Capítulo XV. Silverstone
Charles estaba listo en su monoplaza en el circuito de Silverstone, con motor encendido, neumáticos blandos y visera abajo a punto de que las luces del semáforo se apagaran.
La clasificación no había resultado completamente favorecedora para el equipo italiano. Obteniendo una sexta posición de parte de Charles por debajo de Max, Lando, Russell, Sergio, Oscar y delante de su compañero de equipo, Carlos Sainz.
Desde la noche anterior, no había podido conciliar demasiado sueño. Pese a los esfuerzos físicos que requerían las prácticas libres, las entrevistas y la clasificación de los días anteriores, ese fin de semana no había estado en completa concentración.
El hecho de saber que uno más de los muchos problemas que llevaba en su vida diaria había sido su culpa sin siquiera notarlo, le causaba un profundo malestar. Nunca había comprendido porqué desde el inicio había tanta molestia de parte de Carlos hacia él. Si tenía que ser sincero, tampoco le interesó demasiado comprenderlo. Estaba atento a otras situaciones que ocurrían en su rutina desastrosa.
Pero el reconocer que llevaba la culpa de su mala relación y que había sido parte de que echaran a Carlos del equipo insistiéndole a Fred que podría haber otro piloto mejor que él para ocupar el segundo puesto, realmente le estaba costando mucho. Porque Carlos no se lo merecía.
Y ahora, esperando el inicio de la carrera tras una vuelta de calentamiento, no podía dejar los pensamientos de lado.
No podía enfocarse...
Él no había nacido con un odio hacia su equipo, a su monoplaza o a ser piloto. De hecho, desde que era un niño, soñaba que un día portaría el color rojo y podría ser campeón del mundo.
Sin embargo, a sus dieciséis años, había hecho una promesa que cambiaría por completo la trayectoria de su carrera automovilística.
Era un adolescente cuando les juró a sus padres que si para finales de su temporada en la Fórmula 2 no recibía la propuesta de Ferrari para pertenecer a la máxima categoría del automovilismo, tomaría sus cosas y se marcharía a Francia con apoyo económico para convertirse en un pianista exitoso.
Era un joven que no sabía nada sobre el futuro incierto y las contradicciones del destino, por eso fue que la promesa que hizo lo obligó a tomar una decisión a la cual ya se había rendido. Sabiendo que la Fórmula 1 significaba entregar sus años y su talento a aquellas dos personas que serían sus asistentes.
Lamentablemente, sus sueños se convirtieron en la pertenencia de Paris y Perceval Leclerc.
A medida que pasaban los días, semanas, meses y años, le dejaban más en claro que cada decisión que tomaba era la incorrecta.
Había dejado de elegir desde hace muchísimo tiempo.
No le importaba esforzarse en un deporte, un sueño, un trabajo, una carrera que ya no eran suyos.
Estaba cansado.
Tan jodidamente cansado.
La respiración caliente debajo del pasamontañas se le volvía más desesperada a medida que replanteaba en su mente cómo había empezado todo.
Recordando que lo que menos le importó ese catorce de mayo fue darle la bienvenida a su nuevo compañero de equipo.
Carlos Sainz.
Ese tipo que había abandonado McLaren para unirse a la escudería italiana.
Ese chico que todos decían que era amigable y honesto.
Había inocencia y brillo en su mirada.
Las luces se apagaron y la carrera en el circuito de Silverstone comenzó.
El día que entró a la sala de reuniones en Maranello, todos le dieron la bienvenida y brindaron por él con ánimo y mucha esperanza para el nuevo piloto. Tenía una sonrisa radiante y auténtica y llevaba el espíritu de un campeón. Lo vistieron de rojo y organizaron una celebración de bienvenida en su nombre. Las palabras italianas, fuertes y emotivas, resonaban por todo el edificio de la sede de Ferrari. A Charles también lo habían recibido con tanta felicidad y amor, pero no le había dado la emoción suficiente para olvidar que era un objeto manipulable. Si sus padres nunca hubieran metido las manos a la hoguera, él hubiera disfrutado de su bienvenida como lo hacía Carlos Sainz.
Tan solo a unos segundos de haber comenzado la carrera, la mala maniobra de Russell generó un toque con Pérez, lo que ocasionó que el Mercedes se cruzara repentinamente en la línea del Ferrari de Leclerc.
