Capítulo III. Amigo y Enemigo
El Gran Premio de Mónaco fue un desastre total después de que Charles se estampara contra el muro en la famosa Santa Devota, justamente en la primera curva. Su carrera no duró más de cinco minutos y ocasionó una decena de daños en los pilotos que corrían por debajo de él, incluyendo a su compañero de equipo, quien perdió casi todo el alerón trasero y sufrió un pinchazo en su llanta. Afortunadamente pudo continuar con la carrera, pero apenas y logró conseguir puntos ese fin de semana.
Ante los medios, Leclerc lucía abatido. En las entrevistas, sus palabras sonaban más a disculpas para todo el equipo de Ferrari y para los pilotos que tuvieron que sufrir las consecuencias de su error por haber bloqueado más de la medida los neumáticos.
Sainz se ahorró todos sus reclamos, ya tenía suficientes problemas con el estrés de conducir su monoplaza incompleta y no tenía la suficiente energía para discutir con Charles. Supuso que estaría triste, como se veía en las pantallas, o al menos enojado consigo mismo; pero cuando lo vio en su camino de regreso al motorhome, notó que una sonrisa adornaba sus labios.
¿Qué se suponía que pasaba por la cabeza de Charles Leclerc?
El domingo transcurrió con ánimo tras la victoria de Verstappen, acompañado de Pérez y Norris. Las calles estaban abarrotadas de fanáticos eufóricos y desde los yates en el puerto Hércules se escuchaba música de distintos géneros. Lando le había dicho a Carlos, después de que este lo felicitara, que celebraría en su yate de lujo y probablemente después pasaría por el casino de Mónaco y cenaría en algún restaurante cercano. Así que, cuando el sol se ocultaba a las espaldas de Montecarlo, Sainz caminaba junto a Norris en el muelle, incluidos algunos de sus amigos.
—Ojalá tuviéramos un Boogie Burger en Mónaco —soltó Lando haciendo lo que parecía ser un puchero. Era inmensa la cantidad de ocasiones que lo había invitado a su restaurante en sus visitas a Madrid.
—Probablemente te acabarías todo el menú tú solo —reclamó recordando las veces que llenaron su mesa de una variedad de hamburguesas para retar quién podía comer más. Y aunque la mayoría de esas veces terminó ganándole, tenían que pasar toda la noche caminando por la finca de los Sainz para que se les bajara la comida y no tuvieran dolores de estómago al dormir.
—Podría invitar a tu mejor amigo Charles para acabarnos todo el menú juntos —dijo con una sonrisa burlona en su rostro—. ¿O pondrías un letrero gigante con su cara que diga: "prohibido entrar"?
—Por supuesto que sí —confesó, dejando salir un suspiro—. Una vez, durante una entrevista, lo invité a casa para prepararle unas hamburguesas con queso. Ni siquiera fue lo suficientemente educado para aceptar, así que nunca más volví a mencionar el tema. En aquel entonces todavía pensaba en la tonta idea de que algún día podríamos ser grandes amigos.
—Afortunadamente me tienes a mí —murmuró Lando orgulloso, haciéndose a un lado a orilla del muelle cuando estuvieron frente a su yate—. Si pones un pie adentro, no te voy a dejar salir hasta que terminemos borrachos hasta los huesos.
Carlos soltó una risa con incredulidad.
—Nunca hemos salido sobrios de tu yate, enano.
Tan pronto como se encendió el motor, se disparó una fuerte onda de música electrónica más vieja que Oli, el perro maltés de su madre. Norris solía tener la certeza que las canciones de su infancia eran por muchísimo mejor que lo que tenían hoy en día, y por supuesto, tenía una fuerte obsesión. Todas las fiestas y celebraciones que había pasado con Lando, lo único que era capaz de recordar eran imágenes borrosas con luces fluorescentes y música electrónica.
El yate se dirigió a la longitud de un mar menos abarrotado y mucho más abandonado mientras los colores naranjas se extendían a las espaldas de Mónaco. Carlos se recargó sobre la barandilla a uno de los costados de la navegación, el viento húmedo agitando su cabello y la brisa acariciando su piel. Ni siquiera pudo tener unos minutos de tranquilidad antes de que Max, Checo y George llegaran con una botella tamaño misil y empezaran a vitorear y pegar gritos para que abriera la boca.
—¡Solamente serán tres segundos! —dijo George, el más mentiroso de todos, porque sabía que tres segundos significaban el triple.
—Lando tomará el doble de lo que tú tomes —aclaró Checo—. Y si alguien llega a hacer una mala cara, lo lanzaremos al mar.
