Capítulo XX. Intentar Cambiar
Las vacaciones habían iniciado, y con ello, cada día era un paso más comprometedor, una sentencia más cerca para firmar el contrato con el que se enlazaría a Alexandra. Aunque no se habían decidido términos nupciales ni en las cláusulas más pequeñas, tenía el presentimiento que, una vez que empezaran a salir, no habría un final. Sus padres lo forzarían a seguir renovando el contrato un año, cinco, diez, cincuenta... hasta que llegaran a la tumba, infelices y obligados.
Alexandra no solía quejarse mucho al respecto. De hecho, parecía bastante tranquila todo el tiempo. Se limitaba a escuchar, asentir, y actuar con tanta naturalidad que, incluso en ocasiones, parecía que no fingía a un lado de él. Parecía que de verdad estaba enamorada y que podían estar juntos para siempre y unirse en una familia que llevaría los apellidos Leclerc Saint Mleux.
Rodeados de estatuillas detalladas de cuerpos simbólicos, entre rosales y árboles frondosos, descansaba esa tarde en un banco de jardín del patio de la residencia de los Saint Mleux, tan inmóvil como las demás estatuas luego de que Alexandra le pidiera posar para convertirlo en su arte. Lo miraba con detalle cuando se inclinaba para ver lo que el lienzo de tamaño mediano le impedía y luego se escondía a continuar su labor.
El canto de los pájaros, el suave movimiento de las ramas de los árboles y el chapoteo del pincel hundiéndose en el recipiente con agua, le daban al lugar una especie de tranquilidad tan característica de Alexandra.
A pesar de ser una familia muy bien posicionada, seguían arraigados a la costumbre de elegir la pareja de sus descendientes. No solamente por la genética, sino también por la posición económica que no deseaban disminuir ni arriesgar. Los ex ministros del Estado de Mónaco sabían que Alexandra ya estaba en la edad perfecta para conseguir pareja.
Para su buena suerte, habían elegido a Charles Leclerc, quien había resultado ser más que una carita bonita. Era simpático, amable, de corazón noble y bondadoso. Aquella noche, en la fiesta nacional de Mónaco, habían conseguido conectar perfectamente, por lo que el tema del contrato no era nada obligatorio para ella. Deducía que estaba bastante satisfecha. Pese a no ser el hombre al que de verdad amaba, se repetía constantemente, que algún día lograría hacerlo.
Una de las cocineras llegó al lugar con una bandeja repleta de fresas frescas, como sabían que le encantaban a la hija menor de los Saint Mleux. Se acercó a la mesa de jardín cerca del banco donde descansaba Leclerc con las piernas estiradas, quien al verla, se acomodó lo más rápido que pudo a causa de la bota ortopédica y carraspeó con ligero nerviosismo.
—Joven Leclerc, qué placer tenerlo aquí —saludó ella con entusiasmo, abandonando la bandeja en la mesa—. Les he traído unas fresas frescas. ¿Gustan que las prepare con alguna crema o chocolate?
—Así estamos bien, muchas gracias —respondió Alex, a lo que la mujer continuó con un suave asentimiento y se marchó. Charles estuvo dispuesto a dejar su posición y tomar de las frutas, pero la mirada de la pintora lo detuvo.
—Espera. Tengo que pintar las luces y sombras justamente en la posición en la que estabas antes. ¿Podrías volver a acomodarte, Charles?
El monegasco accedió sin protestar y se volvió a acomodar plácidamente sobre el banco, recibiendo una sonrisa satisfecha por parte de ella. Eso solamente le hacía preguntarse cómo sería su futuro juntos. ¿Sería de ese modo? ¿Ella pintando, brindándole tranquilidad a toda su rutina ruidosa por motores y ajetreada por viajes? ¿Conversando sobre temas de administración, arte y economía... o sobre sus familias y lo importante que era para ellos la buena imagen? Podía ser cualquier cosa, excepto amor... Porque, claramente, Charles sabía que el corazón de Alexandra no le pertenecía, así como a ella tampoco le pertenecía el suyo.
Viajó sus ojos verdes hacia el cielo profundamente azul, decorado por nubes esponjosas y aves oscuras que cruzaban desde las copas de los árboles.
—¿Has pensado sobre el contrato? —dijo de repente Alexandra, como si hubiera notado en su rostro que estaba pensando justamente en eso. Él asintió con la cabeza, sin dejar de observar el cielo, para decir:
—Sí. He pensado mucho en eso y siempre termino en la misma conclusión... —hizo una breve pausa—. Tú ni siquiera me amas.
