Una Mano Amiga

Dominick había caminado las seis interminables cuadras que separaban el instituto de la avenida Universidad. Los fuertes rayos solares hacían que sus movimientos fueran pesados. La humedad era tal que podía sentir el sudor deslizarse como melaza en su piel. Extrañó el clima agradable de la capital, sus zonas verdes, las sombras que los árboles le brindaban. 

Aquí, en la costa, todo era calor y más calor. Llegó a la pequeña parada. Tuvo que soportar el Sol un rato a la intemperie, debido a que las personas estaban amontonadas dentro del angosto techo huyendo del abrasador astro sin mucho éxito. 

Dos camionetas que venían haciendo competencias por poco no se montaron sobre la acera, lo que le hizo saltar hacia atrás.

—Debo conseguir otro medio de transporte —pensó, mientras corría para que el autobús no lo dejara.

Tuvo que dar un salto olímpico, sujetar con fuerza la pequeña barra que estaba soldada al lado de la puerta, y colocar grácilmente un pie sobre el estribo. Los músculos de su brazo se tensaron, de tal manera que estuvo a punto de reventar la manga de la franela. Se felicitó por haber traído su bolso, de lo contrario hubiera perdido los libros durante la maniobra.

La corriente de aire, producto de la velocidad de la camioneta, hizo que se refrescara un poco. Deseaba echarse un baño, quitarse la sensación de estar empegostado. Decidió quedarse en la puerta, pero lo mandaron a caminar hacia la parte trasera del bus. 

Quiso ser obediente, por lo que colaboró, por su seguridad y la del chófer, pero pronto se arrepintió. Las personas estaban tan apretujadas que llegó a pensar que si se soltaba del pasamanos no se caería. Agradeció medir más que la mayoría, porque dentro de la camioneta (1) era complicado respirar.

Iba a comenzar su oratoria mental sobre las vicisitudes de los ciudadanos que utilizan el transporte público cuando se acordó de Maia. ¿Cómo se acoplaba a este mundo de videntes? De seguro que le era muy difícil, pero lejos de quejarse, intentaba siempre dar lo mejor de sí; no perdía su capacidad de asombro en las dificultades, ni de responsabilidad, al quedarse organizando sus apuntes, en vez de retirarse a su hogar. 

Respiró lo más profundo que pudo, el oxígeno no era abundante en aquel espacio, mentalizándose que pronto llegaría a su casa. Intentó relajarse, tenía que aceptarlo: Esa sería su rutina por un largo tiempo.

En cuanto Itzel abrió la puerta de su casa, un zapato pasó volando hacia ella. De la impresión desapareció, haciendo que el proyectil impactara en la puerta. 

Loren salió corriendo del pasillo que daba a las habitaciones. Tenía el rostro agotado, con lágrimas en los ojos, le dedicó una triste mirada de bienvenida, echándose a correr en pos de Gabriel, mientras escuchaba los gritos de Tobías de que si agarraba a su hermanito lo mataría.

Dejó caer, el morral al suelo. Estaba demasiado cansada para bregar con una tradicional pelea de niños. 

Se dirigió a la cocina, revisó las ollas vacías, sacando una para llenarla de agua. Prendió la hornilla, colocó la olla, poniéndole una tapa. Haría un poco de pasta. 

Caminó hacia el baño, descubriendo el rostro enfurecido de Tobías, tenía sobre sus piernas el guante de béisbol, visiblemente mojado. Debajo de él había un enorme charco de agua.

—¿Qué ha pasado, Tob?

—Gabriel ha arrojado mi guante al retrete —contestó llorando—. Tengo juego a las tres, Itzel, y papá prometió que vendría a verme. Ahora no jugaré. —Ocultando su carita se echó a llorar.

Itzel lo tomó por la nuca, atrayéndolo así ella. Sabía cuánto deseaba que su padre estuviera con ellos, ella también lo extrañaba, había llorado mares cuando sus padres se divorciaron, pero en el fondo reconocía que era la única forma de ponerle fin a las peleas paternas. 

Sin embargo, eso no hizo que su dolor mermara. Ahora sus hermanos tenían que aceptar su ausencia, luchando con la idea de que si eran buenos, si realmente eran buenos, su padre regresaría con ellos.

