Capítulo IV. Invierno

Al llegar a París, Carlos se había quedado dormido en el hombro de Rebecca. En poco tiempo se adentraron al hotel tan bien desapercibido dentro de la arquitectura medieval; pares de columnas magníficas separadas por ventanales verticales y estatuas bien definidas. La asistente de Rebecca hizo check in y apenas cruzaron las puertas, un hombre ayudó a la modelo con sus maletas. Charles tenía un pequeño bolso colgado al hombro y Carlos iba con las manos vacías. Tendría que comprar toda la ropa ahí si no quería repetir el atuendo al día siguiente. Caminaron por el recibidor y una mujer los guió hasta su habitación, afortunadamente el hotel no estaba lleno de gente por lo cual pudieron pasar desapercibidos detrás de sus sombreros y gafas oscuras.

La habitación coloreada por tonos neutros, desde los blancos a los beige en los adornos, las cortinas y las paredes, a excepción de las sillas de tela del comedor y los sofás de la sala principal que estaban pintados por un verde muy tenue. Carlos se encaminó en busca de su habitación: encontrando un cuarto principal y otro de invitados.

—Espero que no les moleste, chicos, pero debido a la alta demanda, solamente estaba esta habitación disponible.

Charles asomó la cabeza desde el balcón con vista a la torre Eiffel.

—Pediré una habitación separada.

—Ya no queda ninguna, Charles —Rebecca le hizo saber—. También lo intentamos.

—Siempre pueden hacer una excepción —dijo refiriéndose a sus ventajas como piloto profesional. Carlos notó el pequeño rastro de incomodidad que se presentó en cara de Donaldson, probablemente pensando que por ser una modelo, no podría tener las mismas ventajas que ellos dos.

—No, está bien. Aquí nos quedaremos. Puedo dormir en el sofá sin problema.

—No tengo una enfermedad contagiosa, Carlos —soltó Leclerc con desdén.

El español asintió. Prefería mil veces dormir en el sillón que compartir una cama con ese ser humano detestable.

Una hora antes de que el sol se escondiera, Carlos yacía otra vez duchado con un nuevo cambio de ropa, luciendo una camisa azul claro con unos pantalones blancos de corte recto ajustados con un cinturón marrón que adquirió en una tienda frente a la Plaza Vendôme, incluso se compró un nuevo perfume. Rebecca se deslizó por la sala con un vestido fresco de un sutil púrpura que llegaba a la altura de sus talones, por encima de unas sandalias blancas. Carlos sonrió al verle su cabello rizado y libre, como pocas veces lo llevaba.

Al salir de su hotel, su primera parada fue al museo de Louvre, como habían planeado. Para Charles resultaba magnífico el estar mimando a su lado artístico, le fascinaban las obras de arte y Louvre era un lugar lleno de belleza y talento. No podía evitar pensar cómo surgía tanto detalle en las mentes maestras que crearon semejantes obras. Tan pronto se adentraron por la sala de las Cariátides, Charles se consumió en el museo con una mirada brillante. Tal vez porque se trataba de un lunes, la cantidad de gente no era exagerada, lo que les permitió disfrutar completamente de su visita. Se apresuró a encontrar a la estatua de la mujer alada, Victoria de Samotracia. Sus dedos picaron con la intención de percibir el mármol que asimilaba ser tela, aunque ya se veía consumido por los años.

Se olvidó por completo que iba acompañado y giró a su derecha para continuar recto hasta pasar por las columnas. Se encontró las pinturas de Botticcelli, donde más adelante le saludaron una cantidad de obras maestras enmarcadas, que expresaban la historia, el amor, la religión y la tragedia. En su cabeza comenzó a sonar un compositor con sus armoniosas melodías, y fue como revivir el día en que vio su primer carro de karting: consumido por la conmoción envuelta de una ilusión hecha realidad. Mas no fue que la melodía en su cabeza se detuvo hasta que llegó a la escultura de Antonio Canova, donde Psique, una mujer de la antigua mitología griega, se envolvía al cuello de Cupido antes de un beso que la traería a la vida. Psique significaba alma, y Cupido era la imagen del amor.

Charles había leído sobre el mito en el que el alma recorrió el inframundo inspirada por amor hasta alcanzar la inmortalidad y un lazo eterno con su amado. Psique adoraba a Cupido incluso antes de conocer su identidad, entregándole todo su cariño por las noches sin saber qué aspecto tenía y sin conocer la misión a la que había sido enviado.

Se preguntó si alguien llegaría a amarlo sin ser Charles Leclerc. El amor no parecía ser más que un falso sentimiento por conseguir un bien común, trayendo a su mente el día en que sus padres le dijeron que conseguirían a una mujer de linaje poderoso con la que se uniría para formar un matrimonio.