Dejó de pintar sobre el lienzo de tejido blanco y lo miró asomándose detrás del caballete, soltando el pincel sobre el recipiente con agua.
—Nuestro amor no necesita ser especialmente romántico —dijo a medida que se despintaba los dedos sobre su delantal beige, dejando manchas de distintas tonalidades azules en él—. Somos muy buenos amigos y he llegado a quererte más de lo que había imaginado. Realmente pensé que esto sería mucho peor.
—¿Solamente por no ser "mucho peor" es aceptable? —Esta vez, se giró y la miró con profundidad—. No deberíamos hacerlo, Alex. Si tú te negaras, probablemente lo entenderían y se darían cuenta que no soy bueno para ti.
Charles se estiró para alcanzar las muletas que había recargado a un lado de su sitio y se incorporó con movimientos más experimentados, acostumbrado al uso de ellas. Abandonó el banco y atravesó el césped fresco y la mesa donde estaban las fresas. Los rayos de sol fueron a pintar su rostro de tonos dorados y el color de sus ojos cambió a uno más cálido cuando se posicionó frente a la artista.
—Debes entender que no es fácil —confesó ella, resignada, tomando unos pinceles usados para limpiarlos con agua limpia y un pequeño pedazo de tela—. ¿Y cómo no serías bueno para mí? Mis padres saben que eres un hombre excelente, por ello están a favor de este acuerdo. Sea cuales sean las intenciones, está bien mientras siga siendo una Saint Mleux. No planeo dejar de ser parte de esta familia por no aceptar este contrato. —Dejó los pinceles limpios sobre la madera del caballete, a un lado de las pinturas, y alzó la mirada hacia Charles—. Podemos seguir teniendo nuestra vida romántica privada o no dormir en la misma cama. Los acuerdos finales los pondremos nosotros.
Él soltó un largo suspiro cargado de pesar.
—No puedo, Alex.
—¿Por qué? —preguntó, usando su curiosidad y no su insistencia, intentando comprender lo que pasaba por su mente. Para ella, el hecho de complacer a su familia y estar al lado de un buen hombre como Charles, le parecía un acuerdo perfecto—. ¿Es tan complejo darnos unos cuantos besos fugaces y tomarnos de las manos frente a las cámaras? A tu familia le vendrá bien este contrato, a la mía también. ¿No deberíamos hacer un pequeño sacrificio por ellos? De todos modos, este acuerdo no es eterno.
—A ti ni siquiera te gusta estar frente a las cámaras, y tú sabes que yo...
Alexandra le dio una sonrisa tranquila, comprensiva, mientras se acercaba a él, bajo las sombras de las hojas de los árboles y los hilos de luz colándose entre ellas. Tal vez sí lo comprendía, aunque fuese un mínimo entendimiento.
—Podemos avanzar poco a poco.
¿A qué se refería con avanzar poco a poco, exactamente? ¿No se suponía que con ella sentiría la libertad de ser él mismo?
—No se trata de avanzar... No puedo cambiar.
Los labios rosados de Alex se apretaron, como si meditara adecuadamente las siguientes palabras. No sabía si ayudarían. Probablemente no. Lo cual era ridículo para Charles, siendo Alexandra el consuelo que muchas veces había encontrado cuando las personas de la alta sociedad lo habían juzgado, criticado y minimizado. Cuando sentía que no tenía voz, las palabras de ella le ayudaban a alzarla. También en tantos malos momentos, le impulsaba a ver el lado positivo... Pero ahora no había consolación.
¿Cómo podía encontrar el lado bueno de esa situación? Estaban condenándose. Y tontamente, le había suplicado a Sergio que no aceptara su futuro planeado, ¿y él que estaba haciendo además de conformarse?
—¿Quién dijo que necesitas cambiar?
—Puedo fingir muchas cosas, Alex —contestó esta vez más firme, con las cejas encorvándose en un gesto inconforme—. Puedo fingir que la situación en mi familia está perfecta y que no he arruinado muchísimas cosas buenas en mi vida. Incluso puedo fingir que soy un buen piloto cuando mi rendimiento ha ido en declive toda la temporada, pero no me pidas fingir que estoy enamorado de ti.
