8: El viaje ridículo

—Aún no nos han explicado por qué nosotros también estamos metidos en este rollo, si no tenemos nada que ver con esas esposas —renegaba Omar.

—Ustedes son los amigos, así que, por ende, están en el lío —explicó Hoshi.

—¡Allá está el bar! —señaló Adam—. ¡Frena o lo pasaremos!

Manuel frenó de golpe, quemando neumáticos haciendo que todos gritaran. La van giró y terminó estacionada a la perfección frente al bar. Jorge abrió la puerta y se aventó al asfalto para darle besos mientras lloraba.

Alba, Daniela y Harry bajaron despeinados. Karen bajó y suspiró aliviada.

—No vuelvas a hacer eso, Manuel —le advirtió, fulminando al muchacho con la mirada.

—¡Eso fue tan genial! —exclamó Paul.

—¡Fue como volar! —agregó Edgar.

—¡Exacto!

Todos los miraron raro.

Entraron al bar. Hombres vestidos con chaquetas negras voltearon a verlos, sonrieron tratando de lucir inofensivos, aunque también muy asustados, excepto Harry.

—Saludos, señores delincuentes, venimos buscando a un viejo raro… —Todos le apuntaron con un arma—. O quizá no…

—Bajen las armas —renegó Manuel—, no estamos de humor. Cargamos con una de las armas más peligrosas de la tierra. —Sacó las esposas de su bolsillo—. ¿Ven esto? Si me lo pongo, sus traseros no van a estar a salvo.

Las chicas hicieron cara de asco. Karen se le acercó y le tomó la mano que tenía el objeto.

—¡¿Qué rayos crees que haces?! —susurró con desesperación—. ¿En qué momento te las dieron?

—Estas no son las verdaderas —le susurró en respuesta. Aprovechó la cercanía y le dio un beso en la mejilla.

—Oye —reclamó alejándose mientras su corazón martilleaba.

—No es necesario usar algo tan extremo —interrumpió una voz.

Todos voltearon a ver, del rincón oscuro salió el hombre raro que los había citado. Los tipos de chaquetas bajaron sus armas y volvieron a lo suyo. El tipo raro les hizo señales a los chicos para que fueran con él. Al acercarse, los esperaba al lado de una puerta, tras ella, una habitación con una mesa redonda.

Tomaron asiento. Manuel y Adam quedaron uno a cada lado de Karen, mirándose de forma asesina.

—Me presento —dijo el hombre, sacándose la capucha negra y revelando su identidad. Todos abrieron mucho los ojos al ver que era su maestro de laboratorio—. Soy Pancho Lopez, hijo de Matín y Eugenia, heredero de su tienda de abarrotes, apodado “el chato” en la escuela, conocido como “el gilero profeta cuando bebe demás” y el “filósofo” en los días de Navidad, de niño conocido en su pueblo como el “pajarito”, soldado en uno de los batallones durante la guerra fría y después, profesor de ciencias bajo el nombre de José López.

    Omar le dio un palmazo en la nuca a Jorge que se había dormido.

—En resumen, ¿cómo le decimos? —preguntó Karen.

—Ah, solo Pancho.

Todos asintieron.

—Ya, ahora sí, diga qué hacemos con estas esposas —exigió Daniela.

—Pues llevarlas a la capital y lanzarlas al fuego en su propia fábrica. Pero cuidado —advirtió con aire siniestro—. Los strippers estarán al tanto y tratarán de evitar que las esposas lleguen a su destino. Descansen de noche, no salgan a la pista, ni vayan a clubes nocturnos.

—¿Qué nos podrían hacer unos cuantos strippers? —preguntó un Paul incrédulo.

El hombre lo miró espantado.

—Tú qué crees —murmuró. Le hizo señales indecentes para darle a entender.

—¡¿Violarnos?! —quiso saber Edgar, traumado ya.

—Síp.

—¡Aaah, nooo! —Abrazó su mochila.

Paul rodó los ojos.

—¡Bueno, calma! —pidió Manuel—. Vamos en la miniván, nada va a pasar. Y no pararemos, de ser posible, hasta el hotel de mi padre, está entre esta ciudad y la otra. ¿De acuerdo? —Todos asintieron, asustados—. Buenos chicos. Ahora vamos.

