Lágrimas
Rápidamente, Maia se limpió el rostro no quería que alguien ajeno a su familia la viera llorar, aun así no hizo un gran trabajo, toda su cara era una pegajosa máscara de lágrimas y humor. Gonzalo la observó con compasión y tristeza, no sabía qué más decirle.
¿Qué podía decirle? Ella estaba haciendo realidad la peor pesadilla del Clan. La habían cuidado y educado como el verdugo que les haría justicia y terminó enamorándose de un Ardere.
—¿Y si es Aidan? —preguntó temeroso, dándose cuenta de que esa podía ser una posibilidad.
—Eres mi guardián —contestó secamente, reteniendo con violencia las lágrimas—, tu deber es protegerme.
Gonzalo asintió, no necesitaba otra orden, ni una explicación. Salió de la habitación cerrando la puerta tras él. Caminó por la gravilla gris, pasándose las manos varias veces por el cabello, mientras intentaba pensar en las palabras exactas. Lo menos que quería era empeorar la situación de Amina. Abrió la reja, encontrándose cara a cara con el heredero de Evengeline.
Aidan tenía el rostro compungido, la mirada lánguida, llena de pesar, lo que le hizo vacilar, ¿debía ser brusco o mostrar benevolencia ante el enemigo? Supo en ese momento que él estaba sufriendo por Maia, de seguro menos que ella, debido a que tenía fuerza para mostrar entereza, no parecía derrumbado. Eso creyó hasta que habló.
—¿Qué más, mi pana?
—¡Hola Gonzalo! —Le dio la mano—. ¿Está Maia? —Gonzalo titubeó pero no respondió—. Necesito hablar con ella —le rogó, tomando su mano y doblando su cuerpo en señal de súplica. Gonzalo sintió sus frías y sudorosas manos aferrarse con fuerza a las suyas como si de ello dependiera su vida—. Por favor..., por favor —pidió juntando sus cejas, sus pupilas estaban dilatadas, tristes, atormentadas.
—Lo siento, Aidan, pero mi prima no quiere verte.
—Por favor.
—Lo siento.
—Puedes... ¿Podrías interceder por mí? —Gonzalo negó, intentando conservar su postura, entretanto Aidan comenzaba a derruirse—. Te lo suplico, Gonzalo, necesito verla, hablar con ella... Me arrodillaré —dijo doblando sus rodillas—, haré lo que digas —confesó mientras iba descendiendo al suelo.
—¡No! —le gritó Gonzalo, tomándolo por los hombros, lo obligó a levantarse—. ¿Qué haces? ¡Esto es ridículo! ¿Cómo puedes pensar que sucumbiré a tus súplicas poniendo tus sentimientos por encima de los de mi prima? ¿Qué te fumaste?
Aidan dio un paso atrás contrariado. ¿Qué era lo que estaba haciendo? Si Maia lo rechazó claramente se debía a que quería a Dominick. Él lo sabía, los había visto besarse. Entonces, ¿por qué le respondió al beso? Quizás había fingido, o él, en su necesidad de ser amado, había creído que era correspondido.
Se llevó las manos al cabello, apartando los mechones rubios que caían en su sudorosa frente, mientras retrocedía con lentitud.
—Discúlpame. Realmente ha sido una debilidad... pero, puedes prometerle a Maia que no ocurrirá más. Lo siento, en verdad. —Dio la media vuelta y se marchó corriendo.
Ahora era Gonzalo quien se lamentaba por su respuesta, por afincarse en el puñal que Amina le había clavado, arrebatándole la poca dignidad que le quedaba. Sintió pesar por él y maldijo su Clan y el de Ardere, y a todos los que habían destruido los lazos de la Hermandad.
No quería entrar otra vez, no con esa impresión, pero debía hacerlo. Recordó a Amina, y pensó si debía mostrar clemencia con ella o ser tan rudo como lo había sido con Aidan.
El pasillo que separaba la puerta de la calle y de la casa se le hizo corto. Detrás de la puerta estaba Maia, de pie, con los puños apretados y el rostro fruncido, intentando dar una imagen de fortaleza que no tenía en aquel momento.
—Puedes quedarte tranquila, no te buscará más. —Soltó, pasándole por el lado, mientras su prima caía de rodillas ahogándose en su llanto—. ¡Ey! ¿Por qué lloras? ¿Acaso no era eso lo que querías?
