Capítulo 1: Atrapada en el Nahuel Huapi.

  Tal vez tú desearías estar en mi lugar: ante una situación difícil, difícil de verdad, puedo teletransportarme. Como me sucedió esa noche, después de hacer el amor con Christian, mi enemigo de toda la vida.

  ¡Menos mal que no me ocurrió mientras estábamos en plena faena! ¿Te imaginas las explicaciones que me vería obligada a dar? Miré las montañas y el lago que me rodeaba. Agradecí que, media hora antes, se me hubiera dado por ponerme el pijama de verano al ir al servicio. ¿Puedes imaginar, también, qué hubiera sucedido si hubiese aparecido desnuda, con esos indios que no dejaban de mirarme y cuchichear?

  Soy capaz de teletransportarme al instante, yo sola, sin necesidad de utilizar ninguna máquina. Desaparezco de un sitio y aparezco en otro, al azar. Lo de no poder elegir el lugar de destino es la gran contra que tiene. Temo materializarme cualquier día en la madriguera de una leona con cría. En África...

  La culpa de todo la tenía Christian y el Carnaval de Brasil, además de mi manía por los comentarios y pensamientos irónicos. Por ponerle pegas a todos los chicos que se me acercaban para ligar... Así había terminado: en la cama con él, justamente, lo peor que podía pasar... Tenía ganas de quedarme a vivir ahí, en Neuquén, por toda la eternidad. Con los indios mapuches, en el medio del lago. Pescando en una barca o ayudando a la machi[1] o echándoles una mano con la crianza del ganado...Me lo habían ofrecido... Enfrentarme a Christian, después de la noche que habíamos pasado, me ponía los pelos de punta... ¡Habíamos hecho el amor cuatro veces, por lo menos!... Debía de ser por eso por lo que estaba atrapada en la zona y no conseguía regresar...Pero te estoy liando, mejor sigo un orden...

  Un mes antes de esta catástrofe habíamos decidido mi amigo Guillermo, su novio Claudio y yo viajar a Río Grande do Sul para visitar a mis primos, disfrutar del Carnaval y practicar el portugués. Había estado de pequeña y era una experiencia increíble, pese a todo lo malo que había pasado en aquella oportunidad... Pero no quiero pensar en eso... Planeábamos coger un vuelo desde Madrid, nuestra ciudad, hasta el Aeropuerto Internacional de Porto Alegre, Salgado Filho. Cuando se lo comentamos a papá enseguida le pareció bien para, acto seguido, llamar a Christian, su ahijado, y decirle cuáles eran nuestros proyectos. Ése fue el instante en el que todo se torció.

  Al parecer, por la misma fecha, Christian tenía una reunión de negocios en Montevideo, la capital de uno de los países limítrofes con Brasil. Muchos profesionales jóvenes se habían instalado allí por culpa de la crisis y necesitaban representación legal. Christian trabajaba como abogado en Barcelona, por suerte lejos de Madrid. Papá creía que, de paso, era una buena idea que nos acompañara hasta nuestro destino, para indagar sobre el asesinato de mi tío Raúl, el mellizo de mamá. Un intento más de mi padre, Gonzalo, a lo largo de los años. ¿O sería que temía por nuestra seguridad? A pesar de que yo ya había cumplido la mayoría de edad y tenía el carné de conducir, lo mismo que mis dos amigos. Y así estábamos: dentro de un coche conducido por Christian, desde Montevideo hasta el pueblo en el que vivían mis primos. Por suerte Guille y Claudio prometieron cuidarme las espaldas por si, en uno de mis rifirrafes con Christian, me hacía humo...Ya me entiendes...