Para una hora más tarde, Lando ya se encontraba sin camisa aventándose desde el segundo piso del yate hacia la piscina de la planta baja. Las mujeres se dirigían a Carlos como abejas hacia un panal, y había más gente besándose de la que el español quería contar.
Tres horas más tarde, estaba siendo arrastrado a la proa del yate donde la gente bailaba sin ritmo. Se encontró a Max y a Checo, quienes se sumían entre la gente alrededor de la falsa pista de baile.
Cinco horas más tarde, la embarcación estaba regresando al puerto Hércules con una cantidad de borrachos absurda. Carlos y Lando caminaban empujándose sobre el muelle, hombro con hombro, y cuando ameritaba, se sostenían el uno al otro para no caer de bruces al suelo.
Y siete horas más tarde, había perdido miles de dólares en el casino de Mónaco mientras Lando gritaba emocionado delante de una mesa donde se jugaba póker. El británico no sabía absolutamente nada de la dinámica del juego, pero se abrazaba a los fajos de billetes con suma alegría y ebriedad, aunque solo transcurrieron unos minutos más para que terminara perdiendo todo.
Al salir del casino, Carlos se burlaba de cómo Lando había gozado de su ganancia solamente por quince minutos. Norris se rió con él al principio, pero al ver que las risas del español no paraban, le dio un pequeño codazo bajo sus costillas. Él, tomando eso como una invitación, lo empujó de vuelta, y pronto se encontraban forcejeando el uno al otro frente al lugar.
Norris, víctima del alcohol que corría entre sus venas, dio un mal paso y entre risas provocó que se tropezara y se fuera hacia atrás, buscando aferrarse a los brazos contrarios y terminando por arrastrarlo con él. Los sonidos alegres se cortaron y fueron reemplazados por quejidos cuando ambos cayeron al suelo de piedra y el cuerpo de Carlos chocó como una masa gigante que terminó sacándole todo el aire de sus pulmones.
—Eres un gilipollas, tío —susurró Carlos en español mientras se levantaba con las rodillas adoloridas.
—Erues un guilipolas tambén —contraatacó Lando con su español de principiante, tomando bocanadas con fuerza para recobrar su respiración. Se sacudió la tierra sucia de su ropa, y de pronto levantó la vista y empezó a buscar a sus alrededores—. ¿Dónde están los demás?
—¿Apenas te preocupas por ellos? Se fueron hace horas. Anda, vamos a tu apartamento.
Llamó a su chófer y en menos de un minuto estaba cruzando la calle principal. Lando fue el primero en subir y tan pronto la puerta trasera se cerró automáticamente, se recostó sobre el hombro de su acompañante y cerró los ojos.
—Ojalá pudieras regresar a McLaren.
Carlos miró por la ventana, en la ciudad extravagante llena de luces y música de noche.
—Siempre me lo repites.
—Te extraño. —La honestidad de Lando era notoria incluso cuando no estaba borracho. Sus emociones predominaban en sus palabras. Hasta cierto punto parecido a Carlos, pero en el madrileño se destacaban en sus facciones—. Ha sido demasiado difícil sin ti. Por más que nos esforcemos, Piastri y yo no conseguimos ser buenos amigos. Constantemente se me compara con él y es doloroso.
Su mano fue a parar en la pierna de Lando y apretó en señal de apoyo.
—Lo sé. Pero eres bueno, Lando, recuérdalo.
—Las personas quieren verme fallar para restregármelo en la cara. A veces me hacen dudar de qué clase de hombre soy. —Lando se apartó de su hombro y el otro le regresó la mirada. Detrás de su fila de pestañas, había un brillo triste escondido en sus ojos verdes.
Norris lo miró por unos segundos en silencio. Era como una herida que constantemente está picando y no puede dejar de ser consciente de ella.
Buscó consuelo y volvió a acomodarse en el cuerpo de su mejor amigo, cerrando los ojos una vez más mientras a su mente llegaban las memorias de Carlos y él en los años que compartieron sus trajes azules. Habían sido temporadas llenas de altas y bajas, pero siempre se encargó de cuidarlo ante las críticas y de darle su apoyo cuando lo notaba cabizbajo. Todos solían ser demasiado competitivos como para siquiera atreverse a dar un buen consejo; sin embargo, él le ayudó en todo lo que estuvo en sus manos: regalándole sus años de experiencia y enseñándole técnicas que ningún otro piloto habría hecho con tal de ser el mejor.
Su amistad estaba presente dentro y fuera de la parrilla, conocían a sus amigos y familiares más cercanos, en vacaciones solían verse y entrenaban golf y pádel juntos, y cuando Carlos no iba a Mónaco, Lando lo visitaba en Madrid y nunca faltaba su parada por Boogie Burger, el restaurante que su mejor amigo había creado con tanto cariño. Sabía perfectamente que cada cosa que su mejor amigo hacía; lo hacía con muchísimo amor y esperanza. Era su ejemplo a seguir. Era un hombre formidable y ansiaba llegar a ser una pizca de lo que era Carlos Sainz.