Se adentró a una de las habitaciones vacías del edificio y encontró en ellas los marcos de figuras reconocidas que habían sido campeones. Siempre deseó pertenecer a una de esas memorias; siempre quiso que la gente lo recordara como otro campeón de Ferrari. Y ahora que pertenecía a ese equipo, se sentía más lejos de conseguirlo.
Sobre una de las mesas de la sala vacía, encontró unos audífonos rojos con el característico logo del Cavallino Rampante. Alguien los había abandonado ahí, pero la música aún seguía sonando.
Agarró la diadema de los audífonos y los colocó sobre su cabeza. Era una canción lenta y suave, hablaba sobre la libertad, tal vez un amor colgando de una fina cuerda o un muro que te impide conseguir tus propios anhelos.
«No sueñes que ha terminado».
El neumático trasero de Russell se intrincó con el suyo, ocasionando que el auto de Leclerc descendiera del asfalto y girara en el aire a ciento ochenta grados.
Había sido todo tan rápido y al mismo tiempo tortuosamente lento.
Se dedicó a escuchar la canción con calma en medio de la habitación. Ni siquiera era una melodía triste, pero Charles estaba haciendo todo lo posible por retener las lágrimas detrás de las cuencas de sus ojos verdes, mirando los marcos, los campeones y los recuerdos. Era triste aceptar que había entregado sus sueños sabiendo que no serían reemplazables, cuando debió haberlos mantenido en privado y alcanzarlos por sus propios medios.
Mientras otros pilotos chocaban detrás de Sergio y George en sus intentos por evadir el accidente del piloto de Mónaco, Charles recorría la curva con la cabeza hacia abajo en su monoplaza volteado, entre las chispas y el asfalto, los doscientos metros que restaban entre la recta y la zona de escape de la curva uno.
Cuando dejó de contemplar los marcos, se dio cuenta que alguien más estaba en la habitación. Carlos Sainz estaba delante de la puerta con una alegría descifrable y unos ojos apasionantes. ¿Él sí cumpliría sus sueños? Porque estaba tan feliz de estar ahí... Y Charles también debió haber estado con la misma ilusión cuando llegó a Maranello por primera vez, pero la realidad es que nunca se sintió así.
«¿Crees convertirte en un campeón?», preguntó Charles.
El neumático de George había salido disparado y el toque furioso y veloz había ocasionado que otros dos monoplazas además de ellos sufrieran las consecuencias.
«Sí, quiero ser recordado como uno de ellos».
El coche de Leclerc pegó en el tejido de seguridad y las barreras tecpro a tal intensidad que el alerón y los neumáticos delanteros del auto quedaron destrozados instantáneamente.
«Tal vez algún día lo cumplas», fue lo que le dijo a Carlos, oyendo a lo lejos las canción vieja que se seguía reproduciendo en los audífonos. «Pero, ¿qué harías si lo que quieres se queda en un simple sueño frustrado?».
El monoplaza no se detuvo ante el primer impacto. Siguió recto y giró hasta estamparse con la malla metálica frente a las butacas en un fuerte golpe que hizo que su casco se zarandeara de forma brusca de derecha a izquierda.
La manera en la que se sonreía y hablaba con tanta serenidad, provocaban en Charles emociones que no deseaba sentir hacia él. Era la viva imagen de un chico apasionado y soñador. Algo que él dejó de ser hace mucho tiempo. Que ansiaba volver a sentir algún día.
Terminó cayendo invertido en el angosto espacio, ocasionando que Charles quedase atrapado en el interior, sin poder salir por sus propios medios.
«Hay campeones que ya no son recordados y pilotos que nunca lo fueron que son leyendas. Yo quiero ser recordado con cariño. Quiero que cuando la gente pronuncie mi nombre, digan que fui un piloto increíble y que nunca me rendí».
Carlos le recordaba a Charles muchísimas cosas.
Pero había una en especial que le molestaba más que las otras.
Que encontrara en él todo lo que había perdido.
La carrera fue pausada inmediatamente con bandera roja. Los servicios de rescate fueron los primeros en llegar. Notificaron que Charles estaba consciente y comenzaron las maniobras para girar el auto en el pequeño espacio, ayudando a su ocupante a salir del interior. Apenas se supo que su condición era buena, se volvió a largar la carrera.
