🫔 Capítulo 9
El viento corría fresco golpeando el rostro de Gustavo y moviendo algunos mechones de su cabello. La tarde se había nublado ligeramente, aunque era difícil saber si era por una situación climática o por la contaminación excesiva que había las últimas semanas; era difícil divisar las montañas en medio de esa capa de nubosidad ligeramente amarillenta. Ahora sí podía decirse que México era tono sepia, tal y como lo pintaban en las películas de Hollywood.
Había tomado un autobús que lo dejó a varias calles de la dirección que le había compartido su amigo Omar. La tarde anterior le había llamado después de su junta para confirmarle que efectivamente, Gloria Martínez era prima segunda de su mamá. Para Gustavo había sido una noticia que le cayó como un balde de agua fría.
Tenía al enemigo más cerca de lo que había creído.
En realidad, Omar nunca sería su enemigo, solo había sido una sorpresa que tuviera relación sanguínea con la mafia tamalera. Gracias a su amigo pudo conseguir la dirección de aquella mujer, sin embargo, no era familia cercana, solo sabía de su existencia por algún comentario que llegaba a hacer su mamá, generalmente en Navidad.
Una nueva ráfaga de aire le golpeó el rostro, verificó que el número de la casa fuera el correcto y tomando una gran bocanada de aire presionó el timbre que se encontraba a la entrada de la casa de dos pisos color crema. Los segundos de espera se le hicieron eternos, ¿tal vez no había nadie en casa? Pero el carro color plata estacionado en el interior de la cochera le dijo que alguien debía estar ahí.
Esperó un par de segundos más y cuando estaba por volver a tocar el timbre la puerta principal se abrió dejando a la vista a aquella mujer que semanas atrás había enfrentado afuera de la iglesia cuando empezó a gritar la sarta de mentiras acerca de su negocio. Era mucho más bajita que él, pero no lucía intimidada por la presencia del hombre ante ella. Incluso, podía jurar que un atisbo de sonrisa apareció en su rostro.
—Tienes más agallas de las que hubiera imaginado si has llegado hasta la entrada de mi casa —un brillo divertido apareció en su mirada almendrada.
—Buenas tardes —saludó. Porque ante todo había que mostrar educación y que su madre había hecho un buen trabajo, aunque le costara horrores mantenerse así frente a esa mujer.
—Pasa por favor.
Gloria se movió a un costado para permitirle pasar a Gustavo. Dudó durante unos segundos, pero al final terminó ingresando al domicilio. La casa no era demasiado grande, pero si era más amplia que la suya. En la sala de estar había dos niños de aproximadamente diez años luchando por tener el control de la televisión.
—Niños, vayan a su habitación por favor.
Ambos pequeños que todavía portaban el uniforme escolar dirigieron la mirada hasta su madre y su acompañante y sin decir una palabra acataron la orden y corrieron escaleras arriba, un momento después se escuchó un portazo proveniente de la planta alta.
—¿Deseas algo de tomar?
—No, estoy bien.
Gustavo estaba de pie en medio de la estancia sin saber qué hacer, de camino ahí en su mente habían pasado muchos escenarios, la mayoría de ellos incluían gritos, amenazas, quizás incluso a la policía; sin embargo, todo estaba sucediendo muy distinto a lo que había imaginado.
Gloria lo analizó durante un breve instante, se le notaba ligeramente nervioso, aunque eso era contrastante si considerabas su tamaño y altura. No es lo que esperarías de alguien que medía casi dos metros.
—Toma asiento por favor —le señaló uno de los sillones.
Hizo lo que le pidió y perdió de vista a la mujer que después volvió a aparecer llevando dos vasos de agua que dejó en la mesita ratona. Tomó asiento en el sillón frente a él y se cruzó de piernas, inclinándose ligeramente hacia adelante, clara señal de que estaba muy interesada en escuchar lo que tenía para decirle.
El ruido de la televisión encendida en un canal de caricaturas era lo único que irrumpía el tenso silencio que había entre ese par. Gloria se estiró para tomar el control remoto y apagar el aparato. Levantó las cejas en una clara señal de que estaba esperando que saliera alguna palabra de la boca del hombre que estaba sentado de manera tan recta que, si en ese momento alguien llegara con una patada voladora cual ninja, podría partirle la columna en dos.
—¿Y bien? ¿A qué debo el honor de tener a Don Tamalón en mi casa?
Gustavo dio un sorbo al vaso de agua y lo regresó a su lugar, esperaba que eso le ayudara a quitarse el repentino regusto amargo que tenía en el paladar.
