Hijos de la Venganza

El C. C. Cabo San Román es uno de los tres centros comerciales que tiene Costa Azul, famoso por sus salas de cine, por lo que para Susana era una excelente opción para compartir con sus hijos. Necesitaba finiquitar algunos detalles del cumpleaños de Loren, comprarle la ropa a Gabriel y a Tobías, así que aprovecharía esas dos horas, antes de la función, para conseguir algo digno para sus pequeñines.

Itzel y Loren caminaban solas por el centro comercial, observando los diferentes estilos que ofrecía cada vitrina. Pasar un tiempo con su hermana, hablando de trivialidades era algo que Itzel comenzaba extrañar. Últimamente, habían sido más los problemas y desacuerdos entre ellas que los secretos compartidos, quizás eso era una consecuencia de tener prioridades distintas: Para Loren, su fiesta; para ella, la Hermandad.

—¿Y cómo está Ibrahim?

—Aún sigue con su sexy moretón en el cuello. Lo invité a venir pero como ha salido el Sol, prefirió quedarse en casa.

—¡No puedo creer que todavía te guste!

—Sí, bueno, cuando te enamores hablamos.

—¡Vamos, Itzel! Tienes a otros chicos lindos en el colegio. Está Aidan, el nuevo.

—Dominick.

—Ese. Está Jorge, Evelio, Juan, Francisco, Luis.

—En su mayoría son tarados.

—Pero son una buena opción.

—Tengo diecisiete, no estoy desesperada por conseguir novio.

—Hermanita, ¿crees que si invito a Aidan para que sea mi caballero, aceptará?

—No lo sé. Él es un buen amigo. —La miró de reojo—. Te gusta Aidan.

—A todas las de tercero nos gusta Aidan. Y odiamos a Irina. De verdad, no sé qué le ven.

—Ella es una chica muy hermosa.

—Sí, lo es. Pero también es una arpía. Te juro que si no fuera porque me podrían expulsar, le entraría a golpes.

—¡Loren!

—¡Es que no la soportó! Se cree que está por encima de todos, que es mejor que todos y solo es una zorra. Ya le echó el lazo al chico nuevo, y aun así Aidan anda detrás de ella. Además de todo, es una sortuda.

—La verdad no creo que Dominick se la tome en serio. Y tampoco creo que Aidan esté tan colgado de ella como todos creemos.

—¿Te ha dicho algo?

—No, hermanita, pero hay cosas que mejoran cuando una crece, como por ejemplo entender a las personas.

—Itzel, ¡no tienes treinta!

—Soy mayor que tú, por tanto tengo mayor conocimiento.

—¿Lo dices por la cieguita? —Loren rio—. Por causa de ella amamos aún más a Aidan. ¡Es todo un caballero! Nos hemos enterado de cómo la defiende.

—¿Y eso no te dice algo?

—Sí, ¡claro que me dice algo! Que él tiene un buen corazón. ¡Oh, por favor, Graciela! —exclamó volviéndose hacia su hermana—. ¿No creerás que él se ha fijado en ella? Esa niña no es bonita, solo tiene un rostro dulce, de tonta pues, y eso no es suficiente para enamorar a un chico. Jamás tendrá la chispa suficiente como para conseguirlo.

Itzel no respondió, tampoco fue necesario. Loren comenzó a gritar por unas zapatillas, obligándola a entrar a la tienda para probárselas. Ya sabía ella cómo terminaría eso: Su mamá le compraría las zapatillas. 

Definitivamente, Loren tenía un obsesión con los zapatos, y siempre conseguía lo que quería. Y conseguiría que Aidan aceptara ser su caballero. ¡Itzel lo sabía! Pero esa mirada lánguida y risueña que su amigo le dedicaba a Maia nunca la obtendría.

Con la mirada fija en la diana colocada a treinta metros, Aidan disparó su flecha número setenta y dos. Sus brazos comenzaban a temblar del cansancio, la franela estaba empapada en sudor alrededor de las axilas y los bíceps. 

Gregorio se acercó, supervisando su parada y su técnica, le dio una palmada en el hombro, cuando Aidan bajó el arco, al verificar que su flecha había dado en el blanco. Era la quinta que acertaba en el centro. Otras veinte habían dado un poco más alejadas. Las demás las había errado.

—Es hora de que tomes un descanso.