Dichas palabras dejaron a Alexandra en silencio, totalmente desprevenida. Charles se maldijo en su mente de inmediato. Había sido demasiado directo y desmedido. Intentó hallar una forma para arreglarlo y encontrar la sutileza que no había utilizado, pero notó que ella movió la vista hacia uno de los rosales, inspeccionándolo con detenimiento, hasta que dijo:
—Eres parecido a las rosas, Charles. Cuando alguien intenta acercarse a ti, te proteges y los lastimas con espinas. Crees nunca ser suficiente. Crees siempre equivocarte. —Selló sus labios e infló su pecho mientras tomaba un fuerte respiro, intentando que las emociones fuertes no arruinaran su compostura—. Pero, dime, ¿es tan difícil? ¿Es imposible que alguien pueda amarme?
Al principio, la pregunta lo aturdió. Después, al ver cómo cruzaba los brazos encima de su delantal de pintor y volteaba hacia otra dirección con los ojos lagrimosos, terminó por desorbitarlo.
—Claro que no —dijo de pronto, intentando sonar suave mientras movía la cabeza a los lados en señal de negación—. No es complicado quererte, Alex. Es de las cosas más simples que he hecho... Ha sido imposible no encariñarme de ti. Mírate, eres dulce, e incluso le miras el lado positivo a este acuerdo solamente por el bien de tu familia. Siempre piensas en los demás antes que en ti, y yo lo he hecho durante mucho tiempo también, pero esto no sé cómo hacerlo...
Alexandra sorbió su nariz, aligerando sus extremidades. Si ella podía ver ese "lado positivo", Charles también podría hacerlo.
—Podemos encontrar el modo.
—¿Y cómo? ¿Cómo se supone que nos crean? —expresó con una mezcla de preocupación y frustración. Ahora, parecía que Alexandra realmente no podía comprenderlo—. ¿Diciendo que todas nuestras muestras de afecto son privadas? ¿Qué clase de relación sería? ¿De manitas sudadas? Por favor, no tenemos diez años.
Ella tomó el pincel que había dejado sobre el recipiente y procedió a hundirlo en la pintura grisácea arriba del caballete de madera para cambiar el color del cielo de su trabajo en proceso. El lienzo comenzó a pasar de los azules a grises, mostrando en los tonos sus nuevas emociones.
Sí, Alexandra no era de las que se quejaba en voz alta, se limitaba a escuchar, asentir, y actuar con naturalidad. Pero se desahogaba en su arte. Sus emociones hablaban a través de los colores: los rojos y morados marcaban su furia, los azules y amarillos su felicidad y los grises... tristeza.
—Tal vez mucha gente haya intentado cambiarte, pero no haré algo en lo que tampoco estés de acuerdo. Sí, por supuesto que intentaré convencerte del contrato porque pienso en mi familia, pero todo lo que conlleva para ti el hacerlo, debe ser mucho más complicado. —Sus ojos marrones cayeron en él, esta vez haciendo sentir a Charles ligeramente entendido. Alex volvió a mirar la pintura, para finalmente enfocarse en los acrílicos mezclados en la paleta del caballete, como si se replanteara en decir sus siguientes palabras—: Aun así... debe parecerte tonto, pero... me pregunto si es tan difícil besarme... o abrazarme, o fingir estar enamorado de mí.
Giró su cabeza hacia otro lado, sin querer mirarla por la vergüenza. Claro que era vergonzoso hacer sentir a Alexandra, una mujer hermosa y brillante, como si fuera difícil amarla. Lo hacía sentir inevitable y torpemente mal. Como si estuviera, de algún modo, defectuoso. Y tal vez él también le causaba las mismas emociones sin quererlo.
Tal vez le costó más de lo normal responder, no por la complejidad de su oración, sino por lo que significaban esas palabras para Charles. Traían una amargura acompañada al recuerdo de su intento por convencer a su madre que, aunque todas sus acciones resultaran un fracaso, no lo viera como el error que siempre repetía que era.
—Debes saber que intenté cambiar.
Paris le había dicho todo lo que no necesitaba escuchar. No podía olvidar el indudable gesto repugnante que había cruzado por sus labios hasta unirse al desagrado de su mirada. Era su hijo, pero esa noche, él mismo se sintió ajeno a su propia piel, tallándola hasta sangrar. Sus deseos no eran más que atrocidades. Su amor no significaba más que horror. Desear a otro hombre no era más que un acto infame y de abominación.
Intentó cambiar y sus padres también lo obligaron a hacerlo. Aunque trataron de convencerlo que su deseo y sus actos no habían significado amor sino tentación; no se sintió diferente. No se sintió cambiado ni se sintió perdonado. Simplemente abrieron interrogatorios en su mente y le sepultaron, de nuevo, que era un problema. Alguien que necesitaba ser arreglado cual enfermo que necesita una cura.