Sin embargo, Russell, Pérez y Sainz no pudieron continuar la carrera a causa de los daños recibidos. Oscar pudo reemplazar su alerón roto y Lando recibió un pinchazo por las piezas que salieron volando en el accidente.
Ferrari nuevamente quedó sin puntos para ese fin de semana, perdiendo la segunda posición del campeonato de constructores por debajo de RedBull y McLaren.
Carlos salió de su monoplaza una vez que lo metieron al garaje, esta vez no bajó echando humos como en anteriores ocasiones, sino que se mostró tranquilo sabiendo que no había sido la culpa de su compañero de equipo. Todo había sido obra de George. Se quitó el casco y el pasamontañas y se dirigió a la zona de entrevistas. Ni siquiera se podía concentrar y cuando en las pantallas se repetía el accidente, olvidaba las palabras de los entrevistadores.
Inmediatamente al finalizar, acudió al centro médico para ver el estado de su compañero de equipo.
Cruzó varios pasillos y caminó extensos metros hasta llegar al edificio. Algunos ingenieros del equipo de Leclerc ya se encontraban ahí, incluyendo al director general.
El ambiente estaba completamente tenso. Ningún hombre tenía buena cara y sabía a la perfección que no se debía a su bajada de posición en el campeonato.
—¿Dónde está Charles? —le preguntó a uno de los ingenieros. Éste negó con la cabeza.
—Lo mejor será que no entres. A nosotros nos sacaron de su habitación.
Carlos frunció el ceño, sin poder comprenderlo.
—¿Por qué? ¿Está muy grave?
—No sabemos realmente qué sucedió.
Un grito fuerte proveniente de la segunda habitación le hizo entrar en estado de alerta.
Charles.
Esta vez se dirigió a Fred.
—¿Qué le pasó? —preguntó, cada vez más impaciente—. Me dijeron en la radio que estaba bien.
—No lo sé —confesó el director de Ferrari—. Nos dijeron que nos quedáramos aquí hasta recibir noticias.
Otro aullido de dolor le desubicó por completo sus pensamientos. ¿Por qué diablos nadie sabía qué le estaba pasando?
Se apresuró a llegar a la segunda habitación y la abrió de un portazo. La imagen había terminado por empeorar sus emociones mientras la sangre le subía por todas las venas del cuerpo llenas de ira. Charles estaba en el suelo, tenía el traje a la cadera mostrando su playera manga larga interior y un doctor levantaba una de sus piernas mientras él se intentaba cubrir el rostro, cubierto de lágrimas y dolor.
—Necesitamos que nos digas qué provocó tu lesión.
—¡No lo sé! ¡Les he dicho que no sé en qué momento fue!
—¿Es aquí donde te duele?
Ante un movimiento inesperado por parte del doctor que sujetaba su pierna, Charles emitió un fuerte gemido de dolor y las gotas de su tormento comenzaron a surcar por su rostro hasta caer en el suelo. Levantó la mirada hacia el doctor y le pidió que lo soltara, pero no lo hizo.
Carlos fue directo hacia él e irritado tomó el brazo del hombre antes que hiciera otro movimiento, sin medir su fuerza y sin intentar sonar amable.
—Le ha dicho que lo suelte.
—Necesitamos encontrar la zona lesionada. Usted no debería estar aquí. Por favor, retírese.
La poca paciencia que le quedaba en el cuerpo se extinguió cuando vio que el doctor estaba apunto de ejercer presión en la pierna lastimada de Charles. Lo tomó del cuello de su bata blanca con una fuerza bruta.
—¡Le he dicho que lo suelte, maldita sea! —exclamó furioso—. ¿No ve que está sufriendo? ¡Traiga a otro doctor!
El hombre dejó suavemente la pierna de Charles sobre el piso de mármol y salió de la habitación a las prisas.
—Charles, necesitamos subirte a la camilla para poder examinarte mejor —le dijo una recién llegada enfermera—. Tal vez tengamos que anestesiarte.
—Yo le ayudaré —respondió Carlos con las facciones figuradas por la furia—. Usted traiga a un doctor más competente. ¿Cómo pueden ser tan poco delicados? ¿Con quién creen que están tratando?