—Papá te va a querer igual, juegues o no.

—Se trata de que se sienta orgulloso.

—Sé que si te digo que tienes toda una vida para hacerlo sentir orgulloso, no me escucharás... así que, por los momentos, solo puedo ofrecerte esto: Ve a tu cuarto, busca tu uniforme y báñate. Yo me encargaré de tu guante.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Tobías le dedicó una sonrisa cómplice y salió corriendo a su habitación. Itzel le devolvió la sonrisa, hasta que este se perdió de vista. Bajó el rostro, apoyando sus manos sobre sus rodillas, ¿en qué se había metido? Sacudiendo su rostro, se dirigió nuevamente a la cocina, miró la olla y el agua estaba hirviendo. Echó en ella la pasta, viendo su reloj para darle solo cinco minutos. Justo cuando introdujo el tenedor para removerla, Loren apareció con una cara de derrota.

—Ya no sé qué hacer —sollozó—. Gabriel no quiere alejarse de la tierra, ¡me ha pateado! ¡Mira! —dijo mostrando sus converses—. Ha arruinado mis zapatillas de quinceaños.

—Loren, ya no tienes siete años. —Su hermana la miró de mala manera—. Hagamos esto. Tobías se está bañando, le prometí un guante nuevo, que no tengo ni idea de dónde lo sacaré. Tú quédate aquí. Faltan... —Consultó el reloj—. Faltan cuatro minutos para que la pasta esté lista. Luego la sacas, la cuelas y le agregas un poco de agua fría. Voy por Gabo, y después arreglamos el problema de tus zapatos. —Dio unos pasos para marcharse—. ¡Ah! Y saca un plátano de la nevera, intenta cortar unas tajadas, o lo que sea que te salga.

—No sé freír.

—Solo quiero que las cortes, no que las frites.

Salió corriendo al pequeño patio, que solo era unos veinte metros cuadrados, separados por una pequeña verja de la casa que daba a la otra calle. Gabriel estaba tirado en un pequeño charco de barro pastoso, precisamente en el único maltrato que tenía el césped. Sus bermudas celeste estaban marrones, jugaba con la tierra como si fuera plastilina(2)

Itzel respiró profundo. Solo tenía diecisiete años, y ya se sentía como la madre de sus hermanitos.

—¡Ey Gabo! —lo llamó acercándose con cuidado para no asustarlo—. Me he enterado de algunas cosas que has hecho adentro. —El niño siguió jugando con la tierra.

—Tobi está molesto conmigo —dijo, para luego tenderle el puño mostrándole el barro en forma de pelota—. ¡Mira, estoy haciendo un rico chocolate!

—Gabriel —habló con ternura—, ¿quieres chocolate?

—Sí —respondió contento.

—Entonces, acompáñame a la casa y te daré una rica barra de chocolate.

—It, Tobi no me quiere. Ni Loren. ¿Tú me quieres?

—Tobi, Loren y yo te queremos, Gabito, solo que... — suspirando bajó la cara, perdía su tiempo explicándole lo que él no estaba en capacidad de entender y ella no sabía explicar; se agachó, tendiendo las manos. Su hermanito dejó caer la bola de barro y se le tiró a los brazos.

—Debemos bañarte.

—Después del chocolate.

—No, Gabriel. Primero te bañaré y luego te daré el chocolate —le dijo entrando a la casa.

No tuvo que imaginarse lo que ocurría dentro: Loren había dejado pegar la pasta. Quería gritar, llorar, pero eso no solucionaría nada. Tomó una nueva olla, con Gabriel en sus brazos, la llenó de agua, y volvió a repetir el proceso, cuando su hermana salió de su habitación con las uñas recién pintadas. Tobías ya había abandonado el baño.

—Toma a Gabriel, ayúdale a bañarse.

—Me acabo de pintar las uñas.

—Por favor, Loren, ¡no soy mamá! Acabas de dejar que la pasta se pegara. Te pido que bañes a Gabriel y lo tengas listo.

—Se me dañarán las uñas.

—¡No me importa tus uñas! —gritó, haciendo que Gabriel se pusiera a llorar.

Loren no se movió y para colmo de males su celular comenzó a sonar. Bastó ver la pantalla para saber que era Aidan.

