Familia

Ibrahim y Aidan se miraron consternados, no pensaron que la persecución terminaría de esa manera. Se habían hecho la idea de que, por lo menos, tendrían la oportunidad de hablar con aquel sujeto. Lo único que pudieron intuir de él era que no superaba los veinte años y que, al parecer nadie, a excepción de ellos, se dio cuenta de que había muerto en plena avenida.

La lluvia arreció. Las gotas no les tocaban hasta que abruptamente "aparecieron". Las personas comenzaron a tropezar con ellos, mientras corrían para resguardarse. Ellos seguían sin entender lo que estaba pasando. Sus cabellos comenzaron a pegarse a sus rostros, tanto que tuvieron que echarlos hacia atrás para poder ver.

—¿Tu arco? —inquirió Ibrahim dándose cuenta de que este había desaparecido.

—Creo que se fue, como lo hizo el cadáver —comentó aparentemente normal—. ¡Espera! ¿Qué rayos fue todo eso? —Ibrahim le sonrió. Mas no fue la sonrisa de su amigo lo que llamó la atención de Aidan, sino la marca del látigo, la cual se estaba tornando de un tono púrpura. Estiró su mano para tocarla—. ¿Te duele?

Ibrahim se echó hacia atrás. 

—No tienes ni idea —resopló.

Orgullo, eso fue lo que Aidan sintió por su amigo. Esa herida no se veía bien. Él no estaba bien y, contra todo pronóstico, se levantó del suelo y corrió detrás de su atacante, dirigió la flecha que le mató, y ahora, estaba parado frente a él, con mucho dolor, pero sin mostrar ningún signo de agonía.

Caminaron en silencio hasta la casa de Aidan. Allí, por lo general, siempre había alguien. 

Aidan notó que Ibrahim no quería tocar su cuello. Llevaba los ojos enrojecidos, podía verlos a través de sus empañados lentes. La emoción de tener un Don distinto a la Clarividencia había quedado en segundo plano, lo único que sabía era que si no hubiera ido en su búsqueda, Ibrahim hubiese muerto en sus brazos.

Pensar en todo lo que pudo haber ocurrido, debajo de aquel torrencial, caminando en silencio a su lado, cabizbajo, le hizo darse cuenta lo mucho que lo quería. Ibrahim era su amigo, su hermano, la persona más cercana a su alma y a su corazón. Se volvió a verlo. Este iba con la mirada al frente, mudo, las gotas de lluvias corrían por su rostro precipitadamente, también por su negro cabello adherido a su cuello donde resplandecía el trazado de la correa que, de forma mortal, lo había sujetado.

Aidan volvió su vista al frente, y lo atrajo con su brazo izquierdo. Ibrahim colocó su mano en su hombro derecho. Ambos se observaron seriamente, se dieron una palmada y continuaron el recorrido.

No tardaron mucho en ver aparecer la casa de Aidan. Dafne y el abuelo estaban esperando en el porche, de pie. Su hermana dio media vuelta, metiéndose a la casa y su abuelo los saludó, imitando a Dafne. Aidan comprendió que no tenían ni la menor idea de lo que había pasado.

—Creo que mi madre me matará por volverme a mojar —murmuró.

—¡Estás loco, Aidan Aigner!

—Lo sé.

«A bañarse». Bastó colocar un pie dentro de la casa para escuchar el grito de Elizabeth desde la otra planta. Aidan levantó las manos en señal de implorar clemencia, para bajarlas en evidente actitud de derrota.

—Abuelo, ¿puedes ayudarme con Ibrahim? —le pidió mientras sentaba a su amigo en el sofá.

Poco le importaba que su madre lo regañara por mojar el mismo. Había una emergencia que atender.

Rafael no podía creer lo que estaba viendo. Las marcas púrpuras comenzaban a mostrar un leve color rosado en los bordes. El anciano pidió a Elizabeth que bajara el botiquín de primeros auxilios, mientras Dafne, por el alboroto, se presentó en la sala. 

Lo primero que vio fue a su hermano, sujetar las sienes de Ibrahim. Este tenía la nuca recostada sobre el sofá. Sus ojos estaban cerrados y sus brazos relajados a los lados de sus piernas. Su abuelo estaba intentando revisarle el cuello.

—Necesito que me digas qué fue lo que paso —exigió, mirando a su nieto a través de sus lentes.

—Fue atacado por un Indeseable.

¿Indeseable?

—Un Harusdra, abuelo. Lo tenía en el suelo y lo estaba ahorcando.

—¡Oh, por los cielos! —exclamó Dafne, tomando el rostro de su hermano entre sus manos—. ¿Estás bien?

—Sí —susurró Aidan al ver que su hermana estaba seriamente afectada por lo que acaba de escuchar. 

Su madre bajó, dándole el botiquín a Rafael, escuchando una vez más a su hijo. Este se alejó con las manos en la cabeza, mientras atendían a Ibrahim.

Los llorosos ojos de Dafne seguían firmes en él.

—No quiero esto. Pero le doy gracias al cielo de que fui yo y no fuiste tú —le confesó a Dafne. Elizabeth se volvió a ver a sus hijos—. No podría soportar la idea de que tu vida corre peligro.

—Aidan —murmuró Dafne, tirándose en sus brazos.

