Capítulo XVI. Destinado a Fallar
Jos Verstappen le enseñó a su hijo que no debía de perder el tiempo pensando en cómo se sentían los demás. Solamente le educó para enfocarse en él. Porque esa era la personalidad de un campeón.
Todo debía hacerlo para ser un campeón perfecto.
No debía meterse en polémicas absurdas. No debía perder el tiempo en distracciones como fiestas o celebraciones sin sentido. No debía demostrar más de lo debido y siempre debía de luchar por su futuro.
Porque los campeones no pierden el tiempo.
Y si era golpeado, caía, sufría y dolía, debía de levantarse y continuar. Siempre.
Los logros se alcanzaban con esfuerzo, dedicación y perseverancia. Si las manos le dolían y salían ampollas en su piel, debía vendarse y continuar. Si el frío bajo la lluvia le quemaban los dedos, seguiría hasta que se congelaran. Si su corazón palpitaba con fuerza y la mirada se le nublaba, no pararía hasta que su cuerpo se desmayara. Debía de llegar a los límites de su cuerpo, y entonces batirlos.
Ser un perdedor no era opción. Aunque era un método para aprender, de sus fracasos debía de encontrar el éxito, y debía ser veloz.
Porque los campeones no se rinden.
No lloran.
No se doblegan.
No tienen amigos, solo enemigos.
Y no son unos malditos homosexuales.
Al menos, eso fue lo que dijo su padre.
A Max le molestaban los comentarios que hacía. No sabía exactamente quién lo había vuelto una persona tan insensible cuando su madre realmente era un terrón de azúcar. Eran polos opuestos en su totalidad. Sophie era dulce, cuidaba los sentimientos ajenos, felicitaba y se emocionaba por sus logros y lloraba y reía por igual. Mientras tanto, Jos era egoísta, despreocupado, carente de emociones, desconfiado, distante, nunca reía y nunca lloraba, y siempre le repetía a Max que tenía que ser mejor.
Ser cuatro veces campeón del mundo no era suficiente para su padre y probablemente rompiendo todos los récords del automovilismo tampoco lo sería.
Max se prometió desde que era un niño, que nunca sería como Jos Verstappen.
Y antes de darse cuenta, ya era una versión joven de él.
No porque todos los días escuchara las mismas oraciones ni viera las mismas acciones.
Sino porque era la forma más sencilla para protegerse del mundo.
Lo supo cuando conoció a Sergio Pérez.
Se había vuelto el hombre que el pequeño Max tanto atemorizaba convertirse.
La noche en el hotel de Gran Bretaña, luego de su pelea con Sergio, se dirigió hasta la habitación del mexicano y esperó a un lado de la puerta durante minutos, quizás horas. Cuando se cansó, tomó asiento en el pasillo alfombrado del hotel y siguió esperando mientras revisaba artículos de la prensa o los videojuegos más recientes que salieron a la venta, haciendo un par de compras que después recibiría en Mónaco. Durante el tiempo que esperó, Sergio no salió. Intentó tocar la puerta, pero tal vez eso solamente cabrearía más a su compañero.
A la mañana siguiente, intentó llamarlo, pero tampoco hubo respuesta. Durante las prácticas, la clasificación y la carrera, Checo se dedicó a mantenerse alejado.
Hasta cierto punto lo comprendía, pues Sergio, a pesar de ser un adulto, le gustaba divertirse y bromear con sus amigos, pero Austria sí había sido una exageración.
Estaba seguro que eso no era lo único que le incomodaba a Sergio, pero no sabía qué hacer para ganarse su confianza y le dijera abiertamente cómo se sentía respecto a lo que no le gustaba. Era reservado en cuanto a sus emociones; sí solía decir lo que le gustaba, se reía sobre sus chistes más novedosos y lo había apoyado desde el primer momento que entró a RedBull. Sin embargo, no le gustaba hablar de sus inconformidades, sus tristezas o sus enojos. Repetía que las personas estaban enfocadas luchando contra sus propios problemas como para agregar uno más al momento de contarles sobre una mala situación o un conflicto que él estuviese teniendo. Le era sencillo disculparse cuando sabía que había cometido un error, pero no era totalmente libre de confesar si algo le había molestado o si ciertas palabras lo habían afectado.