El monegasco miró la escultura una última vez y su semblante se tornó decaído y serio. Carlos había llegado con Rebecca sosteniendo su brazo, y fue que notó, al rededor de una cantidad de gente extraña, que Leclerc había perdido toda la felicidad que le llenó al ingresar al museo. Sacó su celular y tomó una fotografía en donde se apreciaba la necesidad del amor convertida en mármol y la presencia de la melancolía escondida en un hombre. Tan pronto como sus miradas se encontraron, Charles formó una media sonrisa sin pizca de alegría.

Saliendo de las instalaciones, se encaminaron por la preciosa ciudad cubierta por tonos grisáceos debajo de un cielo azul profundo. Las nubes les brindaban sombra en ocasiones cuando ocultaban el sol, pero el viento les acariciaba la piel con frescura. Se adentraron al jardín oriental del palacio de las Tullerías después de cruzar la pirámide de Louvre y el arco del triunfo del Carrusel.

El jardín de las Tullerías era un espacio encantador, se percibía la serenidad del ambiente con aquellos hermosos senderos pintados de casi todos los colores, las majestuosas estatuas resquebrajadas y los serenos estanques.

—Este fue un palacio real de los antiguos monarcas franceses —les contó Charles apuntando la vieja residencia imperial—. Su entrada principal era el Arco del Carrusel, pero fue incendiado y completamente destruido por unos miembros socialistas, esos mismos destruyeron la columna Vendôme, donde iremos mañana.

—Eres excelente como guía —halagó la escocesa—. ¿Te gusta la historia?

—Sí, solía venir en vacaciones con la familia de Pierre cuando era más pequeño. Su madre nos contaba historias mientras recorríamos la ciudad en vacaciones.

—Fue incendiado hasta las cenizas —dijo Carlos—, y aun así, ahora parece gritar que está lleno de vida.

Los tulipanes naranjas y amarillos, así como los árboles de flores, danzaron al ritmo del viento como si estuvieran contentos de escucharlo.

Charles se imaginó a sí mismo hace más de diez años junto a su mejor amigo Pierre Gasly, corriendo a un lado de los jardines por los que ahora caminaba rodeado por hermosas flores rosadas, amarillas y violetas.

Buscó ese árbol frondoso donde el cuerpo de un pequeño Charles descansó, recostándose en el césped perfectamente cortado sin importarle que su camisa blanca pudiera ser manchada. Frente a él presumía su belleza el Palacio de las Tullerías, aquel que había abandonado todo su pasado en las llamas y había sido finalmente restaurado. Cerró los ojos escuchando el chapoteo en los estanques junto a las risas de los niños que jugaban a la cercanía y las voces francesas que hablaban con romanticismo. Francia definitivamente era la ciudad del amor. Por eso, cuando volvió a abrir sus ojos, frente a él Carlos y Rebecca demostraban su anhelo mediante un beso corto y lleno de ternura.

¿Por qué había decidido ir, en primer lugar? ¿Qué relevancia tendría su presencia en un viaje en el que principalmente él no estaba invitado?

—Rebe, quisiera hacerte una pregunta...

La mirada azulada de la mujer fue mucho más llamativa que el cielo por encima de ellos cuando miró a Carlos.

—¿Qué cosa?

La curiosidad le estaba molestando desde que iban en el jet privado.

—¿Por qué invitaste a Charles a venir? No quiero que lo tomes mal, pero sé que no es cercano a ti, y tampoco...

—Tampoco es amigo tuyo —prosiguió ella, desviando su mirada al chico recostado sobre el césped—. Creo que lo necesita, Carlos, y tú también. Es notorio que ni siquiera se llevan bien, apenas hablan y no se les ve juntos más que en entrevistas o en reuniones con Ferrari.

—¿Y eso en que te beneficia a ti? —Rebecca volvió a mirarlo—. No, lo que trato de decir es que..., ¿por qué tomarse esa molestia?

—Sé que no es asunto mío, pero hay algo en la mirada de Charles que ha cambiado. —Apretó los labios con inquietud, nuevamente dejando viajar su mirada por todo el jardín—. Quiero ayudarlo. Y por supuesto, quiero ayudarte a ti también.

Carlos puso la mano en su cabello corto y deslizó los dedos por sus mechones con un rostro frustrado.

—He intentado en incontables ocasiones el llevarme bien con él, Rebe. Es imposible. Cuando creo que ha habido un avance y ha cambiado un poco, simplemente vuelve a cometer un error y todo se va al carajo. Ya ha pasado demasiadas veces. He tenido que dejar todo mi orgullo para complacer al equipo y seguir sus indicaciones, pero no puedo fingir cuando estoy fuera.

