🫔 Capítulo 10
Esa mañana de sábado había sido bastante movida. Gustavo había regresado a casa de hacer las compras de la semana con el doble de lo que usualmente compraba. Dejó algunas bolsas sobre la mesa de la cocina y el resto las dejó en el suelo. Le dolía la espalda, pero no estaba seguro si era por algún achaque de la edad o por haber cargado todas las cosas en un solo viaje.
Aunque ya sabía manejar y se movía con la camioneta dentro de Santa Catarina, no se animaba a salir rumbo al centro de Monterrey en ella. La realidad era que sí le asustaba algo la manera de manejar de los regios, siempre tan acelerados y sin poner direccionales. Prefería ahorrarse el estrés y mejor optaba por tomar el camión; con algo de suerte no iría tan lleno y podría tomar una siesta en lo que llegaba hasta su destino.
Rubio miraba a su amo desde la sala, descansando muy plácidamente sobre uno de los sillones. Ese perrito callejero se había convertido en una alegría para la casa, Gustavo estaba seguro de que cuando llegara la fecha límite que había impuesto su madre, se quedarían con él para siempre. Todavía no estaba muy educado, pero todos los días Gustavo y Franco se tomaban un ratito para intentar entrenarlo poco a poco.
Desde que había ido a visitar a Gloria Martínez no había sucedido nada malo, ya no habían llegado más cartas amenazantes ni tampoco había encontrado algún mal comentario en las redes sociales. ¿Sería acaso que había logrado convencerla?
Soltó un suspiro y se dispuso a guardar las cosas en el refrigerador, haciendo uso de sus mejores dotes en tetris para hacer que cupiera la mayor parte. Iban a tener que comprar un refrigerador más grande si querían poder almacenar todo para cubrir la demanda de tamales que se avecinaba.
Se rascó la nuca, finalmente la tarde anterior se había ido a cortar el cabello y ahora sentía que algo le faltaba, le restó importancia pensando que en unas semanas volvería a crecer y ya no planeaba volver a cortárselo hasta que llegara el 2024.
Fue hasta la sala y se sentó junto a Rubio que de inmediato se echó sobre su regazo y ahí se acomodó para acostarse. Era su única compañía ese día, sus padres habían salido para ir a visitar a la tía Rosa y Franco había salido para ir a conseguir el regalo de Navidad de su novia; aún faltaban unas semanas para eso, pero prefería ir de una vez antes de que la fiebre por conseguir los anhelados regalos abarrotara las tiendas de gente y fuera imposible elegir algo.
—¿Qué dices Rubio? ¿Nos tomamos una cerveza?
El perrito levantó la vista al escuchar su nombre y movió su colita en respuesta.
—Tomaré eso como un sí.
Se levantó del sillón y fue hasta el refrigerador donde tuvo que mover todo lo que ya había acomodado para poder sacar una lata de cerveza. Todavía quedaban tres más al fondo. Se dijo que en un rato más se las tomaría para poder liberar espacio en el refrigerador. Abrió la lata, estaba por darle un sorbo a la bebida cuando escuchó que alguien tocaba fuertemente la puerta.
De inmediato Rubio saltó del sofá y se puso de frente a la puerta comenzando a ladrar frenéticamente. Gustavo dejó la lata abierta sobre la mesa y se aproximó a la entrada.
Se quedó helado cuando vio a la persona que se encontraba al otro lado.
—Buenos días —miró su reloj dorado en la muñeca izquierda—, tardes ya —corrigió.
Una mujer con la piel tan arrugada como la de una pasita, con el cabello blanco cual algodón y las mismas facciones duras que había visto en aquella fotografía en casa de Gloria Martínez; estaba de pie en la puerta de su casa.
Francisca Tamayo.
La mismísima matriarca y líder de la mafia tamalera se apoyaba sobre su bastón para mantenerse en pie.
—¿No te enseñaron modales, jovencito? Estos viejos huesos no pueden estar mucho tiempo de pie y menos con este clima helado.
¿Clima helado? La última vez que Gustavo había revisado la temperatura en su celular marcaba quince grados, aunque quizás para una mujer mayor era como estar a temperaturas bajo cero.
Rubio no había dejado de ladrar en todo ese rato desde el interior de la casa. Gustavo abrió todo lo que pudo la puerta y le hizo una seña con la mano para que pasara. ¿Qué estaba haciendo? Dejar entrar al enemigo en casa.
—Te espero en el auto, mamá.
Al escuchar esa segunda voz se percató de que había una mujer más joven detrás de la señora. Calculaba que tendría alrededor de unos cuarenta a cincuenta años. La mujer le dedicó una mirada de advertencia a Gustavo y se dirigió calle abajo a donde había aparcado su auto. «¿Cuál de las dos hijas será?»