A Max le era muy difícil entender el laberinto indescifrable que significaba ganar su confianza. Y le era mucho más difícil sabiendo que él era culpable de la molestia de Checo.
Se sentía un completo perdedor cuando se trataba de él. No estaba acostumbrado a fracasar.
Y esto... solamente lo volvía esa debilidad que su padre siempre insistía que no debía tener.
Por ello, al terminar las entrevistas en el circuito de Silverstone, su estado de ánimo había caído en picada notando cómo su coequipero se alejaba mientras más intentaba acercarse. La lata de su mano estaba vacía mientras veía a lo lejos a Sergio en su última entrevista con los reporteros mexicanos de un canal de deportes.
—¿Todavía no arreglan sus problemas? —La reconocida voz de Lando lo desubicó de su enmarañamiento mental—. Te ves como si no hubieras dormido una semana entera. Y aun así, ganaste la carrera. ¿Por qué no estás contento?
Las ojeras no eran fáciles de ocultar ni con los retoques que le hicieron esa mañana. Sus ojos ardían tras la carrera y las luces de las cámaras. Todo lo que quería en ese momento era hablar con Checo de una buena vez y solucionar ese problema.
—No me gusta que estemos así y no tengo idea de cómo arreglarlo. Checo me ignora y probablemente lo seguirá haciendo hasta que me muera. ¿Tan terrible fue lo que hice?
Lando sonrió ligeramente ante dicha exageración, poniendo sus ojos verdes sobre la espalda del mexicano.
—Tal vez para él significó más que eso. El tiempo está agrandando el problema y si no lo arreglas pronto, puede volverse irremediable.
Max se llevó la mano libre a la frente y suspiró con frustración.
—No sé qué hacer para que confíe en mí.
—¿Por qué no compras unas cervezas esta noche, vas a su habitación, tocas la puerta y cuando te abra, le dices: "me gustaría que pudiéramos hablar sobre lo que pasó porque siento que no soportaré ningún segundo más sin ti"? —Max se rio y le dio un pequeño y juguetón empujón con su hombro—. Tal vez solo ocupas tomar la iniciativa. Llevan mucho tiempo juntos, confianza hay. Solamente tienes que hacer que empiece a hablar sobre lo que le molesta y llegar a la fuente del problema para solucionarlo. ¡Por Dios! ¡No debe ser tan complicado!
Max pareció un poco más seguro ante la idea.
Botó su lata en un contenedor de basura y tomó a Lando del hombro para dirigirse fuera de la zona de entrevistas.
—Vamos a conseguir esas cervezas.
—Pero tengo que buscar a Carlos —se quejó el británico mientras era arrastrado por el otro—. Debe de estar pasándola muy mal por la descalificación.
—¿Carlos? No. Estaba bastante tranquilo cuando lo vi en el centro médico.
—¿En serio? ¿Y cómo está Charles?
—Él va a necesitar unas semanas para recuperarse de la lesión de su tobillo. Parecía triste con esas muletas. Pero creo que estará bien, parece que a pesar de todo lo que han tenido que pasar, Carlos y él empiezan a llevarse bien.
Cruzaron el paddock y los garajes de los equipos hasta que Max decidió que lo mejor era dirigirse por otro camino, pues las felicitaciones estaban haciéndole imposible llegar a la zona de estacionamiento.
—Entonces... ¿Carlos y Charles ahora se llevan mejor?
—Sí. —Los ojos azules de Max se encogieron cuando sonrió—. Carlos estaba cuidando de Charles cuando llegué. Después de lo que pasó en Italia, se aisló de todo el mundo. Hasta hace poco fue que me invitó a su casa en Mónaco, pero...
