Capítulo IX. La Maldición de Ferrari
—¿Estás seguro de que esto es una buena idea?
Todos los planes malos empezaban por esa pregunta.
—Claro que sí, confía en mí.
Y terminaban en esa respuesta.
Sergio se empezó a comer las uñas viendo cómo su coequipero se adentraba a la oficina con algunos directores de RedBull para planear una dinámica para el próximo Gran Premio en Austria. Llevaban meses realizando diferentes clases de eventos en los que estuvieron involucrados otros equipos de la parrilla, mas nunca se les había ocurrido que podrían realizar una clase de competencia con los pilotos de Ferrari.
No hasta que, como solía pasar, una idea descabellada se le cruzaba por la mente al neerlandés.
Conocía perfectamente cómo era el comportamiento de su compañero y la clase de ideas que le podían surgir de un momento a otro, pero, por alguna extraña razón, siempre se salía con la suya. Tal vez al equipo le gustaba revivir ese lado competitivo suyo en cada oportunidad, porque no importaba qué tan absurda fuera la competencia, Max siempre tiraba a ganar.
Fuese en carreras con autos de controles, lucha de tractores, moto acuática, fútbol soccer, dibujo, o cualquier estupidez que se les viniera a la cabeza, daba todo por salir victorioso. ¿Y lo peor? ¡Siempre ganaba!
Bueno, no hasta que le pusieron ese reto de cocina... Quizás era la única habilidad que no tenía. Y vaya que se deprimió cuando abrió la waflera y encontró un caos quemado dentro de ella.
Sintió tanta compasión por él, que terminó regalándole su medalla dorada.
Y Max se puso muy contento por eso.
Solía suceder que, para los ojos del mexicano, Max seguía siendo el mismo joven piloto que hace años conoció. Había ingresado años después que él a la Fórmula 1, pero era un dolor de cabeza para todos. Nadie lo quería cerca por su personalidad conflictiva y su competitividad tóxica. Los pilotos lo evitaban y la mayoría de los reporteros no hacían preguntas de suma profundidad, porque tan pronto se les soltaba la lengua, tan pronto Max Verstappen usaba su vocabulario de trailero. Parecía que en su diccionario solamente existían groserías, así que también hacía todo lo posible por mantenerse alejado del piloto de RedBull.
Pero ese chico siempre le seguía.
—¿Sabes cuál es la debilidad de Verstappen?
Stroll una vez le hizo esa pregunta mientras paseaban por el garaje, recibiendo ambos la mirada de un Max en profunda seriedad bebiendo de una lata. Pérez le hizo una mueca a su compañero.
—¿Qué cosa?
—Tú. Eres su talón de Aquiles, Checo.
—Oh, no digas eso, Lance. Claro que no.
—No falta mucho para que convenza al equipo de que te contraten como próximo piloto. Él siempre consigue lo que quiere, ¿sabes?
No lo sabía.
Por supuesto, no hasta que lo que dijo Lance se volvió realidad.
Pero fue hasta ese momento, que se dio cuenta de la terrible personalidad que tenía ese mocoso.
Max Verstappen era un niño malcriado dentro del cuerpo de un hombre de veintitrés años. Nunca obedecía las órdenes, hacía travesuras, bromeaba en las entrevistas y todo se lo pasaba por sus partes íntimas. Pero era el campeón del mundo. Por eso lo soportaban, porque sin él, el equipo se iría a la mierda.
Y Sergio junto con él.
Siempre lo arrastraba en sus estupideces.
Y no. Aún no perdonaba por completo esa etapa rebelde. Hasta el año pasado empezó a obedecer al equipo, solamente porque le dijeron que, si continuaba manejando las cosas como si fuera él solo y no con un equipo, Sergio se largaría. Milagrosamente, se volvió más sensato.