—Suerte. Liberen al mundo de ese objeto endemoniado. Karen, las esposas te eligieron, eres la elegida, todos deben cuidarte.

Ella rodó los ojos. Típico: la elegida.

—Bueno, yo he dado mi miniván —dijo Manuel.

—Y tienes nuestra amistad —agregó Daniela con sus amigos a su lado.

—Y mi frialdad —dijo Paul.

—Mi buena moral —dijo Edgar.

—Mi habilidad con el canto —dijo Harry levantando su dedo pulgar.

Miraron a Adam.

—Y mi protección. —Harry arqueó las cejas para incitarlo a ofrecer algo más—. Eh… ¿Mis ojos verdes? —agregó sin saber que más ofrecer.

—Yeah —dijo el cantante.

Karen se puso la mano a la frente. Todos estaban locos de remate.

Subieron a la miniván. 

—Por favor, conduce como persona normal —le pidió a Manuel.

Él suspiró, movió la palanca y pisó el acelerador bien despacio. Avanzaron a paso tortuga hasta que una niña en triciclo los pasó tocando su bocina.

—¡Aprende a conducir, idiota! —chilló levantando el dedo medio.

Todos quedaron con la boca abierta.

—¡Enana miserable! —Manuel pisó a fondo y todos se pegaron a sus asientos tras la acelerada violenta junto con más neumáticos quemados.

La miniván pasó a la niña en triciclo como una bala, haciéndola girar y convertirse en un mini tornado que se fue a destrozar el interior del bar.

Karen estaba a cuadros.

Hicieron otra parada brusca en una estación.

—Bajen todos, voy a lavar el auto.

—¿Vas a lavarlo justo ahora? —reclamó Adam.

—¡No voy a llevarlo sucio a la capital!

Bajaron a regañadientes. Manuel pagó porque lo lavaran.

Una extraña música empezó a sonar, y bajo la atónita mirada de todos, unas ocho mujeres altas, entre rubias y otras castañas, salieron en bikini. Coquetearon con los chicos. Edgar, Adam y Omar se apartaron, pero Manuel, Harry y Jorge se dejaron tocar y restregar bajo la ofendida mirada de las chicas.

—Manuel —le reclamó Karen.

Él retiró las manos de la cintura de la rubia y se trató de excusar. Las mujeres se alejaron de ellos y fueron hacia el auto. Le aventaron agua con jabón, y se pusieron a sobarlo con esponjas mientras se echaban agua entre ellas y se sobaban contra el vehículo de forma obscena. Terminaron de enjuagarlo con chorros de agua lanzados con mangueras, sin desaprovechar en mojarse entre ellas y hacer guarradas.

El auto pasó a la secadora y las mujeres se retiraron guiñando ojos y lanzando besos.

—Eso sí que fue dem raro —dijo Daniela, cruzada de brazos.

Karen resopló, poniendo los ojos en blanco.

—Listo, vamos —pidió Manuel con emoción.

Subieron a la miniván.

—Señor, ¿van a la capital? —quiso saber el que atendía.

—Así es —contestó con orgullo—, salvaremos al mundo.

—Ja, no van a durar mucho en esas rutas.

—¿Por qué?

—¿No ha escuchado las historias? —Soltó una extraña risa—. Hasta nunca. —Se alejó.

Los chicos quedaron algo inquietos.

—Tranquilos —les calmó Paul, aunque su voz flanqueó un poco—. ¿Qué puede pasar? Las carreteras son normales, no puede haber nada.

—Nos pondremos a salvo en la noche además —dijo Edgar—. Solo por pura paranoia.

Asintieron. Pero Karen no estaba del todo tranquila, ya había visto que casi todo era posible, empezaba a temerle al género del terror. De ese nunca había leído, pero sí visto una que otra película, no le gustaba. Rogó porque la fantasía siguiera hasta el final.

—Pásame las papas fritas también. —Adam la sacó de sus pensamientos—. ¿Quieres? —le ofreció.

—Eh… N-no, gracias.

—¿Estás bien? —Manuel también la miró al escuchar que le preguntaban eso.

—Sí, descuiden —trató de disimular.