Los días que compartieron en McLaren eran tan coloridos como su color naranja. Ahora estaba tan frío y gris, y aún más frustrante era reconocer que el equipo italiano nunca le entregaría ni la mitad del aprecio que tenía en su anterior escudería. Charles Leclerc nunca sabría agradecerle y Lando jamás volvería a ser el compañero de Carlos.
—Ojalá pudieras regresar a McLaren —repitió, esta vez con la tristeza apoderándose de él.
[...]
El lunes empezó con una resaca intensa para Lando tras mezclar una serie de licores distintos. Carlos estaba totalmente derrotado en la cama de la habitación de invitados, y no supo en qué momento se metió, solamente había escuchado un montón de cosas caerse a mitad de la madrugada y después sintió un bulto tirarse a su costado en el colchón.
—Mhm... Odio este cuarto —susurró Lando con la voz mañanera y ronca por el día anterior.
Apretó sus párpados con fuerza por la luz que se filtraba a través de los gigantescos ventanales que daban vista a la playa, y palmeó sobre la pared para presionar un botón. Pronto empezaron a deslizarse las cortinas y se recostó nuevamente cuando el cuarto quedó sumido en oscuridad, suspirando con satisfacción.
—¿Qué hora es? —preguntó Carlos, girando sobre la cama para conseguir dormir un poco más. El piyama que le prestó le quedaba ridículamente corto.
—No lo sé... Revísalo tú.
Ambos lucían acabados, aferrándose a las almohadas y sábanas bajo las consecuencias de tomar y salir a divertirse después de una carrera.
—Landoooo —canturreó en súplica. El mencionado emitió un leve gruñido y abrió un ojo en busca de su celular, sintiendo las punzadas a cada lado de su cabeza.
—Son las tres —anunció tras revisar la pantalla.
Se incorporó en un segundo recordando el desfile de modas y Rebecca y Francia y el vuelo y la hora al mismo tiempo.
—Tengo que irme ahora.
—¿Qué? —Lando se volteó a verlo—. ¿Por qué?
Carlos le explicó que necesitaba viajar a Francia porque se lo había prometido a Rebecca mientras se deshacía del pequeño piyama de Lando y se metía a tomar una ducha de apenas cinco minutos, para después salir en toalla a buscar su ropa desparramada en el suelo. Aunque el desfile de modas empezaría el día siguiente, necesitaba estar en Francia esa misma tarde, en el mismo jet privado al que lo había invitado la escocesa. Cuando halló su pantalón escondido debajo de la cama, se apresuró en sacar su celular emitiendo un sonido ahogado cuando vio en la pantalla más de cinco llamadas perdidas de la modelo.
Lando analizó cómo Carlos parecía aumentar la velocidad en todos sus movimientos. Brincaba poniéndose el pantalón, se ponía su calzado sin ajustar y estuvo a punto de colocarse la camiseta al revés de no ser porque le advirtió.
—¿En serio planeas irte con la misma ropa de ayer?
—No tengo tiempo. Necesito salir inmediatamente o no alcanzaré a llegar. —Presionó con insistencia la pantalla de su celular y empezó a sonar el timbre en señal de que la llamada estaba entrando—. Contesta, Rebe, por favor —comenzó a susurrar mientras se colocaba a prisas su reloj.
Norris se levantó de la cama y tan pronto como se puso de pie, se maldijo por hacerlo. El dolor de cabeza era insoportable cuando se encaminó por los pasillos hasta llegar a su habitación y buscar dentro de su armario una ropa mucho más grande que su talla. Escuchó la voz del español desde la habitación de invitados, sonaba torpemente avergonzado cuando se disculpaba con la mujer por no haber atendido a sus llamadas y le decía que ya estaba por salir. Mientras regresaba con una camisa limpia entre sus brazos, escuchó la risa de Donaldson a través de la línea y unas palabras para que se diera prisa.
Cuando llegó de nuevo, Sainz se veía más relajado. Le tendió la camisa limpia y el madrileño alzó una ceja.
—Esta ni siquiera es tu talla.
—No preguntes y póntela. —Se cruzó de brazos y evitó su mirada—. ¿Cómo te vas a llevar esa camisa sucia a ver a tu futura novia? Apesta a perfume con licor.
Fue observado y sobre analizado durante unos segundos. ¿Por qué Lando tendría ropa de hombre que no le quedaba a la medida?
Extendió la camisa y la escaneó con curiosidad. Ni siquiera era el estilo de su padre. Volvió a echarle un ojo al británico y luego a la prenda.
