Un Sueño Premonitorio

Dominick salió de la casa de Aidan un poco desorientado. Pensó en lo maleducado que había sido, quiso regresar y disculparse, pero su preocupación por Maia se lo impidió. 

Sacó su celular, buscando torpemente su número telefónico. Repicó una y otra, y otra vez. Se iba a dar por vencido cuando la dulce voz de Maia sonó al otro lado del auricular.

—¡Alo! ¿Quién es?

—¡Maia! ¡Maia! ¡Gracias a Dios! Pensé que te había ocurrido algo.

—¿Nick? —preguntó—. ¡Hola! Estoy bien. Acabo de tomar un baño, por eso no respondí.

—¿Puedo ir a tu casa?

—¡Claro! Residencia Villas del Mar, calle Sirena, casa 62-A.

—¡Muy marítimo!

—Sí, bueno, por lo menos no vivimos en la calle Medusa. Oye, si te apresuras puedes recibir una clase de Matemática para ciegos totalmente gratuita —comentó jovial.

—¿En verdad te encuentras bien? —le cuestionó, mientras se echaba a caminar hacia la casa de su amiga.

—¿Por qué lo preguntas?

—Alguien me dijo que unos chicos te habían tratado mal. —Maia hizo un silencio más largo de lo normal, lo que le preocupó—. ¿Maia, sigues allí?

—Sí —contestó secamente—. Dominick. —Nunca le llamaba Dominick, por lo que la información que Ibrahim le había dado no solo era verdadera sino que la estaba afectando—. Cuando vengas a casa, por favor, no le digas nada a mamá. He decidido seguir asistiendo a clases y si mamá se entera...

—Lo sé —le interrumpió—. No le diré nada a Leticia. Lo prometo. Nos vemos.

Dominick arribó por una calle de palmeras. Mientras, en su habitación, Maia, con rostro muy serio, colocaba el celular en su cama. 

Estaba agradecida de que Dominick se preocupara por ella, era eso lo que los amigos hacían, pero también sabía que su cercanía podía empeorar su situación en el colegio.

Media hora después de que Dominick se marchara,  Aidan continuaba leyendo sin dejar de comer su pasta a la boloñesa. 

Dafne, aún enfadada, se retiró a su habitación, por lo que Ibrahim se quedó haciéndole compañía en completo silencio. 

De vez en cuando levantaba la mirada para ver a su amigo, el cual seguía sin tomarlo en cuenta.

—Siento mucho lo que dije de Irina. —Aidan lo miró de soslayo—. Sé que no es mi problema, pero a veces me duele verte sufrir.

—Ibrahim, ¿desde cuándo eres mi amigo? —le preguntó relajado—. Me duele más molestarme contigo que escuchar lo que ya sé. Sé que Irina no me quiere... no me ignora, pero tampoco me toma en serio. Creo... sé que le gusta jugar con las personas.

—Aidan, es precisamente eso lo que quiero evitar, que te haga sufrir, que juegue contigo y te rompa el corazón.

—Todos estamos expuestos a eso, empezando porque nunca nos enamoramos de las personas que nos convienen. —Con un gesto fraterno, chocaron sus manos como lo acostumbraban—. Además, soy un Ardere, lo quiera o no, lo evite o no, siempre terminaré metiendo la pata —comentó volviendo la mirada al libro.

—¿Crees que la tragedia se repita en tu familia?

—Creo que la mayor tragedia que puede vivir una persona es amar a alguien que no lo ama. —Ibrahim bajó la cara—. Apenas acabo de cumplir diecisiete, no me pienso preocupar por eso en estos momentos. Es más probable que me quede insertado en una pared antes de que me enamore.

—Entonces, ¿qué es lo que sientes por Irina?

—No sé, quizás el no tenerla es lo que me mantiene detrás de ella. Pero si este chamo no se esforzó por acercarse, ¿por qué debería hacerlo yo?

—Suenas como una persona amargada.

Aidan le sonrió.

—Cambiemos de tema. Tengo la extraña sensación de que Itzel tiene razón.

—¿En qué?

—En eso del sexto miembro. «Cinco dones fueron repartidos; y un sexto se perdió en el camino». Nosotros tendríamos, conjuntamente, cinco dones, uno para cada Clan, y existe un sexto don que no conocemos... Quizá ni siquiera el portador sepa que lo tiene.

—¿Sabes lo que puede significar que Ignis Fatuus se presente?

—No tengo miedo a pagar por los errores del pasado, Ibra. Lo que me preocupa es volver a cometerlos.

Ibrahim lo miró consternado. 

Probablemente, el encuentro de los seis Clanes no iba a ser una reunión muy amena. Quizás Ignis Fatuus quería vengarse. Quizá el miedo de volver a violar las leyes perdidas de la Hermandad les haría repetir la historia de traición: Cualquiera de ellos podría enamorarse y romper el equilibrio.