Pero ella no respondió, se levantó a tientas, tambaleando hasta llegar a su habitación.
—¡Maldición! —exclamó por debajo al verla luchar por llegar a su cuarto—. ¡Qué cagada!
Ni siquiera Aidan pudo explicarse cómo llegó a casa, quizá el Don de Neutrinidad había decidido —como si el Don tuviera personalidad propia— ayudarle a escapar, o el dolor tan fuerte que se albergaba en su pecho le sirvió de motor para llegar en menos de media hora, o quizás la necesidad de llorar y ahogarse en sus lágrimas fue lo que le motivó a hacer un camino de cuarenta minutos a pie en veinte, sin correr o probablemente sí corrió... lo único cierto, lo único que recordaba era la última pregunta que le había hecho Gonzalo, el rebajarse hasta ese punto para ser atendido.
Ese amor que, a pesar del tormento que se había apoderado de su corazón, parecía crecer y expandirse conjuntamente con el sufrimiento en su pecho, lo estaba matando. Tenía fiebre, quería llorar, morirse si era posible y aun así quería volver a verla.
Subió las escaleras. Abajo quedaron los llamados amorosos de su abuelo que pronto se convirtieron en gritos de angustia. Cerró la puerta de su cuarto y se lanzó en la cama, pero las lágrimas no salieron, rodó quedando boca arriba y nada. Puso sus manos en el pecho, se estrujó los ojos, pero no consiguió llorar.
Se levantó caminando hasta su ventanal, corrió la cortina un poco, entreabriendo la puerta cuando sintió una aguda punzada como un alfilerazo que se clavaba en su corazón. El dolor penetrante lo hizo contorsionarse, con la mano izquierda se apretó la camisa, con la derecha se sujeto al bastidor de la puerta con mucha fuerza, tanta que si hubiese sido de PDF la hubiese roto, y cayó de rodillas.
Las lágrimas surgieron a raudales por sus bronceadas y rojas mejillas, eran imposibles de contener; sus gritos mudos se expresaron ante la suave brisa marina. Si eso era amor, dolía.
Se sintió solo, aquel era un sentimiento inexpresable, peor que ver a Ibrahim agonizando, y recordó a Evengeline, ¿había sufrido tanto?
Las palabras de Saskia lo invadieron. Los consejos de Ibrahim pidiéndole que la abandonara. La insistencia de Irina de que era mejor así. Quizás era mejor, pero ni siquiera su razón era capaz de discernir si eso estaba bien o no, porque el problema no era que su corazón estuviera en conflicto con su lógica, si no que ambos iban tomados de la mano paseando por Lothlórien(1) sin preocupación, y él se encontraba allí, abandonado, sin recursos para seguir viviendo.
—Aidan —susurró su abuelo colocando una mano en su hombro.
Pero el anciano hizo mucho más que solo observar y esperar que su nieto, postrado en el suelo, con las manos en el corazón, el torso sobre los muslos y la frente en el piso ocultando su desencajado rostro, mostrara alguna reacción; se agachó a su lado, pasando con suavidad su mano sobre la espalda, lo que le hizo reaccionar, refugiándose en su abuelo.
—¿Por qué tiene que ser así? —Pudo decir gimoteando—. Ni por Irina he llorado así.
Pero Rafael no respondió.
En el horizonte, se asomaba la oscuridad, pronto las estrellas alumbrarían el firmamento con su brillo lejano y antiguo, estrellas que habían sido espectadoras en la tragedia de Evengeline y que ahora se regocijaban titilantes con las lágrimas de amor de Aidan.
Eran las cinco de la mañana cuando Itzel se metió en la cama. Hacer canapés, serpentinas, rollos de jamón y queso, crema pastelera, salsas de berenjenas y perejil, queso y tocino, ajo y perejil, atún con mayonesa y otras que había olvidado, acabaron con la poca humanidad que quedaba en ella.
Podía sentir las pulsaciones nerviosas extenderse por toda su columna, hasta las uñas de los meñiques de sus pies le reclamaban su abnegación. Bastó con poner el rostro en las frías fundas de sus almohadas para que su cuerpo se abandonara en brazos del sueño.