Aidan bajó el rostro, afirmando que lo haría. Cuando subió la vista pudo contemplar a Dominick en la cima del picacho. 

Eran las diez de la mañana. El arco desapareció de su mano. Caminó hacia su padre, el cual le dio un granjero, mientras le servía un poco de jugo. Se había mentalizado hacer unos treinta y ocho tiros más y practicar con la espada. Le emocionaba la idea de poder verla materializada en sus manos.

—Veo que a tu amigo le gusta la altura —observó. Aidan contempló por unos segundo a Dominick—. Espero que baje ante de las doce.

—Pensé que almozaríamos a la una.

—Eso era lo que tenía en mente, campeón, pero mamá me ha pedido que la acompañe a una reunión con su hermana.

—¡Guao! ¿Este es uno de esos sábados en donde nos quedamos solos con el abuelo?

—¿Decepcionado?

—¡Para nada, 'pá! Creo que deberá hacer algo para que Dominick baje antes de la hora. Puede pedirle a Goyo que le lancé una flecha con un mensaje, porque sinceramente, no creo que tenga cobertura a esa altura.

—¿Y por qué no lo haces tú? —Aidan mordió el pan, dándose un tiempo para masticar.

—Porque podría matarlo. Mi puntería no es tan buena, y lamentablemente Ibrahim no está aquí para guiar mi flecha —respondió sacando el celular para mandar un mensaje, recibiendo otro de inmediato: «Entonces te espero a las una. Mamá dice que puedes almorzar con nosotros»—. Listo, iré a comer con una amiga.

—¡Qué rápido haces planes! —Ambos sonrieron con picardía—. ¿Y se puede saber quién es la afortunada?

—No sé si ella es la afortunada o lo soy yo. —Volvió a concentrarse en el pan.

—Los Ardere siempre con sus dramas amorosos —comentó Gregorio, sirviéndose más té.

—¡Lo dice el tipo que jura que nunca se casará! —respondió con humor Andrés—. Bien, hijo, lo único que puedo decirte es que cuentas conmigo —Colocó una mano sobre el hombro de su hijo, gesto que Aidan agradeció—. Siempre y cuando no sea de Ignis Fatuus.

—Aún tengo a Saskia y a Itzel. —Eso hizo que los otros dejaran de comer—. ¡Estoy bromeando!

Gonzalo tomó una mandarina del bol que Leticia colocaba, religiosamente, en el centro de la mesa del comedor con las frutas de la época. Introdujo su pulgar en la cáscara de la fruta, perforándola lo suficiente como para desnudar los gajos de la mandarina. El jugo cítrico se disparó como motas de polvo por el espacio, lo que le hizo captar el fresco aroma. Aspiró con fuerza, cerrando sus ojos. Le encantaba la energía que se inyectaba en su cuerpo cada vez que olía una mandarina. 

A través de la ventana, pudo ver a su prima columpiarse bajo el samán. Con paso decidido, abandonó el comedor, internándose en el pasillo donde se encontraban su habitación y la de Amina. Abrió la puerta de vidrio, cuidando de caminar por las piedras de laja, arrojando inconscientemente una que otra semilla de mandarina.

—Estudiar tanto puede terminar enfermándote.

—¿Quién lo dice?

—La mata de la flojera. —Sonrió. Maia detuvo el columpio, fue su invitación a que se subiera a él—. ¿Qué haces?

—Leo un poco sobre Ackley —suspiró—. Es triste que su vida haya terminado así.

—Amina yo no me lamentaría tanto. Él fue quien decidió su destino. —Le dio tres gajos de mandarina—. De hecho, no creo que se la haya pasado tan mal como nos han hecho creer.

—¿Qué quieres decir?

—Por lo menos, murió creyendo que Evengeline lo amaba. Bueno eso si no tomamos en cuenta sus últimos tres minutos de vida. La moraleja de todo eso es que quién es tonto en el amor muere como un desgraciado —ironizó, masticando el último gajo—. ¿Te lo comerás? —le preguntó a su prima, quien sujetaba dos de los tres que le había pasado.

—Te daré uno. Era un tipo muy noble, creo que me hubiese llevado muy bien con él.

—Era un idiota —puntualizó—. Yo me hubiera divertido con Evengeline y luego le hubiese escrito una larga carta de unas tres líneas diciéndole: «Lo siento, querida, me aburrí». Después, me hubiera casado con una fiel miembro de Ignis y  fin.

