El Último Mensaje

Extraer la flecha del cuerpo de Rafael era lo más difícil que Dominick había hecho en toda su vida. 

No había fraternizado mucho con el anciano, pero se mostró sensible ante el sufrimiento de Dafne, la cual no dejaba de mecerse con los brazos cruzados en el pecho como si le hubieran arrebatado el alma en vez del cadáver de su abuelo, y de Aidan, cuyos oscuros y opacos ojos eran una clara señal del trozo de vida que se le había ido, y pese a ello, todavía era capaz de dar órdenes y de ayudar a llevar el cuerpo de su ser amado.

El dolor estaba presente en cada uno, ni siquiera se dieron cuenta de que tanto Irina como Griselle se habían marchado. 

En todo el camino no se pronunció ni una sola palabra, solo el gimoteo ocasional de Dafne les hacía volver en sí, pero es que el tormento y la confusión era tan grande que los reproches a Saskia y el discutir cómo habían sido engañados por Maia pasaron a un segundo plano.

Aquella muerte no tuvo que haber sucedido, y Maia, a la que consideraban su amiga, a la que llegaron a proteger incluso del acoso de Irina, ¡debía de estar de su lado! ¡Era un miembro de la Hermandad! Por lo menos su Clan lo era, lo había sido, y resultó que les dio la espalda. 

Ahora, no solo tenían que enfrentar a un enemigo que los superaba en fuerza, sino también a otro que sobresalía en astucia.

Todos los argumentos que en el padecimiento pueden discurrir en la mente y en un corazón agobiado terminaron convirtiéndose en nada cuando Elizabeth salió al encuentro de sus hijos. 

El arrebato de dolor la llevó a arrojarse al suelo, con el rostro compungido, bañado en lágrimas, extendiendo sus manos con vehemencia para tomar entre sus brazos al padre muerto. 

Esa escena hizo que Dominick se llevara el puño a los labios. Él sabía más que nadie lo que era perder a uno de los progenitores; sintió lástima por Elizabeth y compasión por Aidan, él no era su confidente, pero como todos los demás, también había notado su repentino y ferviente amor por Maia.

—Maia —pensó—. ¿Quién eres en realidad? ¿Cuál fue el verdadero motivo por el cual te acercaste a mí en el parque, cuando éramos niños? ¿Acaso siempre supiste quién era yo? ¿Acaso tus intenciones eran acabar conmigo para que la Hermandad no subsistiera? Pero, ¿por qué no lo hiciste cuando era un niño indefenso o cuando dejamos de vernos? ¿Por qué ahora? —Sus ojos se llenaron de lágrimas, se sentía perdido, confundido, necesitaba encontrar una explicación racional para todo eso.

El padre de Aidan apareció, aferrándose a la manga de Dominick, fue inclinando su cuerpo hasta que finalmente lo soltó para reunirse con su familia. Abrazó a su mujer, la cual sostenía a Rafael entre sus brazos, y a Dafne. 

Dominick observó a Itzel refugiada en los brazos de un Ibrahim que lloraba a lágrima suelta en completo silencio, para luego contemplar el pálido rostro de Aidan. Este se levantó, limpió sus mejillas con sus antebrazos y lo vio fijo.

—Gracias —murmuró sonriendo.

Después ayudó a su padre a separar el cuerpo de Rafael de su madre y lo llevó dentro de la casa. Ibrahim levantó a Elizabeth, e Itzel y Saskia hicieron lo propio con Dafne.

Para Dominick aquello no podía terminar allí. Maia le debía una explicación, y la obtendría, aun cuando sabía que no era el momento más adecuado para ir a casa de los Ignis Fatuus. Su lugar era allí, con sus hermanos.

Los gritos de Leticia y de Gema no se hicieron esperar cuando Maia, de brazos caídos, entró en la casa. 

Gonzalo la llevaba de los hombros, pues ella caminaba por inercia. Su cuello, sus manos, sus sandalias, el vestido completo, estaban cubiertos de sangre. Su rostro estaba surcado de lágrimas, maquillaje y humor nasal, mas ya no lloraba. 

Su madre intentó detenerla, pero la mirada amenazadora de Gonzalo hizo que retrocediera, ni siquiera Ignacio, quien apareció tras ellos, les permitió acercarse a Maia. 

Fue Ismael el único que intentó mantener la calma en todos, asegurando que cuando los chicos estuvieran preparados, recibirían una explicación sobre lo ocurrido.