El sueño fue profundo y reparado, hasta que sintió la oscuridad de la noche en su rostro, y se preocupó de que fueran las doce de la noche, de no poder ir a la peluquería, y de que ya no podría asistir a la fiesta de su hermanita.
Saltó de la cama. Tomó su celular temblando de la impresión. Las ocho de la mañana.
—¿Por quéeeeeeeee? —se quejó—. ¿Por quéeeeeeeee?
Intentó dormir una vez más, pero fue inútil, ni se sentía cansada, ni quedaba resquicio de sueño en ella. Se arrastró hasta la cocina. Susana llevaba el delantal puesto, amasaba un poco de harina para el desayuno.
—Mamá, ¿no crees que es muy temprano para estos dormilones?
—¿Tú crees? —Sonrió con ternura—. Loren no durmió.
—Y no ayudó.
—Pero es su fiesta. —Itzel levantó sus hombros, aquello le daba igual—. Y los niños pronto despertarán. Además necesito de tu ayuda para que recibas la agencia de festejo, si Loren ve que todo no quedó como ella quiere, le dará un ataque.
—Pienso que la agencia podía encargarse de ello.
—Sí, pero era el regalo de cumpleaños que le daríamos a tu hermana, así que tenemos que complacerla. —Sonrió.
—¿Por qué no se me ocurrió nada semejante cuando cumplí quince? —rezongó, rallando el queso.
Maia caminó hasta el baño, abrió la regadera y se metió debajo ella. Le dolía el cuerpo, el alma, el corazón. Había llorado tanto que los ojos se le habían secado, ya no habían lágrimas que derramar, aun cuando tenía motivos para seguir haciéndolo.
—¡Qué secos están mis ojos! —pensó, mientras sentía los labios de Aidan sobre los suyos, cayendo de rodillas, dejándose invadir por el dolor.
En condiciones normales su madre le habría recibido con los brazos abiertos y juntas hubieran convencido a Israel de que Ignacio era un buen chico, pero Aidan era mejor... mas, Aidan era un Ardere.
Alguien golpeó la puerta de su baño. Se puso nerviosa, levantándose.
La noche anterior no había cenado con sus padres, so pretexto de que estaba agotada pues practicó toda la tarde para dominar a la perfección el Don de Visión, así no lastimaría a los demás. Eso la ayudó a justificar sus ojos un tanto inflamados que aún no mostraban su dolor debido al talento de Gonzalo para maquillarla.
—Salgo dentro de un rato —gritó, dándose prisa en el baño.
Se puso una bata y envolvió su pelo en una toalla. Luego de cerciorarse de que estaba bien abrigada, salió.
—Sabía que tendrías unas horribles bolsas. Ven acá —le dijo Gonzalo.
—¿Y mis padres?
—Aún duermen, quizá tuvieron una noche loca —contestó echándole una crema fría debajo de los ojos. Maia sintió la calentura de esa zona refrescarse—. Ahora quédate tranquila en la cama, te traeré el desayuno.
—¿Qué me echaste?
—Crema para las hemorroides, es efectivo para las bolsas.
—¡Asco!
—Tranquila, es para uso estético y estíptico, muy efectiva.
—¿Me la puedo quitar?
—Dentro de unos minutos. Comerás y saldremos al centro comercial. Debes visitar una peluquería y ponerte hermosa. ¡Esta noche hay fiesta!
—No tengo ganas de ir.
—Pues irás. No es bueno que sigas aquí lamentándote por algo que no puedes cambiar.
—Mis padres se darán cuenta de que he llorado y preguntarán.
—Eres ciega cariño, con unos lentes será más que suficiente.
—¿En serio? No me había dado cuenta de ese pequeño detalle —confesó con sarcasmo. Gonzalo rio, mientras que Maia asomó una ligera sonrisa.
—¿Estás lista Amina?
—Estoy lista, Gonzalo.
El sol brillaba en todo su esplendor, sus rayos traspasaban el cristal del ventanal iluminando los párpados de Aidan de un rojo vivo. Sensible a su luz, intentó taparse con la sábana. No sentía necesidad de dormir, no lo había hecho en toda la noche, hasta que en la madrugada el dolor le dio una tregua haciéndole olvidar por unos minutos que estaba sufriendo. Pero, en cuanto sus párpados se encendieron, una punzada golpeó su corazón, haciendo que su cuerpo se contrajera de dolor.