Doña Panchita daba pasos cortos y lentos en dirección al sofá; fácil podría tener unos setenta años. Rubio seguía ladrándole, pero manteniendo su distancia y posicionándose en medio de la mujer y su amo.
—¿Podrías callar a ese perro? —lo apuntó con su bastón. —Me aturden sus ladridos.
Gustavo soltó un bufido y sin decir nada tomó a Rubio en brazos y lo llevó hasta su habitación donde lo dejó encerrado. Se permitió cerrar los ojos un momento y recargar la frente sobre la puerta de su habitación. ¿Qué querría esa mujer? Inhaló y exhaló un par de veces intentando controlar los nervios y se dirigió de regreso a la sala.
La mujer ya estaba acomodada en el sofá que momentos antes estaban Gustavo y Rubio.
—¿No vas a ofrecerle algo de tomar a esta anciana?
Su voz le recordaba a la de alguna maestra odiosa que tuvo en sus años de preparatoria. ¿Qué habría sido de esa maestra? ¿Seguiría viva? Bah, seguro que sí, hierba mala nunca muere.
—¿Gusta algo de tomar?
—Te acepto una copa de vino —respondió.
Gustavo pestañeó varias veces e inclinó la cabeza hacia un lado de la misma forma que Rubio lo hacía cuando intentaba entender lo que su amo le decía.
—Me temo que no tenemos vino. Puedo ofrecerle agua, leche, Coca-Cola o cerveza. Elija.
La anciana se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz al tiempo que analizaba sus opciones.
—Coca-cola será.
Gustavo fue hasta el refrigerador y una vez más tuvo que revolver todo para sacar una lata. La envolvió en una servilleta porque asumió que estaría muy fría para la mujer y se la tendió.
—No quiero sonar grosero, pero... ¿qué carajos hace en mi casa?
Se cruzó de brazos y se irguió en su lugar, quizás de manera inconsciente quería parecer más intimidante ante aquella viejecilla que ante los ojos de alguien que no la conociera podría parecer la ancianita más dulce, inocente e indefensa.
Doña Panchita dio un trago a la bebida y cerró fuertemente los ojos cuando sintió el líquido helado recorrer su garganta. Recargó la lata en el respaldo del sofá esperando que no se fuera a voltear causando un desastre.
—Bueno, mi nuera me platicó que fuiste a su casa recientemente —comenzó—. Me pareció que lo más correcto era que yo viniera a tu casa ahora.
Gustavo enarcó una ceja. ¿Qué tramaba?
—¿Y a qué debo el honor de tener en mi humilde hogar a la líder de la mafia tamalera?
Francisca comenzó a toser cuando estaba por soltar una carcajada. La gente tenía demasiada imaginación, nunca dejaban de sorprenderla.
—Jovencito, no somos ninguna mafia tamalera. Solo somos un negocio familiar —se ajustó el suéter de lana tejido que llevaba puesto.
—A mí me parece que es una mafia familiar todo lo que les hacen a las personas que quieren incursionar en la venta de tamales. ¿O cómo le llamaría usted a lo que han hecho?
—Yo lo llamo cuidar el negocio familiar, la prosperidad de la decendencia Tamayo. Mi legado —colocó una mano sobre su pecho.
—A mi me parece una práctica desleal e injusta.
Doña Panchita se acomodó mejor en su asiento y dirigió su vista hacia la cocina que estaba detrás de Gustavo. No se comparaba en nada con la que tenía ella en casa, esa era pequeñísima, ¿ahí es donde preparaban los tamales con los que intentaban hacerle competencia?
—Muchachito, debes entender que en los negocios todo se vale. Llevo más de cincuenta años en este mundo de la fabricación y venta de tamales y junto con mis hijas y mi nuera hemos sabido dominar el mercado. —Tomó el bastón que tenía junto a ella y lo apuntó con este—. Y no vamos a permitir que un jovencito llegue con aires de grandeza a intentar destruir lo que nos tomó una vida forjar —acusó molesta.
El rostro de Gustavo se transformó en una mueca de indignación.
—¿Destruir? Mi intención no es destruir su negocio, señora. Mi única intención es salir adelante sin tener que ponerle el pie a los demás. —Se pasó una mano por el cabello, pero no tenía mucho que despeinar. Se frustró aun más. —¿Cuál fue el motivo de empezar su negocio hace cincuenta años?
La pregunta descolocó por un momento a Francisca. Se tomó un momento para pensarlo.
Con nostalgia recordó aquel día en el que su madre se había sentado junto a ella con lágrimas en los ojos, siempre por el mismo motivo, su padre. Con una suave sonrisa le explicó a aquella niña de ocho años que le iba a enseñar a ser autosuficiente para que su vida jamás dependiera de estar atada a un hombre que solo la hacía sufrir y hacía su vida miserable.