—Quiero que detengan sus amenazas y los ataques de los que el negocio y mi familia hemos sido víctimas —dijo con firmeza y seguridad.
El brillo divertido no se iba de los ojos almendrados de Gloria y tampoco esa ligera sonrisa de lado que tenía desde que lo vio parado en su puerta.
—Mis cuñaditas sí que te subestiman —sonrió mostrando una dentadura blanca y perfectamente alineada.
—No entiendo por qué nos hemos convertido en el blanco de sus ataques, pero de la manera más atenta posible, le pido que paren.
Gloria se puso de pie y se acercó a observar los retratos que estaban colgados en la pared, todos ellos perfectamente ordenados y con un marco dorado que combinaba con la decoración de la sala. Gustavo no entendía que estaba haciendo o si era solo una forma de desesperarlo para que finalmente se marchara y se rindiera.
Sacó el celular de su bolsillo y observó la hora, era increíble que ya llevara poco más de veinte minutos ahí; contando por supuesto el tiempo que también había permanecido en la banqueta agarrando valor para tocar el timbre.
Gloria se posicionó delante de él sosteniendo en sus manos uno de los retratos que había colgado en la pared, se lo tendió y Gustavo lo tomó con sumo cuidado como si se tratara de algo tan frágil que pudiera romperse al más mínimo contacto.
—Esa foto es del día que me casé con mi marido —señaló al hombre junto a ella. Tenía un bigote bastante poblado, muy probablemente fuera la moda de aquellos años—. La mujer junto a él es mi suegra, Francisca Tamayo, ¿te suena el nombre?
El joven negó suavemente con la cabeza mientras veía fijamente a la señora que aparecía colgada del brazo de su hijo. Una mujer de facciones duras y que portaba un traje sastre de dos piezas en color azul marino. No se le veía muy contenta por estar en el casamiento de su hijo, o por lo menos su rostro no reflejaba ni una pizca de felicidad.
Gloria volvió a tomar asiento.
—Francisca Tamayo es la razón por la cual estos últimos meses te hemos complicado ligeramente la existencia en un intento por convencerte de que desistieras de seguir con el negocio que es directamente nuestra competencia.
—No estoy entendiendo.
Dejó el portarretrato sobre la mesa ratona y terminó de beber de un trago lo que le quedaba de agua. Su anfitriona tomó el vaso y fue a rellenarlo a la cocina.
—Bueno, digamos que Francisca Tamayo es la matriarca y líder del gran negocio de la venta de tamales —le tendió el vaso de cristal lleno.
Gustavo le agradeció con un ligero asentimiento de cabeza y volvió a beber del vital líquido.
—La mujer, «mi suegra», supo abrirse camino en este mundo y consolidarse en el negocio cuando la mayor parte de lo que conocemos como la ciudad de Santa Catarina era apenas monte. Se podría decir que fue pionera y con los años supo dominar el mercado conforme la ciudad fue creciendo.
Tomó el portarretrato y lo volvió a colgar en la pared, pero esta vez no regresó a sentarse, se quedó de pie de brazos cruzados y recargada sobre un mueble de madera café oscura.
—Tuvo tres hijos, las dos primeras mujeres, mis cuñaditas y el tercer hijo es mi marido. A las dos primeras les enseñó todo lo que sabía, les compartió su receta y ambas se abrieron su propio camino cuando dejaron el nido. —Chasqueó la lengua. —A mi marido lo dejó elegir su propia manera de ganarse la vida y entonces fue a mí a quién acogió bajo su ala para heredarme su conocimiento.
—¿Y su idea es acabar con cualquiera que presente ser una competencia para ustedes? —acusó.
—Sí, en pocas palabras, sí.
—Una verdadera mafia tamalera.
Gloria no pudo evitar soltar una carcajada ante la mención de la palabra mafia y tamalera juntas. Hacía años que no escuchaba que las acusaran de ser una mafia, aunque si se analizaba todo, en realidad sí que lo eran.
—Eres muy gracioso, Gustavito.
El mencionado hizo una mueca de desagrado al escuchar el diminutivo en los labios rojos de aquella mujer. Lo hacía sentir pequeño, insignificante, como si no valiera nada.
—Sé que no has venido hasta acá para que te dé un consejo, pero por favor, permíteme dártelo.
Se volvió a sentar de frente a él y lo miró fijamente a los ojos.
—Admiro mucho tus agallas, nunca nadie, en todos los años que llevo en esto, alguien se había atrevido a intentar enfrentarnos. Eres muy valiente y eso te lo reconozco.