—No es un buen momento —le contestó.

—Esa no es la Itzel que esperaba encontrar —respondió mientras se dirigía a su casa—. ¿Ocurre algo? —le preguntó, al escuchar los llantos de Gabriel por el teléfono.

—Creo que terminaré llorando. No he hecho la comida, Loren no me colabora, debo secar el guante de Tobías, porque cayó en la poceta. Tiene juego hoy, y sin eso, pues ya sabes. Gabriel está lleno de barro. ¡Y son las dos de la tarde!

—¡Uff! Suenas como una ama de casa desesperada.

—Aidan, hablamos luego, debo terminar el almuerzo.

—No podrás secar el guante de Tobías, el cuero no cede con tanta facilidad. Yo necesito hablarte de algo —suspiró—. ¿Sabes qué? Te llevaré mi guante, y así hablamos.

—¿Me acompañarás al juego?

—Y te llevaré comida.

Itzel sonrió colgando su teléfono.

El patio de la casa de Maia estaba lleno de flores, cercado por jazmines y apamates que le daban un fresco aroma al lugar. En el centro del mismo había un enorme samán, debajo de él un columpio, donde Leticia solía llevarla para que pasara la tarde leyendo o escuchando música. Caminó hacia su lugar de silencio y paz, buscando un poco del sosiego que había encontrado con Aidan en la playa. Llevaba su libro de Biología, intentaría repasar. 

Ese día, su alegría habitual, su perenne compañera, había desaparecido, ni siquiera tenía ganas de celebrar el hecho de que pudo escapar de la pesadilla que aquellas jóvenes le habían preparado.

Pensó que lo más prudente, por su parte, era pedirle a Dominick que se alejara de ella y hacer otro tanto con Aidan, dado a que el problema era por ellos. Sin querer, las lágrimas comenzaron a salir. Había intentado ser valiente, soportar, pero no era de hierro y su fortaleza se estaba resquebrajando como una pajilla. 

Se llevó una mano al rostro, cuando alguien colocó una mano en una de sus rodillas, haciendo que estirara toda su columna vertebral.

En ese instante, lo peor que le podía ocurrir era ser descubierta por su madre, mas esa mano era muy amplia para pertenecer a una mujer, lo que significaba que Israel, su padre, estaba allí con ella.

—¡Papá!

—Aún estoy muy joven para ser padre —le respondió Ibrahim con una dulce sonrisa.

—¿Ibrahim? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste? —preguntó consternada.

—Pues, Costa Azul es realmente pequeña —dijo en tono solemne—. Bien, la verdad es que tuve que lanzarme en una de investigador privado y hacer unas cuantas llamadas para poder llegar a tu casa.

—¿Aidan te...?

—No es relevante quién me trajo aquí, sino, el porqué estoy aquí. ¿Qué fue lo que realmente ocurrió en el colegio?

—No lo sé.

—Maia, ocultarlo no hará que mejore.

—¡Es que es la verdad! Desde que Griselle me amenazó, todo ha ido de mal en peor.

—¿Por qué crees que te amenazó Griselle?

—Porque me vio en el recreo con Dominick.

—Pensé que era Irina la que estaba interesada en Dominick. —Maia bajó la cara apartándola completamente—. ¡Claro! Ella está detrás de todo esto —intuyó, acomodándose sus lentes—. Dime, ¿es solo por Dominick?

—También es por Aidan.

—¡Umm! Una chica muy ambiciosa.

—Ibrahim, mírame, no hay nada de belleza en mí. Soy solo esto —confesó señalando su cuerpo—. Y aunque pueda ser el rostro de la ternura, nadie quiere tener a su lado a una persona ciega.

—No te des tan poco valor —le dijo sentándose con ella en el columpio—. ¿Esto no se caerá? —titubeó, quizá aquello podía venirse abajo. Maia negó sonriendo entre las lágrimas, lo que le llevó a tomarla de la mano—. También, yo soy distinto.

—¿Tienes una discapacidad?