Sin embargo, el mexicano seguía sin poder olvidar el pasado. No cuando Max se esmeró tanto en decir que todo lo que conseguía era en base a sus propios esfuerzos, sin considerar lo que el equipo y Sergio sacrificaron por él. No cuando todo el tiempo se esforzó por hacerlo sentir un segundón, sin darle la oportunidad de ganar tan solo unos puntos más, cuando él muchas veces se esforzó para defender la posición de su compañero.
¡No sabía ni siquiera cómo dar las gracias! Se cegaba por conseguir lo que anhelaba incluso si eso significaba pasar por encima de los demás. Era un tonto, engreído, malagradecido y un terco sin remedio.
El problema era que Sergio nunca admitía en voz alta sus pensamientos. Menos cuando estos no traían ningún beneficio. Motivo por el cual se tragó toda su furia, su impotencia y sus reclamos, hasta que pudo contra ellos. Entonces, Max empezó a cambiar y con ello su amistad a funcionar.
Volvió a la realidad con un quejido cuando se dio cuenta que se había arrancado un pequeño trozo de piel por debajo de su uña. Una pequeña gota de sangre se empezó a asomar cuando la puerta fue abierta y todos los hombres comenzaron a salir a las prisas, era casi imposible distinguirlos a todos los que llevaban el uniforme. O tal vez Sergio era demasiado despistado. O tal vez Christian Horner, el director del equipo, y Max, eran los únicos a los que le interesaba reconocer.
En cuanto el rubio se hizo notar entre la gente, se dirigió con velocidad hacia el mexicano, notando que seguía exactamente en el mismo lugar que antes. Aunque la sesión no fue muy extensa, le parecía extraño que se hubiera quedado como una estatua sin moverse a pesar de toda la gente que estaba pasando.
—¡Tengo excelentes noticias, Checo! —mencionó cuando se posicionó frente a él con una inmensa sonrisa—. Ellos dijeron que sí. No tuve que hacer mucho ya que Horner tiene demasiados contactos y ellos aceptaron sin... ¿qué tienes ahí?
Max estiró la mano y sujetó la muñeca de Sergio, viendo cómo bajaba una gota de sangre por debajo de su uña hasta la mitad de su dedo índice—. ¿Por qué te lastimaste? ¿Estabas ansioso? Espera, te conseguiré un curita.
—No, esto no es nada. Ahorita me lavaré.
—¿Entonces? ¿Estabas nervioso? —insistió.
—Siento que será una mala idea. Tú y yo sabemos que esos dos se llevan como perros y gatos. ¿Y si lo que hacemos termina por...
—¿Qué? ¿Que se lleven peor? —interrumpió—. Es imposible. No hay nada que perder, porque no hay manera de que Charles y Carlos se lleven...
—¡Shhh! —Checo se llevó el dedo sano frente a sus propios labios en señal que se callara—. No los menciones —susurró, aproximándose a él—: La mayoría de la gente no lo sabe. Tienes que ser sigiloso. Si la gente llegara a descubrirlo, el único afectado sería Carlos.
—¿Carlos? —susurró—. ¿Y qué hay de Charles?
—Es su piloto principal. Jamás lo sacarán. Si algo llegara a suceder entre tú y yo en RedBull, ¿a quién crees que sacarían?
—A ninguno. Ellos saben que si te sacan, iré a la escudería que tú vayas. Somos un equipo, Checo. Así siempre será.
[...]
Charles estaba perdiendo la poca cordura que le quedaba. Ya casi no tenían combustible, las cámaras se habían quedado sin baterías y ninguno de los dos tenía señal en su teléfono para contactar a quien sea que les pudiese ayudar en su situación.
Ya había terminado por anochecer después de un cielo gris nublado que amenazaba por dejar caer una tormenta, el mapa estaba perdido y solo había montones y más montones de pinos a su alrededor. Y si no podía ser peor toda esa mala suerte, lo cierto era que sí. Sí podía empeorar. Hacía un frío de mierda en esa montaña y no cargaban más que chamarras delgadas y lo que parecían ser unas mantas abandonadas en la parte trasera del Pinzgauer.