La enfermera asintió con rapidez y salió por la puerta corriendo. Carlos descendió la vista y la imagen de Charles sufriendo hizo que le hirviera cada célula de su cuerpo en una absoluta rabia. Sin embargo, tragó cada gramo de molestia y se acuclilló a su lado.
—Te ayudaré a levantarte. Agárrate de mis hombros.
Leclerc estiró los brazo mientras Carlos cubría su espalda y debajo de sus piernas para sujetarlo. En cuanto los tobillos de Leclerc se tocaron al dejar el suelo, reprimió un gemido afligido que se marcó en su cara.
—¿Cómo llegaste al piso? —preguntó de inmediato, intentando desconcentrarlo de su propio tormento.
Charles estaba sudando y su cabello castaño se le pegaba a la frente.
—Les dije que estaba bien. Creo que pisé mal cuando me sacaron del auto, porque seguía invertido. Había demasiada gente y demasiadas piezas destrozadas. Durante el camino solo tenía una leve molestia en el pie izquierdo, pero cuando me levanté de la camilla, no pude sostener mi peso y caí al suelo. Luego intenté levantarme, pero ese doctor...
Hijo de puta.
Carlos iba a exigir que le dieran sus datos y haría que no volviera a cruzarse delante de otro piloto.
Lo recostó sobre el colchón intentando ser lo más delicado posible y luego rodeó la camilla hasta llegar a su pie adolorido, cubierto por un calcetín largo y el pantalón arremangado.
—¿Puedo?
Charles asintió, con las mejillas coloradas por el sudor y las pestañas húmedas debido a las anteriores lágrimas. Carlos presionó sobre el calcetín con suavidad y de repente, la mueca en los labios del monegasco le hicieron detenerse. Bajó el calcetín tratándolo cuidadosamente y el bulto morado e inflamado de su tobillo le hizo maldecir.
Toda la tristeza se acumuló en el rostro de Leclerc.
—No voy a poder correr —dijo en un lamento, suspirando y dejando caer su cabeza sobre la almohada de la camilla. Sus manos sin guantes fueron a parar en su rostro—. ¿Qué voy a hacer?
—Tranquilo, puede ser que no sea tan grave. —Carlos volvió a ver su tobillo. Sí se veía grave. Pero lo mejor era mantener a Charles en calma—. Hay un lado positivo, en dos semanas son las vacaciones y muy seguramente estarás recuperado para ese entonces.
—¿Y quién correrá por mí? ¿Y si no me recupero? ¿Si mi tobillo está completamente roto?
—No está completamente roto —calmó Carlos, suavizando su voz—. Si así fuera, actualmente estarías gritando de dolor, sin importar tu posición.
Los ojos de Charles expresaban terror, tristeza y desconsuelo. La enfermera volvió a la habitación acompañada por una doctora, quien se acercó al herido sin rodeos y examinó el tobillo con su mirada.
—¿Puedes apoyar tu peso en este pie? —apuntó ella, a lo cual Charles negó—. Eso puede ser grave.
Esas palabras solo hicieron que Charles soltara un quejido y se lamentara más.
—Vamos a requerir una radiografía para saber el grado de lesión. Cariño, tráeme un poco de hielo —le indicó a la enfermera, para después dirigirse al paciente—. De momento vamos a disminuir la hinchazón, tomaremos la radiografía y veremos cómo procederemos.
La doctora levantó la mirada a Carlos, casi como si le quisiera decir «¿por qué tú sigues aquí?».
—¿Se puede quedar? —preguntó el monegasco. La doctora soltó un suspiro, acomodándose las gafas en el puente de su nariz.
—De momento, se puede quedar.
La enfermera volvió con una bolsa de hielo cubierta en una tela y se la entregó a la doctora, quien esta ocasión fue mucho más delicada antes de empezar a enfriar el tobillo de Charles.
Luego de unos minutos, trajeron una silla de ruedas y Carlos ayudó a colocar a Charles. Lo llevaron a la sala de resonancia magnética y después regresó con la enfermera arrastrando la silla hasta posicionarlo a un lado de la camilla.
—Los resultados estarán listos en poco tiempo. Te traeré algo ligero para que puedas comer. Carlos, cuídalo, por favor.
Una vez que se marchó, el español habló.
—¿Y bien? ¿Te dijeron algo?
—Aún no. No quieren adelantarse a los detalles sin saber el grado de la lesión, pero la doctora insiste que puede ser grado dos o tres.
