Una Flecha Guiada por el Viento
Aidan bajó secándose el cabello con una toalla. Cuando entró al comedor, observó a su abuelo conversando con Maia. Él lo miró, regalándole un guiño. El joven se aventuró a continuar, sentándose al lado de Maia.
—Le estaba contando a Maia sobre tus aventuras con Coco —comentó, mientras Maia reía, aunque a él no le hizo gracia recordar al miserable perro que más de una vez lo había hecho correr.
—¿Coco? Debieron ponerle "demonio". Es un peligro para la integridad física de las personas —contestó, sintiendo el leve codazo de Maia en su brazo—. ¡Es en serio!
—¿Ese es el verdadero motivo por el cual no te gustan los helados de coco?
—Sip —respondió bajando su rostro en actitud de derrota.
—Bien, jóvenes —dijo Elizabeth volviendo al comedor—. Les serviré un poco de comida —comentó justo cuando Dafne apareció empapada.
—Creo que esperaremos un poco más —murmuró Aidan.
—¿Tienes abuelos, Maia?
—No, mis padres son huérfanos... como yo.
Aquella información hizo que Elizabeth dejará de servir la comida para llevarse la mano a los labios y enternecer su rostro. Rafael estaba visiblemente afectado, por lo que Aidan agradeció que Maia no los pudiera ver.
—Lo siento mucho —agregó Rafael con pesar.
—Está bien. Yo no conocí a mis padres, pero los que tengo son tan buenos conmigo que no me puedo imaginar mi vida sin ellos. Son una bendición para mí.
En aquel momento, Aidan pudo jurar que su madre amaba Maia más de lo que él la quería.
—Pero tengo tíos. Y unos primos que son lo más cercanos a hermanos. Mi madre no pudo concebir, le dio la libertad a papá de que rehiciera su vida, pero este decidió quedarse a su lado. Ellos eran muy amigos de mis padres biológicos, por lo que hicieron hasta lo imposible por darme un hogar como mis papás lo hubieran hecho y como siempre habían soñado tener.
—Creo que te desilusionarás cuando veas lo mal que nos llevamos Dafne y yo.
—¡Aidan! —lo regañó su madre.
—Tranquilo. He vivido con Gonzalo e Ignacio y creo que no hay dos hermanos que discutan tanto como ellos —comentó con gracia—. Es que Gonzalo es la persona más burlona que he conocido en mi vida, e Ignacio es extremadamente serio.
—Y Gonzalo es el menor.
—No, es el mayor.
—Eso es muy extraño —comentó Elizabeth colocando el plato frente a Maia—. Por lo general, los hijos mayores son más responsables. —Aidan la miró con recelo.
—Mi tío tiene todas sus esperanzas puestas en Ignacio, por eso Gonzalo ha tomado una actitud más relajada. Pero creo que yo no sería ni la mitad de feliz si él no estuviera en mi vida.
—¿Y dónde viven? —preguntó Aidan, tomando un poco de crema de auyama(1).
Dafne se sentó en silencio a comer.
—Están en Maracaibo —contestó saboreando la crema—. No sabes cuánto deseo que él esté aquí. —Aidan no respondió—. Te caerá de maravilla, ya lo verás —le aseguró, animándole.
Y si esa era el efecto que deseaba conseguir lo logró. Todos en la mesa se dieron cuenta de que los intereses de Aidan iban más allá de explicarle una simple clase de Matemáticas. Ni siquiera Dafne se atrevió a hacer ninguno de sus comentarios de mal gusto, incluso, se quedó con ellos compartiendo las incidencias familiares y la clase.
Para el ocaso, el Sol intentó codearse débilmente entre las nubes. Maia se había ido. Aidan estaba tumbado sobre el sofá de la sala estar, con un pitillo en sus labios. Dafne se encontraba sentada en la alfombra rumiando la profecía, y el abuelo había vuelto a su crucigrama.
Instintivamente, Aidan sacó su celular, habían pasado veinte minutos desde que recibió el mensaje de texto de Ibrahim informándole que, como la lluvia estaba mermando, iría a su casa hasta entrada la noche. Pero después de ese mensaje no recibió ninguno más.
Ir de una casa a la otra no les quitaba ni diez minutos e Ibrahim era extremadamente puntual, por lo que Aidan comenzó a inquietarse.
—¿Creen que Ibrahim olvidó el camino?
Dafne y el abuelo apenas subieron sus ojos de sus quehaceres.
—Deberías escribirle —le contestó molesta su hermana.
—Le he repicado seis veces y escrito por lo menos una docena de mensajes... y aún no contesta.
Se levantó de un salto, caminando hacia el ventanal que daba a la calle. Abrió un poco el visillo, dándose cuenta de que la avenida estaba completamente sola.
—Iré a buscarlo.
Metió sus pies en los deportivos y se lanzó a la calle. Conocía muy bien la rutina de Ibrahim, lo suficiente para saber qué camino tomar. No había transcurrido cinco minutos cuando vio a alguien tirado en la húmeda acera, con las manos en el cuello, luchando por quitarse lo que sea que le estaba sujetando.
Agudizando la vista se dio cuenta que de entre las manos de la víctima salía una cuerda transparente como el nylon, el cual emitió un suave brillo dorado en cuanto el Sol dio con ella. Aidan siguió la trayectoria de luz que manaba de la cuerda, y lo vio.
Al otro extremo había un joven vestido completamente de gris cromo. En la clavícula, la silueta roja de un dragón en movimiento resplandeció. Pudo ver claramente como abría sus fauces para tragarse al Sol. Aidan corrió al reconocer al sujeto que se hallaba luchando por su vida. Era Ibrahim. Se arrodilló a su lado.