Ignacio no fue invitado a pasar al cuarto de Maia, y tuvo que conformarse con guardar vigilancia en la puerta, mientras Gonzalo se encerraba con su prima. 

En cuanto esta escuchó el clic de la manilla, se volvió hacia su primo arrojándose a sus brazos, dando rienda suelta a su tristeza. Se aferró con tanta fuerza la camisa de este, que temió que la rompería.

—Pequeña —murmuró—, debes cambiarte de ropa.

—¡Me quiero morir!

—¡No, no, mi pequeña princesita! —La apretó aún más entre sus brazos—. No sabría como vivir sin ti. ¡Ve! Un baño te sentará bien. Yo buscaré algo para comer y nos encerraremos aquí todo el día. Toda la noche. Me hablarás de tu dolor y lloraré contigo, responderé a tus preguntas y buscaremos una solución.

—No hay solución para la muerte.

—No, no la hay, pero esto no ha sido culpa tuya.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te conozco, a veces mucho mejor de lo que me conozco a mí mismo. Porque te admiro. —Besó su frente—. Ahora ve, ve a confortar tu cuerpo con un refrescante baño. Pondré tu pijama en la cama y vendré dentro de media hora. O puedes hacer que mi Sello relampaguee. — Maia sonrió para luego volver a llorar—. Y vendré por ti. Por cierto —dijo poniendo la mano en el pomo de la puerta—, debes explicarme qué fue lo que hiciste con Iñaki y cómo haces que mi Sello parezca fuegos artificiales.

Maia sonrió, sintiendo en su rostro la brisa que se colaba por la puerta consecuencia del vaivén al abrirla y cerrarla. 

Cuando quedó sola se derrumbó, llorando tan amargamente que estuvo a punto de quedar tendida en el suelo y no pararse más, y luego sintió en su mano derecha el dedo de Rafael al trazar el Sello de Ardere. 

Ese fútil gesto siempre significó algo, un significado que se perdió con el anciano. Recordó la sangre tibia y el peso del cuerpo cayendo sobre su regazo, y se odió por no haber hecho nada.

Fue allí cuando se dio cuenta de que ella no era la única culpable de la muerte de Rafael, la Imperatrix tenía que pagar el dolor que había causado. 

Se levantó. Tambaleándose, llegó al baño.

Gonzalo se encontró con cuatro rostros expectantes. Todos esperaban respuesta de lo que había ocurrido, pero él solo preparó unos emparedados, un poco de frappé, cortó unas porciones grandes de marquesa, tomó la nutella y se dio a la tarea de preparar unos suculentos helados. Tenía la esperanza de que Maia no le haría esperar mucho tiempo.

A los cuatro rostros se le anexó un quinto, el de Ignacio, quien lo contempló con reproche, no aprobaba su actitud silenciosa y cómplice. Él conocía muy bien a su hermano, y era mejor que hablara estando él presente que hacerlo por detrás.

—La Hermandad nos ha atacado —confesó Ignacio.

Los qué y los cómo, así como las maldiciones no se hicieron esperar.

—Si no hubiésemos llegado a tiempo hubieran acabado con Amina.

—Eso no es del todo cierto, Ignacio —le interrumpió Gonzalo, viéndolo firmemente a los ojos—. Amina jamás dejaría que cinco aficionados le hicieran daño. Si fuera tan débil no te hubiese quitado tu poder.

—¿Cómo? —gritó Israel—. ¿Cómo se atrevió a hacer tal cosa?

—Lo hizo porque ellos no son una amenaza.

—Una de ellos intentó atacarla —le recordó.

—Sí, yo estaba allí, ¿lo recuerdas? Pero también había un anciano tirado en el suelo con una flecha muy semejante a la mía clavada en la espalda.

—Eso no es justificación —aseguró Ismael con su falso acento maracucho.

—Créame papá, que si yo llego a verle a alguno de ustedes con una flecha que yo reconozco es de otro Clan, no dudaría en atacar, aun cuando solo haya sido una estratagema del enemigo para crear confusión.

—Los demás Clanes son nuestros enemigos —contestó con voz gutural Leticia.

—Tía en eso tiene toda la razón. Pero, ¿por qué no pueden ver lo conveniente que sería para los Harusdra que hiciésemos el trabajo sucio por ellos?

—¿A qué te refieres? —le cuestionó con rabia su papá.

—Una cosa es vengarnos, y los apoyo. —Levantó el pulgar—. Otra es convertirnos en los aliados de los non desiderabilias, en eso no los apoyaré. —Tomó la bandeja—. Ahora si me disculpan.