—A la mierda, iré a caminar a ver si encuentro alguna casa en el camino.
Abrió la puerta y salió del coche ignorando a Carlos llamándolo. Un fuerte viento le atravesó por cada rincón de ropa y le invadieron escalofríos, llevándose las manos al gorro de la chaqueta roja para cubrirse las orejas y subiendo el cierre para proteger su cuello. Escondió las manos en los bolsillos y empezó a caminar por la tierra húmeda y las ramas de los pinos caídas, iluminadas gracias a la luz de los faros del vehículo.
—¡Charles, vuelve aquí! ¿Adónde carajos se supone que vas? —escuchó detrás suyo y enseguida el azote de la puerta—. ¡Oye, idiota!
Las pisadas de Carlos comenzaron a ser más rápidas, así que apresuró el paso. No regresaría. No quería quedarse toda la maldita noche a la deriva en ese asiento incómodo esperando a que llegara la mañana. Tenía que hacer algo. Se sentía ya un imbécil por haber perdido el mapa.
—¡Charles!
Tan pronto soltó su nombre, se oyó un quejido dolorido de su parte y unas ramas ser partidas. Charles se volteó para ver hacia atrás y averiguar si estaba bien. Encontró la sombra de Carlos arrodillada en el suelo frente a las luces. Se volvió sobre sus pasos hasta llegar a él.
—¿Estás bien? ¿Te lastimaste?
Extendió su mano para que Carlos pudiera tomarla, pero, en cambio, su muñeca fue sujetada con fuerza y el español se incorporó de inmediato sin ninguna herida, arrastrándolo de nuevo hacia el automóvil.
—¡Eres un completo mentiroso! —Empezó a dar estirones para liberarse, frunciendo el ceño por haber sido engañado con tanta facilidad—. ¡Cómo te atreves!
—¡Cállate de una vez! —Lo encaró Carlos con el mismo tono. Rodeado de una completa oscuridad, el marco de su rostro definido solo mostraba furia—. Ya me causaste suficientes problemas perdiendo ese jodido mapa y ahora quieres largarte. ¿Desde cuándo eres un maldito explorador?
Abrió la puerta con esa ira notoria y lo empujó para que volviera a tomar el asiento del copiloto. Charles se quedó en su lugar sin moverse un solo centímetro.
—No subiré. No me voy a quedar aquí esperando a saber qué. ¡Necesito hacer algo!
—Sube tu maldito trasero al coche si no quieres que se me acabe la poca paciencia que me queda.
¿Una amenaza?
—Pues que se te acabe.
Carlos tomó un fuerte respiro. Sus fosas se extendieron y apretó los ojos más enfurecido que nunca. Juraba que Charles Leclerc era el único hombre en el mundo que podía causarle esos niveles de estrés e impotencia.
—¿Y bien? ¿Qué piensas hacer, genio? ¿Alumbrar con tu tonta lámpara del celular hasta que se te agote la batería, esperando que no te ataque un animal salvaje, o peor aún, un psicópata? ¿Y si te lastimas en el camino y no puedes conducir para la próxima carrera? Es más, ¿qué tal si te rompes una pierna, o no lo sé, un brazo, y no te vuelves a recuperar nunca? ¿Y si te da una neumonía? ¿Y si nunca encuentras algún lugar? ¿Qué me pasará a mí como tu acompañante si algo llegara a sucederte?
Charles relajó su ceño.
—¿Estás...?
—Oh, ni se te ocurra decirlo.
Finalmente, obedeció las palabras de su compañero y volvió a subir al asiento del copiloto, resignado a que su plan no era el más cuerdo de todos y solamente se trataba de un arranque ante la imposibilidad de hacer algo por ayudar. Se cruzó de brazos y cerró los párpados para no seguir viendo el mismo camino que llevaban observando por más de una hora.
Carlos rodeó la parte delantera y volvió a subir, asegurando las puertas de inmediato. Después procedió a apagar los faros y pronto una enorme oscuridad los consumió.