—Pero es que nunca he visto a un amigo tuyo que use la misma talla que yo.
Lando puso los ojos en blanco.
—No conoces a todos mis amigos.
—Por supuesto que sí —afirmó con seriedad—. ¿A quién metiste a tu casa, Lando?
Las mejillas se le comenzaron a ponerse de todos los colores. Regularmente, él no era tan curioso y le daba su privacidad, ¿ahora por qué parecía tan inquieto por saber de quién era esa ropa?
—No lo sé, quizá alguien la dejó en alguna fiesta.
—Sí, y por eso tuviste que buscarla en tu habitación y no aquí.
Estaba echando humo por las orejas cuando Sainz se cambió. Era vergonzoso. No quería que supiera que había metido a un hombre a su casa durante días y dejó un poco de ropa. Tampoco le agradaba la idea de contarle que era un asunto casi... casual. Y no había pasado una ni dos veces, ya había perdido la cuenta de cuántas veces había sido acompañado por el mismo hombre en sus noches de borracheras o cuando se sentía extrañamente solo.
—No tengo tiempo para hablar de esto ahora, pero no creas que lo olvidaré. Me tienes que contar todo antes de la próxima carrera.
No hubo respuesta, Lando simplemente se cruzó de brazos y miró a un punto de la pared como si le estuviese restando importancia, cuando en realidad estaba volviéndose loco por dentro. Nunca le había dicho nada en cuanto a su vida sentimental, si es que le podía llamar «sentimental» a aquello.
Carlos tomó todas sus cosas y estuvo a punto de salir por la puerta como si no estuviera dejando nada atrás, pero antes de irse, giró sobre sus talones y buscó a Lando al final del pasillo para despedirse de él con un corto abrazo.
—Te veo pronto, enano.
Ahorró las palabras referentes a que medían casi lo mismo, y se dedicó a verlo caminar hacia la puerta con esa camisa que no era de él, pero parecía exactamente hecha a su medida. La puerta se cerró y, de nuevo, se sumió en una profunda soledad y silencio.
Más tarde, Carlos estaba saliendo del coche que lo dejó en el privado en el que viajaría junto con Donaldson. La chica lo esperaba afuera con una sonrisa hermosa y su cabello castaño meciéndose en todas las direcciones. Se rió al estar frente a ella y acomodó su cabello detrás de su oreja, contemplándola a sus ojos claros con adoración.
—Lamento haber llegado tarde.
—No llegaste tarde, Carlos.
—Papá suele decir que no llegar al menos cinco minutos antes de la hora acordada se considera como impuntual, así que... discúlpame.
Rebecca asintió, aún con ese gesto radiante, y se encaminó hacia las escaleras del jet para empezar a subir. Carlos se encaminó detrás de ella hasta terminar los escalones y cruzar por el pasillo alfombrado. En cuanto se dio la vuelta para tomar asiento, encontró a un ser despreciable sentado en uno de los sillones de piel mirándole. Cualquier señal de contento se desfiguró en su rostro, y el odioso sonrió al presenciar su acto como si estuviese encantado de entorpecer sus planes.
—Charles está aquí desde hace treinta minutos. Está demasiado emocionado en llegar a Francia. Probablemente tengamos un poco de tiempo para recorrer la ciudad, podríamos ir a tomar un café o visitar uno de los museos, ¿has ido a alguno? —se dirigió a Carlos y él negó con su cabeza a medida que tomaba asiento frente al monegasco.
Sus ojos marrones lo fulminaron, a lo que los verdes se limitaron a compadecer con una mediana y triunfante sonrisa. Quería levantarse y echarse hacia él para darle una buena golpiza. Parecía que solo a él le hacía esas caras estúpidas.
—Podríamos ir al museo de Louvre.
Rebecca se mostró emocionada ante la idea, por lo cual Carlos tuvo que acceder con la misma intención.
—El hotel donde nos hospedaremos está en Louvre así que tenemos una decena de lugares increíbles para visitar.
De repente, Rebecca se sumió en la pantalla de su celular y comenzó a investigar sobre los lugares a los que podrían visitar. Solamente decía que ya había comprado entradas para esto y aquello y la mueca de Carlos era más evidente para Charles, sabiendo que ninguno de esos preciosos sitios los visitaría junto a ella sino que tendría que soportar la inútil e indeseada presencia del monegasco.
Leclerc se dispuso a retomar el libro que había abandonado en su regazo y se hundió en las páginas escritas en francés. Carlos tenía el presentimiento de que sería un viaje desastroso, pero no tenía ni la más remota idea de que estaría dirigiéndose al país donde cualquier posibilidad de arreglar la situación con su compañero, se extinguiría para siempre.
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