El Pecado de los Clanes

Contando siete pasos, Maia descendió logrando ocupar la butaca al lado de Ibrahim. La bulla del sitio la llevó a preguntarle a Ibrahim lo que ocurría. Brevemente, le explicó que a los estudiantes poco le importaba lo que el personal directivo tuviera para decir, así que una forma de manifestar su aburrimiento y total apatía a las normas era pitar y lanzar avioncitos de papel.

—¿Avioncitos de papel? —preguntó con curiosidad.

—¿No sabes lo que son? —La chica negó—. ¿Me dejas explicarte? —Ella asintió—. Tomaré tu mano y la guiaré. Haremos un avión de papel.

Frunciendo el ceño, mientras sonreía con picardía, Maia le cedió su mano a Ibrahim. Este no tardó en arrancar una hoja de su libreta, a la cual le comenzó a hacer dobleces, acompañando las indicaciones que le daba a Maia con el contacto de los mismos, así ella aprendería a construir sus propios aviones.

El producto final fue un triángulo que podía plegar y desplegar las alas. Ibrahim la ayudó a tomarlo por la base, sintiendo el triángulo isósceles que se abría entre sus dedos. Se entusiasmó con la idea de arrojarlo cuando el Director dio por terminada la reunión, haciendo que los aviones descendieran en una lluvia de papel.

El patio de recreo del colegio estaba rodeado por inmensos jardines, gravillas de piedras pulidas, mesas redondas con bancos sobre círculos de arrocillo de colores, formando un mosaico donde se distinguía el escudo del colegio: un delfín saltando hacia el ocaso y el eslogan «La inteligencia te hace libre». 

La grama adornaba el resto del patio. Árboles de mangos, camorucos, caobos y una variedad de palmas completaban la flora del lugar, haciéndolo fresco y agradable, a pesar del clima tan ardiente de la zona. 

Desde las mesas, a lo lejos, se podía observar las canchas de futbolito, fútbol, básquetbol, las de arena para el voleibol de playa y una piscina olímpica, semitechada.

—Toda una ciudad deportiva —pensó Itzel, mientras sacaba de su morral un ejemplar de Doña Bárbara(1), ubicándose con el marcalibros en la página que debía leer. 

Era partidaria de practicar deporte solo cuando la grasa corporal comenzaba a acumularse en el abdomen y la cadera, pero el desarrollo aún mantenía su cuerpo con una buena figura, y las clases de Educación Física eran suficientes para mantenerla activa. 

Bebió un sorbo de jugo de naranja, imaginándose a Santos Luzardo tomar a la arisca Marisela por el brazo para lavarle el curtido rostro, descubriendo la belleza escondida debajo del barro.

Apasionada por la historia, sacó el pitillo(2) de su boca, alejó un poco el envase para no volcarlo sobre el libro, y decididamente movió su mano hacia la hoja. Intentó pasar a la siguiente página, concentrada en las últimas líneas del párrafo, nerviosa por lo que sucedería a continuación, pero por algún extraño motivo, no puedo llevar a cabo tan insignificante tarea.

Subió su mirada, intentando una vez más tomar la hoja, pero esta traspasó sus dedos. Sintió la porosidad de la misma pasar a través de sus falanges. 

De un salto se puso de pie, introduciendo sus piernas por el borde de la mesa de cemento. El libro cayó, se le había escurrido de sus manos como si ella estuviera hecha de agua. 

Mirando sus manos se dio cuenta que su cuerpo era como un haz de luz, un cúmulo de micropartículas de polvo y células muertas, solo observable a través del vidrio atravesado por los rayos del sol, con la diferencia de que, a cada segundo, se hacía más transparente.

Dio tres pasos hacia atrás, con el rostro desencajado por el asombro. Perdió el equilibrio, cayendo en la hierba. El golpe le hizo recuperar su masa corporal. Con gesto rápido, recogió sus piernas, levantándose, sin preocuparse por las manchas verdes en sus codos y en sus pantalones, las cuales le marcaban los glúteos. 

Se echó a correr hacia el interior del instituto cuando recordó que había dejado sus pertenencias abandonadas en la mesa. Devolviéndose, tomó su morral, el cual abrió de un tirón, metió el libro, el resaltador(3) verde y la cartuchera, aún abierta, dentro de su bolso. Lo agarró por la parte de arriba, sujetándolo con fuerza por el cierre para que no se le cayera el contenido en la carrera.

Aceleró lo más que pudo, recorriendo con gran velocidad al interior del colegio. Este seguía despejado de estudiantes, lo que terminó por agradecer. Se tropezó en el camino con Aidan, quién le dirigió una mirada de escrutinio, mas no hizo nada para detenerla. Itzel aprovechó el momento para ser más rápida.