—Fred estaba bastante preocupado allá afuera —le hizo saber Carlos antes de dejarse caer en la silla en la esquina de la habitación—. También tus mecánicos e ingenieros. Y yo... Joder. Yo estuve a punto de golpear a ese doctor. No permitas que nadie te vuelva a lastimar de ese modo.
—Ya estaba lastimado —protestó el otro desde la silla de ruedas—. ¿Qué iba a hacer? ¿Patearlo?
—Cualquier cosa, Charles —demandó con seriedad, viéndolo desde el otro lado de la camilla que los separaba—. Te pudo haber herido más.
—Bien... Lo siento.
Carlos de repente se puso de pie de su silla y caminó hasta posicionarse al frente suyo, poniéndose de cuclillas para estar a su altura.
—Tú no necesitas disculparte de nada.
Los ojos verdes de Charles lo contemplaron.
—Pero te estás quejando por lo que hice.
—Sí, para que te protejas si alguien se atreve a lastimarte otra vez. Pero tú no debes de disculparte. Ese imbécil fue el que lo hizo mal.
De solo recordar las lágrimas y el sufrimiento en el rostro de Charles, algo dentro de él parecía enloquecer.
Mientras tanto, Charles pensaba qué hubiera sucedido si Carlos no hubiera cruzado esa puerta. Probablemente pudo haber terminado con un tobillo roto.
—Gracias.
Carlos se llevó la mano a la nuca. Sabía que lo hacía cuando le entraban los nervios. Lo había hecho en Austria.
—Bueno, no necesitas agradecer.
El otro puso los ojos en blanco, sonriente.
—¿No puedo disculparme y tampoco puedo agradecer? ¿Entonces, qué debo hacer, Carlos?
—Solo cállate.
Una pequeña risa salió de sus labios.
—¿De todos modos, dónde están tus padres? ¿Y Alexandra?
—Ellos no van a venir —confesó antes de recargarse en el respaldo de la silla, como si hablar de ese tema lo agotara—. Alexandra tampoco. Ella empezará a venir a las carreras después de las vacaciones. Por ahora, no tiene motivos para estar aquí. En realidad, tú tampoco los tienes. ¿Te has compadecido de mí por estar herido?
—¿Está mal que quiera estar aquí por si alguien intenta herirte otra vez?
Lo observó durante segundos con esos ojos verdes. Cada día que los veía, parecían cambiar de color. A veces solían tomar tonalidades azuladas, luego eran un verde acaramelado y en otras un verde intenso. Siempre le sorprendía el mínimo esfuerzo que ocupaba para llamar su contacto, y es que, cuando los ojos de Charles lo buscaban, recibían la atención de Carlos casi inmediata.
—Me gusta que estés aquí.
La doctora se hizo presente junto con un fisioterapeuta, mientras Carlos recapitulaba las palabras que había escuchado. ¿Había oído bien? ¿Que a Charles le gustaba qué cosa?
—Ya están tus resultados, Charles —informó la doctora con un legajo en manos. Sacó la radiografía y se la entregó al paciente—. Presentas una lesión de grado dos. Quiere decir que hay una rotura temporal del ligamento hasta que éste vuelva a sanar.
Carlos no sabía si Charles quería largarse a llorar o a alegrarse.
—¿En cuánto tiempo podré recuperarme?
—Seis semanas. Pero con el tratamiento y el reposo adecuado, podemos reducirlo a tres.
Esta vez, la mirada fugaz que le dio a Carlos se notó más tranquila. Eso significaba que no era demasiado grave.
—Vas a presentar dolor, más inflamación y pérdida de movilidad temporal —continuó el fisioterapeuta—. Evitarás el calor y el alcohol. Vamos a programar varias sesiones para mejorar la movilidad y la fuerza del tobillo. No te preocupes, estará como nuevo para cuando terminemos. Pero necesito que no fuerces tu tobillo y sigas el tratamiento de rehabilitación al pie de la letra.
—Tus nuevos amigos serán la férula y las muletas, cariño.
Dicho aquello, mostraron una bota ortopédica corta y dos muletas de la mejor calidad. Charles intentó hacer un gesto en agradecimiento, pero solo le salió una sonrisa forzada. Nunca había usado eso.