  Sin embargo, no permitimos que ese pesado arruinara nuestros planes por completo. Dejamos que el trayecto se convirtiera en nuestro reto. Una experiencia a exprimir al máximo. Le pesara a quien le pesase. Hacíamos dar marcha atrás a Christian, con el vehículo, cuando algo nos llamaba la atención. Bajábamos del coche y caminábamos palpando ese suelo extraño, con nuestros pies. Disfrutábamos de las entrecortadas calles de los pueblitos y ciudades. Comprando bizcochos y fotografiando los cerros mesa que había allí plantados, desafiando a los automovilistas, a medida que nos adentrábamos en el salvaje norte y nos acercábamos a Brasil. La monótona llanura esmeralda suave era sustituida por esas elevaciones de apariencia inusual, tal como si una afeitadora gigante hubiera pasado por allí y les hubiese cercenado las puntas. Una gran podadora llamada erosión.

  Me imaginaba corriendo libre entre ellos a lomos de un pura sangre. Luego de que el rocío perfumara el prado. Creía que los cerros chatos esbozaban una sonrisa de bienvenida a mi cámara. Mientras los enfocaba. Junto a ellos había montículos de piedra que guardaban, según nos decía Christian, los restos de aborígenes desaparecidos hacía cientos de años[2]. Las nubes eran tan extrañas que parecían castillos, esfumados en tonos azules. Inexpugnables, con princesas de largas trenzas gritando desde sus torres.

—Mira esas nubes, Guille. ¿No parece un castillo inmenso con una doncella desgañitándose por un príncipe que no llega nunca? Pobre, no sabe que los príncipes no existen, sólo las ranas —y le lancé una mirada de soslayo a Christian.

—¿Un príncipe? —preguntó mi amigo-. No, yo veo al príncipe allá. A lomos de ese caballo que vuela.

—¡Aquí estoy! —gritó Claudio, en broma, dándole un pico en los labios.

—No tenéis remedio —se burló Christian—  . Pasan los años y seguís siendo unos críos.

—Prefiero ser una cría a un tío aburrido como tú —le contesté—  . Aburrido y viejo.

—Decrépito —  me replicó él, sin enfadarse, largando una carcajada.

  Christian tenía veintiocho años, diez más que nosotros. Era muy guapo aunque yo lo odiaba tanto que jamás lo miraba de esa forma... Vale, me has pillado: no era guapo sino guapísimo. Medía alrededor de un metro noventa centímetros, muy bronceado y con unos ojos marrón transparente, con un matiz amarillo miel, que contrastaban con el pelo negro. La manía que tenía por practicar deporte a diario, le había dejado un cuerpazo que hacía que las tías alucinaran y nos dieran el coñazo por teléfono. Menos mal que Christian venía a casa sólo una vez al mes, para tratar los asuntos del bufete. El despacho llevaba el nombre de papá, pues era una sucursal del suyo de Madrid. ¿Por qué nos fastidiaban a nosotros esas mujeres en lugar de llamarlo al móvil? Yo no sabía qué le veían. Había que tratarlo para comprender lo molesto que era.

  ¿Te parece mal que me salte los saludos y presentaciones? Porque después de la llegada a lo de mis primos viene la parte interesante. Lo que me metió en el lío. La noche del sábado concurrimos los cuatro y mis primos, Luisa y Nelson, al acontecimiento más destacado: la inauguración del Carnaval en el club de la ciudad cercana. El club más refinado. Apertura del Carnaval y del exceso, debería decir. Al que se dedicaban sin tapujos los más precavidos: los que concurrían tan disfrazados que ni sus madres los reconocerían. La orquesta disparó las primeras notas de los samba-enredos[3], mientras la reina hacía su acto de aparición. Entre aplausos, chiflidos, vítores. Miré a Christian, en el extremo de la sala. Bebía una copa y no tenía esa cara de aburrimiento, que era la característica que más lo definía. Menos mal. Así me dejaba en paz.