Inconscientemente, gimió. Los párpados inferiores le ardían. Intentó colocarse boca abajo, en vano buscó un descanso que no iba a venir. Se levantó, dándose un rápido aseo.
Vistió unas bermudas azul rey, tomó una camiseta y salió de su habitación.
Ni siquiera intentó verse en el espejo, no necesita corroborar que se encontraba en un deplorable estado. Pensó que lo mejor que podía hacer en aquel momento era nadar.
Saltó la verja de madera, caminando a pasos agigantados hacia el mar. Se quitó la camiseta a medio camino, sus pectorales y abdominales se marcaron en cuanto intentó llenar sus pulmones del oxígeno matutino, pero fue como clavar una docena de agujas en su pecho, así que se echó a correr, lanzándose al mar.
El agua estaba fría, mas la superficie comenzaba a templarse tan cálidamente que era imposible resistirse a tal invitación. Dando saltos se introdujo lo más que pudo, hasta que el agua le llegó a la cintura, dio un par de brazadas que se fueron multiplicando a cada segundo.
Al frente de su casa, a unos seis kilómetros de distancia se encontraba una boya, desde niño tuvo una fijación por aquella pelota roja que flotaba en el horizonte, quería alcanzarla, y ese anhelo se convirtió en motivación, así aprendió a nadar, pero también descubrió que atravesar el mar en brazadas era muy agotador y que se podía tornar peligroso si no era precavido, lo que le llevó a armar estrategias para cumplir con su objetivo y la tabla de surf fue una de ella, era más fácil deslizarse sobre el agua con una tabla; pronto llegó a la boya, era como una pelota imposible de hundir pero que tampoco podía ser arrastrada por simple fuerza humana.
Ese día regresó poco satisfecho a casa, tenía diez años, el globo rojo no era más que un tonto cuerpo flotante, o por lo menos eso pensó hasta que su padre lo regañó por imprudente, haciéndole partícipe de todos los peligros que corrió ese día.
Aun así, tan tozudo como siempre, practicó y practicó hasta que pudo dar la vuelta alrededor de la boya y regresar sano y salvo a la arena.
Durante los últimos dos años esa era su meta: Llegar a la boya cuando no podía solucionar un problema.
Era difícil nadar con tanto dolor, aquello había trascendido de su cuerpo a su psique y, de esta a su alma, sin embargo no dejó de nadar.
La imagen de Maia venía a su mente como flashes que lo cegaban. Su voz, la suavidad de sus labios... Entonces, nadaba con más fuerza.
—No pienses, Aidan o te hundirás... perecerás ahogado —se decía—, o quizás eso sea lo mejor. Oye, ¿la boya estaba tan lejos? ¿Qué estará haciendo Maia? Eso ya no importa, Aidan, ella nunca podrá quererte como quiere a Dominick... ¿Es en serio? ¡Claro, solo tienes que alcanzar la boya! Si sigues peleando contigo mismo terminarás ahogado. ¡Mierda, no me puedo ahogar! —Se detuvo—. Don de Neutrinidad —dijo en voz alta. Observó la boya, no debía estar a más de dos kilómetros de distancia. Miró hacia la orilla, una figura negra, escueta, estaba sentada con el rostro al horizonte—. ¿Por qué Ibrahim tiene que vestirse de negro para tomar el sol? —se preguntó, miró la boya dándole la espalda para volver a la orilla.
Sabía que Ibrahim quería hablar, pero no estaba muy seguro de querer contarle lo que había pasado, la única certeza que tenía era que ni estar solo, ni acompañado le era de mucha ayuda, mas eso era mejor que intentar alcanzar una boya con la mente puesta en una chica. Se decepcionó al comprobar que el retorno lo había hecho en menos tiempo.
—Si hubiera estado en una competencia —pensó—, me habría lanzado más tiempo del que hice para llegar..., cuando uno más pronto quiere terminar algo, más complicado se vuelve.
Ibrahim lo recibió con la camiseta en la mano. La tomó, sonriéndole sin mucho ánimo, se la colocó, sentándose al lado de su amigo.
