Capítulo VI. Infortunios
Carlos Sainz estaba teniendo tres problemas.
El primero: quedó en octavo en el Gran Premio de Canadá por una mala estrategia de neumáticos por parte del equipo, eligiendo suaves en lugar de intermedios; mientras que Charles obtuvo una magnifica descalificación luego de que diera varios giros por la pista y fuera a parar contra un muro bajo la lluvia insaciable durante la sexta curva. En pocas palabras, fue una escasez de puntos ese fin de semana.
El segundo: Rebecca le escribió diciéndole que su familia estaba ansiosa por conocerlo luego de su viaje a Francia. Este no era gran problema, en realidad. Pero no esperaba que fuera tan pronto, y no se sentía preparado para conocer a la familia Donaldson.
Y el mejor, o peor de todos, era el tercero:
Dentro de una semana se llevaría a cabo el Gran Premio de España, en su circuito de casa, con su gente.
Quería... No. Necesitaba hacer, por lo menos, un podio.
—Carlitos, ¿está todo bien?
Cuando escuchó esa voz, rápidamente viajó su mirada al gran panel corredizo que dividía su habitación del extenso pasillo. Ahí estaba Reyes, su madre. Al ver la sonrisa honesta de ella, inevitablemente causó que sintiera consuelo. Siempre estaba apoyándole, al igual que su padre, sobretodo cuando el Gran Premio local estaba a la vuelta de la esquina y sabían la presión que eso podía implicar para su hijo.
—No, mamá —se sinceró—. Todo está yendo mal. Las cosas en Ferrari no están saliendo bien, está ese asunto con Charles y ahora Rebecca quiere que conozca a su familia y siento que no tengo tiempo para pensar en nada más que el deseo de ganar aquí en España, pero estuve como una tortuga enlodada en Canadá y me preocupa demasiado no ser suficiente. Y para colmo, no tengo asiento cuando termine mi contrato...
¡Mierda!
Su madre marcó aún más su sonrisa en cuanto caminó hasta él.
—¿Necesitas un abrazo?
Se sintió como el pequeño que iba a mitad de la noche a la habitación de sus padres porque había tenido pesadillas y tenía miedo de estar solo porque aparecerían monstruos.
Ahora los únicos monstruos que existían en su cabeza se hacían llamar inseguridades.
—Por Dios, sí. Lo necesito mucho.
Reyes se sentó a un costado suyo en el sofá y sus cálidos brazos no tardaron en abrigar a su hijo, que aunque ya tuviera veintisiete años, seguía siendo su adorado niño, su Carlitos.
—Tu talento es inigualable y todavía tienes mucho tiempo antes de firmar con cualquier escudería —dijo Reyes, brindándole caricias al oscuro cabello castaño—. Eso es lo que menos te debe preocupar, porque ellos van a estar ansiosos en que tú tomes su asiento. En todo caso, hay que preocuparse por llevar las cosas tranquilas estas últimas dos temporadas.
Carlos se sentía tan indefenso frente a la mujer porque con ella no podía mostrar barreras ni levantar muros para esconder detrás de ellos sus temores y frustraciones.
—Adoro Ferrari, mamá —confesó en voz baja—. Por más estupideces que hagan, me encanta ese equipo. Sí, me enojan sus estrategias, su piloto principal y sus pésimas decisiones. Pero, aun así..., nunca pensé en que llegaría el día de partir de ahí. ¿Qué pasará si no muestro lo que realmente soy antes de que el tiempo se me agote?
—¿A quién le tienes que mostrar lo que realmente eres? —Apareció su padre también, casi como si Reyes le hubiera hablado telepáticamente para consolar a su único varón—. ¡Eres un patea culos! ¡Joder, cómo es que mi hijo está dudando de sí mismo!
—¿Eso es la poca confianza que te tienes? ¿Qué le ha pasado a mi Carlotes? —preguntó su madre firmemente—. Eres espectacular, y sé que puedes con todo esto y con muchísimo más. Charles es un muchacho poco comprensible, pero encontrarán el modo de llevarse bien. En cuanto a Rebecca, ni siquiera me has contado lo suficiente de ella.