  Las caderas de los asistentes a la fiesta comenzaron a moverse, como si se salieran de los cuerpos. Nos costaba a mis amigos y a mí seguir ese ritmo frenético, al que mis primos estaban acostumbrados. Había que ver cómo bailaban. Guillermo y Claudio se besaban y contemplaban embobados, sin que nadie reparara en ellos. El aire del Carnaval limpiaba la atmósfera de hipocresía, si es que por esa zona también la había. En Madrid disimulaban porque los padres de Guille no sabían que era gay. Los únicos que vivían en la ignorancia. Él no se animaba a salir totalmente del armario. Todavía tenía la nariz dentro.

  Ojos de todos los colores, ocupaciones e intenciones me asediaban sin descanso. Incluidos los de Christian: ¿mi padre le habría pedido que me cuidase todo el tiempo? ¡Vaya fastidio!... Yo me hacía la distraída bailando e intentando disfrutar de esa otra galaxia, a años luz de Madrid. Una voz interrumpió mis pensamientos.

—Es un traje típico alemán, ¿verdad? —  me preguntó un chico mayor que yo, moreno y muy guapo.

—¿El que llevo puesto? Es suizo —  le contesté.

  Pelo castaño, ojos verdes. Alto, me llevaba una cabeza. No estaba nada mal para empezar.

—¿Cómo te llamas?

—Florencia. ¿Y tú?

—Luís Miguel —  me dijo.

—Como el cantante.

—Sí. Pero yo no sé cantar —  y se rió—  . Y además en portugués lleva tilde... ¿Estudias?

—Derecho... En Madrid. ¿Y tú?

—Soy veterinario.

—¿Veterinario? Seguro que atiendes a todos los animales de aquí.

—No, sólo a los de mi familia. Mi hermana me ayuda.

  Me hizo gracia su respuesta. Lo imaginé dentro de una casa de campo rosada. En medio de una plantación de maíz y del ganado con manchas blancas y negras. Dentro de la habitación, con las paredes también en tono rosa psicodélico, una camilla con mayores dimensiones de las habituales, un descuidado estetoscopio tirado encima de una mesa de madera, una bata colgada de un clavo herrumbroso. En la puerta, haciendo guardia, la hermana de Luís Miguel, cuidando que la fila de parientes, vacas, ovejas y equinos se encontrase bien trazada, recta y sin trampas.

—¡Número uno! —la veía gritando.

—¡Muuuuuuuuuu! —le respondía la primera vaca de la fila lo que, traducido desde el idioma vacuno, significaba ¡presente, aquí estoy!

  Luís Miguel la auscultaba, con esa mirada concentrada con la que me estaba examinando a mí, desde hacía un rato. Y concluía, después de un análisis concienzudo, que la pobre sólo tenía estrés. Muchas horas dando leche, agobiada.

—¡Número dos! —volvía a gritar la hermana.

—¡Preseeeente! —aullaba una voz humana.

  Se escuchaba multiplicada por el eco de la sala de espera. La dueña de la voz era la prima tercera de Luís Miguel. Una vez dentro de la consulta le explicaba varios tomos de relatos acerca de su dolor de cabeza y de su insomnio. El veterinario, luego de escucharla atentamente, le recetaba dos aspirinas y un vaso de leche caliente por las noches. Y le decía que tuviera mucho cuidado con sus ubres, que le pusiera un poco de zumo de limón.

—¿Qué te pasa que estás tan pensativa? —me preguntó el hombre—  . Estás a quilómetros de aquí.

—Lo siento. Me distraje.

  Frente a mí vi a Christian, conversando con una chica y, al mismo tiempo, mirándome.

—¿Me la prestas? —preguntó otro chaval.

  No estaba nada mal: rubio de ojos azules, muy bronceado y cachas. Iba disfrazado de gaucho [4].

—¿No ves que está conmigo? —se enfadó Luís.

—¿Y? No es de aquí. No le veo ningún cartel que diga que es de tu propiedad. Es una chica muy guapa, no puedes acapararla tú solo toda la noche. ¿No ves que hay cola para bailar con ella?