Itzel sacó las llaves de su casa para abrir la puerta. Almorzar a las tres de la tarde le haría ganar un terrible dolor de estómago, pero la emoción le hizo olvidar que debía comer. No tuvo necesidad de meter la llave en la cerradura, la puerta se abrió por sí sola.

Dentro de la casa había una chica de catorce años, un palmo más baja que ella, de cabellos ondulados sueltos hasta la cintura, piel canela, ojos café y una sonrisa cálida, de mediana contextura. Era su segunda hermana.

Sus padres habían sido muy productivos, habían tenido cuatro hijos: Ella que era la mayor, Loren, la hermana que le estaba recibiendo, Tobías que tenía once años y Gabriel de cinco años, el cual su madre se encargaba de recoger en el preescolar.

—Pensé que nunca llegarías. Recuerda que mi mamá te dijo que debías llevarme a la modista para probarme mi traje de quinceañera.

—Por lo visto te ibas a ir sola. Sabes que eso la molestará.

—En menos de quince días tendré quince años, estoy muy ajetreada y se suponía que tú me ayudarías.

—Tranquila, la vida no se acaba después de cumplir quince.

—Lo dices porque nunca te lo celebraron.

—Lo digo porque amanecí viva al día siguiente... ¿Quedó algo para almorzar?

—Hice pan. Te guarde dos.

—Sabes que eso no es un almuerzo, ¿no?

—Creo que la palabra «sabes» se está volviendo una muletilla en ti. El hecho es que la carne molida no se me da, la pasta se me deshace, el arroz se me pega, le tengo miedo al aceite...

Itzel colocó una mano al frente para detenerla.

—¡Listo! Tus experiencias culinarias son traumáticas para mí. Prometo que mañana llegaré temprano y cocinaré algo saludable. ¿Y Tobías?

—El transporte se lo llevó a la práctica de béisbol. Aún no entiendo cómo puede practicar un deporte que no le gusta, y no el fútbol en donde es tan bueno.

—Quiere complacer a papá.

—Eso no lo hará volver —comentó con amargura.

—Él aún no lo sabe, así que déjalo.

Se dirigió a la pequeña cocina, sentándose en la mesa de granito, desenvolvió los dos panes con jamón y queso amarillo que su hermana le había preparado. 

Estuvo tentada a comentarle sobre los Dones, pero a Loren poco le importaba la Hermandad, así que lo dejó como una opción en caso de que preguntara sobre su retardo. 

Loren acercó una silla, sentándose frente a ella. Observaba cada uno de sus movimientos, en especial cuando masticaba.

—¿Podrías dejarme comer en paz?

—¿Por qué llegaste tarde?

—Porque estaba reunida con los otros miembros de la Hermandad.

—Hermana, prefiero que me hables de unicornios que de los fulanos Dones de la Hermandad.

—Lamento decepcionarte, hermanita, pero hoy no solo se manifestó el Don, sino que los cinco miembros principales de los Clanes nos reunimos.

—¿Y eso qué significa? ¿En qué cambiará nuestras vidas?

Itzel la miró fijamente. O Loren no entendía la importancia de lo que había sucedido o tenía razón, ¿en qué podía cambiar su vida? Solo podía desaparecer y atravesar objetos como todos los demás, ¿era eso algo relevante?

—¿Sabes qué? —dijo colocando el pan a un lado—. Vamos a que te pruebes el vestido ese, y a comprarte unos converse que te combinen.

—¿Me dejarán usar unos converse? —la interrogó visiblemente emocionada.

—Loren puede que papá ya no esté con nosotros, pero te sigue consintiendo igual o hasta más.

Tomando de nuevo su bolso, salió con su hermana. 

Primero irían a la modista, luego a la oficina de su padre para pedirle el dinero para los zapatos. Itzel intuyó que no regresaría temprano a casa.

Con la portátil en la mano, Maia entró en la biblioteca. La mitad superior de todas la paredes laterales estaban repleta de estantes con libros. Uno de los estantes se veía interrumpido por una escalera de caracol, que daba acceso a una sala más íntima, allí estos cubrían las paredes totalmente. Se podía observar los lomos de diferentes colores sobresalir.

Esa parte de la biblioteca era exclusivamente para sus padres, mientras que el piso de abajo solo contenía libros para su uso, aunque los más queridos estaban en su habitación.

La pared frontal estaba decorada con un estante en forma de ave. Esta tenía las alas extendida dando la impresión de que ascendía, con la mirada a un lado, el pico un tanto bajo como intentando ver donde se posaría. Dentro de ella habían hileras de libros cuyas carátulas eran de un cuero vinotinto.