El temor que había experimentado comenzó a convertirse en gozo cuando pudo cruzar la puerta para salir del colegio. Ella sabía muy bien qué era lo que le había pasado, conocía su significado. Era la Primogénita del Clan Lumen. Pero lo que nunca se había imaginado era que ella sería la escogida, que la profecía se haría realidad en su generación.

—Eso solo quiere decir una cosa —dijo, una vez que bajó las escaleras—. ¡No lo puedo creer! —comentó sonriendo incredulamente—. ¿Los Clanes están unidos? —cuestionó, volteándose para contemplar el enorme edificio de ladrillos—. Lumen, Sidus, Aurum, Astrum, Ardere... ¿Ignis Fatuus? Debe existir un miembro de Ignis Fatuus, de lo contrario...

Viendo a ambos lados de la acera, se dirigió hacia la derecha, corriendo calle abajo. Debía hablar con su madre.

La profecía se había cumplido.

Maia salió del brazo de Ibrahim. Este pudo darse cuenta de las miradas que estaba atrayendo. Aquella chica que sonreía con la inocencia de una niña, no se daba cuenta del peligro que la asediaba, ni que era contemplada con mucho descaro. 

Pero, a él, esta joven le inspiraba valentía y una especie de sentimiento difícil de explicar: Era más que una atracción y menos de lo que podía sentir por Aidan, lo único que sabía, a ciencia cierta, era que desde que le tomó el brazo se conectó con ella. 

Le urgía protegerla, entregar su vida, confiarse en ella, guiarla, seguirla, cuidarla... Maia sonreía, y ¡era encantadora! Por un momento olvidó cuán pesados podían ser sus compañeros, cuán pesada era su carga. Sentía que podía flotar en el cielo, solo con desearlo.

Su distracción no le permitió calcular lo cerca que estaba de Saskia Jiménez. La chica venía vestida con un pantalón ceñido que mostraba sus no pocas curvas, su cabello ondulado estaba totalmente húmedo. Caminaba con los cuadernos al pecho, apretados con fuerza. Miró inquisitivamente a Maia para luego posar su mirada en él. Era una mirada de reproche, que Ibrahim no entendió. La ignoró, no sin preguntarse lo que aquello significaba.

—Ya estamos en el salón —comentó deteniendo la puerta.

—¿No entrarás? —le preguntó con un tono de miedo en su voz.

—No, estoy en otra sección. —Maia bajó su rostro—. Pero te prometo que estaré aquí, puntual, a las diez, y te conduciré al patio de recreo.

—Gracias, Ibrahim. De verdad que valoró tu generosidad, pero no es justo que te sacrifiques por mí. ¿Qué dirán tus amigos?

—No creo que les importe —respondió con una media sonrisa—. Me caes bien, Maia Santamaría, así que procura portarte bien.

Maia sonrió haciéndole una seña a Ibrahim de que entraría. Este soltó su mano, mientras ella cruzaba la puerta.

Para Maia, estar dentro del salón de clases fue completamente distinto, si lo comparaba con la proeza de llegar al Auditorio. El miedo que experimentó fue aún mayor que el de la mañana. Estaba completamente sola, entre desconocidos. Los aromas a canela, café, menta, vainilla, fresa, sudor, mantequilla, detergentes, cigarrillos, se aglomeraron en su nariz, obligándola a sacudir su cabeza para deshacerse de ellos. Siempre tuvo un olfato privilegiado.

Pudo ubicarse, decididamente, en la primera mesa de la tercera columna de sillas. Sacó su portátil y sus audífonos, que conectó, con agilidad, en su computadora, y el pendrive donde archivaría la clase. Guindó su maletín en el respaldo de su silla, acomodó su falda y esperó a que entrara el docente .

El primer profesor llegó. Maia lo supo porque sintió el rápido movimiento de sus compañeros, el chirrido de las sillas al ser rodadas con vehemencia y el golpe seco de los libros al caer pesadamente en el escritorio que tenía al frente. Silencio. 

El docente hizo una rápida presentación, y acto seguido comenzó a copiar el Plan de Evaluación del Lapso. Sin titubear, Maia levantó la mano. Había intentado toda la mañana ser una chica normal, pero eso estaba fuera de sus límites. Era el momento de aceptar, delante de todos, que necesitaba oír.

—Dígame, señorita —ordenó el profesor.

—Profesor, por favor, ¿podría ser tan amable de dictarlo? Es que no puedo ver.

—¿Cómo? —respondió con ironía—. ¿Acaso no está en los primeros asientos?

—Soy invidente, señor —contestó, deteniendo las sonrisas burlonas de sus compañeros, que pronto se volvieron en murmuraciones y sobrenombres.