—¿Quién es Rebecca? —Salió Ana de quién sabe dónde. Carlos se alejó de su progenitora para mostrarse más determinado—. Ya te pillé. ¿Fue con ella con quien fuiste a Francia? ¿Hicieron cositas?
Ante el tono perverso de su última palabra, su hermano le mostró una mueca de disgusto. Era la menor de los Sainz, y por alguna razón, carecía de vergüenza.
—¿Carlos tiene nueva novia? —se presentó Blanca, la mayor, igual de curiosa que su hermana—. Bueno, ya era hora. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro años?
Al parecer el tema de la nueva novia era más importante que Ferrari o todavía era muy pronto para deprimirse por algo que ocurriría dentro de dos temporadas más. Pero el hecho de que no fuese la principal preocupación de Carlos, lo hacía sentirse profundamente culpable.
—No soy bueno para ella —exclamó encogiéndose en el sofá como si quisiera fundirse y desaparecer en él—. Soy un completo desastre actualmente.
—¡Bah! —se quejó su padre, alzando las manos y guiando su vista a sus hijas para que ellas le explicaran qué cojones estaba pasando con su hijo.
—Todos estamos conscientes de que nunca llegó su etapa depresiva en la adolescencia, ¿vale? Quizá ahora está saliendo a flote —supuso Ana, marcando el ceño porque no le agradaba la idea.
—Si Rebecca te quiere presentar a su familia es porque eres un hombre que lo merece.
—Blanca dice la verdad —habló su madre a un lado de él—. Pero si no te sientes seguro, díselo y no permitas que te entregue su corazón. No hasta que estés seguro que lo valorarás y lo protegerás.
Carlos se llevó las manos a la cara y suspiró delante de ellas. Siempre se había considerado un hombre bastante firme con sus decisiones y pensamientos, pero ahora todo estaba siendo una locura. Sobretodo porque estaba traicionando su propia moral al planear malignamente en contra de Charles. Sus padres habían preguntado respecto a la pelea de Francia, y les dijo con todo detalle lo que había sucedido, porque no tenía la intención de mentirles, no a ellos. Aunque, por supuesto, el plan sí era un secreto entre Oñoro y él.
—Ni siquiera la he conocido —comentó Ana en son de inconformidad, ya que solía mostrarse más protectora con Carlos que Blanca. ¿Y si no era una buena mujer para él? ¿Y si lo lastimaba como lo hizo su antigua novia? Sabía que su hermano ya se había vuelto más decidido y cambió mucho después de cuatro años, pues en aquel entonces le restaba importancia a sus propios sentimientos con tal de poner encima los ajenos. Sin embargo, ¿qué le aseguraba que no volvería a suceder?
—No le gustará cuando se entere que eres un completo desorganizado.
—Oh, déjame en paz, Blanca —murmuró rodando los ojos con una leve sonrisa.
—Sobre el tema de Ferrari —volvió a retomar su madre, dirigiendo su suave mirar a su niño—. Pensé que tal vez él podría ayudarte a sentirte mejor.
Carlos no había notado a la nueva presencia dentro de su hogar hasta que su mamá lo mencionó.
El chico de rizos se encontraba del otro lado del panel con Oli, el perro maltés, entre sus brazos. Se le veía preocupado –como casi nunca porque la mayoría de las cosas le daban absolutamente igual–, pero al pasar los segundos recibiendo la atención completa de todos los Sainz, sus mejillas se tiñeron a un rosado ligero.
—¿Cómo estás?
—¿Cómo estoy? —rió sin alegría—. Fatal.
Reyes les dio una señal con la cabeza a los demás presentes y todos entendieron a su indicación sin la necesidad de palabras. Carlos los miró irse como si quisiera decir que regresaran.
Cuando ellos desaparecieron por el pasillo, pareció que un interruptor se encendió en Lando y, al contrario del poco ánimo de Carlos, él marcó una sonrisa estupenda. Le tendió a Oli, quien se sentó feliz en el regazo del español sacando la lengua mientras le acariciaban su pelaje blanquecino.
—¿Me odiarías si te dijera que estoy feliz por la noticia?
—Depende del porqué. ¿Como se supone que tu amigo se sienta feliz con lo que te hace sentir mal?