—Soy gay —confesó, haciendo pucheros—. Cuando te vi, supe que esto pasaría, pero no pensé que llegarían a tanto; menos que se atrevería a aterrorizarte. Y no es que me sorprenda que lo hicieran. Te admiro, te has enfrentado sin miedo a ese horrible monstruo que es el liceo. ¡En verdad te admiro! Y si Irina y su grupo te ha amenazado es porque realmente creen que tienes el potencial para lograr lo que sea.

—Aun así, eso no les afecta.

—Maia, créeme sinceramente cuando te digo que Dominick está más bueno que comer tartaleta de fresa cuando se tiene un bajón de azúcar. —Maia se rio—. Y Aidan es como un helado de coco en la orilla de la playa.

—¿Helado de coco?

—Ven —le dijo tendiéndole la mano—. Te llevaré a la playa y te demostraré lo que te acabo de decir.

—Creo que mi mamá no me dejará ir a la playa.

—Creo que tu mamá está tan preocupada por ti, que me dejaría llevarte a Disney World si se lo pido. —Maia sonrió, levantándose con él del columpio.



Después de reposar, Dominick subió al techo de su nueva vivienda. Era una casa pequeña, de ochenta metros cuadrados, con una sala decorada con muebles de madera y cojines de flores, que su abuela había cosido, una mesa de mármol que hacía contraste con los cojines. Tres amplias ventanas le daban luminosidad a la habitación, una daba a la calle, otra estaba ubicada frente a la mesa de cuatro puestos del comedor al lado de los muebles, y la última, un poco más pequeña, frente al lavaplatos. 

Sobre la cocina se abría una campana de aluminio, incrustada entre gabinetes de pino, mucho de los cuales tenían vidrios que dejaban ver el interior de los mismos. El lavaplatos y la cocina estaban conectados por gabinetes de puertas, y varias gavetas. El piso de cerámica blanca hacía del lugar una de las zonas más frescas de la casa. En la cocina había una puerta que daba al pequeño patio cercado por altas paredes. 

Marcela le había aclarado a los hombres de la casa que mientras ella viviera, la puerta de la cocina siempre estaría abierta, así la brisa podía colarse a través de ella. Esto motivó a Octavio a colocar, durante el fin de semana, un puerta con malla para impedir que los zancudos y las moscas entraran a la casa.

Frente al espacio que se extendía entre el comedor y la cocina había un pasillo que llevaba al baño de visita, todas las habitaciones contaban con sus propios baños. 

Era un hogar muy modesto, solo eso podía pagar su padre, y Dominick lo entendía. La enfermedad de su madre lo había dejado en la completa ruina. Antes de ese hogar, su abuela y él tenían que compartir la misma habitación, así que estaba agradecido por permitirle tener un sitio más cómodo donde vivir.

Había terminado de barrer el techo y de destapar los cuñetes de petróleo que esparciría en él. El último dueño de la vivienda había insinuado que el manto del techo estaba vencido, por lo que Octavio tomó la precaución de comprar un manto nuevo, dejándole a Dominick la tarea de impermeabilizar la casa. Ese era un trabajo que aprendió a hacer después de la muerte de su madre. 

Su padre le enseñó plomería, electricidad y hasta un poco de albañilería. Había dejado de ser el niño mimado para convertirse en un joven trabajador. 

En su vida todo había cambiado, hasta el trato de su padre por él. No dudaba de que la muerte de su madre le había afectado a todos, pero Octavio se volvió tan áspero, tan duro y frío con él, que muchas veces cuestionaba si su padre lo había amado realmente alguna vez.

Se irguió para quitarse el sudor de la frente. El Sol era más intenso a esa hora. Su abuela lo había persuadido de que usara una camiseta, pero la verdad era que ni con un bloqueador de cien FPS iba a evitar broncearse, así que antes de subir al techo, se bañó con el filtro solar y, sin camisa, se dispuso a conseguir un bronceado perfecto. 

Mirando al horizonte dio con la prolongada línea blanca de espuma marina que surgía, una y otra vez, sobre un cálido azul. Era la vista más espléndida que tenía de la playa.

—Con gusto me daría un buen chapuzón —pensó, acomodándose uno de los guantes.

—¡Dom! —le gritó su abuela—. Baja a tomar un poco de papelón(3). Te deshidratarás allá arriba, muchacho.