Aidan colocó sus manos en los dorados cabellos de su hermana, dejándola llorar desconsoladamente. Había albergado tanta ira contra su hermano por algo que ni siquiera él tenía el poder de cambiar, que se sentía tonta. Ahora acababa de descubrir que más allá de la importancia de tener un Don que la hiciera sobresalir y le diera poder, había una realidad muy cruda: Ellos tenían enemigos, enemigos que morían y que estaban dispuestos a matarlos, e irían primero a por los líderes y, luego a por el resto.

—Si no fuera por tu Don no lo estuviera contando —musitó Ibrahim, con una leve sonrisa—. Mi viento no fue lo suficientemente fuerte para tumbar al chico.

—Quizá no lo fue —le dijo Aidan—, pero si no hubieras guiado mi flecha se hubiese escapado.

—¿Flecha? —dijo su abuelo, al ver que Ibrahim se sentaba un tanto más tranquilo, luego de colocarle la pomada en el cuello.

Aidan sonrió. 

—Arco —dijo y en su mano apareció el arco negro de cristal, con el símbolo de Ardere en la pala superior. La cuerda de seda apenas se notaba en la claridad de la estancia.

Dafne lo miró extasiada, de hecho, todos en la sala se voltearon a verlo. Él llevó el mango frente a su rostro, a la altura de sus labios, mientras estiraba la cuerda, surgiendo una flecha brillante de obsidiana, que desapareció en cuanto dejó de tensar la cuerda.

—Pensé que solo aparecería en cuestiones de emergencia —comentó—. Daga. —Y en su mano se desdibujó el arco para aparecer una daga de empuñadura de plata y el filo negro de la hoja. Supo que se trataba del mismo material que la flecha—. Obsidiana —se dijo, colocando su dedo índice sobre la piedra. Un hilo de sangre brotó de su piel.

Aidan soltó la daga, la cual desapareció antes de tocar el suelo. Miró a todos.

—No sabes lanzar una flecha y acabas de cortarte con tu propia arma —comentó Ibrahim—. ¡Eres un fracaso total! —resolvió, recostando su nuca en el mueble.

Aidan no tuvo que decir nada. Su madre saltó con un poco de yodo en una gasa, limpiando la herida. 

Las miradas de los hermanos se volvieron a encontrar. Ella estaba más animada, y lo observaba con ternura.

—Siempre lo he dicho: Mi hermanito es un desastre. —Aidan le dedicó una media sonrisa con su mirada pícara.

Ese era él. Nunca se tomaba muy en serio las cosas, por lo menos no hasta que tenía que afrontarlas.

Sentada frente a la ventana de su habitación, Maia escuchaba las gotas de agua estrellarse contra el vidrio. Podía asegurar que aquella precipitación se convertiría en un diluvio. 

Llevaba lloviendo tres horas con la misma intensidad, lo sabía porque el sonido en la ventana no había disminuido. Su cuarto estaba frío. Recostó su mentón sobre su mano, cerrando los ojos para concentrarse en el sonido del choque de las gotas contra el cristal.

Recordó la lluvia empapando sus pantalones y el aroma del sudor de Aidan, el olor de sus cabellos, de su cuello... Repentinamente, se puso de pie. Sus pensamientos estaban yendo demasiado lejos.

Unos golpes fueron dados a su puerta. Por la forma de llamar, reconoció a su padre. 

Israel era un hombre de un metro setenta y cinco, robusto, cabellos oscuros, abundante y lacios con algunas canas haciéndose presentes, de mentón firme, rostro cuadrado, cejas pobladas y párpados caídos que dulcifican sus ojos color café. Sonrió al ver a su hija buscarle con el sentido de la audición.

—¿Se puede? —dijo sosteniéndose en la puerta.

—¡Claro papá! —contestó, sentándose en su cama.

—Me ha dicho Leti que te está yendo muy bien en el colegio, que has hecho nuevos amigos, pero... no sé por qué tengo el presentimiento de que no eres del todo feliz.

—¿Puedo ser sincera? —suplicó.

—Puedes serlo —dijo, tomándole la mano mientras se sentaba a su lado.

—No ha sido tan fácil, papá. No soy tan valiente como creía.

—¿Sabes por qué dejé que fueras a la escuela, a pesar de que tu madre se negaba y yo tenía mis dudas? —Maia negó—. Porque la vida no es fácil, mi pequeña. Un padre siempre busca que sus hijos crezcan, y nosotros teníamos que dejarte crecer. Amina —confesó, haciendo un breve silencio—, nos llenas de orgullo. Por eso debes saber que a veces sentimos miedo de lastimarte. No queremos decepcionarte.

—¿Ustedes?

—Sí, nosotros. En especial, yo. Tengo miedo de no enseñarte a ser una gran mujer, a llenar tu vida con mis dudas y mis miedos. Quiero que seas feliz.

—¡Soy feliz, papá! Tengo a los mejores padres del mundo. —Israel le dio un beso en la frente—. ¡Extraño a Gonzalo!

—¿Gonzalo? —exclamó—. Ese es un caso perdido. Ayer llamó. Quiere vivir con nosotros, ¿qué te parece?

—¡Es genial, papá! Podré salir un poco más de casa y... —Israel soltó una sonora carcajada.

—¡Está bien, Amina! Dejaré que Gonzalo viva en nuestra casa. Prudencia, hija mía, prudencia.

—Así será.

Israel salió de la habitación. Maia estaba feliz. Gonzalo era lo que necesitaba para recuperar el equilibrio en su vida.

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