El Entrenamiento de Aidan

Las palabras de su abuelo no lo tranquilizaron. Ser amigo de Maia era lo que había estado haciendo, pero al parecer no era suficiente para él. Sin embargo, la Reina Mab terminó por visitarle con un sueño tan pesado que ni el despertador logró despegarlo de la cama. 

Andrés tuvo que llamarlo, encendiendo las luces y arrancándole las sábanas. No llegarían temprano al campamento ni estarían de vuelta a las tres de la tarde si no salían antes de las cinco.

—Es temprano —balbució.

—Aidan, eres el líder más perezoso que he conocido en mi vida.

—Papá... usted no estudia de lunes a viernes.

—No, tienes toda la razón. —Sonrió—. Solo trabajo, ¡y ya descubrirás que es peor! Así que, ¡arriba campeón! O terminarás en manos de los Harusdra.

Aidan se levantó. Arrastrándose, se metió en la ducha. Bastó con que el frío chorro tocara su piel, para que despertara, luego de pegar unos cuantos gritos. Odiaba los sacrificios que tenía que hacer por pertenecer a la Hermandad, pero era eso o morir decapitado. 

Se colocó unos pantalones deportivos, una franela, tomó el tap y el protector para el pecho. Pensó en llevar la dragonera, mas se dio cuenta de que el arco no se le caería: Era uno solo con él. Se hizo con sus tenis y salió. 

Su papá le esperaba comiéndose una empanada de carne. 

—No hay nada como un buen desayuno —le recordó. 

Aidan sonrió. Unas cuantas empanadas y dos vasos de jugo de naranja fueron más que suficientes para quedar satisfecho hasta las diez de la mañana.

—No crees que es un poco inseguro que tu amigo nos espere en la avenida.

—Papá, pudo invocar un rayo y salvar a su abuela. Créeme, es capaz de defenderse —comentó acomodando las ventanillas del aire acondicionado—. Por lo menos, de electrocutar a unos cuantos.

Dominick esperaba bostezando en una parada medio iluminada por un bombillo de tungsteno que no debía tener más de treinta watt; era una sombra en un minúsculo espacio de luz. Se recostó en una de las barras de metal de la parada, colocando su pie sobre ella para apoyarse, cruzó sus brazos, descansando su bolso del alpinismo en su hombro derecho. 

La avenida tenía poco tránsito a esa hora. Un cuarto para las cinco, confirmó en su reloj. Se acomodó su gorro.

—Allí está papá —le indicó Aidan, reconociendo al fornido chico.

Andrés detuvo su camioneta frente a Dominick. Este se puso en guardia. Nunca se sabe lo que se pueda presentar. Aidan bajó la ventanilla, recostándose sobre el bajo saliente de la ventana. Posó su barbilla en su brazo y le lanzó una retadora mirada.

—¿Piensas atacar?

—No me retes.

—Sube —le indicó. El sonido del clip del seguro se hizo escuchar. Dominick abordó la camioneta—. Este es mi 'pá —dijo mientras ambos se presentaban.

—¡Guao! Estoy encantado de conocer a un integrante de Aurum —le saludó el señor. Era rubio como Aidan, pero llevaba el cabello corto, sus ojos eran azules como el cielo de mediodía, de contextura atlética, usaba lentes. Su rostro era más anguloso que el de su hijo, lo que le hizo pensar que las facciones suavizadas de este tenían que ser herencia genética de su madre. Y recordando a Rafael, lo confirmó. Le tendió la mano—. Vamos a buena hora. Nuestro campamento no es gran cosa, por lo menos no en el puerto.

—¿Qué ejercitarás hoy?

—Aún no lo sé. Me imagino que lanzamiento de bala —informó acomodando su bolso en el asiento, justo cuando el padre de Aidan arrancaba.

—Muy olímpico. Quizá la próxima semana entrenemos con la alabarda —respondió Aidan, estirándose hasta el reproductor para poner un poco de música—. Su punta te ayudará a descargar todos los rayos que quieras.

—Me parece genial —comentó observando los edificios que sobresalían entre la espesa vegetación de la autopista.

—Anoche estabas con papá —comentó Andrés, quien solía llamar a Rafael «papá».

—Sí, necesitaba hablar un poco.

—¿Problemas?

—Algo así. Sabe que soy despistado. —Su papá sonrió por lo bajo, mirando a través del retrovisor—. Me está costando adaptarme a algunas cosas. Además de que he tenido que descubrir otras.

—Tus Dones.

—No papá, descubrir que puedo morir; que eso de que la muerte está a años luz de mí es una falacia.

—¡Mejorando el léxico!