Dominick sonrió. Dejó caer la escoba, arrojándose por la escalera. Cuando puso los pies en el suelo, se quitó los guantes. 

Marcela sonrió al ver el rostro de su nieto iluminado, el sol había colorado sus mejillas, y sus ojos se veían más brillante, su piel también resplandecía por el sudor. Su negro cabello estaba pegado a su piel en gruesos mechones, y aun así, sonreía, con esa risa infantil, dulce, ingenua. Seguía siendo su niño, ese niño que adoraba a su madre, y que no podía comprender cómo era posible que no la vería más.

—Gracias, abuela. Siempre tan atenta.

—Sabes que tu papá y yo no seríamos nada sin ti. Te esfuerzas tanto. —Dominick se tomó el jugo de un solo sorbo—. ¿Quieres más?

—¡Claro! —le aseguró—. Quizá sea un poco egoísta en mis acciones.

—¿Y eso?

—Leticia, la mamá de Maia, nos ha invitado a comer a su casa. —La abuela sonrió con picardía, entrando a la cocina, seguida por su nieto—. Y me gustaría devolverle la invitación, pero no quiero que llueva ese día, y si lo hace, entonces es mejor que el techo no gotee.

—Eres un estupendo muchacho. Yo misma le diré que fuiste tú quien impermeabilizó el techo. —Le tendió el vaso repleto de jugo, con el hielo tintineando y derritiéndose dentro de él—. Su hija tendrá un excelente novio.

—¡Abuela! —exclamó, atragantándose. La tos no le dejaba hablar, por lo que Marcela comenzó a golpearle la espalda, él extendió su mano dándole a entender que ya estaba bien—. Atravesé el techo, no creo que muera ahogado —comentó sonriendo.

Marcela lo miró anonadada. «Atravesé el techo...». ¿Eso era lo que había dicho? Ella lo había entendido claramente. 

Dominick levantó la mirada hacia su abuela, parecía un borrego asustado porque entendió muy bien lo que le pasaría. Pero, ¡a la porra con los secretos! El abuelo de Aidan parecía conocer muy bien los poderes sobrenaturales de su nieto, ¡y sus amigos! Así que quizá su abuela guardaba un poco de información para él.

—¿Atravesaste el techo?

—Sí, abuela, hace unos días, cuando subí a inspeccionar el estado del manto. Caí en mi cama, por eso no te diste cuenta. —Su abuela lo observó estupefacta—. ¡No estoy loco! Literalmente, caí del techo.

—Siempre pensé que Helena sufría de alucinación, nunca creí que tú...

—Que atravesaría el techo o que pararía en loco. —Marcela no respondió. Sus gestos fueron suficientes para no seguir insistiendo. 

Por lo menos, su abuela le había revelado indirectamente que su Don venía de su madre. 

Mi pequeño Dom —recordó, haciendo que su corazón se estremeciera. 

El apodo de su madre encerraba toda una historia; de una manera que él no podía explicar, comprendió que su madre sabía que si los Clanes se unían, entonces él heredaría el Donum,¡también ella esperaba por ese momento! 

Helena conocía la verdad que él anhelaba saber, pero ya no estaba a su lado para contarle los secretos de su Clan, ni de la Hermandad. Y por lo visto, su abuela no estaba muy feliz al recordar ese momento en la vida de su hija.

Terminó de beber su jugo de papelón, que estaba cargado con mucho limón, tal como le gustaba. Le dedicó una sonrisa infantil a su abuela, que lo ayudó a relajar los músculos de su mentón. Se había dado cuenta de que Marcela no hablaría más del tema y él no tenía intenciones de seguir conversando al respecto. 

Lo menos que deseaba en aquel instante era que su padre también se enterara de lo que le estaba pasando. Tomó los guantes, se los metió en el bolsillo trasero de su pantalón gastado de mezclilla, y subió las escaleras.

Ser especial sería más difícil de lo que había imaginado.

***

(1)Camioneta: Autobús. En Venezuela es más común usar el término de "camionetica".

(2)Plastilina: Material plástico moldeable, de colores, con la que los niños suelen jugar.

(3) Papelón con limón: Té venezolano hecho a base de la panela de caña de azúcar y limón. Solo se toma frío y es una bebida muy propia para las altas temperaturas

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