—Se ve aterrador —confesó Charles al cuadro negro frente a él.
—Se puede quedar sin batería en cualquier momento.
—Créeme, tampoco te pediría que las encendieras. Si las enciendes y un oso está frente a nosotros, voy a morir de un paro cardiaco.
—Entonces, dejémoslo así. Me pasaré atrás a buscar una manta. Por favor, no hagas ninguna estupidez, ¿vale? —Yéndose a la segunda sección del Pinzgauer, susurró—: Madre mía. Voy a odiar este día por el resto de mi vida.
No hubo ninguna contestación de parte de Charles. Solamente un profundo silencio en medio de una oscuridad interminable. Carlos encendió la linterna del celular para ubicarse, haciendo justamente lo que dijo. Se sentó sobre el suelo frío y extendió sus piernas colocándose una manta con olor a tierra. El techo de lona realmente no cubría lo suficiente del frío y por más que intentase entrar en calor bajo la manta, ese pequeño pedazo de mierda no le estaba ayudando en nada.
Se escuchó un traqueteo por la parte delantera del coche. Leclerc estaba ajustando los cinturones de seguridad en las puertas por si a alguien extraño se le ocurría intentar secuestrarlos o asesinarlos, de ese modo no lograrían entrar con facilidad. Aunque, claro, el techado de lona no era realmente una cosa tan difícil de romper, pero para eso, al menos esperaba congelarse antes que estar consciente si alguien intentaba hacer alguna maldad.
—¿Qué haces? —cuestionó Carlos acostado sobre el suelo.
—Estoy asegurando las puertas —oyó decir al otro.
En cuanto un relámpago bañó el bosque de una luz blanca, todo el lugar se iluminó en un fragmentado segundo, tiempo suficiente que le dio a Charles para distinguir al ciervo de grandes cuernos estriados de dos metros de altura que los miraba en medio del camino. Pegó un grito tan fuerte que provocó que Carlos diera un brinco en su lugar con el corazón a punto de salírsele del pecho.
—¡Qué mierda! —solo atinó a decir el español. Mientras tanto, Charles dio un salto al asiento del piloto y encendió el Pinzgauer con las manos temblando. El pánico le había estallado.
Tan rápido como sonó el motor, el animal corrió de nuevo entre los troncos de los pinos, alejándose de la luz de los faros. Carlos estaba incorporándose, preguntando qué carajos había visto para reaccionar de ese modo, cuando Charles pisó el pedal a fondo y fue a caer de lado como los canastos sin manzanas que estaban atrás.
—No debimos de haber venido aquí —empezaba a decir el monegasco, víctima del pánico—. No podemos quedarnos, si empieza a llover, se volverá imposible avanzar o retroceder y no me pienso quedar varado aquí toda la noche.
A medida que subía el camino más horrible que había conducido nunca, los relámpagos surcaban entre las nubes haciéndole saber que pronto caería la tormenta en la montaña. Carlos, sin embargo, se sacudía, golpeaba y chocaba hacia todos lados en la parte trasera del vehículo.
—¡Maldita sea, Charles! ¡Me vas a matar aquí atrás!
Intentaba aferrarse a uno de los asientos o a alguna pared del Pinzgauer, pero tan cerca estaba de conseguirlo, el coche se hundía o brincaba por un pozo, obligándolo a dejar su cometido de lado para protegerse del golpe que se avecinaba.
Charles, sin embargo, solamente se concentraba en seguir acelerando. La aguja que marcaba la gasolina estaba en la penúltima línea y solamente marcaba que alcanzarían a recorrer cuarenta kilómetros más, los cuales no sabía si serían suficientes para ese camino sinfín que habían tomado. ¿Por qué decidieron continuar sin mapa? ¿Por qué motivo habían elegido aceptar esa estúpida competencia en Austria? ¿Qué diablos harían si no encontraban algún lugar ahora?
