Lágrimas en la Oscuridad

Aidan Aigner tenía un temperamento apasionado. Su madre solía decir que si no fuera por su afición al surf, sería la persona más temperamental del puerto. Y tenía razón. Por lo general, se mostraba relajado, y poco caso hacía de los comentarios y opiniones de terceros, pero su dejadez terminaba frente a una injusticia, no podía pasar por alto una situación de abuso, la manejaba de la peor forma, pues todo su ser ebullía.

En ese momento de su vida, todo parecía ir cuesta arriba, lo que le hacía asombrarse de que, a pesar de todas los problemas, dudas, y cuentos de hadas que se estaban haciendo realidad, seguía pensando en que lo mejor que podía hacer con su vida era mandar su tranquilidad escolar a la porra y sacrificarse por una completa extraña.

El profesor Suárez le esperaba con rostro fruncido, lo que lo puso a la defensiva. Pidió permiso para entrar, tomando uno de los puestos más cercanos a la puerta. Sacó su libreta, y subió su mirada al maestro, esperando instrucciones para comenzar con su castigo.

—Se ha vuelto un impertinente, señor Aigner. Y eso puede costarle caro.

—Si quiere aplazarme tendrá que esforzarse. No pienso ir a reparación.

—¿Cuál es su problema, jovencito?

—¿Cuál es el suyo?

—¿Cómo es la cosa? —le gritó. El bigote comenzó a temblarle de la rabia.

—Nunca había tenido motivos para faltarle el respeto, profesor. Nunca he estado de acuerdo con sus métodos. Así es usted, y me imagino que en todos los colegios existe alguien igual.

—Se ha convertido en un insolente.

—Usted me hizo una pregunta y yo le estoy dando una respuesta —le dijo, mirándole con la misma pasión que mostraba al surfear—. No me gusta su actitud con la chica nueva. Ella no le está pidiendo que le apruebe la materia, solo quiere ser una más.

—¡No puede ser una más!

—Entonces, ¡por lo menos muestre un poco de educación y respétela! —le gritó, levantándose de su puesto.

Ambos se veían fijamente, inclinados uno hacia el otro, aun cuando la distancia entre ellos lo separaba lo suficiente.

—¡Usted debe respetarme!

—¡Si usted no puede respetar a una joven por ser ciega, yo no puedo respetar a una persona que no tiene corazón! ¡Si quiere de vuelta mi respeto, ganéselo, profesor! Que tenga buenas tardes.

El profesor se quedó anonadado mientras Aidan tomaba sus cosas del escritorio y subía con violencia el morral. Se dirigió a la puerta para salir de allí.

El colegio estaba completamente vacío, lo que agradeció, pues no podía controlar la furia que estaba sintiendo. 

Se había excedido, lo sabía, pudo ser diplomático, o quizás esa era la única forma de hacer las cosas con el profesor, mas la realidad era que no podía viajar al pasado y cambiar lo que había hecho, primero porque era un imposible, y segundo, porque a pesar de las terribles consecuencias que eso le podía traer, en lo profundo de su corazón sentía que había hecho lo correcto.

Cuando llegó a la entrada del instituto se encontró con Ibrahim. Yacía sentado en las escaleras esperándole.

—Dominick me dijo que te habían castigado, ¡otra vez! Me imagino que fue por Maia.

—¿La has visto salir? —preguntó.

—No. No la he visto desde que estoy aquí. Quizás ya se ha ido a casa. ¿Nos vamos?

—Adelántate, Ibrahim —le ordenó, sintiendo una fuerte punzada en el corazón—. Nos vemos dentro de un rato.

Ibrahim no le pidió explicación. Terminó de acomodarse el morral en la espalda y bajó las escaleras, mientras Aidan se internaba nuevamente en el colegio.

Las puertas del salón de quinto año A se abrieron de pronto, causándole una aterradora impresión a Maia. Sabía que alguien había entrado, pero no tenía ni la menor idea de quién era. 

Irina, Griselle, Martina y Saskia atravesaron el umbral de la puerta, deteniéndose frente a ella.

—¡Vaya, vaya! A ver pequeña ciega inútil, ¿me puedes explicar cómo entienden ustedes?

—No sé de qué estás hablando —contestó Maia, reconociendo la voz de Irina, por lo que cerró su portátil, introduciéndola en su bolso.

—Hoy no te despegaste de Dominick, ni de Aidan. Es más, ninguno se atrevió a saludarme. —Maia comenzó a negar con el rostro, comprendió que Irina pensaba que ella había hablado con los muchachos.

—Yo no le he dicho nada a nadie.

—Pues parece que algo dijiste —agregó Griselle, lo que hizo que Maia se levantara con violencia.