  Desde su sitio, Christian levantó la cabeza y se apartó un poco de la mujer que lo acompañaba. Cuando escuchó la discusión a todo volumen, ¡menudo espectáculo! Ni siquiera la música conseguía taparla y eso que la orquesta tocaba más alto para disimular el alboroto.

—¿No les parece que yo tengo algo que decir en todo esto? —me enfadé.

—Es verdad —dijo Luís Miguel—  . Pero no me vas a culpar por querer que sigas bailando conmigo.

—Ya, pero cambiamos un poco de pareja y después seguimos... No quiero que los otros chicos piensen que soy antipática...

  El muchacho disfrazado de gaucho no esperó a que terminara la frase: me cogió de la mano y salió pitando, conmigo, hacia el otro extremo. Cerca del ahijado de papá. Christian, al verme, levantó la copa que tenía en la mano como diciendo: "qué éxito que estás teniendo, chica, debe de ser porque no te conocen como te conozco yo". No me contuve y le saqué la lengua.

—¿Cómo te llamas, hermosa? —me preguntó el chaval.

—Florencia. ¿Y tú?

—João Lucas... Tienes unos ojos verdes increíbles. Y el pelo dorado larguísimo y liso. ¿Verdad?

—Sí. Lo llevo recogido porque hace mucho calor.

—Me encanta. Estás para comerte —decía mientras se me iba acercando.

  Se notó que Christian lo escuchó porque hizo un gesto burlón. Los samba-enredos del Carnaval brasileño daban para mucho pero no para bailar ceñidos, sin espacio de por medio. Además corría serio peligro mi integridad física. João había ido disfrazado con la indumentaria completa del gaucho: camisa blanca, pantalón bombacho, el chambergo (una especie de sombrero con alas) sobre la cabeza, boleadoras [5] colgando del cinto... y también espuelas. Espuelas de verdad, que me inspiraban un profundo respeto, porque el chico tenía muchos bríos y voluntad pero muy poco ritmo. Temía que me cortara el pantalón o, peor aún, la pierna. O que se ensartara él mismo las boleadoras donde tú ya sabes...

  Lo veía y no podía dejar de elucubrar, con ironía, igual que siempre. Me imaginaba en mi mísero rancho[6], perdida en el medio del campo. Con seis o siete críos con los mocos colgando. Luís Miguel se nos acercó y me llevó con él: no me resistí. Ni le di tiempo a João Lucas para que protestara. Simplemente me dejé llevar.

—Te has quedado callada... Otra vez —me dijo.

—La música está muy alta —puse como excusa—  . Hay que gritar.

—Un poco, es verdad... ¿Algún chico te espera en Madrid? —me preguntó.

—Por ahora nadie —le contesté.

—¿Nadie? No me lo puedo creer.

—¿Por qué no?

—No creo que sea por falta de ligues... ¿Qué edad tienes?

—Dieciocho. ¿Y tú?

—Treinta y dos. Te llevo unos cuantos.

—¿Y? ¿No se puede conversar con alguien menor? —pregunté.

—Claro que sí. Conversar y todo lo que venga. La diferencia de edad lo hace más interesante... ¡Qué calor! —manifestó, abanicándose con la mano—  . Hace mucho calor aquí, ¿qué te parece si salimos a tomar el aire?

—Tienes razón —estuve de acuerdo—  . Vamos.

  Salimos y comenzamos a recorrer la nutrida plaza. Punto de reunión de amantes y parejas enamoradas o en camino de enamorarse. Con excepción de nosotros dos. No pensaba complicarme con amores a distancia. Es más, ni siquiera creía en esa tierna palabrita... amor.

—Aquí está mucho más fresco. Dentro parecía un horno... Debes de estar haciendo el primer año de abogacía, ¿verdad?

—Sí, empecé este añ...