—Porque soy un amigo bastante celoso que solamente te quiere en McLaren. —Caminó por la ancha habitación, dando vueltas alrededor de la mesa de cristal a medida que explicaba—: Tú sabes que tuve que practicar italiano noches enteras para pedirle a Ferrari que te cuidara, lloré como un patán el primer día que no te vi en tu habitación en el motorhome y todo este tiempo no he podido llevarme bien con Oscar porque he deseado que quien conduzca ese coche seas tú. —Lando fue desvaneciendo su sonrisa conforme transcurrieron los segundos sin una reacción positiva de su amigo—. ¿Tú no...
...me extrañas?
Eso quiso decir. Y también deseó preguntar:
"¿Tú no quieres que seamos compañeros de nuevo?".
"¿Nunca pensaste en esa posibilidad como tantas veces lo hice yo?".
Pero, en cambio, dijo:
—¿No te gusta la idea de volver a McLaren?
Carlos suspiró. Nunca lo pensó, para ser sincero. Nunca pasó por su cabeza que volvería al equipo naranja.
—Joder, Lando. No lo sé.
El cambio en el humor de Norris decayó de inmediato. Carlos lo vio y odió verlo así. No quiso hacerlo sentir mal. No cuando él ya estaba en la miseria desde que se enteró de su reemplazo. No cuando Lando viajó hasta España por adelantado para verlo y hacerlo sentir mejor y él solamente estaba siendo un torpe pesimista.
—Aún falta tiempo —susurró como si fuera una obviedad. Enseguida se obligó a sonreír, aunque supiera ahora que el madrileño no lo extrañaba tanto como él—. Estarás bien. Siempre has encontrado el modo de sobrellevar tus problemas y cargar con la presión. Yo te ayudaré. Aún no sé cómo, pero lo haré.
Se desplomó en el lugar vacío del sofá y las grandes manos morenas se movieron hasta hundirse entre los mechones rizados, revolviéndolos para despeinarlos y alborotarlos. Carlos se puso de pie un minuto después, dejando a Oli en el suelo, para estirar sus articulaciones y marcar sus músculos como intento por deshacerse de todas sus preocupaciones.
Lando lo observó.
—Por cierto, tu mamá me invitó a quedarme aquí. Dijo que podía quedarme hasta cuando quisiera.
—¿Y qué le dijiste?
—Que me quedaría aquí hasta que nos corran por ser suficientemente mayores y tenga que arrastrarme a tu otra casa solitaria solamente para envejecer a tu lado hasta que no podamos levantarnos de la cama y luego me haré una tumba junto a la tuya y escribiré en la lápida que fui el mejor compañero de equipo de Carlos Sainz.
No pudo contener la risa que le invadió ante la seguridad de Lando e inundó toda la habitación de alegría. Su madre lo conocía tan bien. Sabía que una de las personas que podía ayudarlo a sentirse mejor era su más preciado amigo.
—Eres demasiado celoso con el tema de ser el mejor compañero de equipo.
—Sí, y un tal Charles Leclerc está muy lejos de quitarme ese puesto.
—Madre mía, no me lo menciones —se quejó Sainz.
—¿Entiendes que casi nadie creyó lo de la pelea con unos borrachos en Francia?
«No especialmente cuando se acababa de hacer público lo de Lewis» pensó.
—Te voy a patear el culo. Vamos, anda, iremos a jugar golf con papá y sus amigos. ¿Sí te dijo?
—¿Los señores malhumorados esos?
—Exactamente esos.
—¿Y después podemos ir a Boogie Burguer? ¡Por favor, tengo unas ganas intensas de ir!
—Sí, Lando. Iremos a donde tú quieras.
Para cuando salió de su casa con todo lo necesario, detrás de la gran puerta de vidrio negra le esperaba su papá junto a sus amigos y Lando, quien ya tenía su equipo de golf cargado al hombro, esperándolo con una sonrisa de oreja a oreja bajo unos lentes de sol y un rostro cubierto por lunares.
Y recordó que tenía una plática pendiente con él.
[...]