—En ese caso —dijo mirando despectivamente a todos sus estudiantes—, asista a una escuela especial. Continuemos.

Maia bajó su rostro. Se sentía tan humillada que no pudo evitar que sus mejillas se sonrojaran y los ojos le ardieran.

Aidan la miraba en silencio. Nunca había presenciado un acto de vejación tan grande, ni siquiera cuando se enteró que Ibrahim era gay. Esto le puso aún más molesto.

Bastó un grito del docente para que el mutismo reinara nuevamente en el salón. Maia apuntó todas las indicaciones que el docente dictaba. Por suerte, su mala racha terminó en esa clase, todo mejoró en el segundo bloque.

En los cortos momentos de descanso que se dieron durante la siguiente clase, Aidan aprovechó para copiar aquellos detalles que Maia no había anotado de la clase de Biología. 

Por primera vez en su vida se esmeró en hacer rectángulos perfectos donde copió, ordenadamente, la información.

Itzel se encontró en la entrada de su casa con su madre. Esta era morena, de contextura gruesa y un poco más baja que su hija. Iba ataviada con un traje de oficina vinotinto y blanco, y un maletín de cuero marrón. Itzel le lanzó una sonrisa, para responder al rostro confundido de su madre.

La casa de Itzel Perdomo no estaba cercada. Un camino de gravillas rojas unía la acera con el porche de madera. El terreno alrededor del camino estaba cubierto de hierba verde brillante y en el centro del terreno se elevaba un enorme cedro. La casa tenía un techo de tejas de arcillas, inclinado; ventanas de vidrio tipo macuto resaltaban al frente de la vivienda.

—¿Qué haces aquí, Itzel?

—¡Mamá! ¡Ha ocurrido! —exclamó visiblemente emocionada—. ¡El Don ha aparecido!

Susana miró a ambos lados de su casa, tomando a su hija por el brazo, llevándola con premura al interior de su hogar. La noticia le alegraba. El Clan Lumen había esperado por siglos la aparición del Donum que el Solem les había otorgado y que una terrible maldición les robó.

El interior del hogar era sencillo. Muebles de semicuero negro, en una sala blanca con un luciente cuadro psicodélico, algunas mesas de vidrio que contenían floreros asimétricos con tulipanes de tela que daban la sensación de ser naturales.

Soltando el maletín, Susana retiró los cojines del mueble para sentarse con su hija, observando las manchas verdes que el césped había dejado impresa en la ropa y la piel de la chica. Itzel no esperó a que su madre le preguntara, narrando cada uno de los hechos. 

Susana sonreía entre la incredulidad y la alegría. Llevaba en su cuello una cadena de plata donde colgaba un dije con la forma de una mano, dentro de la palma había una llama y en el centro de esta podía contemplarse un Sol naciendo en el horizonte. Era el Sello del Clan Lumen.

—Itzel, hija, debes encontrar a los otros líderes. ¡Lo más pronto posible!

—No entiendo, mamá, ¿a qué se debe la prisa?

—Si el Donum ha aparecido quiere decir que los Primogénitos están cerca, y eso nos llena de alegría. Pero hay otra parte de la historia, una que no conoces aún. Algunos miembros de los Clanes, deseando el Don de los Elegidos, hicieron pacto con el Harusdragum. Este les concedió dones menores, prometiéndole asistirlos y fortalecerlos para que se hicieran con los Dones de los nuestros. La Hermandad logró mantenerlos subyugados por años, pero perdimos totalmente su rastro cuando los nuestros atacaron al Clan Ignis Fatuus, y acabaron con la vida de sus miembros.

—¿Tanto daño hicieron Ackley y Evengeline?

—No, mi niña —respondió dulcemente acariciando su rostro con ternura—. El amor nunca hace daño, pero los humanos sí que podemos. Incapaces de comprender la fuerza del primer amor, nuestros líderes acabaron con ellos, les robaron la vida... Me gusta pensar que lo que muchos consideran una maldición, fue el último intento de Evengeline para resguardar los Dones de una maldad que muchos desconocían.

—¿Y crees que nosotros...? —Tragó grueso—. ¿Crees que yo esté preparada para enfrentarme a esa maldad?

—Siempre serás mi bebé; nunca te veré lo suficientemente fuerte para enfrentarte a algo tan siniestro.

—¡Mamá! —le reclamó.

—Pero si los Dones han aparecido, quiere decir que estás lista para afrontar lo que tengas que afrontar.

***

(1)"Doña Bárbara", del escritor venezolano Rómulo Gallegos. 

(2)Pitillo: Pajilla para sorber líquidos.

(3)Resaltador: Marcador de punta fina que sirve para señalar textos.

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