  Y me cortó, bruscamente, con un beso en los labios. ¿No se suponía que, como todos los otros chicos, debía decir, antes de besarme, que lindos ojos tenía, del color del mar? ¿O que mi pelo rubio se parecía a los rayos del Sol aunque, en la realidad, no se pareciera nada?

—"No está nada mal" —pensé—  . "Este tío sabe besar".

—¿Y eso? —le pregunté.

—¿Eso? Un beso. Me dieron ganas de besarte. Eres guapísima —dijo, sin soltarme del todo—  . Viniendo de Madrid no creo que te asustes por un beso, ¿no?...

—¿Acaso me conoces? —me enfadé por el comentario.

—Pero es que allá es todo distinto.

—¿Distinto? —lo interrogué.

—Más liberal... Aunque aquí también somos liberales. ¿Ves esa chica de ahí?

—Sí.

—Casi lo hacemos pero no terminamos.

—¿Hacemos? —le pregunté.

—El amor. Nos interrumpieron enseguida de empezar.

—¿Interrumpieron? —sólo podía repetir las palabras.

—Sí, estábamos desnudos y llegó la hermana... La segunda vez. La anterior estuvimos en mi estancia[7] y nadie nos interrumpió.

  Me molestó mucho esa conversación. Odiaba a esos hombres vanidosos que hablaban de sus conquistas. Parecía que las chicas eran meros objetos de los cuales fanfarronear. Ya sabes, eso de:

Tengo el último I Phone, la mejor tablet y estas tías en mi cama. ¿Ves el aftersex selfie que colgué en Instagram y Twiter con cada una? Clasificados por fecha, claro. Son tantas.

  ¿Te imaginas si se me hubiese ocurrido hacer un aftersex selfie  con Christian? Me quedaba a vivir con los mapuches, sin dudarlo... Es más, podía imaginarme a Luís, una década después, entrando en el bar de la zona. Con pasos enérgicos, la espalda derecha y la tripa crecida, igual que sus cotilleos acerca de las mujeres pueblerinas y foráneas con las cuales se acostó o soñó que se acostaba.

  Los veía a todos tratándolo con reverencia antes de que se sentara a relatar sus sensuales anécdotas, la mayoría inventadas en las noches de insomnio. Pero para el caso daba igual porque mezcladas con los aftersex selfies, comprobables en las redes sociales, pasarían por ciertas. Entre esas historias estaría la mía: les contaría cómo la madrileña lo había mirado, besado y acariciado. Qué llevaba puesto, cómo me lo había sacado y las horas locas de pasión que habíamos compartido en el Carnaval de mis dieciocho años. Y sin que yo me hubiera percatado de que tal acontecimiento hubiese tenido lugar.

—¡Ah, estás aquí, Florencia! —oí la voz de Christian a mi lado—  . Tus primos te están buscando. Vamos.

  ¿Cuánto tiempo llevaría allí escuchando? Yo comenzaba a sentirme irreal después de tantas ensoñaciones. ¿Sería de verdad yo, Florencia, estudiante universitaria o el producto de la imaginación de alguien? ¿No me habría convertido esa mañana en un insecto, como le había ocurrido a Gregorio Samsa[8]? ¿Un cascarudo volador más, de los miles que había revoloteando alrededor de los focos de luz? No protesté y me alejé en compañía del odioso Christian. Pero él no se dirigía al interior del club.

—¿No vamos dentro? —pregunté.

—No.

—¿No me estaban buscando Luisa y Nelson?

—Mentí —dijo—  . Me pareció que el tío ése te daba la lata y que tú estabas incómoda.

— ¡¿Desde cuándo te preocupa mi comodidad?! —me asombré.

—Le prometí a tu padre adoptivo que te cuidaría, Ranita  —me explicó, fastidiado.

—¡Ya sabía yo que papá te había mandado como niñero! Tenemos dieciocho años, no somos bebés... Además no es mi padre adoptivo, es mi padre a secas. Estoy harta de que me refriegues que me adoptó cuando se casó con mamá. Siempre lo haces.