—No puedes ir en contra de las decisiones del Prima.

—Yo no me debo al Prima, papá. Me debo a Amina.

Detrás dejó a un silencioso grupo familiar. Esa había sido una declaración de guerra para su propio Clan. Tenía el presentimiento de que Amina iba a tener que luchar contra todos ellos, y en ese caso, no lo haría sola, él era su guardián, y una de sus principales funciones era protegerla y apoyarla, en especial cuando sus decisiones podían restaurar la paz dentro de Ignis Fatuus.

Los miembros de Ardere se hicieron cargo de preparar el cuerpo de Rafael y de propagar la noticia entre los familiares y amigos. 

Para todos aquellos que no tenían conocimiento sobre la Hermandad se dijo que Rafael había fallecido de hipertensión arterial; decir la verdad era tener que enfrentar investigaciones policiales, y las autoridades, por muy excepcional que fuese su trabajo, jamás darían con el asesino, ni podrían detenerle. De igual manera, médicos de Ardere se dieron a la tarea de preparar el acta de defunción explicando la muerte de Rafael.

Aidan fue en todo momento el apoyo de su padre. Apenas había tenido chance de cambiarse la franela; debía hacer muchas diligencias, así que quedarse llorando no era una opción. 

Una vecina, enfermera, había sedado a Elizabeth, mientras que Celeste, una de las mejores amigas de Dafne, y miembro de Ardere, se encargó de consolar a su hermana.

Bajó a la sala, su padre le dedicó una tierna media sonrisa, colocando su mano en su hombro.

—Creo que deberías ir a refrescarte un poco, Aidan.

—Estoy bien, papá. Usted necesita de mi ayuda.

—Todo está bajo control. Esta gente se ha portado maravillosamente bien con nosotros. Tu abuelo era muy querido. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Creo que lo extrañaré. —Aidan abrazó a su padre.

—Todos lo haremos papá.

—Estoy orgulloso de ti —confesó, dándole unas palmaditas en el hombro, para luego sujetar con firmeza su nuca—, te has convertido en todo un hombre y ni siquiera me he dado cuenta.

—Papi, la verdad es que sigo siendo el mismo niño cobarde y tímido de unos años atrás.

—No, hijo —dijo poniendo una mano sobre su mentón—, ese niño se ha convertido en un joven honorable. Ahora ve a cambiarte, pronto serán las siete de la noche y el servicio fúnebre comenzará.

Él asintió subiendo a su habitación. Corrió para subir las escaleras y en el pasillo, para encerrarse en su cuarto.

Se recostó en la misma, encendió la luz y observó su habitación. El azulado visillo bailaba con la suave brisa que se colaba por la puerta del baño, las corrientes de aire que entraban por la claraboya refrescaban toda la habitación. 

Su cama seguía medio arreglada con el cubrecamas echado a un lado, la almohada atravesada y el cobertor arrugado. Aún yacían en el piso la camisa y el pantalón que se había quitado en cuanto llegó de la fiesta. Pensó que aquello había ocurrido hace siglos. Toda su vida había cambiado en un solo minuto. Ese se convirtió en el fin de semana más largo de toda su existencia.

Fue allí cuando cayó en cuenta de que ya no vería más a su abuelo, a su confidente. En su mente podía oír su risa, sus bendiciones, sus consejos. Se llevó las manos a la cara, cayendo de rodillas. 

Sus manos corrieron hasta su estómago y un grito silencioso salió de su garganta, estaba privado en llanto, su pena era tan grande que ni siquiera su cuerpo podía expresar el dolor que estaba sintiendo. 

¿Qué haría ahora? ¿Cómo podía estar su padre tan orgulloso de él, si él había traído a la asesina de su abuelo a sus vidas?

Pronto sus gemidos se hicieron audibles, acostado en el suelo en posición fetal, intentaba derramar lágrimas, cuando sus ojos estaban cansados de llorar. 

¿Cuál había sido la razón por la que su abuelo asistió al parque? ¿Acaso Maia lo había engañado para asesinarlo? La flecha que lo mató era idéntica a la que Gonzalo tensó en su arco, y si ella fue capaz de quitarle los poderes al otro chico, quizás podía adueñarse de cualquier Don y usarlos a su favor. 

Todo su cuerpo le dolía y su mente no hacía más que torturarle con tanta crueldad que si pudiera arrancarse la consciencia la hubiese arrojado tan lejos como sus fuerzas se lo permitieran. 