—¿Italia? —preguntó Norris—. ¿Qué sucedió en Italia?
—¿No lo sabes? La mitad de la parrilla se enteró. Los rumores con Alexandra ayudaron mucho para que la noticia no se descontrolara.
—¿Alexandra? No estoy entendiendo, Max...
—Será él quien lo tenga que decir.
Lando de pronto se detuvo a mitad de su caminata y su rostro agradable pasó a una completa confusión. Max buscó el motivo de su cambio repentino y vio a los pilotos de Ferrari a lo lejos con las muletas en el suelo. ¿Eso era un... abrazo? ¿Se estaban abrazando? ¿Carlos y Charles? ¿No se odiaban el mes pasado?
Dio un paso adelante para ir hasta ellos, pero la mano de Norris en su camisa se lo impidió.
—Max, ¿qué pasó en Italia?
Max otra vez se llevó la mano a su cara con una notoria frustración. Cuando Norris se ponía insistente, era un maldito grano en el culo.
—No soy yo quien te lo deba decir. Pregúntaselo tú mismo.
Su mirada volvió a los pilotos y ahora Carlos estaba ayudando a Charles a incorporarse mientras le daba sus muletas y le limpiaba los rastros de tierra de su cara y sus brazos.
Mierda.
¿Desde cuándo Carlos había empezado a odiar a Charles?
Algo no tenía sentido.
Terminó por encogerse de hombros y se dio la vuelta, apuntando hacia otra dirección.
—Dejé mi coche en el otro estacionamiento, ¿por qué no vamos hacia allá?
Max frunció sus cejas y apuntó al estacionamiento más cercano.
—Pensé que iríamos en mi coche. Ya estamos por llegar...
—No, el mío está más cerca. —Lo tomó del brazo y lo jaló hacia él—. ¡Vamos, rápido! A este paso no llegaremos nunca.
[...]
Doce cervezas parecían ser suficientes para la conversación que estarían a punto de tener Sergio y él. Bueno, ahora eran nueve ya que Lando le robó unas cuantas antes de irse a encerrar a su habitación. Tampoco planeaba emborracharse, pero al menos ayudarían a disminuir la tensión y los nervios ante un molesto Sergio.
Delante de la puerta del cuarto del mexicano con el cartón de cervezas en mano, se puso a idear en su cabeza lo que pasaría cuando abriera y lo encontrara. Tenía varias opciones:
Opción A: correr a la siguiente habitación (la suya) y no salir para evitar la ira de Sergio Pérez. A ver qué sucedía para el próximo Gran Premio.
Opción B: tocar la maldita puerta y disculparse por haber sido tan inoportuno. Lo peor que podría pasar es que lo sacara a patadas de ahí.
Opción C: rendirse porque la puerta se está...
¡La puerta se está abriendo!
Dio un paso hacia atrás y escondió las cervezas detrás de su espalda antes de poder reaccionar coherentemente. La figura del mexicano se hizo ver al otro lado del pasillo alfombrado y toda clase de opciones se fueron al carajo en cuanto su mirada marrón se encontró con la suya.
¿Opción D? ¿Cuál era la opción D?
¡Improvisa! ¡Ahora!
—Checo. Hola. Te traje cervezas.
Extendió el paquete incompleto de cervezas y Sergio le echó una mirada con una ceja alzada.
Idiota. Eres un idiota, Max Verstappen.
—¿Te tomaste las otras tres? —Estiró sus brazos y tomó las cervezas, llevándolas cerca de su pecho.
Está sonriendo. Tal vez no está tan enojado.
—Estaba con Lando y las robó antes de llegar al piso. Creo que de verdad le hacían falta. Como sea... ¿Tú crees que... podamos hablar?
—¿Justo ahora? —preguntó el mexicano, echando su cuerpo hacia atrás para ver algo dentro de la habitación—. Es que ahora...