—No necesitas fingir porque él ya lo sabe.

Reconocía que Donaldson no iba haciendo comentarios a la ligera y lo que decía tenía un motivo, pero esa respuesta le tomó desprevenido.

—¿Y si lo sabe por qué sigue siendo así?

—Creo que él también lo está intentando.

[...]

Cuando cayó la noche, el Palacio Garnier les estaba dando la bienvenida para la ópera que asistirían. Rebecca se había adelantado a pedirle a su asistente que les consiguiera unos atuendos elegantes para el evento. A Charles le habían escogido un traje azul el cual hacía ver sus ojos verdes ligeramente más azulados; a Carlos le entregaron un traje negro extrañamente ajustado a su cuerpo y Rebecca llevaba un vestido largo color rubí. Sainz no podía apartar la mirada de ella, estaba radiante con ese peinado recogido y sus labios pintados de rojo.

—Te ves hermosa.

Charles a veces quería tener la habilidad de desaparecer. Pensó en negarle la invitación a Rebecca, pero cuando llegó a la habitación y vio los atuendos extendidos en el colchón de su cama, le invadió una profunda pena al imaginarse rechazándola, sobretodo cuando se había encargado con tanto esmero y anticipo. El plan de la escocesa expresaba un interés real en que ambos pilotos pasaran su estadía cómodamente. Era un idiota si se le ocurría negarle cuando ella se estaba encargando de todo.

Aún así, se sentía completamente el mal tercio. ¡Claro que lo era! En la ciudad del amor, una pareja en pleno apogeo... ¿Qué había pensado cuando aceptó el asistir al desfile de modas?

Antes de ingresar al Palacio, le escribió un mensaje a Pierre para que le llamara urgentemente porque se estaba sintiendo como un imbécil arruinando todo el ambiente entre ellos dos. Tan pronto como entró la llamada, presionó el botón verde:

—¡Pierre! ¿Qué tal?

Se alejó de la pareja haciendo un montón de señas con su mano libre.

—Parece preocupado —dijo Rebecca—. ¿Estará bien?

—Creo que nos indicó que nos adelantáramos. Vámonos.

Carlos tomó la mano de ella y cruzó las puertas del Palacio. Probablemente nunca había presenciado un lugar tan lleno de elegancia, cubierto por pinturas pulcramente detalladas sostenidas por columnas doradas. Los candelabros se extendían por el inmenso pasillo como un millón de luces brillantes que hacían lucir el lugar todavía más radiante. Tanto mujeres y hombres se movían con sutileza y hablaban con suma delicadeza.

—¿Es la primera vez que vienes a un concierto? —Carlos asintió. Su índice se metió entre el espacio de su cuello y la camisa, separándola como si estuviera incomodándole. Después giró su cabeza hacia atrás sin dejar de caminar—. ¿Estás bien? Si quieres podemos esperar a Charles.

—No, no es eso...

Aunque estuviera negándolo, sus pasos se detuvieron de repente y se quedó viendo a las puertas de entrada y salida. Rebecca pensó que, muy en el fondo, Carlos estaba preocupado por él.

Leclerc apareció cinco minutos después y su cuerpo se tensó cuando vio a la pareja viendo a su dirección. Aun así, trató de disimular de la mejor manera posible y se reunió con ellos, disculpándose por la llamada repentina de Gasly. Se encaminaron hasta llegar a la gran escalera de mármol blanco adornada por candelabros de cristal en tonos oro y Leclerc admiró la magnificencia en cada rincón de la arquitectura.

Una vez que estuvieron dentro del corazón del Palacio en la sala de la ópera, tomaron asiento en los sillones de terciopelo rojizo en la tercera fila. Carlos, en medio de ambos, notó que varios pares de ojos fueron a parar en Charles, probablemente descubriendo que era el piloto principal de Ferrari o quizá por su aspecto físico, pero él no pareció notarlo.

Las luces se apagaron en poco tiempo después de una calurosa bienvenida en aplausos y el concierto dio inicio con una orquesta sinfónica basada en Vivaldi y las cuatro estaciones. La sinfonía danzó entre violines, violas y violonchelos desde la primavera, pasando al verano y después al otoño, hasta llegar a la estación favorita de Charles: el invierno. Era la parte más emocionante con sus ritmos versátiles que le provocaban una euforia significante. Al escucharla, sus ojos viajaron a cada instrumento que emitió el sonido y la punta de sus dedos empezó a sudar, víctima de la emoción. La música siempre le hizo sentir libre. No había lugar donde encontrara más tranquilidad que en las notas que producían y le daban vida. Le hacían querer estar vivo.