Las primeras gotas de lluvia cayeron en el vidrio del parabrisas, provocando que la esperanza de que Harold o Max o Sergio o quien sea que estuviese cerca los rescataran, se fuera al vacío. Incluso si conseguían señal, nadie se atrevería a ir por ellos. En un vehículo 6x6, en helicóptero, en avioneta o lo que fuera, ¿quién diablos conduciría en medio de una tormenta en una montaña con caminos y un clima terribles?
Conclusión: Carlos y él se las tenían que averiguar.
Solos.
Claro, si es que sobrevivían a la conducción de Leclerc.
Lo cual no era un alivio para Sainz al recordar que el mismísimo chófer actual era el mismo que chocó contra los muros en las últimas carreras.
Miles de escenarios cruzaban por la mente de Charles. Veía al Pinzgauer volcado, completamente en trizas en el bosque; atascados en el lodo que se volvía cada vez más difícil de subir; atacados por un ciervo gigante enfurecido por cruzar en su hábitat; en medio de un incendio por un relámpago caído en un pino... Ninguno acababa bien.
—¡Por un carajo, Charles! —Se golpeó contra el techo, gimiendo de dolor—. ¡Frena un momento y déjame sentarme o voy a...
Antes de que pudiera terminar de amenazar, sus palabras y su cuerpo completo fueron a estrellarse contra el asiento del copiloto.
Charles se giró para ver hacia atrás, encontrando únicamente el rostro rabioso de Carlos en la poca luz que brindaban los faros. Pocas ocasiones lo había visto tan enojado, tal vez no tan pocas, pero honestamente no había estado al pendiente de cómo se encontraba después de que le invadiera el terror tras ver a ese ciervo gigante frente a ellos.
No podía preguntarle si estaba bien, por supuesto que no lo estaba. Y desde luego, él tampoco se encontraba en su mejor momento..., pero todo parecía volverse más complicado, y solamente se llenaba de angustia mientras más avanzaban y seguían sin encontrar un sitio en el cual resguardarse. Estaba a punto de echarse a llorar o de aventarse por la puerta del vehículo y salir rodando montaña abajo.
—¿Quieres conducir tú? —fue lo único que dijo, con voz frágil y una cara que expresaba todo su estrés. Carlos estaba tan enojado cuando por fin se aplastó del lado del copiloto, pero al observar a Leclerc en su punto más alto de frustración, causó que empezara a reír a carcajadas.
Charles lo miró confundido. Volteó al camino de tierra donde las gotas de lluvia lo hacían más resbaladizo y decidió esperar a que se callara.
Mejor un loco y no dos.
—Tranquilo, vamos a estar bien —dijo luego de parar de reírse—. No es el fin del mundo, Charles.
Comenzó a soltar cada uno de los escenarios que había creado su mente. A medida que los mencionaba en voz alta, era más grande su vergüenza, pues realmente las posibilidades de que algo como eso sucediera eran bajas en porcentaje. Hasta que mencionó el relámpago, el bosque incendiado y ellos cubiertos en llamas, fue que terminó por avergonzarse luego del escándalo que hizo Carlos al burlarse.
—Nada de eso va a suceder, ¿vale? Y si llegara a pasar, nuestro único consuelo es que no estamos solos ahora.
Cambiaron de lugar y Carlos continuó el camino, aún cuando el trayecto se volvía imposible de subir, intentaban la forma de cómo hacerlo. Charles tenía que sacar la cabeza del coche para decirle adónde moverse. El limpia parabrisas estaba en su máximo nivel cuando la tormenta terminó por azotar con fuerza y Charles estaba empapado del rostro y parte de su chaqueta. El gorro en realidad no funcionaba cuando la lluvia se movía a todas direcciones.
—¡Mira! —apuntó Charles desde su asiento hacia un punto a la derecha—. ¡Mira ahí!
—¿Qué cosa? —preguntó Carlos intentando ver a través del vidrio que se cubría de inmediato de agua—. No veo nada.
—¡Hay una cabaña! —anunció emocionado—. ¡No, hay dos! ¡Vamos!