Le daría la oportunidad de ser libre y forjar su propio destino. Fue así como le compartió aquella receta con la que creó sus primeros tamales y que con el paso de los años fue perfeccionando hasta que pudo iniciar su camino lejos de esa casa donde tantos años vio a su madre ser infeliz hasta que un día la catrina se la arrancó de su vida. Se había prometido que su vida iba a ser muy diferente, que iba a luchar incluso contra el machismo y la mente tan cerrada de aquellos tiempos y así lo hizo.
Por eso mismo cuando sus hijas tuvieron edad suficiente, hizo lo mismo que su madre hizo con ella años atrás y les enseñó sobre el negocio familiar. Después de que su hijo se casó con Gloria, aunque no terminaba de caerle del todo bien, se decidió a darle también las herramientas necesarias a su nuera para que, si algún día debía partir lejos de su marido, lo pudiera hacer sin restricciones.
Tuvieron que pasar muchísimos años para que la mentalidad de la ciudad que alguna vez fue un pequeño pueblito pudiera cambiar y dejar atrás esos pensamientos machistas y esas costumbres arcaicas.
Una lágrima resbaló por su mejilla; había pasado tanto tiempo que ya hasta se había olvidado de cómo había iniciado todo. Con su dedo limpió aquella rebelde lágrima y dio un sorbo a su bebida.
—¿Se encuentra bien?
Gustavo se mantenía alerta, con una mano en el bolsillo por si tenía que sacar el celular para llamar a una ambulancia, no fuera a ser que aquella mujer decidiera morirse en medio de su sala.
—¿A qué quieres llegar con eso, jovencito? —refiriéndose a la pregunta que le había hecho momentos antes.
—Que muy probablemente, su motivo y el mío no sean tan diferentes. Y repito, mi intención no es acabar con su negocio o el de sus hijas.
Doña Panchita dio un profundo respiro y después posó su vista sobre una foto familiar que se encontraba colgada en la pared justo arriba del televisor. En la foto se podía apreciar a los cuatro integrantes de la familia Bazaldúa, era una fotografía de estudio que habían hecho unos años atrás cuando fue el veinticinco aniversario de casados de sus padres.
—Mi nuera me dijo que todo lo hacías por tus padres, ¿es así?
Gustavo asintió sin decir una palabra. La mujer se puso de pie con algo de dificultad, pero apoyándose de su bastón, se acercó hasta estar de pie delante del joven y estiró el brazo para jalarle una mejilla regordeta.
—Tienes un corazón muy noble, muchacho.
Le dio unas ligeras palmaditas en el brazo y se encaminó hasta la puerta. Se volvió a ajustar el suéter de lana y después regresó sobre sus pasos para estar de frente una vez más. Gustavo no tenía idea de qué decir o qué hacer en esa situación.
Y entonces sucedió.
Doña Panchita le tendió la mano.
Gustavo se quedó anonadado ante ese gesto, su boca se abría y cerraba, pero ningún sonido salía de sus labios.
—¿Me vas a dejar con la mano estirada?
Sus palabras lo hicieron reaccionar y estrechó con firmeza, pero a la vez de una forma delicada la huesuda y arrugada mano de aquella mujer.
—Fuiste un digno rival, Gustavo Bazaldúa. —El muchacho abrió los ojos en sorpresa, no esperaba que supiera su nombre completo. —No te rendiste en ningún momento y sospecho que no te habrías rendido nunca, ¿o me equivoco?
—Rendirme no está en mis venas, señora.
—Doña Panchita, llámame Doña Panchita.
Le volvió a dar unas palmaditas en el brazo y se encaminó hasta la puerta seguido muy de cerca por Gustavo que le ayudó a detener la puerta para que pudiera salir. En cuanto salió a la banqueta, su acompañante se bajó del auto y se aproximó hasta ellos para ayudar a su madre.
—Entonces.... ¿qué va a pasar ahora? —preguntó mientras veía cómo se alejaban ambas mujeres.
Doña Panchita se detuvo para girarse un momento y le dedicó una ligera sonrisa. Después reanudó su andar y subió al auto de su hija para momentos después desaparecer calle abajo.
Algo en esa sonrisa se sintió como una victoria; como cuando había luchado tantas veces contra Master Bison en el juego de Street Fighter y perdía continuamente hasta que después de varios intentos lograba ganar.
Una dulce victoria sin duda.
FIN
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Palabras sin contar nota de autor: 2,350
Llegamos al final de esta historia, pero todavía nos queda el epílogo que estaré subiendo más tarde.
Me encantaría saber qué les pareció. Agradezco infinitamente que hayan llegado hasta aquí.
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