—¡Vamos! ¡Tranquila! —le dijo una tercera chica cuya voz no reconocía—. Tenemos un pequeño juego para ti.

Tomándola bruscamente por el brazo, la sacaron al pasillo, donde la empujaron. Maia trastabilló,  aferrándose a su maletín.

—Veremos que tan inteligente eres: Deberás conseguir la salida o te daremos una paliza.

Maia no podía comprender lo que estaba ocurriendo. Aquellas chicas no solo le insultaban, sino que la agredían físicamente, empujándola. Estaba confundida, atemorizada. 

Con sus manos al frente intentaba protegerse para no tropezar, mientras aceleraba el paso. Necesitaba huir de esas muchachas.

Comenzó a sollozar, las lágrimas le corrían por las mejillas. Se tapó los oídos valiéndose de su hombro izquierdo y de su mano derecha. 

Cuando conseguía esquivar un objeto, unas manos en su espalda le empujaban violentamente hacia él, haciéndola tropezar.

—¡Ay! La P.C.I. está llorando —se burló Irina.

Sus comentarios, en especial cuando le llamaba P.C.I. "pequeña ciega inútil", le hacían contener las lágrimas, privándose de respirar. En esos momentos recobraba la valentía que no poseía y se echaba a andar, erguida, sin poder evitarlas por completo.

—Al parecer tus ojos sí sirven para algo —dijo Griselle.

Entre su angustia, Maia se permitía reflexionar sobre su situación. No podía creer que existieran personas tan malvadas, con un corazón tan oscuro; qué daño podía hacerle ella, qué rival podía ser. 

Quiso estar con sus padres; entendió el miedo de estos al no dejarla ir al colegio, el porqué intentaban protegerla. Y deseó no estar allí, deseó no haberse quedado organizando sus apuntes; deseaba no volver más a ese lugar.

—Dejemos que corra, Irina —propuso Griselle, mientras Saskia y Martina sujetaban a Maia—, luego la perseguiremos.

Sus secuaces animaron a su líder para que aceptara la propuesta de Griselle, pero no era necesario insistirle, Irina no se hizo de rogar. 

Maia respiraba con violencia mientras la tenía sostenida por los hombros. Debía huir, de lo contrario, aquellas chicas la matarían. 

Contaron hasta tres. 

Tenía un minuto para salir de aquel lugar y no tenía ni idea de dónde estaba. La soltaron. Con desespero se pegó a la pared, caminando con rapidez, casi corriendo. Supo que había llegado a una esquina porque la pared se había acabado, tocó la arista que le indicaba que la pared continuaba en otra dirección. Cruzó, echándose a correr con los brazos extendidos hacia adelante.

—¡Maia vamos por ti! —le gritaron.

—¡Es injusto! —pensó—. Aún no pasa el minuto.

Se recostó de la pared. El pecho le subía y bajaba con violencia. Se había dado por vencida, jamás saldría de allí. Cerró sus ojos, sintiendo su cuerpo contraerse de terror. La pared donde se había apoyado desapareció tras ella. A pesar de que no la podía sentir, sabía que la misma seguía ahí.

Su tacto se abrió a la gruesa capa de pintura, el cemento y los bloques que atravesó. Cayó de espaldas. Dejó de escuchar los gritos, por lo que recogió sus pies, colocándose en posición fetal. 

Sintió una puerta abrirse, se llevó las manos a la boca, sin poder detener el llanto. Intentó no gemir, pero le era imposible.

—¿Maia? —preguntó una voz amiga, lo que le permitió ganar confianza como para gatear hasta la persona que le llamaba—. ¡Maia! ¿Qué ocurre? —habló con angustia.

Aidan salió al encuentro de la chica, caminando con rapidez entre las mesas. Se agachó al llegar a ella. Esta trepó por sus piernas, temblorosamente, abrazándole con una fuerza demencial; de no ser tan menuda, y él tan fibroso, lo hubiera lastimado con facilidad. 

Maia se entregó al llanto, mojando su camisa, mientras él se arrodillaba para cubrirla con sus brazos.

—¿Qué pasó, Maia? —preguntó con preocupación y ternura—. He preguntado por ti... Dime —le pidió besando su suave cabello, percibiendo su fragancia a manzanas—. Por favor —murmuró—, dime, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estás aquí?

—Sácame de aquí —respondió forzándose a hablar—. ¡Sácame, por favor!