Salieron de la ciudad cerca de las cuatro de la tarde. Manuel iba a bastante velocidad, para así llegar a tiempo a una de las posadas que poseía su familia por las carreteras. Calculaba que quedaba un par de horas, era tiempo suficiente. Karen cayó dormida en el hombro de Adam, y él no dudó en recostar su cabeza en la de ella. Manuel gruñó. Luego de hora y media de camino, cuando la mitad de los viajeros se había dormido, algo sonó en el motor del auto. Hizo un brusco movimiento que les alertó, excepto a Daniela, ella iba en otro mundo con sus audífonos, así no escuchar a Harry que iba ensayando sus canciones. El auto empezaba a andar por inercia, bajando la velocidad paulatinamente.

—¿Qué pasó? —preguntó Edgar.

—Oh oh —dijo Manuel.

—¿Cómo que “oh oh”?

—Ya no hay combustible, quizá lo olvidé.

—¡¿Que olvidaste qué?! —reclamó Harry.

La miniván finalmente se detuvo en plena carretera. Cinco y media de la tarde, no demoraría en empezar a oscurecer.

—Esto es malo, esto es malo, esto es malo —repetía una y otra vez Omar.

—Vendrán los strippers y nos violarán —murmuró Edgar en pánico.

—¡A ti será, a mí no! —reclamó Paul—. ¡Y a ti también, Manuel! ¡¿Cómo pudiste olvidar el combustible?!

—¡Ya dejen de llorar como niñas! ¡Podría jurar que le puse, pero no sé qué pasó! Ya, ya. Esto se soluciona con una simple llamada. —Tomó su móvil—. Mierda, no hay señal. —Bajó y cerró la puerta con fuerza.

Los otros suspiraron. Edgar bajó también y los demás le siguieron para estirar un poco las piernas. Estaban en medio del desierto prácticamente, se veían unas pocas montañas a lo lejos. Manuel corría de un lado a otro buscando señal.

—Esto me asusta un poco —murmuró Alba, acercándose a Karen.

—Perdón, han terminado en esto por mi culpa.

—No, claro que no.

—Manuel dice que recuerda haberle puesto el combustible, esto pasa porque estamos en el cliché y las cosas deben salir mal.

—Nada de eso. Hay que ser positivas —la animó levantando el puño al cielo.

Karen se ruborizó al sentir que alguien la rodeaba por los hombros, y sabía bien quién era ese alguien. Adam. Alba puso una traviesa sonrisa y los dejó solos pese a la mirada asustada de su amiga.

—Tranquila, yo cuido de ti —aseguró él.

—No sé si somos capaces de enfrentar las cosas que la fantasía nos tenga preparadas.

—Claro que sí, hasta ahora todo va bien.

—¿Qué pasa si empeora?

Tomó su rostro para hacerla mirarle a los ojos.

—Todo va a estar bien. Por cierto, ¿quién tiene las esposas?

Ella se encogió de hombros al no saber.

—Debería tenerlas yo. 

—¡Señal! —anunció Manuel que ahora estaba de pie encima de la miniván. Empezó a hacer su llamada.

Karen se acercó a los otros que estaban dando pasos por la carretera y la arena. Jorge estaba sobre una pequeña duna, un poco lejos.

—Oigan, ¿quién tiene las esposas?

—Están en mi mochila —avisó Daniela.

—¡Chicos, mi jet privado viene en camino! —gritó Manuel, bajando del techo del auto—. Nos llevará a la capital. Esto terminará pronto.

—No pienso subir a un avión —dijo Karen. Le preguntaron por qué más de dos veces—. Así como están las cosas, podría malograrse también, no quiero —insistió con miedo.

Mientras trataban de convencerla, Jorge pateaba un poco de la arena de la duna, hasta que algo duro salió y cayó a unos metros. La curiosidad le ganó y fue a ver qué era. El viento empezó a soplar un poco, el jet estaba cerca tratando de posicionarse. El chico se cubrió de la arena con el antebrazo y recogió el objeto.

—Jorge, vamos —vino a avisarle Omar.

Ambos vieron lo que había recogido. Enseguida Jorge lo dejó caer con horror, era al parecer el hueso de una mandíbula inferior humana. No tardaron en ver en el horizonte a lo lejos lo que parecía ser una casa, que como ya atardecía, dejaba notar algo de tenue luz en su interior.

—Mierda, vamos, ¡vámonos!

Echaron a correr hacia la pista. Los otros ya habían subido las mochilas al jet y estaban por abordar.

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