—Hay que escuchar al cuerpo y evitar movimientos que causen dolor o incomodidad —dijo el fisioterapeuta, arrodillándose en el suelo para colocar unos vendajes en el tobillo de Charles y continuar con la férula—. Te la puedes retirar al bañarte, solamente trata de ser muy cuidadoso y seca bien la zona antes de colocarla. Ya tengo tus datos, estaré comunicándome todos los días contigo para saber sobre tus avances y te enviaré la información sobre las sesiones. Ah, y no reposes demasiado.
Una vez colocada la bota, le pidió a Charles que se levantara con su ayuda. El monegasco sujetó con fuerza su brazo cuando se incorporó, evitando poner peso en su pie izquierdo. Carlos le acercó las muletas y las puso debajo de sus hombros. Con muchos nervios, Charles avanzó dos pasos.
—Lo haces bien —dijo la doctora—. Te recuperarás pronto, Charles.
Un apurado Sergio apareció por el pasillo del centro médico. Estaba cubierto de sudor y toda su cara gritaba preocupación.
—Charles, ¿cómo estás? Horner me dijo que... —Bajó la mirada a su bota y luego a las muletas—. Mierda.
Max llegó detrás de él, igual de sudado por la carrera y con una gorra que indicaba que había ganado el primer lugar.
—Me escapé antes de ir a las entrevistas. ¿Estás bien?
El cuerpo de Sergio se puso tenso cuando lo escuchó detrás de él. Al parecer, aún seguía molesto por la discusión de ayer.
—Estoy bien, chicos —respondió Charles, usando las muletas para llegar frente a ellos—. Solamente no estaré en las próximas dos carreras, pero regresaré después de las vacaciones.
Sergio suspiró con alivio. Max maldijo en voz baja.
—Si necesitas ayuda con cualquier cosa, avísame. Aunque parece que ya tienes ayudante asignado.
Cuando Carlos sintió la mirada de Sergio caer en él, casi se pone a gritar reclamos.
—Iré a buscar a Russell.
Max se esfumó por el pasillo antes de darle tiempo a Charles de responderle que no necesitaba hacerlo. Sergio solamente miró su espalda alejarse sin pedir que regresara.
—Checo, por favor, ¿sigues molesto por lo de ayer?
—Fue un idiota por hacer esa broma, Charles.
—Tuvo la confianza para contártelo primero y sabes perfectamente que a Max le afecta cualquier cosa respecto a ti. Debe estar pasándola mal ahora.
—No me importa.
—¿En serio no te importa?
Colocó su peso sobre su brazo izquierdo mientras le sonreía con algo de burla a Checo, sin creer sus palabras. Rindió un poco de su equilibrio en el pie izquierdo y emitió un quejido adolorido. Ambas muletas se le resbalaron y las manos de Sergio no fueron tan rápidas para detenerlo.
Pero Carlos había visto antes su postura relajada y se puso de pie de inmediato, lo que le dio tiempo para sujetarlo por la espalda antes de que terminara resbalándose.
—Joder. No te puedes cuidar solo, ¿verdad?
La mirada avergonzada de Charles fue lo que obtuvo por respuesta. Buscó sus muletas y esta vez las sujetó con fuerza. De verdad, no estaba acostumbrado. Parecía tener tres piernas, y eso en vez de serle favorecedor, parecía desequilibrarlo.
Fred se hizo presente en el pasillo, dándole unas palmadas suaves en la espalda a su piloto favorito.
—Puedes ir a descansar, Charles. Ollie Bearman te suplantará las próximas dos carreras. Recupérate pronto.
Después de que Fred se marchara, Checo también lo hizo, recordando que tenía entrevistas pendientes después de la carrera. Charles agradeció a la doctora y al fisioterapeuta después de que le recetara medicamento para el dolor, y Carlos lo acompañó de regreso al motorhome mientras conversaban sobre cómo se había asustado al presenciar el accidente. Aún entre las palabras y la forma en que intentaba expresarse a través de sus manos, revisaba que Charles agarrara adecuadamente las muletas y pisara con cuidado. En un momento de descuido, su muleta derecha se resbaló en la zona del paddock y Carlos lo sujetó con fuerza, impidiendo su caída. Lo llevó por un camino menos transitado para evitar más peligros, así llegarían por la puerta trasera de su instalación.