Aidan asintió, ayudándola a levantarse. Ella se apoyó en la cintura de él, mientras este ponía su brazo sobre su hombro. Maia lo rodeaba con sus dos brazos, totalmente aferrada a él, con su rostro apoyado en su pecho. Aidan la atrajo hacia él, con firmeza y dulzura, sabía que algo muy grave le había pasado, solo el terror podía animarla a abrazarlo de aquel modo. Estaba preocupado. Abrió la puerta, saliendo con ella del salón.

En el pasillo se escucharon unas risas y el nombre de Maia retumbó por los desérticos pasillos. Al escuchar la voz, Maia se apretó con más fuerza al cuerpo de Aidan, haciéndole temblar con ella. 

Él entendió lo que ocurría: Aquellas chicas eran las causantes de su estado. Necesitaba descubrir quiénes eran las personas cuyo corazones fríos, oscuros y malvados les llevaba a meterse con una niña que era incapaz de defenderse. Y pronto tuvo miedo de enterarse que Irina podía estar detrás de todo eso.

—Ma... ¿Aidan? —titubeó—. Gracias por encontrarla —comentó, dirigiéndole una mirada de ira, que disimuló rápidamente. La chica invidente comenzó a negar con su rostro, apretando sus puños en la camisa de Aidan—. Maia ha quedado en estudiar con nosotras, ¿verdad, amiga?

—Lamento interferir en tus planes, pero iré con ella a la playa —comentó, viendo a Maia—. En eso habíamos quedado, ¿o me equivoco?

Maia no tardó en afirmar lo que había dicho Aidan, irguiéndose con confianza.

—Aidan —se le insinúo Irina con dulzura—, en verdad necesito estudiar. ¿Por qué no sacrificas tu paseo por mí?

Aidan la miró con firmeza. Irina tenía el rostro más hermoso que había podido contemplar: Ovalado, de frente amplia, nariz recta y pequeña, ojos grandes y oscuros, pestañas largas, cejas delineadas, pómulos definidos, labios carnosos, cabello castaño oscuro y largo, delgada, de tez clara, ni caucásica ni canela. Era tan hermosa, su voz tan cálida que era imposible negarle algo, no ceder a lo que pedía. 

Pero por encima de su belleza, del embrollo de sus sentimientos, él tenía una misión. No faltaría a su deber con la Hermandad, por lo que debía sacar a Maia de aquel lugar.

Tuvo las agallas suficientes para desestimar el rechazo de Irina. Él era un caballero, una especie de héroe anónimo, y en aquel momento, Maia era la damisela en peligro, no Irina.

—Lo siento, tendrás que pedirle a otra persona que te ayude. —Sin darle tiempo a responder, dio la media vuelta para marcharse, no sin antes lanzarle una mirada fulminante a Saskia.

Se alejó con Maia aún aferrada a su camisa. 

Con paso firme se encaminaron hacia la salida del instituto. Para la joven, aquellos pasos fueron de zozobra y angustia. Debía, quería, anhelaba salir de allí. Parecía una pesadilla, de esas en donde necesitaba despertarse y no podía porque tenía que llegar al final. 

Todavía, en los brazos de Aidan, sentía miedo de que este la abandonara, hasta que la fresca brisa que se colaba entre las hojas del árbol de mangos de la entrada le indicó que estaba fuera de peligro. Fue ahí cuando tuvo el valor de soltarlo, limpiando con ambas manos su rostro.

La entrada del colegio estaba totalmente despejada. Los estudiantes se habían ido. 

Las rodillas de Maia flaquearon, cayendo sentada, mientras se echaba a llorar.

—Maia —le llamó Aidan tomándola por los hombros—. Es necesario que nos marchemos. Vamos a la playa. Te prometo que una vez que te recuperes, te llevaré a tu casa.

—Mis padres —sollozó— no me dejan ir a la playa.

—Solo nos sentaremos en la arena —le rogó—. Yo tampoco quiero estar aquí.

Maia asintió levantándose, mientras él cogía su mano.

Aidan no mentía. Nada le atemorizaba más que sentir la mirada fría de Irina sobre él. La había desafiado. Se sentía herido, engañado, ¿cómo pudo fijar sus ojos en una chica tan malvada? Su corazón estaba destrozado, aun así no le exigía otra oportunidad, por el contrario, le suplicaba que se alejara de ella... y esta vez lo escucharía.

El colegio no quedaba muy retirado de la playa. Caminaron unas diez cuadras, tomados de las manos y en completo silencio. 

A pesar de las preocupaciones que le aquejan a cada uno, el insignificante contacto entre sus manos les producía cierta sensación de serenidad. Aidan se convencía de que había hecho lo correcto, y Maia comenzaba a sentirse segura y protegida.

Pronto, pudo apreciar la intensidad del olor de la playa, anunciándole que habían llegado. El sonido de las olas al romperse cerca de la orilla los saludó.