—¡Vale, tienes razón, mea culpa!

—Y yo no conocí al mío porque murió cuando mamá estaba embarazada —continué, muy enfadada—  . Así que Gonzalo es mi padre en toda regla.

—Ya te pedí disculpas, Ranita. ¿O quieres que te las pida de nuevo? Tú siempre me sacas de quicio. ¡No haces más que cuestionarlo todo!

—Sí, cuestionar a mis mayores, ¡ja!...Y tú a mí también me sacas de quicio. Para estar con un tío ejerciendo de padre me quedaba en casa. Eres un pesado, Rata. Nos has venido a fastidiar las vacaciones.

—No vi que te estuvieras divirtiendo —manifestó, torciendo la boca—  . Además, yo tenía que venir. Y ya sabes que al padrino es difícil decirle que no... Tiene razón en preocuparse, también, teniendo en cuenta cómo murió tu tío.

—Mis primos llevan toda la vida en la zona y nunca les ha pasado nada...Y ya sé que no estás aquí porque yo te preocupe. No necesitas refregármelo, también... Me extraña que hayas salido a buscarme. Te vi muy bien acompañado...

—Sí, y me arruinaste el momento. Una tía muy guapa. Me iba a dar el número de su habitación de hotel y ¡zas!, tuve que hacer de niñero —se burló.

—Me imagino, te fastidié el after sex selfie con el comentario: Última conquista en Brasil  —me mofé.

—Si tú lo dices. ¿Ves mis fotos?

—¿Yo? ¿Para qué? ¿Para ver gente del geriátrico, como tú? —manifesté, largando una carcajada.

—Pues el tío con el que estabas es mayor que yo —dijo, riéndose de mí—  . Si me descuido, te tenía que sacar del geriátrico a rastras.

—¡¿Estuviste escuchando mi conversación?! —pregunté, a los gritos, poniendo las manos sobre las caderas—  . ¡¿Es que no me vas a dejar en paz?!

  Lo empujé. Christian me cogió por los brazos y los puso sobre el pecho de él.

—¿Qué? ¿Estás tocándome para que te bese? ¿Así pruebas la diferencia entre besar a un hombre y a otro?

—¿En qué mundo vives, tío? ¡A ver si te piensas que también soy virgen! ¡Qué antiguo! —exclamé, soltando una carcajada—  . ¡Viniste a cuidar que no perdiera mi virginidad en el Carnaval de Brasil!

  No podía hacer que me soltara los brazos, era muy fuerte. Para sujetarme el estómago con tantas risas. Él continuaba aferrándome.

—¡Ah! ¡Tengo ante mí a una mujer moderna y a la vuelta de todo! —se burló—  . Entonces no tiene ninguna importancia que otro tío te bese, ¿verdad?

  Y, para mi asombro, me tiró por los brazos, encima de él.

—¡Uy! ¡Claro que quiere, se me tira encima! —siguió con las burlas.

   Me quedé callada. Porque plantó los labios sobre los míos y empezó a succionármelos como si estuviese chupando una naranja, ¡horrible!... Vale, otra vez me pillaste, estoy mintiendo. Fue increíble. ¡¡Tenía un talento ese tío jodido para besar!! No era de esos besos babosos, que te bañan como la lengua de un perro pastor alemán... Y ponía los labios gorditos, el muy desgraciado, que hacían que los míos se pegaran como si tuvieran cemento. No eran finos pero parecían el doble de lo que eran, al mirarlos. ¿Quién me lo iba a decir? Una sorpresa... ¿Viste los de Angelina Jolie? Pero en hombre. Había labios por todos lados. Miles de labios. Salían de un lado y se posaban en otro. Rápido. Debía de ser porque el hombre hacía mucho deporte. ¡Derrochaba energía! Y eso que Christian estaba más cerca de la jubilación que de mi edad...Vale, también exagero. Pero lo cierto es que no te daba tiempo ni para pensar. ¡Si hasta me olvidé de que lo estaba besando a él!