Al inicio de la cuarta etapa del concierto, Charles se percibió extrañamente feliz, pero a medida que avanzaron las melodías del invierno tornándose melancólicas, su mirada fue apagando ese brillo especial cuando a su mente llegaron recuerdos sin ser bienvenidos.

Charles chocó repentinamente su codo con el de Carlos y éste volteó hacia él con la intención de quejarse, dejando a mitad de camino sus palabras cuando notó la humedad en las mejillas de su acompañante.

Lágrimas.

En un rostro que no debía verse así.

¿A eso se refería Rebecca cuando dijo que algo en la mirada de Charles había cambiado? ¿Por qué su rostro estaba repleto de lágrimas?

Carlos lo observó. Probablemente lo hizo más de la medida tratando de averiguar si había alguna herida en él o si el llanto iba acompañado de algún sonido, pero no había muecas de dolor y tampoco hizo ruido. Las lágrimas brotaron con fuerza como si el agua retenida de una compuerta estuviera filtrándose por una grieta. Sus ojos por fin se despegaron de la orquesta y fue entonces que se percató que Carlos lo veía, quién sabe desde cuándo, porque se suponía que estaba concentrado en la música. Charles volteó la cabeza con rapidez y se puso de pie para salir de la sala.

—¿Adónde va? —preguntó Rebecca.

—Eso quisiera saber.

Por primera vez, sintió curiosidad por comprender qué estaba sucediendo con él, porque no volvió a entrar a la sala y cuando la obra terminó, les dejó un mensaje avisándoles que había regresado al hotel. Carlos y Rebecca fueron a cenar a un lujoso restaurante con una hermosa vista a la torre Eiffel envueltos por velas y rosas. Rebecca le habló sobre su familia y Carlos le contó que ansiaba regresar a Madrid pronto para encontrarse con sus padres y sus hermanas. Entonces recordó el plan que había armado con su primo Oñoro, el cual estaba muy lejos de completarse todavía...

Regresando a la habitación, Carlos le dio las buenas noches a Rebecca con un beso que duró más que los tiernos actos que se regalaron por la tarde. Después entró al cuarto de baño en el cuarto de invitados, y al salir con un nuevo piyama, encontró a Charles envuelto en las sábanas en dirección al ventanal que daba vista a la ciudad. La ventana yacía abierta y la luz azulada de la noche pintaba el cuerpo cubierto de su compañero de equipo. Se acercó para cerrarla y mover las cortinas, ya que él ni siquiera conseguía dormir si no estaba todo sumido en oscuridad.

—Déjala abierta —pidió Charles, su voz se oía rasposa, pero nada somnolienta; así que Carlos supuso que no había conseguido dormir aún.

—El aire está frío, te puedes enfermar —le indicó mientras se movía para verlo. Los ojos claros de Leclerc lo observaban sin sentimiento, como si todas las emociones se hubieran quedado encerradas en la sala de ópera.

—Haz lo que quieras —soltó tajante antes de darse la vuelta sobre el colchón y darle la espalda.

Carlos terminó cerrando las ventanas, pero dejó las cortinas abiertas porque supuso que así le podría gustar a Charles. Se encaminó para salir dispuesto a acostarse en el sofá, pero nuevamente le interrumpió la voz del monegasco:

—¿En serio dormirás en el sofá?

—Supongo.

—Mañana será un día largo, lo mejor es que descanses adecuadamente.

—No importa, puedo dormir bien en el sofá.

—Carlos —insistió—, ven aquí.

Recordó las palabras de Rebecca. Tal vez él lo estaba intentando para llevarse mejor, aunque no le agradase demasiado la idea, tenía que corresponder a ese acto si buscaba mejorar su relación y cumplir con el propósito para descubrir porqué estaba intentando sabotear a Ferrari.

Regresó sobre sus pasos y alzó las sábanas para acomodarse a un lado de Charles, cubriéndose del calor que su cuerpo había dejado. Miró el techo blanco y luego movió sus ojos hasta reposarlos en la espalda del otro.

—¿Estabas llorando?

El silencio inundó cada esquina de la habitación levemente iluminada. Charles se movió en un intento por sacudirse la incomodidad.

—¿Te duele algo? —volvió a hablar.

—No, Carlos. Déjame dormir.

—Eres un pésimo mentiroso, ¿lo sabías?

Charles soltó un notorio suspiro tras escucharlo.

—Eres muy malo fingiendo preocuparte por mí.

Se quedó callado tras su respuesta, porque sencillamente tenía razón. No le preocupaba Charles, no le importaba en lo más mínimo si sufría o si algo en él dolía. Eso nunca le quitaría el sueño.

Ellos dos estaban lejos de ser buenos amigos o compañeros de verdad.

Charles Leclerc era su enemigo.

Y lo odiaba.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top