—Debes quitarte las sandalias —le indicó Aidan, soltando su mano para deshacerse de sus zapatos y sus medias— o de lo contrario se llenaran de arena. —Sonrió—. En verdad, ¿nunca has venido a la playa?

—No, esta es mi primera vez —contestó sintiendo el Sol quemarle con fuerza la piel, entretanto la brisa fría golpeaba su cuerpo.

Aidan se acercó dejando que se apoyara en él. Maia se inclinó subiendo sus piernas por turno para quitarse las sandalias de cuero. Sus pies desnudos sintieron la ardiente arena bajo ellos. Su compañero le sugirió enterrarlos un poco, sintiendo las minúsculas partículas en su piel y el contraste entre el frío y el calor.

Él volvió a tomar su mano, llevándola hacia un sitio más cercano a la orilla, donde la arena era más suave y cálida. Allí podían escuchar como la espuma del mar se desvanecía.

—No es tan malo, ¿verdad?

—No —contestó sonriendo, lo que hizo que Aidan respirara con fuerza, ensanchando su pecho, para luego expulsar el aire caliente de sus pulmones con tranquilidad. Ambos se sentaron. Maia bajó su rostro pensativo—. ¡Gracias, Aidan!

—No podía dejarte allí. ¡Mierda! —se contuvo, el dolor se estaba convirtiendo en rabia. ¿Qué hubiera pasado si él nunca hubiese llegado? ¿Cómo podía Saskia participar en una cosa así? Y, en el caso de que Irina fuera una Ignis Fatuus, bien merecido tenía su Clan haber pasado por toda aquella tragedia.

—Sé que te debo una explicación.

—Sé muy bien lo que estaba pasando Maia, pude darme cuenta... Pero no te traje aquí para recordar eso. Creo que ambos nos merecemos un poco de tranquilidad. —Sonrió jovialmente.

—¿Te gusta la playa?

—Más que eso. Este es el único sitio en donde puedo olvidar que la vida tiene sus complicaciones. Aquí, solo somos el mar y yo. —Sonrió—. ¿Cuál es tu sitio preferido?

—Mi hogar. No importa cuán imperfecta puedo llegar a ser, mi familia me ama por encima de mis errores.

—¿Y qué imperfecciones puedes llegar a tener?

—El capricho —recordó con tristeza—. Obligué a mis padres a inscribirme en el colegio, y me equivoqué.

—Estar enamorado de una persona que no es lo que uno piensa es una imperfección. Yo soy el imperfecto.

—Amar no es una imperfección. El amor puede transformar a las personas.

—No puede transformar lo que no te pertenece... De todas formas, si no te hubieses "encaprichado" con estudiar en el colegio, no nos hubiéramos conocido, y si Irina no hubiera hecho lo que hizo, no estaríamos aquí.

—Tus tristes melodías, ¿eran para ella? —preguntó con melancolía.

Aidan no respondió. En parte sus canciones eran para ella, quizás solo eran para su corazón. Su silencio fue suficiente para que Maia entendiera.

—No te culpo... ella debe ser hermosa. Su voz es preciosa.

—Pero no hay nobleza en su corazón.

—Nadie es perfecto.

—¿Quieres...? —dijo haciendo una breve pausa—. ¿Quieres sentir el agua en tus pies?

Maia asintió, tendiéndole la mano. Aidan se levantó con agilidad, para ayudarla a pararse. 

Juntos caminaron hacia la orilla, allí donde el agua se recogía. Maia sintió la arena compacta escurrirse entre sus dedos, hundiéndose en ella, sensación que la hizo brincar ocasionando las carcajadas de Aidan. 

Él no veía más que a una niña que, tomada de su mano, se aventuraba a seguir el agua y huir de ella. Por primera vez se sintió hombre, un líder de la Hermandad, responsable de aquella vida que pendía de su mano, que le jalaba y aflojaba pero no le soltaba. Su risa, su rostro risueño le hizo olvidar sus cargas. Maia le estaba protegiendo de una manera que él no podía entender.

Ella se lanzó en sus brazos, dejando de reír. Él intuyó que la traumática experiencia que había vivido volvía a ella. Acarició su cabello con sutileza, recobrando su seriedad.

—De ahora en adelante cuidaré de ti. Te lo prometo.

Y mientras Maia aceptaba, refugiándose más en su pecho, la imagen de Ackley y el extraño sueño que tuvo acudieron a la mente de Aidan. ¿Acaso era ese uno de los sentimientos que él tenía por Evengeline? Pero, Ackley no era un Ardere. 

Quizás, en algún momento, Evengeline sintió que debía proteger a Ackley mas, ¿de quién?

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