—Lo intentó, aunque «mierda» sigue siendo mi palabra favorita. —Su papá abrió ampliamente sus ojos, mientras Dominick sonreía. «Este chico está loco», pensó—. Pero, eso no importa ahora. Tener a Ibrahim entre mis brazos, luchando por respirar, hizo que deseara tener un Don más que nada en el mundo. No soportaría ver a mi hermana morir a causa de unos dementes. Creo que ella e Ibrahim pensaban que esto de pertenecer a una Hermandad era de lo más ¿romántico? —pronunció la palabra un tanto irónico y dudoso—. Como ve, se saltaron la parte en donde todos te atacan, se derrama sangre y se pierde la vida, lo cual le quita la parte rosa a toda la leyenda.

—Quizás por la edad le dieron una connotación más romántica —le recordó su padre.

—Yo nunca lo vi así —le aseguró.

—Tú no debías ser el elegido.

—A lo mejor ese era el motivo, pero veo que Ackley y Evengeline no distaban mucho de mi hermana y mi amigo.

—¿De qué estás hablando?

—De nada —mintió—. Esto ha sido muy intenso.

—Y creo que se pondrá peor —confesó Dominick—. Ya saben quiénes somos, han descubierto nuestra identidad y nosotros apenas nos estamos haciendo una idea sobre el tipo de enemigo al que enfrentamos.

—Ese es otro asunto, papá. Todo los Clanes se enfocaron en estudiar la Profecía, sus intereses por los Dones hizo que olvidaran al enemigo.

—No sabemos mucho de los Harusdra —confesó—, pero eso no quiere decir que no podamos contra ellos. —El Sello de su mano resplandeció.

—¿Heredaste el Don por tu padre? —preguntó asombrado Dominick.

—Sí. Aunque mi mamá también es una Ardere —dijo subiendo sin ánimo su mano, señal de «¡Hurra!».

—En su caso, estaba condenado a llevar el Don, porque soy hijo único —respondió Andrés—. ¿Y tú?

—Por mi mamá. Aunque lo mantuvo tan oculto que ni siquiera mi abuela Marcela supo que su esposo y su hija pertenecían a un Clan.

—Eso pasó con muchos miembros de la Hermandad, Dominick. Después de que se dieron cuenta de lo que hicieron con Ignis Fatuus todos temieron por sus propias vidas. Comenzaron a dispersarse, se mezclaron con el resto de la humanidad y se esforzaron por olvidar su pasado. Fue una manera de sobrevivir a los Harusdra y a los otros Clanes.

—Pero parece que los Ignis Fatuus no desaparecieron del todo.

—¿Ignis Fatuus? —preguntó Andrés algo confundido.

—Sí, papá. Al parecer hay una teoría, formulada por la Primogénita de Lumen, quien asegura que el Clan Ignis tuvo que sobrevivir para que los Dones se manifestaran.

—¿Y qué piensa tu hermana?

—Extraoficialmente opina que algo de eso debe de ser cierto, por aquello que reza la profecía de que «...un sexto se perdió en el camino».

—Me gustaría ayudarles con eso, pero la verdad apenas estoy leyendo sobre la historia de mi Clan, y allí no abundan las profecías —confesó Dominick.

Aurum nunca fue un Clan profético —aseguró Aidan, volviéndose para verlo—. Fue más bien el Clan encargado de administrar justicia. Siempre fuertes e implacables.

—¿Y tu Clan? —inquirió serio.

Ardere es Clan de Clarividentes. Aunque conmigo hicieron una excepción. Lumen es el de los sabios. Astrum artífice de soldados, ustedes mandan y ellos ejecutan.

—¿Ibrahim?

—Sí. Ibrahim... Sidus eran los competentes, las armas y las estrategias de guerra proceden de ellos, maestros de Astrum, si te das cuenta los pobres eran casi como esclavos de los demás. Eso sí, Astrum jamás participaba en una batalla al menos que fuera necesario.

—¿El Clan de Saskia? ¿E Ignis Fatuus?

—Eso es correcto, el Clan de Saskia —intervino Andrés—. Ignis es el Clan más difícil de definir.

—¿Por qué?

—Porque tenían un poder difícil de controlar. Irónicamente, eran muy pacíficos. Por eso se confiaron en los demás.

—Y desaparecieron —completó Dominick—. Lo tomaré en cuenta para sobrevivir a la Hermandad.

—No debes preocuparte por nosotros —ironizó Aidan, acomodándose en supuesto—, sino del Primado.

—¡Aidan! —le llamó la atención su padre.

Este cerró los ojos. Dominick volvió su mirada a su ventana. El paisaje había cambiado drásticamente. A ambos lados de la carretera se extendían vastos terrenos de hierba verde cercados de montañas imponentes cuyas cimas permanecían ocultas dentro de las nubes. Habían dejado atrás la playa.