Gustavo no había ido hasta allá solo para escuchar halagos sobre su supuesto valor por intentar acabar con todo eso.
—Pero tienes que desistir. —Su ceño se suavizó y ese brillo divertido desapareció de sus ojos. —No vas a lograr nada salvo hacer corajes, perder tiempo y dinero y puedo decir que, aunque no te conozco, se te mira como una persona de buen corazón.
Ya se estaba cansando de escuchar a la gente darle consejos que no pidió y que lo trataran como si fuera un imbécil que no podía dar batalla.
—Señora, gracias por el consejo que no vine a pedirle. —Se puso de pie con la intención de marcharse.
Caminó hasta la puerta y cuando había tomado la cerradura se detuvo. Se quedó mirando su reflejo sobre el cristal tallado con formas de flores en el centro de la puerta y se giró para quedar de frente a Gloria.
—¿Usted sabe lo que es estar desempleado durante muchos meses? ¿Años? —la mujer negó ante sus preguntas—. ¿Sabe lo que es ver a su familia contando cada centavo para hacer rendir el dinero entre los gastos del mes?
Nuevamente negó. Lo cierto era que se había casado muy joven y desde entonces nunca había tenido que preocuparse por esas cosas. Primero porque su marido tenía un trabajo estable y segundo porque a ella le habían puesto en bandeja de plata un negocio que con el tiempo había crecido; gracias a eso afortunadamente nunca había tenido la preocupación de no poder pagar las facturas del mes o de poderle dar a sus hijos lo que necesitaban.
—Por supuesto que no lo sabe —escupió con dureza—. La vida actual ya es lo suficientemente dura y difícil como para además agregarle obstáculos que otros intentan ponerte solo por no ser capaces de entender que tener competencia no es del todo malo. ¿Alguna vez se han puesto a pensar a cuántas familias dejaron sin la oportunidad de llevar el sustento a sus casas? ¿Cuántas personas dependían de esos ingresos para ofrecerle un futuro mejor a sus hijos? ¿Para pagar medicamentos o cirugías?
Un nudo comenzaba a formarse en la garganta de Gloria, las palabras de aquel joven le estaban calando hondo, pero se mantenía firme en su lugar sin bajar la mirada.
—Podrán tener controlado el mercado de la venta de tamales, sé que también controlan a los vendedores de materia prima, esos a los que les prohibieron que me vendieran mercancía. ¿Pero sabe algo? Ni eso me detuvo. —Dio un paso en dirección a Gloria y ella retrocedió otro. —No importa cuánta mala publicidad se empeñen en hacerle a mi negocio, no importa cuántas veces se pare afuera de nuestro puesto a gritarle a los cuatro vientos que vendemos producto de mala calidad o en condiciones insalubres o hagan comentarios negativos en las redes sociales. Eso tampoco me detuvo.
Dio un paso más al frente. Gloria tragó duro y levantó la cabeza para poder sostenerle la mirada.
—Podrán mandarme cuantas amenazas quieran —sacó del bolsillo del pantalón las cartas que había recibido y las aventó haciendo que se esparcieran por toda la estancia—. Eso tampoco va a detenerme. Podrán hacer mil cosas más —no pensaba enumerar ninguna porque no quería darle ideas—, y eso tampoco me va a detener ¿sabe por qué?
Se quedó en silencio esperando que la mujer dijera algo o hiciera algún movimiento. Nada, como si fuera muda y estaba absolutamente quieta cual estatua de marfil.
—Porque quiero que mis padres vivan lo que les quede de vida sin volver a preocuparse por el dinero. Quiero darles esa paz y tranquilidad que usted le da a sus hijos cada día. —El fuego que ardía en su mirada no dejaba margen para dudas de que estaba hablando muy en serio. —Así que dígale a sus cuñadas y a su suegra que conmigo van a ir a la guerra.
Se giró y abrió la puerta principal dejando que el aire fresco de afuera invadiera la estancia principal, un escalofrío recorrió la columna vertebral de la mujer, aunque era difícil saber si había sido por el cambio de temperatura o por la determinación en las palabras de Gustavo.
Acababa de dar un paso afuera cuando se detuvo por un segundo solo para agregar:
—Gracias por el agua, buenas tardes.
Y se marchó de ahí con una sensación de liberación, como si se hubiera quitado una carga de encima.
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Palabras sin contar nota de autor: 2,310
Cuánta seguridad en Gustavo para ir a hacerle frente a una de las familias de la mafia. ¿Qué les pareció el capítulo?
Nos acercamos al gran final, ¿están listos?
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