Esos libros poco eran usados, sus páginas de pergamino estaban tan viejas y corroídas que su padre, Israel, siempre se burlaba de estas asegurando que más que historia solo encontraría polvo y ceniza en ellas. Y tenía razón, esas hojas terminaron un par de veces deshechas en sus manos. Pero también estaban acompañadas con otros ejemplares más modernos de carátula dura.

Debajo de los estantes había un mesón continuo, que se curvaba en las esquinas, iniciaba desde la escalera de caracol y se extendía por toda la habitación. Blancos, marrones, rojos pálidos y verdes daban vida e iluminaban el lugar. 

Maia caminó de frente, tomó una de las sillas rodándola para sentarse en ella. Se agachó, conectando el cargador de su portátil al tomacorrientes. Luego, conectó el subwoofer en la misma.

Escuchó la voz de su madre llenar la habitación. Estaba auditivamente emocionada, lo que solo podía significar una cosa: Dominick había llegado. Volviéndose con lentitud hacia la puerta, esperó a que sus voces le indicaran que estaban en la misma estancia que ella.

—Hija mía, ¿por qué no me comentaste que Dominick estaba en la ciudad? Es una maravillosa coincidencia. —Leticia se acercó a Maia, dándole un beso en el cabello—. ¡No sabes lo que me alegra que Maia tenga un amigo tan especial en el colegio! ¿Ya comiste? —Dominick negó—. Te traeré algo.

Dominick la vio salir. Leticia seguía igual, el tiempo no pasaba por ella. Piel amarillenta, ojos café, y un cabello castaño oscuro en tonalidades azuladas que caía con unos débiles bucles encima de los hombros. Siempre se preguntó cuál era el parecido entre Maia y Leticia. Esta era mucho más alta que su hija, esbelta y elegante. Además, tenía un gusto exquisito para decorar.

Maia le hizo señas para que se acercara. Dominick le regaló una hermosa media sonrisa. Nada le gustaba más que sentarse a su lado. Ella le transmitía una paz que le era difícil de describir.

—Gracias por no decirle nada a mamá —dijo en cuanto sintió sus labios en su cabellera.

—Me has pedido que no lo hiciera, pero necesito que me cuentes qué fue lo que pasó.

—Lo haré, después de que mi madre te traiga el almuerzo. ¿Cómo es posible que no hayas comido?

—Estaba dando una vuelta por allí —mintió, llevándose una mano a su oscura cabellera—. ¿Y estos papeles?

—Son apuntes que alguien tomó para mí.

—¿Acaso no fue el mismo que te defendió?

Maia iba a responder cuando el ruido de los tacones de su madre le hicieron guardar silencio.

—Aquí está pequeño Dom. —Este sonrió—. Un poco de pasticho para ti.

—¡Mamá! —le reclamó Maia con una gran sonrisa—. Dudo mucho que Nick sea un pequeño.

—Le digo así por cariño, pequeña mía —respondió, tocándole las mejillas—. Bien, los dejo solos para que estudien. Luego me cuentas cómo está Marcela. ¡Tengo tantas ganas de volver a verla!

—Con gusto, señora Leticia. Le haré llegar su invitación. —Dominick esperó a que esta se retirara, para tomar un mechón del cabello de Maia entre sus manos—. Te has puesto realmente hermosa. —No evitó decir, haciendo que se sonrojara.

—Pues, al parecer no soy la única que ha cambiado. Ya me enteré de tus avances amorosos en el colegio —comentó con picardía.

—Eso fue una imprudencia de mi parte. Pero, ¿no pensarás cambiar el tema?

—Está bien —refunfuñó—. Una chica del salón me amenazó con hacerme la vida imposible si me cruzaba en su camino. Pienso que debió ser un comentario literal. —Sonrió con tristeza—. Fue allí cuando Aidan apareció. —Pronunció su nombre sintiendo un ligero rubor en sus mejillas—. No solo les prohibió que se metieran conmigo, sino que se sentó detrás de mi puesto para evitar que me volvieran a fastidiar.

—¡Todo un caballero! —murmuró en tono burlón—. A partir de mañana yo seré quien te cuide.

—Estaré bien. Aidan no dejará que nada me pase.

—Tengo más derecho que él. Te conozco y te quiero. —Tragó fuertemente—. Eres mi mejor amiga —comentó con un dejo de voz.

—No discutiré contigo al respecto. Ahora, ¿podrías, por favor, dictarme estos apuntes? Que A... Alguien tomó para mí.

—¡Claro! —exclamó pasando sus ojos por la entendible letra a molde—. Por lo visto ese chico no es el único que se ha hecho cercano a ti.