La recién finalizada conversación con Aidan y su padre lo había hecho pensar. Quizá los poderes podían ser combinables como los de él e Ibrahim, al que consideraba un buen sujeto.

No pasaron más de treinta minutos cuando se internaron en un túnel de árboles. Aidan apagó el reproductor. Después de un rato salieron a un amplio terreno, similar a una campiña, con espacios de tierra cubiertos sobre arenas cobrizas. 

El padre de Aidan se estacionó. Dominick sintió la fresca brisa golpear su cara al bajar del auto. El cielo comenzaba a mostrar la belleza de su luz natural cuando unos los picachos que bordean el campo atrajeron su atención.

Se había equivocado al creer que era una campiña, cuando en realidad estaba en un pequeño valle, y una de las montañas era una rocosa pared. Sonrió. Era lo más cercano al paraíso para un alpinista que solo estaba rodeado de mar.

—¿Puedo escalar?

—¿Ah? ¿Qué? —respondió Aidan tomando su bolso deportivo y su equipo de protección—. ¡Oh, sí! Puedes escalar. Esa montaña es segura.

—Picacho.

—Lo que sea —dijo—. Bien, socio, nos vemos más tarde.

Dominick sonrió. Se echó su bolso en la espalda y caminó sentido contrario a Aidan. Tenía la mirada fija en la pared rocosa. El terreno era muy amplio. Calculó que en dos horas podría hacer el descenso y continuar con el entrenamiento.

—¿Adónde fue?

—Creo que piensa escalar.

—¿No debería ponerse a entrenar?

—'Pá, si me lleva a la playa, puede jurar que lo menos que haré es concentrarme en entrenar. Por lo menos, no hasta que monte un par de olas. —Andrés pasó su mano por los hombros de su hijo—. Y lo digo literalmente.

—Lo sé.

Juntos caminaron hacia un hombre de treinta años, fornido, de cabellos crespos, ojos café y sonrisa infantil. Este llevaba puesto un protector de pecho de cuero, dragonera y tap. En su mano izquierda descansaba el arco, y en su cintura colgaba el carcaj.

—¡Gregorio! —lo llamó Andrés.

—¿Qué más Andrés? —lo saludó tomando su brazo y atrayéndolo hasta su pecho—. ¡Aidan!

—Hoy mi hijo viene a aprender un poco del mejor.

—¿Y eso? Pensé que estabas interesado en la espada.

—Sigo interesado en la espada y en la alabarda. Pero de nada me sirve dominarlas si no puedo disparar una flecha.

—¿Por qué no, campeón? Siempre debes usar el arma que te sea más favorable.

—Lo sé, Goyo, pero cuando tú eres el único que puede disparar una flecha para acabar con un enemigo a cierta distancia, de nada te sirve ser un buen espadachín.

—¿Y dónde está tu arco?

—Arco —dijo Aidan, apareciendo en su mano izquierda el arco de cristal negro.

—¡Guao! —exclamó asombrado—. ¿Ese es el Don?

—Sí. Puede transformarse en el arma que yo desee. Ahora debo entrenar. Aún recuerdo lo que me enseñaste tres años atrás, pero tengo una pésima puntería.

—¡Vamos Aidan! —Colocó una mano sobre su hombro—. Necesitarás unas flechas.

—No te preocupes por eso. El arco las genera.

—¿Puedo tomarlo?

—¡Claro! —Aidan se lo cedió, mientras se comenzaba a colocar el protector de pecho.

Gregorio recostó su arco sobre su pierna, tomando el que Aidan le ofrecía. El cristal era frío pero liviano. Vio el Sello de Ardere resplandecer con intensidad. El mango tenía una delgada cinta de cuero en donde apoyar el índice, muy cálido al contacto.

Era la primera vez que tenía un arco poco convencional en sus manos. Llevó sus dedos hacia el mango, jalando la cuerda, una flecha de obsidiana apareció ante él. En los extremos contaba con unas diminutas poleas que hacían más fácil tensar la cuerda. No puedo evitar apoyar su mano derecha en su mentón, alineando su brazo con sus ojos, y la disparó.

—¿Qué te ha parece?

—¡Es increíble!

La flecha voló, clavándose en un árbol a veinticinco metros de donde estaban. Luego desapareció. Aidan, se colocó el tap, echándose a correr hacia el lugar de impacto. En cuanto llegó se dio cuenta de que el árbol no tenía ninguna quemadura, solo la perforación que la flecha había hecho. Recordó el atentado. Él había visto como las dos flechas que había lanzado ardieron al dar en el blanco. No lo entendía.

—¿Pasa algo? —preguntó Gregorio, dándole alcance.

—No, todo está bien.

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