma—. Buenos días, Niki ¿Acabas de despertar y mis chicos te han puesto a trabajar?

Lo observaba, apoyándose cariñosamente en el hombro de Jisung . El flequillo rubio le caía desordenado sobre sus ojos, húmedo por la ducha y una sonrisa se dibujaba en su rostro. Tuvo la impresión de estar frente a un ángel, hermoso, poderoso y gentil. Sus dudas sobre la poca capacidad de un omega liderando a otras personas desapareció por completo. Él era el dueño y señor de aquel lugar. Todo su cuerpo gritaba que era un líder nato, nacido para gobernar y no dejarse llevar por los demás. No necesitaba presentaciones ni marcas para que todo el mundo lo reconociese, por eso le bastó con decirle su nombre: Jeongin, el líder omega que se convirtió en leyenda. Había corrido el rumor de que existía una manada gobernada por un omega, una especie de de hogar de acogida para aquellos que sufrían por el acoso de los alfas y la desigualdad en la que seguían viviendo. Buscaban entre los otros clanes a quienes cumplían sus requisitos y esperaban el momento adecuado para salvarlo. Siempre tenían la puerta abierta para quienes lo necesitaban. Siempre se había reído de las habladurías, tachandolas de mentiras para aliviar los corazones de los de su misma condición. Ahora que era testigo de la realidad, todo cobraba sentido en su mente. El hecho de que le hubiesen sacado de allí con tanta rapidez, que les ordenara que lo llevasen a su habitación, que supiesen su nombre... Ellos estaban esperándole.

— Bienvenido a casa, Niki —El cariño en la voz de Jeongin le hizo sonreír—. Bienvenido a la manada del lago Yang, tu manada.

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