Sus brazos se habían vuelto más fuertes desde aquel día en que lo vio por primera vez en Maranello. ¿Pero cuándo fue que sus ojos marrones dejaron de verlo con ese inocente brillo, llenos de pasión y alegría?
¿Carlos recordaba que nunca lo felicitó al llegar a Ferrari? ¿Que nunca se alegró por él?
¿Si le dijera que había sido su culpa que lo echaran del equipo, lo perdonaría?
¿Por qué se había cegado tanto ante los sentimientos indeseados de envidia y dolor?
Se sentía tan culpable.
—Oye, ¿qué pasa? ¿Te duele algo?
Las manos de Carlos se habían movido de sus hombros a su rostro. Charles no se había dado cuenta de que sus facciones traicioneras querían delatar el arrepentimiento que le invadía en ese momento.
Negó con la cabeza y bajó la mirada avergonzado.
—¿Es tu tobillo? ¿Quieres que regresemos al centro médico? Tal vez necesitas un medicamento más...
—No quiero que te vayas de Ferrari —confesó con tristeza—. Estaba enojado. Estaba cegado por emociones estúpidas y le dije a Fred que un campeón podría tomar tu asiento. Es mi culpa y... estoy muy arrepentido. Intentaré hablar con él.
Agarró sus muletas con pesar y al mismo tiempo determinación y siguió el camino para llegar con el equipo.
La voz de Carlos detrás de él lo hizo detenerse.
—¿Ahora lo quieres cambiar? —Sonaba molesto, y muy en el fondo, herido—. ¿Y qué se supone que vas a hablar con Fred?
—Lo que sea necesario —explicó sin voltear a verlo. La vergüenza estaba creciendo. ¿Cómo se suponía que lo miraría a la cara? Había sido tan poco profesional.
—¡Ya no vas a arreglar nada, Charles!
Apretó las muletas con fuerza y continuó adelante.
—¡Tú mereces ese asiento, no yo!
Las manos le dolían por la presión que estaba haciendo en las muletas. No podía ser más inútil. Había terminado por estrellarse en la carrera y ahora no participaría las próximas dos semanas. Su equipo había perdido su lugar en el campeonato de constructores y el de pilotos ya estaba totalmente olvidado. Su compañero de equipo estaba a punto de alcanzarlo en puntos y victorias en Ferrari.
Escuchó cómo los pasos de Carlos se dirigían hacia él.
—¡Deja de decir estupideces y vuelve aquí!
No había logrado nada. Nunca conseguiría ser un campeón. Jamás sería el orgullo de nadie.
La muleta se le resbaló al pisar una grieta en el asfalto, intentó mantenerse de pie con la otra, pero no fue suficiente y terminó cayendo de bruces al suelo, lastimándose las rodillas, los codos y las manos. Las muletas cayeron junto a él y ahogó un gemido de dolor cuando una punzada cubrió su tobillo izquierdo. Se miró las manos raspadas con las que intentó amortiguar el golpe y encontró sangre en la piel de sus palmas.
Era un fracaso.
Sus padres no le mentían al decirle que fue un error.
—Mierda, Charles. Déjame ver. —La imagen borrosa de Carlos frente a él solamente le hizo extender sus palmas hacia el frente. Las sostuvo desde los dorsos y las examinó, pero al escuchar un sonido proveniente de Charles inmediatamente levantó la cabeza—. Oh, no, no llores.
Su mano cálida fue a parar en su mejilla, pero las lágrimas culpables ya habían descendido. No sabía exactamente de qué lloraba, solo sabía que no había sido a causa del golpe. Carlos estaba intentando detener el desastre, pero no podía. Sus pulgares no eran suficientes para secar el rostro de Charles.
—Debes de quedarte en Ferrari. Tienes que ser tú.
—Ven aquí.
Recargó la frente de Charles en su hombro y lo dejó llorar todo lo que necesitaba hacerlo. Por mucho que le molestara el escucharlo y verlo así. Leclerc no era de los pilotos que se doblegaban a sus emociones, de hecho, era de los pocos que las mantenía muy ocultas, pero solamente significaba lo arrepentido que se sentía por sus actos.
«Quiero que cuando la gente pronuncie mi nombre, digan que fui un piloto increíble y que nunca me rendí... ¿Y tú? ¿Qué clase de piloto quieres ser, Charles?».
«Solo quiero ser libre».
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