Dentro de una casa enteramente cubierta por tonos blancos, los únicos centros de atención era el color de las vestimentas que llevaban las casi inexistentes visitas y el verdoso y enorme jardín trasero que se extendía a través de un ventanal frente al comedor para diez personas. Max paseó su mirada a través de la mesa de mármol blanco y las sillas de cuero de la misma tonalidad, encontrándolas todas cubiertas por plástico transparente. La última vez que estuvo allí, seguían sin usarse.
Eso había sido hace dos meses.
Dio unos veinte pasos hacia el frente, pasando por el comedor para cruzar hacia otra área de la casa: la cocina, también bañada enteramente por ese tono tan pulcro y limpio que le hacía pensar que él solamente era una mancha en movimiento a través de todo ese lugar elegante sin colores vibrantes. Vio la extensa encimera de mármol blanco rodeada de armarios junto a una nevera para vinos y, tal como lo supuso, solamente un banco alto había sido descubierto y utilizado.
Sabía que Charles no solía comer en casa, pero le resultaba estresante que las sillas y los bancos estuvieran sin usar.
Oh, y ese enorme silencio sepulcral. No había ningún solo sonido. Cada vez que estaba de visita en casa de Charles, se quería echar a dormir veinte horas. Al menos, el sofá ya no tenía ese tonto plástico transparente encima.
—Oye, ¿no tienes visitas o qué?
Después de que dejara de hablar, el silencio volvió a inundar el lugar.
Pasaron siete segundos... y nadie contestó.
Ni los fantasmas lo visitaban.
Suspiró con pesadez, reconociendo que su queridísimo amigo era bastante sigiloso en todo lo que hacía.
—¡Charles! ¿Dónde rayos estás?
—¡Estoy aquí! —Se oyó a lo lejos, muy en el fondo de algún sitio. Max supuso dónde se podía encontrar, así que caminó extensos metros cruzando el muro que dividía la cocina y el comedor, frente a las paredes que lucían grandes obras de arte enmarcadas y los pares de luminarias, hasta llegar a la sala, donde Charles se encontraba frente a otro mueble sin uso.
—¿Sigue estando ese piano aquí?
El display de logros en el mundo de las carreras que tenía Leclerc, se escondían en un armario de madera repleto de trofeos y cascos; por lo que la pieza central en su hogar era ese gran piano en la sala de estar.
Estaba enteramente intacto del mismo blanco que todas las demás decoraciones, pero jamás había tenido la oportunidad de ver cómo lucía. La tapa principal se encontraba abajo y el teclado nunca había visto la luz del día. Y por un carajo, el banco pequeño frente a él también estaba desenfundado, completamente nuevo.
—¿Tienes un conflicto con quitarle el plástico a las cosas?
Charles sonrió creando un camino con su dedo índice por encima de la tapa frontal que escondía el teclado. Se frotó la yema con su pulgar, encontrando un poco de polvo encima de él.
—Realmente todo lo que tiene plástico, no se ha usado.
—No te creo. ¿Nunca has comido con alguien aquí?
—No. Suelo comer en casa de Pierre o en tu casa. Solamente como aquí cuando ustedes no están.
Max parpadeó dos o tres veces, confundido. Un instante después, se encontraba sacando su celular del bolsillo de pantalón para pedir una pizza de pepperoni y otra con salchicha italiana del restaurante que a ambos les gustaba. Aunque no había ninguno como Cucchiaio, el restaurante favorito de Charles en todo el mundo. El problema es que estaba en Maranello, no en Mónaco. Y la última ocasión que Leclerc estuvo allá, quiso huir lo más rápido posible en cuanto Carlos Sainz se volvió loco queriendo salir con él para aparentar frente a la prensa que se llevaban bien.
—¿Te molesta si invito a Checo?
—No. No hay problema.
—¿Puedo invitar también a Lando?
—Creo que no está en Mónaco.
—Cierto, ¿entonces puedo invitar a George? —Charles asintió—. ¿Y a Lewis? ¿Pierre? ¿Oscar? ¿Lance? ¿Puedo decirle a mamá y papá que vengan también?
Charles emitió una ligera risa.
—Puedes invitar a quien gustes. Sabes que hay lugar para todos.