Escuchó una voz femenina.
—Tranquilo. Yo ya me voy.
¿Quién
diablos
estaba
ahí
dentro?
—¿Estás segura? Solamente necesitaba salir un momento, no tienes que irte, Carola.
¿Carola?
¿Quién era ella?
Ocultar la mueca de sus labios fue un nivel extremo de ejecución. Se estaba dando cuenta que Sergio tenía el cabello húmedo y la camisa de botones ni siquiera estaba totalmente abotonada hasta el cuello. No llevaba zapatos y sus labios lucían rojos.
Cuando la tal Carola se dejó ver debajo del umbral, le dio una sonrisa que apenas y pudo corresponder. Pero toda clase de nervio se desconectó de su cuerpo cuando vio cómo Sergio le daba un beso de despedida en la mejilla y ella también lo hacía.
No. No otra vez.
No vas a hacerme pasar por esto otra vez.
—Supongo que estás ocupado. Hablamos otro día.
Max se dio media vuelta y caminó pocos pasos hasta llegar a su habitación para poder alejarse y evitarse esa pena inminente. Para poder protegerse de lo que venía.
Las manos le comenzaron a temblar cuando agarró el picaporte cerrado y la tarjeta de su habitación se le cayó de los dedos hasta tocar la alfombra. Se agachó para recogerla a las prisas, pero cuando se levantó, ya era demasiado tarde.
Sergio estaba a su lado, sin cervezas en mano.
Y Max se sentía demasiado desprotegido bajo sus ojos.
—¿Qué se supone que haces?
—Nada. Lo mejor es que hablemos otro día... No me siento tan bien.
—Hace unos segundos te vi perfectamente. Conozco cada facción que haces cuando estás triste, enojado o adolorido. No me mientas.
—¿Y qué quieres que haga? No te comprendo. Finges no saber lo que pasó entre nosotros y luego me insultas frente a nuestros amigos. No has tenido las agallas suficientes para decirme qué es lo que pasa por tu cabeza, pero sí para golpearme por mi estupidez de Austria.
—Carola y yo solamente somos amigos.
—No me expliques eso. —Aunque, sí. Necesitaba que lo dijeras—. Necesito que me expliques qué está sucediendo contigo, porque presiento que has estado ocultándome cosas y eso ha hecho que guardes un rencor hacia mí.
—¿Rencor? No es eso. Solamente se me salió de las manos y he lamentado muchísimo haberte golpeado. Sabes que no soy esa clase de hombre.
—No. Realmente no lo sé. Cuando llegaste al equipo, eras una persona completamente diferente. Ya ni siquiera te reconozco.
—Tú fuiste el que cambió —empezaba a sonar molesto y sus cejas pobladas comenzaban a surcarse—. ¿Y quieres que sea yo quien acepte ese cambio?
Se sentía tan perdedor.
Solo en las carreras podía ganar contra él.
Afuera, era derrota tras derrota.
—¡Cambié para mejorar, Checo! —gritó, y toda clase de compostura se desvaneció—. ¡Lo hice por ti, por mí y por el equipo! ¡No quería que todo lo que habíamos tardado tanto tiempo en construir simplemente se fuera a la basura por mis actitudes!
—¡Pues no fue suficiente!
Max terminó por abrir la puerta y se metió junto a Sergio, dando un portazo al cerrarla.
—¡Entonces dime qué es lo que tanto te molesta y deja de decir que el cobarde soy yo cuando realmente eres tú!
Sergio estaba descomponiéndose de furia. Sus mejillas estaban rojas y las venas a cada lado de su frente comenzaban a hacerse más notorias.