—¿Sería tan... repugnante para ti? —Las manos temblorosas de Alex fueron escondidas en los bolsos de su delantal—. Tampoco sé exactamente cómo hacer esto. Y lo siento si estoy siendo insistente con el tema, es que yo... No lo sé, Charles, es deprimente que no pueda estar con el hombre que quiero porque él no siente lo mismo por mí y mi familia no lo aceptaría. Pero, siendo tú con quien debo estar, es frustrante saber que no puedo gustarte.
Lo entendía. También era frustrante para él no ser quien necesitaba ser. Nunca sería suficiente, pero aquello le hacía dudar si un acto simple cambiaba la naturaleza de quién era. ¿Una acción sin emoción puede significar más que eso?
Tal vez se arrepentiría. Tal vez no. ¿Qué más daba? No podía hacer otra cosa más que intentar arreglar todos los daños que había causado. Porque su madre le había dicho que era su culpa.
—¿Quieres... intentarlo?
Su voz sonó frágil, como un suave susurro que se llevó el viento que levantó las hojas secas del jardín.
Ella lo contempló por un momento, asegurándose que sus palabras eran verdaderas.
—¿Tú quieres hacerlo?
Si hubiera sido honesto con Alexandra, le habría dicho que no. Porque no lo quería, pero sentía que necesitaba hacerlo. Pensaba que, con el tiempo, quizá podría lograr algún cambio, aunque en tantas ocasiones pasadas no había cambiado nada.
Ese acto obligado solamente le hacía sentir desvalorado, como si no estuviera tomando en serio sus emociones y deseos.
¿Y cómo podría hacerlo?
No traían nada más que miseria.
Probablemente, con el paso de los meses firmados, terminaría olvidando lo que le hacía ser Charles Leclerc, para pasar a ser el error convertido en arreglo; un cascarón vacío del cual su familia no podría sentirse arrepentida. Sería un hombre que no tomara sus propias elecciones, así no existiría oportunidad para arruinarlo, porque siempre le dijeron que estaba equivocado.
¿Qué era tan relevante para ese punto, si ya había perdido todo lo que era importante?
—Sí, quiero hacerlo.
En sus ojos debió haber estado la verdad no dicha, pero bajó la cabeza como siempre hacía al mentir y esperó a que Alexandra le ayudara a continuar. Ella sacó las manos de los bolsos de su delantal y entrelazó una con la de Charles, subiendo la otra por su brazo para colocarla a un lado de su rostro, levantándolo para encontrar sus ojos almendrados, leyendo en ellos su inestabilidad y su vacilación.
El monegasco tragó saliva, esperando. Su mirada nerviosa y llena de temor. Ella le sonrió con calma, intentando decirle a través de sus ojos que estaba bien. ¿Y qué más daba si estaba mal? Tenía que hacerlo. Debía hacerlo.
Lo atrajo hacia ella y cerró los ojos, combinando su respiración a la suya cuando acortó la distancia entre sus labios. Los dedos calientes se movieron con dulzura sobre su mejilla y percibió el aroma a vainilla proveniente de su cuerpo. Los ojos de Alexandra se cerraron e imaginó con antelación el cálido toque de los labios contrarios.
El sonido de una llamada les interrumpió antes que sus bocas se encontraran por primera vez.
Charles tomó un fuerte respiro, como si se hubiera olvidado de lo que significaba inhalar como una persona normal. Descendió su cara mientras se disculpaba, tratando de sacar su móvil del pantalón. Un segundo antes de poder atender, la llamada de Max se detuvo. El tiempo que le tomó desbloquear su celular fue suficiente para recibir un mensaje de su amigo.
«Checo se comprometió», leyó en la pantalla.
Sin creerlo, cerró la aplicación y abrió el navegador externo para empezar a teclear el nombre del mexicano, encontrando todos los nuevos artículos y noticias que confirmaban su compromiso.
El mundo se detuvo en un instante.
Dejó de oír el canto de los pájaros y la brisa del viento.
El corazón le comenzó a latir furioso mientras intentaba memorizar todas las palabras que le había dicho en Bélgica, cuando le aconsejó no seguir adelante con el compromiso para no entregar su vida a manos de su padrino. ¿Qué había dicho mal? ¿Qué le había faltado decir para convencerlo? ¿Había elegido erróneamente sus palabras? ¿No había sonado convincente?