Cuando el Pinzgauer se detuvo, Charles abrió la puerta y salió a correr disparado como un rayo. Tan poco le duró el gusto tras resbalarse en el lodo y caer de bruces al suelo. Cuando se levantó, Carlos estaba de pie retorciéndose sobre su abdomen con las llaves del vehículo en su mano.
¿Que si ese era el peor día de su vida? ¡Claro que no! Estaba disfrutando demasiado todo lo que le estaba sucediendo a su enemigo, porque sí, parecía que la mala suerte le perseguía.
Charles no pudo seguir molesto con todas las situaciones absurdas que le habían pasado en el día, así que se rindió ante ellas y se soltó a reír también en medio de esa lluvia interminable, del frío infernal y el laberinto que fingía llamarse bosque.
Sainz, entre las risas, observó a Leclerc. Estaba tan lejos de los medios donde aparentaba ser una persona perfecta porque, en el chico frente a él, todo estaba lejos de la perfección. Era un completo desastre: tenía el cabello empapado y en sus mejillas húmedas habían pequeñas manchas de barro alrededor de sus lunares, pero incluso en ese estado, se veía más feliz que nunca.
Tal vez nunca lo había visto reírse antes, no por él. Así que una sensación extraña se plantó en el interior de su estómago.
Charles se dio la vuelta y se encaminó a la primera cabaña, la cual tenía las luces apagadas. Tocó varias veces y transcurridos los segundos, nada pasó. Se volteó hacia atrás para mirar a Carlos y éste le dio una señal para que continuara intentando, pero entonces la puerta se abrió y una mujer de la tercera edad se presentó en su piyama. Tenía el cabello blanco y un rostro adormilado... y hablaba alemán.
Carlos se maldijo en sus pensamientos, sin haber previsto la situación. Ninguno de los dos cargaba con dinero. Charles empezó a recordar las pocas palabras conocidas en alemán, y entre ellas soltó verloren, weit, schlaf. Carlos intentó hacer su mejor cara, deseando con todas sus fuerzas que los reconociera como pilotos de la Fórmula 1. No obstante, en medio de un bosque lejano, probablemente su deporte no era lo más interesante para ella.
Un anciano se hizo ver detrás y ella empezó a conversar con él, probablemente preguntándole si sería buena idea dejar pasar a dos hombres extranjeros a su casa a mitad de la noche en una lluvia torrencial. Al parecer se compadecieron de ellos o realmente les dijeron que no y al no hablar alemán no lo comprendieron, pero por sus sonrisas amigables, Charles y Carlos supusieron que era un «sí, adelante».
La mujer les hizo unas señas con las manos para que la siguieran y en el comedor les apuntó las sillas. Les sirvió un té caliente y el esposo les ofreció una ropa suya para que se cambiaran mientras apuntaba a una puerta, que se trataba del baño. Charles soltó una palabra en alemán y procedió a hacer una serie de movimientos que haría al ducharse. La pareja asintió.
Media hora más tarde, luego de que ambos se ducharan y tomaran el té, el hombre les indicó dónde dormirían, no sin antes de que Charles hiciera una llamada desde el teléfono de casa para avisarle a Max que estaban en una cabaña que hallaron a mitad del bosque. Realmente no hubo protestas porque las posibilidades de ir por ellos eran nulas a causa del clima, y agradecía a todo ser divino, que los dos pilotos estaban bien.
Afortunadamente, había dos camas en la misma habitación, una frente a la otra, así que Charles no se sentiría tan inseguro durmiendo solo en una cabaña con desconocidos. Aunque, siendo honesto, la pareja alemana debía sentirse más incómoda con sus presencias.
Carlos llevaba puesto un piyama negro de franjas naranjas que le quedaba corto y Charles llevaba un piyama navideño con grabados de Santa Claus. Ni siquiera protestó, solamente dio gracias que esa noche, dos nobles almas se apiadaron de ambos.