  Así enredados fue que entramos en su habitación de hotel. No me preguntes cómo. Estábamos en la plaza y luego en la habitación del hotel, cuyo acceso daba a la plaza. A veces pienso que nos desmaterializamos juntos y aparecimos allí. Supongo que no porque Christian algo habría comentado. O se habría asustado, ¿no? Sólo podía pensar en la dureza de su cuerpo desnudo, deslizándose por el mío. En esos labios que parecían devorarme por todos los sitios. En su miembro llevándome de un orgasmo a otro. Sin parar, toda la madrugada.

  Después de muchas, muchas horas de pasión, recordé nuestra infancia, cuando lo conocí. Él tenía quince años, yo cinco. Debíamos vigilar nuestras pertenencias porque siempre nos hacíamos alguna broma. Christian me había dejado una rana debajo del cobertor de mi cama. Me llamaba Ranita. Para no ser menos, salí a buscar un tesoro en la casa vecina, que estaba vacía. Un paraíso para los niños de la zona, por la cantidad de objetos que escondía. Decían que, por las noches, se podían escuchar los llantos y risas de los fantasmas de algunos antiguos propietarios de la mansión. En ese momento era una fuente inagotable de recursos para fastidiar a mi enemigo. Dudé qué llevar hasta que encontré una rata muerta. Con el cuerpo blando, la boca entreabierta y las patas hacia arriba. Impresionaba un poco, el bicho era enorme. Resultaba perfecta. Daba miedo. Parecía una bestia mutante. Con ella entré, sigilosamente, y me encaminé hacia el cuarto de Christian. Ya en la habitación, dejé al lastimoso animal dentro de su maleta, junto a su colección de ropa interior. Me largué del lugar y dormí como un lirón.

—¡¡Maldición, Florencia!! ¡¡Te voy a dar una paliza!! ¡¡¡Rana, ven aquí!!! —escuché a la mañana siguiente.

  Por pensar en nuestras peleas y mirar a Christian, durmiendo a mi lado, desnudo en la cama, saciado de tanto disfrutar con mi cuerpo, fue que me desmaterialicé y aparecí en este sitio, que más tarde supe que era el lago Nahuel Huapi, en Río Negro, Argentina. Rodeada de montañas con masas de nieve que decoraban sus cumbres interminables. Después de todo: ¿no te pasaría a ti lo mismo, si estuvieras en mi lugar?



Porto Alegre vista desde el cielo.






[1] Autoridad religiosa del pueblo mapuche. Se encarga de comunicarse con el mundo espiritual, hacer curaciones, etc.

[2] Se les llama cairnes o vichaderos. Los hacían los charrúas y otros indios de la zona.

[3] Música compuesta por una Escuela de Samba para acompañar su desfile de Carnaval.

[4] Habitante de la zona en los siglos XVIII y XIX, de sangre española e indígena.

[5] Dos o tres piedras pulidas, de forma redondeada, unidas por tiras de cuero que los gauchos utilizaban para cazar.

[6] Vivienda rural muy humilde.

[7] Establecimiento rural dedicado, fundamentalmente, a la cría de ganado vacuno y ovino.

[8] El protagonista de La metamorfosis, de Franz Kafka.

NOTA.

  Espero que os guste, amigos. Si es así, dadle a la estrella y haced comentarios: serán bienvenidos. Disculpad si no está en condiciones el texto pero el procesador de Wattpad me cambia las rayas de diálogos, me quita las sangrías, etc. 

  En el vínculo externo dejo el enlace a la página de LA MAGIA DE LA IMAGINACIÓN y en multimedia os invito a que veáis el booktrailer de esta novela, obra de EDITORIAL NARANJA.


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