Su amigo tenía el rostro extremadamente colorado. Su boca estaba abierta, luchaba por respirar.
Aidan puso las manos sobre la cuerda, intentó jalar, pero se le clavó en las manos. Era como si la misma cuerda se protegiera.
—A...yú...da...me —susurró.
Él sabía que si regresaba a casa por algo para cortar la cuerda no encontraría a Ibrahim con vida.
—¡Mierda! —exclamó, mientras Ibrahim susurrar la palabra que con más amargura había escuchado en su vida «Ayúdame»—. ¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó, con lágrimas en sus ojos y desesperación en su voz, pero nadie asistía a su llamada. El estómago comenzó a dolerle. No podía creer que la ansiedad, la impotencia y el miedo lo estuvieran controlando en aquel momento. Nunca había querido formar parte de la Hermandad, mucho menos tener que ver morir a su mejor amigo. Se sentía un inútil, pues solo podía pedir ayuda—. ¡Un cuchillo! ¡Una daga...! ¡Por favor! —murmuró, derrotándose en la medida que sentía que Ibrahim dejaba de luchar.
En su mano derecha algo resplandeció, una llama de un amarillo intenso comenzó a dibujar la forma de una daga. Aidan no podía creer lo que veía: En su mano tenía una daga afilada cuya hoja de plata resplandecía. Su empuñadura era negra, probablemente de cristal, en donde estaba grabada el Sello de su Clan: Ardere.
Sin perder tiempo, Ibrahim volvió a sostener la cuerda con el último soplo de energía que le quedaba y Aidan la cortó de un tajo, viendo como el cuerpo de su amigo caía en la acera y su enemigo trastabillaba.
La cuerda alrededor del cuello de Ibrahim se aflojó, convirtiéndose en ceniza. Ambos vieron que el atacante recogió con gran velocidad el resto de la cuerda, blandiéndola como si fuera un látigo. Ibrahim se levantó de un salto, con una mano en el cuello.
—¡Vamos detrás de ese maldito!
Aidan estaba anonadado. Ibrahim no solo había recuperado rápidamente su energía, sino que, por primera vez, lo escuchó decir una mala palabra. Se puso de pie lo más veloz que pudo, echándose a correr tras su amigo, que sin duda alguna no temía a la persona que le acababa de atacar.
—Lánzale la daga —le indicó.
—Está muy lejos y se mueve muy rápido. Nunca acertaré.
—¡Una flecha! —Se le ocurrió, corriendo un paso por delante de Aidan—. ¡Pide una flecha!
—¿Flecha? —dijo este, pero nada pasó—. ¡No funciona! —contestó sin aminorar el paso—. ¿Un arco tal vez?
Bastó con insinuarlo para que la daga fuera reemplazada por un hermoso y estilizado arco de cristal negro. Lo pasó a la mano izquierda. La cuerda era un fino hilo de seda.
—Se romperá en cuanto la temple —pensó.
No había flecha con él, tampoco apareció un carcaj en su espalda, por más esfuerzo que hizo para que ocurriera. Pensó con vehemencia en el ser que había creado aquel Don. ¿Cómo era posible que hubiese olvidado lo más importante? ¡Una flecha para lanzar!
Sin pensarlo, llevó sus dedos hasta el mango, empujando la cuerda, mientras colocaba el vientre del arco frente a su rostro. En la medida en que sus dedos fueron alejándose una hermosa flecha de obsidiana, sorprendentemente ligera, apareció. Soltó la saeta, la cual fue a estrellarse contra un árbol, perforando la corteza y dejando una marca negra de unos seis centímetros de diámetro.
—¡Has herido al árbol! —le gritó Ibrahim.
—¡Nunca he sido bueno con esta cosa! —le explicó sin dejar de correr, sorprendido por la energía del joven que los había atacado, dado a que no disminuía el ritmo de su trote.
Si no se detenía, él no acertaría.
—¡Dispara otra flecha! —le ordenó deteniéndose.
Aidan obedeció. Una nueva flecha de obsidiana salió disparada. Él sabía que la misma no recorrería toda la distancia que les separaba del Indeseable, el cual no dejaba de correr. Se dio cuenta de que estaban en plena avenida Universidad, sin embargo los carros y las personas seguían en lo suyo con total normalidad, por lo que comenzó a cuestionarse si estos podían verlos.
Pero volvió en sí cuando vio a Ibrahim colocar sus manos delante de él, empujando algo que entendió eran corrientes de aire. Inexplicablemente la flecha empezó a moverse en la dirección que Ibrahim le indicaba, ganando mayor velocidad.
Ibrahim comenzó a correr de nuevo, y Aidan detrás de él. Corrieron hasta que la flecha dio en la espalda del Indeseable, atravesándolo. El cuerpo de este se contrajo hacia atrás, sus piernas se detuvieron, mientras su cuerpo caía inerte hacia delante en un intento de continuar con su recorrido.
Para cuando llegaron a él, el cuerpo del desgraciado estaba ardiendo, desprendiendo un desagradable aroma. Vieron cómo las personas que pasaban envueltas en sus impermeables o con paraguas, intentando huir de la lluvia que otra vez comenzaba, le pasaban por encima a los restos del sujeto sin siquiera darse cuenta de que estaba allí, pero sí notaron que estos ventilaban con sus manos sus narices intentando apartar el extraño olor a dióxido de carbono que se propagó en el lugar.
Ambos comprendieron que el olor venía del Indeseable, lo que aumentó más sus dudas, pues ese sujeto era un ser humano que olía a cualquier cosa menos a carne quemada.
***
(1)Auyama: Calabaza.
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