Solo una cosa sabía: Debía alistarse y mostrarse fuerte para la familia. Sus padres y su hermana necesitaban de él.

Ya poco importaban sus sentimientos, sus luchas racionales sobre lo correcto o incorrecto, sobre lo qué hubiese sido y lo qué realmente era. 

En un esfuerzo sobrehumano se puso en pie. Como pudo llegó al baño. Jamás había tenido una resaca pero, se sentía tan fuera de sí, que podía jurar que tenía una. Se desnudó, metiéndose bajo la fría ducha. La temperatura del agua lo calmó. Relajó su mente. Estaba tan cansado. 

En cuanto salió de su baño se dirigió al espejo, su rostro estaba demacrado. Tomó su crema para peinar, lo vertió en su cabello, echándoselo hacia atrás, pero esta vez el cabello no le obedeció, por lo que tuvo que peinarlo a un lado, despejando por completo su frente. 

Sonrió. Recordó una vez, a los trece años, cuando su abuelo intentó arreglar su desordenado cabello. Ese peinado, que ahora se hacía, fue el que él le hizo. 

Sus ojos se enmohecieron, pero no se permitió llorar.

Respirando profundo abrió el clóset, sacando un pantalón de mezclilla y una camisa manga larga negra, se puso su franela de algodón y terminó de vestirse; escondió bajo el cuello de la camisa el cordón con los dijes que Ibrahim le había regalado, la cual se extendió en su pecho, se colocó sus zapatos de gamuza negra.

Iba a salir de la habitación cuando decidió recogerla un poco. Tomó la ropa sucia lanzándola en la cesta que escondía detrás de la puerta del baño. 

Percatándose de que su celular seguía en su pantalón, lo sacó y lo encendió. Tenía la costumbre de apagarlo en las reuniones de la Hermandad y ese día no tuvo la oportunidad de volver a encenderlo. Lo dejó en la mesa de su escritorio, mientras tendía el cubrecamas y arreglaba su almohada, sin reparar en la sábana que cubría el colchón. Estaba concentrado en su labor, su conciencia había dejado de fastidiarle cuando su celular repicó.

Aidan dejó sus deberes con la cama a media, sabía que aquella era una notificación por mensaje de voz, así que caminó hasta su escritorio tomando el celular. Marcó a la operadora e introdujo su clave, escuchando la información previa «Usted ha recibido un mensaje de voz a las dos horas y veintidós minutos». 

Esa hora le estremeció. Era la hora del ataque.

—¡Hey, Aodh! Dios te bendiga. —Las lágrimas corrieron por sus mejillas, aquella era la voz de su abuelo—. No quise decirte nada porque pensaba darte una sorpresa, y no sabía cómo terminaría todo. Quizás me estoy metiendo en un asunto que no es mío, pero sé que podrás perdonar a este viejo que te quiere y desea que seas verdaderamente feliz. 

»Hace unos segundos estuve hablando con Maia. ¡Sí! Estoy en el parque, la esperé hasta que apareció. Ella es una chica muy especial, lo sabes ¿verdad? Creo que te lo comenté una vez... ya no lo recuerdo. Pero la buena noticia, querido nieto, es que ella te quiere mucho, muchísimo. —Aidan cayó al suelo—. Y tiene miedo de perderte así como tú temes perderla. 

»El hecho es que es una buena niña y que tú tienes más suerte de la que tuvo Evengeline. Y, abro un paréntesis porque tus visiones deben significar algo, ¿no lo crees? Sé que ella, al final, luchará por ustedes y yo los apoyaré. Quería decirte que tendrás que mimarla cuando la veas. Hablamos en casa, te lo explicaré todo. Cuídala. —En el fondo se escuchó el alboroto de unos pájaros, Rafael cambió su tono de voz, había premura en él—. Algo pasa. Hablamos luego. ¡Dios te bendiga!

Aidan tuvo que escuchar el mensaje más de una vez. La primera porque escuchar la voz de su abuelo cuatro horas después de su muerte fue muy duro, la segunda porque se había atrevido a hablar con Maia, ¿tan preocupado estaba por él? Esa era una valiosa prueba de amor, la tercera porque se dio cuenta de que era precisamente de Maia de quién hablaba, del ruido al final del mensaje y del cambio de tono, de amoroso a grave, de su abuelo. 

Algo había pasado en ese parque antes de que su abuelo falleciera. Sin duda alguna Maia estaba involucrada, pero quizás la versión que ellos daban por cierta no era la más correcta. 

Sacudió su cabeza, aquel no era el momento más idóneo para pensar en ello.

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