Al final, solamente invitó a Sergio y a Pierre porque tal vez Charles no estaba acostumbrado a tanta gente en su casa. Cuando llegaron, se dirigieron inmediatamente al gigantesco comedor donde les esperaban las pizzas al horno en sus cajas, y les quitaron a las sillas el plástico que las cubría, para por fin estrenarlas. Charles tomó asiento al extremo izquierdo y a su derecha se sentaron Sergio y Max, mientras Pierre se encontraba del lado opuesto.
Cuando todos terminaron de comer, Max sugirió ir a la sala para jugar lo que sea que pudiera tener Charles en su casa. Por supuesto, no podían usar el simulador de Leclerc porque era individual.
—Creo que tengo alguna consola vieja en alguna caja —dijo después de pensarlo unos segundos—. Debería de estar arriba, en la segunda habitación de la izquierda.
—Muy bien. Voy a ir a buscarla —anunció de inmediato. Sergio se puso de pie al mismo tiempo que Max y Charles tuvo la intención de imitarlos, pero Pierre lo sujetó del brazo.
—¿Qué sucedió en Francia? —preguntó repentinamente.
Desde que llegó antes de anochecer, le preocuparon las diminutas heridas que aún resaltaban en su rostro. Si la señora Gasly lo hubiera visto así, se habría dado la vuelta y hubiera tomado el primer avión a Madrid para disciplinar al hombre que lo había causado, porque para ella Leclerc era un pequeño angelito desde que tenía ocho años. Y sabía, como toda la familia Gasly, que él no se involucraba en peleas, muchísimo menos con borrachos, no porque fuera malo pegando, sino porque no quería ser alguien violento o agresivo.
Él siempre dijo que quería ser amable.
Sin embargo, cuando llegó a Mónaco desde Maranello, no había tocado ese tema en absoluto. Parecía evadirlo a diestra y siniestra, bajando la cabeza y evitando el contacto visual lo más que se pudiera.
¿Qué había hecho para no querer decirlo en voz alta?
—Ahora no, Pierre, estoy cansado de esa pregunta.
Charles ya había tenido suficiente con esa pregunta durante su estadía en Maranello.
Se separó de su agarre y caminó hacia la sala de estar, a lo que el francés le siguió mientras escuchaban los pasos distantes bajar las escaleras.
—¿Otra vez vas a empezar a hacerlo de este modo?
—¿De cuál modo? —preguntó con cierta molestia—. Simplemente no quiero tocar ese tema aquí. No quiero recordarlo otra vez. Estoy pasándola bien, así que, por favor, no lo arruines.
—De acuerdo, pero...
—¡Encontré un Wii! —avisó un Max emocionado sosteniendo la consola blanca y cuatro controles del mismo color. De verdad, ¿qué obsesión tenía Charles por el color blanco? —. Creí que estas cosas ya estaban extintas.
Sergio y él se apresuraron a conectar todos los cables para encender la consola, y cuando Max escuchó el click y la música que sonaba al encender, casi se puso a llorar de la nostalgia. Metieron el disco de uno de las decenas de juegos que Charles aún guardaba y pusieron las baterías a cada control.
—Creo que este no funciona bien —dijo Checo viendo cómo la luz azul al final del control no paraba de parpadear.
—Tienes que presionar el 1 y el 2 al mismo tiempo y esperar. Si lo presionas como un loco, nunca dejará de cargar.
—Nunca jugué uno de estos. Mi primera consola fue un GameCube y apenas y recuerdo cuáles juegos tenía.
Max se emocionó con el tema y empezó a hablar sobre la variedad de juegos que tenía la GameCube y las antiguas y más recientes consolas de Nintendo, hasta que se apasionó de más y empezó a relatar el inicio de la empresa desde las cartas Hanafuda hasta la actualidad.
Mario Party 8 era su juego favorito de Nintendo, así que mientras un tablero parecido a un Monopoly con reglas, dulces y dados extraños aparecía con una calidad deficiente en la pantalla del televisor, todos sacaron su característico lado competitivo y se esforzaron a ganar como si su vida dependiera de ello.
—¡Ese estúpido champiñón está haciendo trampa! —gritó Max apuntando a la pantalla mientras Pierre se mofaba de robarle su estrella.