—¡Eras prácticamente un niño cuando te conocí, no hacías nada más que berrinches tratando de obtener lo que querías y nunca veías lo que toda la gente del equipo hacía por ti! —Los ojos de Sergio no demostraban otra cosa además de desprecio. Sus palabras eran puñaladas al corazón, y aunque tomara un respiro y calmara su voz, seguía ardiendo más que las quemaduras en el día más frío del año—. ¡No sabías ni siquiera cómo dar las gracias y te cegabas por conseguir lo que anhelabas incluso si eso significaba pasar por encima de los demás! ¡Eras tonto, engreído, malagradecido y un terco sin remedio! ¡Y pasé... pasé tanto tiempo pensando en que nunca cambiarías, porque no importaba cuánto me esforzara para que fueras tú el que tomara la primera posición, no importaba cuántas veces te defendí delante de todas las personas que decían estupideces de ti...!
Sergio bajó la cabeza y no se atrevió a mirarlo a la cara. Se llevó ambas manos a la cara y luego dejó una de ellas en su frente, suspirando con pesar.
—Y de repente un día llegaste con una sonrisa tierna y una bolsa de regalo diciendo que todo este tiempo se te había olvidado entregarme ese reloj cuando ganaste tu primer campeonato, y me dijiste por primera vez que estabas agradecido y que no lo hubieras logrado sin mí. Después del choque del Gran Premio de México, fuiste el primero en preguntar si estaba bien y no festejaste tu victoria. Estuviste preocupado hasta que me encontraste y me abrazaste porque sabías que la estaba pasando increíblemente mal... Incluso comenzaste a invitarme a tus reuniones con amigos y nunca te importó ser rechazado, siempre volvías con una sonrisa y volvías a invitarme nuevamente. ¿Y a qué voy con esto, Max? Que nunca deseé que fueras de este modo.
—¿A qué te refieres?
Sergio sabía perfectamente los sentimientos ajenos. Lo veía en sus ojos azules brillantes, en su dulce sonrisa, en su toque delicado y lleno de amor.
Aunque le dijeran que era su debilidad.
Odiaba admitir que Max también era la suya.
—Nunca quise que te enamoraras de mí.
Max se entregó a Sergio un veintiséis de enero de hace cuatro años.
Y ahora sentía que lo estaba perdiendo.
Y no entendía porqué.
—No lo entiendo. ¿Por qué te estás rindiendo así de fácil? Nadie te protegerá mejor que yo, ¿por qué no te das cuenta? No habrá quien te haga sonreír con sus originales chistes y quien le agrade tanto a tus padres como yo lo hago. Soy bueno para ti, así como tú lo eres para mí, y pienso que nuestro cariño va más allá de todos los cambios que hemos tenido. Así que no me digas que nunca lo quisiste. No me hagas sentir como si todo mi esfuerzo fuera inútil, como si yo fuera insuficiente.
—No lo comprendes, Max...
Retuvo las lágrimas en sus ojos, pero estas pronto empezaron a brotar fuera, sin consentimiento. Quería mucho a Checo. Lo adoraba.
—Por favor, si quieres un tiempo para pensar, te lo daré para que lo medites bien —insistió con la voz temblorosa, derrotada—. Me volveré alguien mejor si eso necesitas. Te acompañaré todos los días que lo necesites y cada mañana te diré lo asombroso que eres porque sé que eso te gusta. Pero no me digas que esto no es lo que quieres y no te rindas así de fácil.
El día que Sergio celebró su cumpleaños en su casa de México, supo que tenía sesenta y ocho pecas alrededor de su nariz y mejillas.
En Navidad, cuando se encontraron porque ese día sería el primero en que Max pasaría la fecha sin sus padres, fueron a tomar un helado y hablaron sobre un futuro lejano, haciendo la promesa de que mientras continuaran en la Fórmula 1, siempre serían compañeros de equipo.
Y cuando visitaron Austria por segunda vez, después de que Amellie y Harold se durmieran y ambos salieran al campo, supo cómo se sentían la calidez de los labios de Sergio durante una noche nevada.
—No tiene sentido intentar algo que está destinado a fallar.
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