Estuvieron en silencio por unos minutos, viendo como la boya danzaba suavemente en la superficie. El sol reverberaba con tanta intensidad que si no fuera por la fría brisa, que no dejaba de soplar, hubiesen tenido que correr a refugiarse.
—Todavía no entiendo cómo puedes traer puesto un suéter negro en este rayo de Sol.
—Amo este suéter, del mismo modo que tú amas nadar hasta esa boya con resaca marina.
—¿Cómo sabes que hay resaca? —preguntó, volviéndose.
—Estamos en octubre. No sé si la palabra huracanes te suena, pero... La verdad nunca he entendido tu interés por morir ahogado.
—Si no morí unas semanas atrás no creo que lo haga ahora —confesó con ironía—, si no me muero esta noche, nada me matará.
—¡Oh! ¿Eres inmortal o qué? —Aidan no respondió, ni siquiera se volvió a verlo, a pesar de que Ibrahim tenía su vehemente mirada fija en su perfil—. ¿Y qué es lo que pasará esta noche? —Se acomodó los lentes, contemplando el mar.
—Esta noche terminaré por convencerme que soy un idiota. Probablemente, pueda tener a quién quiera, pero no a quién quiero.
—Muy filosófico para lo poco profundo que eres.
—Gracias por la sinceridad, para la próxima haz un puñal con una servilleta e intenta matarme.
—Creo que Rafael se equivocó al decir que tu hermana terminaría amargada.
—No hables de lo que no sabes.
—Entonces, instrúyeme para que pueda conocer el grado de idiotez que has alcanzado.
—¿En verdad quieres saberlo? —le dijo, mirándolo con dureza, pero Ibrahim no respondió, ni siquiera pudo sostenerle la mirada—. Amo a Maia, sí, como lo escuchaste —rectificó, aun cuando Ibrahim no hizo ningún gesto que le exigiera una confirmación de lo que acaba de escuchar—, pero no me sentí conforme con reconocerlo, así que me dije: «¡Ey, Aidan!, ¿por qué no intentas una de las de Dominick y la besas? Sí, porque con Irina funcionó». ¡Claro! Maia nunca será como Irina, porque Irina es Irina, e Irina no es tan importante como cree que se es... Quizás lo hice porque quise demostrarle que me quería a mí y no a Dominick.
—Eres un idiota en potencia.
—¡Je! ¿Soy un idiota en potencia? Pues tu amigo, el idiota en potencia la besó, y ¿sabes? Fue el mejor beso que he dado en mi vida... y que me han dado. Lo que es raro considerando que soy un idiota. —Ibrahim se levantó, y Aidan se irguió tras él, tomándolo del brazo—. ¡No! ¡Escucha! ¿Querías saber, quieres criticar? Pues te autorizo a hacerlo porque sabrás todo, al menos en palabras, ¡todo lo que siento! Si me arrancas la piel a carne viva pensaría que eres clemente conmigo, este dolor ni siquiera lo puedes imaginar.
—¿Cómo te atreves a confesar eso? —le gritó con la voz temblorosa y los ojos cargados de lágrimas—. ¿Cómo te atreves?
—Ya no importa, Ibrahim... Irina y tú ganaron. —Ibrahim se zafó—. Ella no me quiere, así como yo jamás podré corresponderles.
El rostro de Ibrahim se desencajó, dando un par de pasos hacia atrás. ¿Cómo era posible que Aidan lo supiera? ¡No debía darse cuenta! Aquello tenía que ser un juego de mal gusto, una insinuación nada más.
«—Esos no son juegos, hombre. Pero no, aun así no vomitaría, sentiría lastima y consideración por ti».
Las palabras de Aidan se repitieron en su mente una y otra vez.
Lo observó, puso su mirada en los verdes ojos de Aidan y allí encontró la respuesta.
Él no lo detuvo, sabía muy bien que lo había lastimado, tan herido estaba que ni siquiera podía pedir perdón, había clavado su veneno en el corazón de Ibrahim, y no porque tuviera alguna culpa de lo que le había ocurrido sino porque, simplemente, se sentía traicionado por él.
Había descubierto que era capaz de guardar resentimiento en su corazón.
***
(1)El Señor de los Anillos, del escritor inglés J. R. R. Tolkien.
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