—¿Por qué voy en cuarto lugar? —preguntó Charles viendo cómo Boo apenas tenía 5 monedas y no completaba ningún hotel del mapa.
El último minijuego definió la victoria para el primer y segundo jugador: Max y Sergio.
Se mostró la dinámica del juego: cuatro personajes tenían un refresco de color en su mano, consistía en sacudir el control de arriba hacia abajo lo más rápido posible para que el personaje agitara el refresco y el que sacara más espuma al finalizar el tiempo, ganaba.
—Esto es como masturbarse, ¿no? —preguntó Sergio.
Max pasó la mano por su cabello rubio y le respondió:
—Con este juego sabremos quién es el más cachondo.
Cuando el juego dijo: "¡Ya!", todos comenzaron a agitar el control con una velocidad tan absurda como si fuera una rutina. Max tenía una cara de máxima concentración mientras no dejaba de sacudir el control por encima de su regazo y a Sergio se le estaba coloreando el rostro por los movimientos desesperados y frenéticos. Charles se tomó unos segundos para verlos, sin parar de agitar, y no pudo evitar reírse al presenciar sus habilidades.
—¡Soy buenísimo en esto! —dijo Max viendo a su Mario mover la lata a una rapidez extrema.
El tiempo terminó y las latas de refresco se abrieron y salió volando la espuma. La más baja fue Charles; luego el champiñón, Pierre; y Max, quien ya estaba festejando su victoria, terminó en segundo lugar por debajo de Sergio.
—¡No es posible! ¿Cómo me ganó Yoshi? —preguntó ofendido mientras miraba a todos sus amigos.
—Él ya está viejo, tiene más experiencia —susurró Pierre, mientras Charles no dejaba de soltar carcajadas.
—¡Checo! —exclamó Max—. ¿Cuántas veces se supone que te masturbas al día? ¡Ganaste por muchísima ventaja!
El mexicano le sonrió con burla, casi como si estuviera orgulloso de haber ganado ese minijuego.
—Todavía eres un niño. No sabes la técnica.
—¿En serio? —fingió estar asombrado—. ¿Y si me enseñas? Quiero ser tu mejor alumno. Enséñame a masturbarme.
Se oyó un ruido sordo y Max emitió un quejido. Sergio sí que sabía patear, no por nada le encantaba el fútbol y tenía buena puntería. A pesar de que a Verstappen le fascinaba sacarlo de quicio con esa clase de comentarios, no siempre tenía la suerte de encontrarlo con el humor de seguirle la corriente.
Pierre notó los vendajes que cubrían los nudillos de Charles cuando éste los estaba acomodando. Por el movimiento, se habían caído mostrando las heridas que aún no sanaban.
Se levantó ligeramente del sillón para acercarse al monegasco mientras los otros dos discutían acerca de cuál era la mejor técnica de masturbación.
—Está bien si no quieres hablar de lo que pasó, pero, ¿estás bien? ¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?
Charles se desplomó en el sofá. El color de su playera celeste destacó cuando agarró uno de los cojines y lo abrazó encima de su regazo.
—No.
Pierre se quedó viendo cómo su mejor amigo bajaba la cabeza para buscar absolutamente nada en el piso.
—Estás...
—Te dije que no quiero hablar de eso, Pierre —le interrumpió.
—Necesitas hacerlo, porque estoy cien por ciento seguro que ese asunto se te salió de las manos. Cuando un hombre no puede defenderse a palabras, se va a los golpes. Y antes que mi mejor amigo vuelva a ser una bomba explosiva de molestia, necesito que lo sueltes.
Charles cerró los ojos y tomó un fuerte respiro con la nariz para dejar salir el aire de sus pulmones muy lentamente. La música del juego se oía de fondo junto a la conversación extraña de Max y Sergio.
—Quisiera desaparecer y no volver a verlo nunca más —declaró apenas audible, como si estuviera revelando un secreto muy íntimo.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que te ha hecho que es sumamente difícil de ignorar?
Una imagen nítida de un rostro se presentó en su mente. Abrió los párpados de inmediato, intentando hacerla desaparecer, y después sus ojos verdes vieron a Pierre con sumo desconsuelo.
—Porque se parece a él.
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