No importaba de qué forma estuviera escrita la noticia. Para Charles, eso solamente significaba que Sergio se había rendido. Tal vez pensando que no había otra opción; tal vez pensando que ya no tendría arreglo.
¿Y ahora... él que estaba haciendo? ¿Estaba a punto de rendirse también? ¿De firmar la sentencia del contrato con un beso? ¿De verdad había tratado de convencer a Sergio, cuando estaba a punto de entregar todo lo que lo hacía ser él mismo?
Abandonó la residencia de los Saint Mleux entre disculpas torpes y despedidas apresuradas. La pintura de Alexandra se había convertido en una mancha de grises y azules, y ahora él solamente estaba intentando enfocarse en pensamientos coherentes, pero su mente no estaba ayudando mucho, porque solamente se estaba culpando por una decisión que él no había tomado, por no haber hecho lo suficiente para prevenirlo.
Buscó el coche donde estaba el chófer en el camino de piedra que rodeaba la entrada de la residencia, recordando la mirada decepcionada de sus padres, de Alexandra, de los rostros de admiradores a los cuales sentía que nunca lograría satisfacer, e inclusive los ojos de su compañero de equipo, los que a principios de temporada, le miraban con furia y desprecio. Hacía poco tiempo que supo los malos sentimientos que había plantado en él por los malentendidos en carreras, pero no imaginó que sus cometidos tuvieran consecuencias tan graves como para nombrarlo una maldición. Esto le daba cierta responsabilidad, cierta obligación por enmendarlo y hacerle entender a todas las personas que había lastimado u ofendido en el proceso, que no había sido su propósito.
Su chófer lo notó en la entrada de la residencia y se apresuró a encender el coche y llegar a donde él se encontraba. Bajó para abrirle la puerta y lo ayudó a ingresar, agarrando sus muletas una vez que tomó asiento para pasarlas a la parte trasera del coche. Volvió al volante terminada su tarea, y se dirigió al hogar de Leclerc, el cual le dio la bienvenida al piloto minutos después con un silencio sepulcral y una frialdad que le hizo estremecer.
Distinguió el piano al fondo del pasillo principal, y mientras caminaba hasta llegar a él, se detuvo en un espejo del recibidor, detallando su figura. Miró su cabello castaño, la piel pálida que perdió el bronceado de Menorca y sus ojos verdes, apagados y profundamente infelices.
Odiaba lo que veía. Sentía repugnancia ante su reflejo.
Había hecho actos que lo convirtieron en la persona que era hoy en día. Lo cual le hacía sentir que no estaba viviendo y deseaba regresar el tiempo para no cometer el mismo error con Lucas, el mismo error con Ferrari, el mismo error con sus padres, el mismo error con Carlos, pero... ¿cómo sabría que los podría evitar? ¿Cómo sabría que no los volvería a cometer?
Nadie lo aceptaría si supiera lo que había causado porque ni siquiera él mismo conseguía perdonarse. Entendía que nunca hizo ningún acto malintencionado, pero eso no lo justificaba. Eso no le hacía sentir mejor hombre ni mejor persona. Aunque sabía que estaba desperdiciando sus días y parte de su vida entre arrepentimientos, no encontraba cómo olvidarlo, perdonarse y seguir adelante.
Todo lo que había causado, todo lo que había hecho, le parecía tan descomunal y apenas sabía cargar con su propio peso.
Cuando las lágrimas calientes cruzaron por sus mejillas, solamente maldijo su nombre. Era un error que nunca sería arreglado porque era un pecador que nunca obtendría su perdón. No importaba cuánto tiempo pasara ni cómo intentara enmendar los daños de sus propios actos, la culpa seguiría ahí, latente, fría e inolvidable, haciéndole recordar que no podría descansar de su mente ningún solo segundo porque durante el día recordaría y durante la noche soñaría en su equivocación.
Pensó en el contrato, en Lucas, en sus padres, en Alexandra, en Carlos... Y pensó si, algún día, conseguiría encontrar la paz que tanto había ansiado conseguir para poder respirar con tranquilidad nuevamente. Para permitirse sonreír, agradecer y reír de felicidad otra vez; para lograr distinguir un poco de color y luz en los días rutinarios, y volver a conectar y liberar las emociones a través de las teclas de un cómplice que utilizaba como piano.
Solamente, cuando se cansó de maldecir y lamentarse, se preguntó:
¿Algún día me permitiré volver a ser feliz?
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