El español sacudió las sábanas y una manta de polvo brincó de ella. Unos minutos después, procedió a acostarse suponiendo que esas camas no habían sido utilizadas desde hace tiempo. Sin embargo, pese a estar extremadamente cansado, no conseguiría dormir. Esa noche, más que nunca, extrañaba su hogar en Madrid.
—¿Estás despierto, Charles? —preguntó mirando al techo en forma de pico en la habitación. A su lado izquierdo, detrás de unas delgadas cortinas blancas, la lluvia caía sin parar.
—Sí, no creo que pueda dormir.
—Hay algo que... quisiera preguntarte.
Así, sin mirarse cara a cara, podía ser más sencillo.
—¿Qué quisieras saber de mí?
—¿Por qué —carraspeó ligeramente—... has arruinado mis últimas carreras?
Charles se removió en su lugar.
—¿Arruinarte tus carreras? ¿Y por qué haría eso?
—No tengo idea. Es lo que has estado haciendo. Lo hiciste en Canadá, en Mónaco y en Barcelona. Me pregunto... Joder. Da igual. No importa.
Se dio media vuelta en el colchón individual, intentando olvidar el tema. Un silencio se contuvo durante unos segundos.
—¿Por qué quisiera arruinarte las carreras? —dijo de nuevo—. ¿Crees que gasto mi tiempo planeando una estrategia desastrosa para hacer que pierdas? ¿De verdad?
El pensar en que nuevamente estaba poniéndose una máscara para aparentar, no le ayudaba a Carlos. No si él se estaba esmerando.
Nuevamente, le parecía detestable.
—¿Y qué se supone que crea cuando he sido el único afectado con tus actos?
—No lo sé. Que solo has tenido mala suerte.
—Vete a la mierda.
—¿No ves que la mala suerte me persigue?
—En serio, si no te hubiera conocido en la Fórmula 1, tampoco me hubieras agradado.
Leclerc suspiró.
—¿Tanto me odias?
Carlos soltó el aire, recordando todas esas ocasiones en las que se esforzó por ser su amigo; por conseguir ser un buen compañero de equipo. Todos los días iba con una buena cara a saludar a Charles y hacía todo lo posible por hacerlo reír y disfrutar de un momento juntos, pero siempre fue indiferente. Siempre fue un imbécil.
—Sí, te he odiado en incontables ocasiones durante y después de una carrera. A veces no soporto verte ni escucharte, y creo que por más que lo intente, te has esforzado tanto por ser aborrecible que nunca podrás agradarme. Sencillamente, si me pidieran elegir entre Esteban Ocon y tú, lo elegiría a él mil veces antes que a ti.
No. Eso no fue lo que le dijo Oñoro que debía de decirle. Era totalmente lo contrario. Pero ya había tocado el tema, y no podía guardar ni un segundo más el coraje.
—Nunca fue... hacia ti. Si eso es lo que tienes duda.
—¿Y eso de qué diablos me sirve? Si fue o no para mí, de todos modos, me afectó. ¿Crees que eso ayuda en algo? No eres consciente de nada, solamente estás interesado en arruinar todo lo que haces y con ello lo que yo hago... Ni siquiera sé porqué el equipo te quiere, siendo que tú eres...
Lo siguiente que diría, se reproduciría como un disco rayado sin parar en la memoria de Charles.
«La maldición de Ferrari».
Ninguno de los dos pronunció palabra alguna después de aquello. El ambiente que anteriormente había sido ameno y agradable, quedó reducido a una gran incomodidad.
Al poco tiempo, cayó dormido en un profundo sueño, derrotado por el cansancio y el agotamiento mental de un día que inició desde las cinco de la mañana. Carlos se mantuvo de su lado, viendo hacia un ropero cerrado de madera frente a él, tratando de hallar una explicación a los actos del monegasco.
Carecían de lógica.
Y todo pareció volverse más confuso cuando Charles, por primera vez, habló entre sueños. A veces miedoso, a veces triste, y otras veces feliz. Pero siempre decía el mismo nombre.
«Lucas».
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top