Maia no respondió, confesarle que había sido Aidan quien le había facilitado los apuntes solo alimentaría los celos de su amigo. Conocía muy bien a Dominick, era todo un caballero, estudioso, cariñoso, pero posesivo con lo que amaba, así se tratara de un amor filial.

El calor de la mañana se había difuminado en la noche. Aidan se recostó en su cama, colocando los brazos detrás de la cabeza y subiendo una de sus piernas. 

La situación con Dafne seguía igual, mas mantenía las esperanzas de que mejoraría en el transcurso de la semana. Hoy había tenido un avance, por lo que no forzaría la situación. Agradeció, en silencio, haberse reconciliado con Ibrahim.

En la oscuridad de su habitación, sintió la tranquilidad de estar solo. Durante la cena, su familia no dejó de hablar sobre los otros Clanes, haciendo planes para convocar a los padres y sabios de cada Clan y conformar la Hermandad. Estaba fastidiado, tanto que hasta el masticar se le había dificultado.

—¡Adultos! Siempre complicando todo con políticas y reglas. —Había pensado mientras terminaba su jugo de durazno.

Ni siquiera cuando se retiró de la mesa dejó de escucharles discutir sobre cómo harían mejor las cosas, de cómo cambiarían todo el pasado, revolucionando la Hermandad. Para él no eran más que aburridos discursos sobre esperanzas, sin tomar en cuenta el hecho de que los Dones habían aparecido porque un enemigo estaba cerca.

Lo lógico era pensar que eso iba a ocurrir: Si hay héroes, hay enemigos. 

El problema era que no tenía ni la más mínima idea de quiénes eran los malvados. Al parecer, en Ardere, todos se habían encargado de repetir, por tiempo inmemorial, la leyenda de Evengeline y Ackley como si aquello fuera una gloria de su Clan, olvidándose de Agatha y de Edward.

Las nubes rojas comenzaron a aglomerarse en el cielo. No era extraño que lloviera en esa época del año, en especial cuando la humedad comenzaba a ser insoportable. 

Aidan cerró sus ojos, intentando descansar. El sueño fue tan pesado que no sintió cuando su padre le quitó los zapatos y lo cubrió con la sábana.

Estaba en un pequeño bosque dividido por un riachuelo de aguas tan cristalinas que podía detallarse las lisas piedras cubiertas de algas. El sonido del agua era acogedor, hasta el punto que deseó echarse a dormir allí. 

—¿Tan cansado estoy? —se preguntó. 

En la otra orilla del riachuelo apareció una chica. Llevaba un vestido de época, con una amplia y larga falda, su torso entallado por un corsé cubierto de encajes y dedicadas mangas que cubrían sus hombros.

No pudo evitar verse, descubriendo que su vestimenta distaba mucho a lo que siempre llevaba: Una camisa blanca de una sola pieza y de mangas anchas, un chaleco marrón, gregüescos, medias que cubrían casi toda su pierna y zapatos de hebillas. 

La muchacha lo saludaba. Tenía un rostro angelical, cabellos oscuros que caían cubriendo, en perfectos bucles, sus pechos y llegaban a su cintura. 

Gritaba un nombre, que no él entendía.

Quería cruzar, pero verse con esas ropas lo hizo sentirse ridículo. Subió su mirada, sus mechones rubios cayeron con suavidad en su cara. 

Dio un paso, intentó dar con una de las piedras, pero terminó por resbalarse, metiendo los pies en el agua, lo que hizo que sus medias se empaparan. De seguro cogería un resfriado, pero por nada del mundo dejaría a aquella chica esperando. 

Ella le sonrió. Vio claramente las comisuras de sus labios ampliarse, dejando al descubierto unos hermosos dientes. Él le dedicó una sonrisa tímida.

Cuando estaba a mitad de camino, volvió su mirada a la joven para detallar su rostro, pero este se tornó borroso. Debía llegar al otro lado, tenía que llegar...

Y el reloj despertador de su celular sonó, haciéndolo saltar de la cama.

No entendía nada. Se pasó con brusquedad la mano por su rostro, intentando arrancarse la pereza. Sentándose, colocó los pies en el suelo. Se dio cuenta de que sus medias estaban mojadas.

—¡Mierda! ¡Me oriné! —dijo levantándose de la cama. Pero tanto esta como la entrepierna de su pantalón seguían estando secas. 

Miró al techo, y no había señales de goteras en él. Confundido, decidió asomarse debajo de la cama, cuando su madre tocó la puerta pidiéndole que se diera prisa, lo que le llevó a olvidarse de lo ocurrido.

Caminó hacia el clóset, sacó unos nuevos pantalones de mezclilla y una camisa negra. Se echó un buen bañó, se perfumó y salió de la habitación arremangándose.

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