1._Caminante.
El viento del desierto soplaba desde el este arrastrando la arena fina en una nube color bermellón, a través de la cual el sol era una esfera blanca. La larga chilaba del solitario caminante era agitada por el viento y su color se fundía con el desierto. La arena se le metía en sus largas orejas lo que lo obligó a detenerse y acomodar mejor esa especie de turbante para que le protegiera la cabeza de forma más eficiente. Se cubrió parte del rostro también y continuo su camino sobre las dunas que no parecían tener fin.
Los años pasaban más lento desde que no podía tomar sus largas siestas y a la vez los días eran tan cortos como un latigazo sobre su espalda todavía recta, gallarda. El tiempo se le vino a cuestas y lo tenía fatigado. Mucho más que esa caminata a través de esas áridas tierras, solitarias y estériles como lo era su corazón. Llevaba cuatro días sin comer y casi dos sin beber una sola gota de agua. Su cuerpo resentia la falta de alimentación,
la insolación; pero seguía testarudamente su marcha contra el ardiente sol, el desierto y esa tormenta.
A medio dia, cuando más quema el sol, se vio obligado a buscar un sitio que lo resguardara, pero antes de encontrar unas rocas erosionadas que ofrecían una miserable sombra tuvo una visión fugaz de esa mujer. La vio con su verde vestido, su cabello cobrizo y esa sonrisa escasa, pero gentil. La vio como aquella vez en que le ofreció un sencillo bocadillo que desprecio para apartarla de su camino, como tantas veces lo hizo. La ilusión lo miró y se desvaneció en un remolino del viento mezclado con polvo. Bills se dejó caer al pie de la roca y cerrando los ojos se acurrucó dándole la espalda al desierto como esas memorias que a ratos no hacían sino traicionar sus resentimiento. Porque estaba furioso y deseoso por cobrarle a esa mujer todas sus desgracias.
Las entrañas le pedían a gritos un bocado y nada podía hacer para ponerle fin a la protesta. Dobló los brazos sobre su vientre y subió las rodillas hacia su frente. Casi como un feto. Llevaba horas ahí. El viento finalmente se calmaba, pero la tormenta en su interior no tenía fin. Con dificultad llevó sus dedos hasta su boca para untarlos con su saliva y humedecer sus ojos. Su lengua estaba seca. Le toco hacer un esfuerzo para reunir algo de saliva. Evoco sus vastos banquetes de cuando era un dios para ayudarse con la tarea. Funcionó. Se sentó y observo el ocaso en el desierto. Como le dolian esos colores rojos. Hace años que todo lo que le recordaba a ella lo lastimaba y eran demasiadas cosas las que se la llevaban a la memoria.
Se puso de pie y continúo. Sabia que no moriría. No podía. No mientras ella viviera. Que maldición infernal era esa que aquella mujer le echo encima. No había duda alguna para Bills que una mujer herida era mil veces más terrible que Zen Oh Sama. Se puso la linyera sobre el hombro y apuro un poco el paso. Después del atardecer hasta antes de la media noche era el mejor horario para caminar en el desierto. Después hacia demasiado frío y demasiado calor. La ciudad estaba todavía lejos, pero con un poco de esfuerzo la alcanzaría a la mañana siguiente. Siempre y cuando no se detuviera más que durante las horas antes del alba para no morir de hipotermia. Esa jornada no pudo dormir, ni siquiera junto al fuego que encendió gracias a unos arbustos secos que encontró entre las rocas. Estaba un tanto nervioso. Ansioso por llegar a destino por lo que retomo el camino temprano y a media mañana la suave brisa le llevó los olores y el murmullo de la gente de la ciudad, en el viento.
Entró como todos, por las grandes puertas de la ciudad amurallada. Todas las ciudades que existian en aquel planeta estaban rodeadas de grandes paredes color del desierto. Bills ingreso como un vagabundo y caminó por la estrecha calle rodeada de puestos de mercaderes que se abalanzaban sobre los posibles compradores. Pero él pasaba indiferente. Sus ojos no habían perdido intensidad y seguían logrando atravesar a quienes veía, consiguiendo que se apartaran de él. A poco andar notó que algo sucedía en la ciudad y le preguntó a un hombre que vendía unas frutas deshidratadas que estaba aconteciendo.
-El señor de la ciudad tiene un invitado muy importante y prepara una fiesta en su honor. Dicen que es una reina. Una mujer ¿Entiende?
Bills no entendió, pero su corazón se aceleró ante la posibilidad de que fuera ella. Hace años que no la veía, mas siempre lograba sentir cuando estaba cerca. Su corazón se agitaba exaltado de rabia solo de presentirla o soñarla. Caminó en dirección a donde iba la gente, pero le fue imposible abrirse paso para ver. Su poder no estaba, pero conservaba su destreza física. Con agilidad se trepo hasta un solitario balcón y desde allí vio la senda empedrada por la que avanzaba una veintena de hombres con grandes alfanges curvos en sus manos. Los habitantes de ese mundo eran como hombres, pero más altos y de piel negra como el ébano. Sus cabellos eran blancos y sus ojos de color celeste o violeta. Estaban dotados de una gran fuerza, aunque ellos eran guerreros pobres. En esa tierra gobernaba la magia. Tras esos hombres, otros cuatro cargaban un palanquin cubierto de velos, a través de los cuales se distinguía la figura de una mujer que comía una fruta semejante a la uva del planeta Tierra.
Al paso de esa caravana la gente arrojaba flores perfumadas que inundaron el aire de un olor agradable que confundió el olfato de Bills que solo comprobó sus sospechas al ver al sujeto de alto peinado y atuendo granate, caminando a un costado del palaquin.
-Whiss- murmuró y el ángel giro su cabeza a él, obligandolo a saltar hacia el callejón.
-¿Qué sucede, Whiss?- preguntó la mujer desde detrás del velo.
-Crei ver un gato saltar desde ese balcón- le contestó y la miró de reojo- Ya sabes a cual me refiero, Mary.
Una copa de vino estuvo a milímetros de estrellarsele en la cara, pero el ángel la evadió sin problemas.
-No vuelvas a llamarme así. Mi nombre es Belika, la diosa de la destrucción de este universo- le señaló en un tono que hubiera amedrentado a cualquiera.
-Discúlpame. A veces lo olvido.
Whiss torno su rostro un tanto triste y mirando al cielo, recordó como esa mujer y ese antropomorfo, en el callejón, terminaron así. Odiandose y malditos.
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