—Eso hubiese sido muy noble de tu parte.

—La nobleza no vende.

—Sí, pero sin su nobleza no existirían guardianes.

—¡Uff! Punto a tu favor —señaló—. Pero no esperes nobleza de Iñaki, ni de ningún miembro del Populo de Ignis Fatuus.

—Sé que la historia ha creado un abismo entre la Fraternitatem y nosotros, pero podemos intentar mejorar nuestras relaciones.

—¿En serio? ¿Realmente piensas eso?

—Te seré sincera —dijo deteniéndose, las manos comenzaron a sudarle, revelar lo que sentía a su primo podía ser fatal para ella—. Confiaré en ti, Zalo, porque te quiero. No pienso formar parte del plan de venganza de nuestro Clan.

—¿Aun cuando eso implique perder a tu familia?

Un nudo en el pecho se apoderó de su tranquilidad. Por un momento, creyó que su corazón estallaría, que la sangre se estaba acumulando en sus arterias. Se desmayaría. Su boca se secó, sintiéndola amarga. Amaba a sus padres y creía que podía convencerlos de confiar en la Hermandad.

—Tengo que correr el riesgo —titubeó. Gonzalo pasó su brazo por su hombro, atrayéndola hacia él. Besó sus cabellos—. Aunque tenga que perderlos.

—No me perderás, Amina. Yo siempre estaré contigo. —Maia lo tomó por la camisa, aferrándose a él—. Te tengo que confesar algo.

—¿Qué? —preguntó.

—Cuando venía hacia acá seguí a unos non desiderabilias. Se internaron en un bosque. Terminaron en el campamento de algún Clan.

—¿Un campamento? —cuestionó, limpiándose las lágrimas—. ¿De qué Clan?

—No lo sé. Habían varias personas luchando, pero solo tres de ellos tenían Munera.

—¿Tres? ¡Tres Primogénitos! —se animó—. Pero —dudó—, eso no es todo, ¿verdad?

—No, Amina. A grandes rasgos se veía que aquellos Munera estaban en manos de neófitos. No tenían ni la menor idea de qué hacer con ellos. —Maia frunció el ceño—. Esperé a ver si ellos podían solucionar su querella, pero me llevé tremenda decepción. Uno de los Harusdra tenía una fuerza sobrehumana. Los estaba haciendo añicos.

—¿Los ayudaste? —rogó.

—Sí. Una flecha bastó para atravesar su cuello y borrar el corrompido Sello de nuestro Clan.

—¿Un Ignis Fatuus? —tembló.

Su Clan prácticamente había desaparecido en manos de los demás Clanes. Los dos sobrevivientes tuvieron que mezclarse con otras culturas, renaciendo. Durante el primer siglo todos intentaron permanecer unidos, trasmitiendo las glorias de Ignis Fatuus entre ellos, así como su caída. 

Pero la armonía terminó, y como un gen maligno, la avaricia comenzó a mutar los corazones de los miembros más jóvenes. El cómo se unieron a los Harusdra era un misterio, aunque Maia sabía muy bien que solo les bastaba invocar al dragón negro y pactar con él para maldecirse por toda la eternidad.

Lo que no entendía era el porqué los Indeseables de su Clan tenían poderes que podía considerarse sobrenaturales.

—Me alegra que hayas estado allí. Gonzalo, yo también los sentí hace unos días en la playa. Pude captar la maldad de su Sello extenderse en el cielo.

—¿Pudiste defenderte?

—No fue posible, estaba con Aidan. Si hubiese intentado hacer algo, no solo lo iba a poner en riesgo, sino que tendría que darle muchas explicaciones, y no me creería.

—Tienes miedo a que te vea como un fenómeno.

—Sí —resopló—, de cierta forma tengo miedo de que se aleje de mí, pero lo que más me atemorizó es que si nos atacaban él podía morir.

—Es imposible que un Harusdra sobreviva con tu experiencia, así que no debes temer por él.

—Gonzalo, mi poder ha crecido y no conozco sus límites.

—¿Qué quieres decir?

—Que no solo puedo acabar con el enemigo, también puedo matar todo lo que esté fuera de mi campo de protección.

—¿El campo se ha ampliado?

—No, y no lo hará. —Su primo le tomó la mano—. La onda sigue devolviéndose, como un bumerang.

—Tranquila, Amina, sé que podrás dominarlo por completo.

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